Un extraño despertador erótico
No llegué tan tarde
como suelo hacerlo. No eran más de las dos de la mañana. Ciertas
citas de la noche habían fracasado, la gente no estaba donde había
dicho que estaba y dos y media después de la medianoche y yo ya
estaba acostado mirando el final de una película con Gerard Philippe
en la TV Pública. Era un gran actor y un tipo de una pinta
espectacular. Pero era imposible descubrir la trama. Solo faltaban
algunos minutos y, más allá de reconocer al actor, era imposible
desentrañar de qué se trataba.
Pasé al 9 donde
Viviana Canosa y el hijo de Martín García, entre otros, hablaban no
sé qué del programa de Tinelli, que ignoro de qué se trata.
Al cabo de quince
minutos decido que es suficiente y que habida cuenta de todo lo que
tengo que hacer al día siguiente mejor es tratar de dormir. Había
tenido un día lleno de buenas situaciones, de alentadoras reuniones.
No había habido nada que empañara un hermoso día de primavera.
Como todo despertador
me resulta agresivo y psicópata, desde hace años programo el
televisor para que se encienda, con el volumen bajo y envolvente, a
la hora en que quiero despertarme. Me ahorro así del agresivo
chillido del teléfono o del reloj. El televisor comienza a hablar,
en voz baja, con alguna propaganda o alguno de esos programas de la
mañana que, supongo, la gente usa para despertarse sin violencia.
Lentamente voy
entrando en el sueño. Mi cabeza pasa revista a las cosas que he
vivido a lo largo del día. Voy rememorando, con los ojos cerrados,
las entrevistas, las discusiones, las conversaciones, amistosas unas,
menos amistosas otras, que he logrado enfrentar en la jornada. Y todo
comienza a rodearse de una agradable y hospitalaria bruma hasta que,
sin saberlo me duermo.
Si algo no ha
cambiado radicalmente a lo largo de los años es la actividad durante
el sueño. Sí, claro, es cierto, las poluciones nocturnas
desaparecieron hace años -digamos, con el casamiento-, pero la
actividad imaginaria de los sueños no es distinta hoy a la de hace
cuarenta años. Hay, por supuesto, una marcada diferencia en quien
sueña. Todas esas imágenes y situaciones, dramáticas, patéticas,
ridículas y, sobre todo, viejas, ya no me generan la angustia, el
sobrecogimiento o el miedo que solían producirme en años más mozos
e inexpertos. Todavía sueño con mi madre.
Son en general los
mismos sueños que a los veinte años me angustiaban. Ya no me
angustian. Me despierto en el medio de la noche y, plácidamente,
vuelvo a dormirme a poco que recapitulo la escena onírica.
Afortunadamente sigo
teniendo sueños eróticos en los que distintas mujeres que he
conocido -la madre de mis hijas suele aparecer a menudo- me
despiertan un delicioso deseo, que nunca deja de sorprenderme, dado
los años y la vida que han pasado. La infancia, enfrentamientos con
mi padre y mi madre, odio, remordimiento, dolor y amor se mezclan en
un sueño que se disipa como en un fundido a blanco, en el momento de
despertarme.
Esa noche no fue
distinta a otras. Todo eso me pasó por la dormida cabeza, más otras
cosas que debo haber olvidado o que no pude reconstruir al despertar,
como dicen que funciona el mecanismo de los sueños.
La cuestión es que
una voz me arranca de mis fantasías y mis culpas. Suavemente, sin
chillidos, comienzo a escuchar una voz femenina, cálida, jóven,
bien modulada que dice:
- … también puede
acariciar el clítoris con sus dedos y usar un gel lubricante que la
vaya excitando para estar preparada para el acto sexual...
A medio camino entre
el sueño y la vigilia lo que oía parecía una broma increíble.
¿Cómo era que mi televisor había decidido despertarme con esas
imágenes? ¿A quién se le ocurre sacar a un hombre del sueño con
semejante situación?
Rápidamente
recapitulé la situación. Había dejado el televisor en Canal 7, a
esa hora hay un programa dedicado a cuestiones de salud.
Una sexóloga, joven
y bella, como pude ver, se había convertido en una extraña
Scherezade matutina, con su lenguaje antiséptico y su impudicia
técnica.
Comencé el día con
una estruendosa y solitaria carcajada.