lunes, 9 de marzo de 2020

Ayer murió mi amigo Max von Sydow


Ya lo he contado en otras oportunidades, pero nunca como hoy para volver a contarlo.
En el Tandil de mi adolescencia había cuatro salas cinematográficas: el Americano, con funciones de tres películas, todas de cowboys o policiales; el Súper, ubicado al lado de lo que era el único cabaret del pueblo, la Nóbel, y con un repertorio básicamente de películas argentinas; el Cervantes, en la manzana más comercial del centro, al lado de la principal confitería, la legendaria La Rex, con una oferta más ecléctica y, el más moderno, el Avenida, a pocos metros de la Avenida España, límite norte de lo que se consideraba el centro comercial.
La oferta cinematográfica del Avenida era, por entonces, películas menos comerciales, con fama de difíciles que no duraban mucho más de un fin de semana en cartelera.
Un atardecer, posiblemente de un domingo, entre al cine Avenida sin fijarme mucho en el programa. Yo tendría unos 15 o 16 años. Sobre la pantalla plateada comenzó a proyectarse una película en blanco y negro, con una historia ubicada en algo como la Edad Media, en un lugar donde la gente hablaba un idioma muy extraño. Obviamente no era español ni inglés ni francés, los tres únicos idiomas que mis conocimientos lingüísticos de la época permitían diferenciar.
En mi oído sonaba como alemán. La película se llamaba La Fuente de la Doncella, estaba dirigida por Ingmar Bergman, ese director sueco que aparecía tan a menudo en las notas del crítico Leo Sala en la revista Leoplán.
Un actor alto, delgado, rubio y con un rostro como tallado en madera me impactó para siempre. Era Töre, el padre, un pequeño y piadoso señor feudal que tiene pasión por su hija Karin a quien envía, a través del bosque, con unas velas para la Virgen a una iglesia. El actor que interpretaba a Töre era el genio que acaba de fallecer, el inmenso Max von Sydow.
El sauna ritual, con sus golpes sobre el cuerpo con varillas de abedul, la liturgia de purificación a la que Töre se somete antes de matar a los asesinos de su hija y su largo monólogo sobre la maldad, sobre Dios, sobre el diablo, la belleza y la bondad, a la luz del fuego, ocupando con su perfil casi toda la pantalla del cine Avenida me han acompañado a lo largo de todos estos muchos años.
Fue la primera vez que tuve la sensación de lo que era un actor, fue la primera vez en que tomé conciencia del torrente emocional que un actor podía transmitir con su prodigioso don.
Terminó la película, salí de la sala para ir al baño y volví a entrar –esas cosas se podían hacer en los cines de Tandil de aquella época- y volví a ver nuevamente de punta a punta el prodigio, como quien desea que el genio salga nuevamente de la lámpara en la que ha estado encerrado.
Y ese hombre aristocrático, elegante, políglota –hablaba sueco, alemán e inglés como idiomas virtualmente maternos- me acompañó toda la vida. Fue mi amigo sin que él lo supiera. He celebrado y celebro cada vez que veo su figura aparecer en el cine o en la pequeña pantalla del televisor, haciendo algún papel inesperado en alguna película de sábado por la tarde. Lo saludo a Max von Sydow en sueco.
- Tjänare, Max, hur är det?, le digo.
Y casi estoy convencido que me sonríe y me guiña un ojo en su uniforme de coronel de las SS.
Ayer murió mi amigo Max von Sydow, en París, seguramente con aguacero.
El mago de Farö debe estar preparando una película en blanco y negro, con Ingrid Thulin y el nuevo huésped, con quien ya se debe haber bebido dos o tres snapsar. Quizás la película siga tratando de expresar la enorme incógnita que los acompañó a los tres en su paso por la tierra, la incógnita que alimenta la imaginación y atormenta las noches de todos los hombres y todas las mujeres de este mundo.
Tack så mycket för allt, käraste Max.

Buenos Aires, 9 de marzo de 2020

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