(1) De acuerdo a lo que parecen ser propiedades fisico-químicas “mágicas”, este mineral es fundamental para las industrias de aparatos electrónicos, centrales atómicas y espaciales, misiles balísticos, video juegos, aparatos de diagnóstico médico no invasivos, trenes sin ruedas (magnéticos), fibra óptica, etc. Sin embargo el 60 % de su producción se destina a la elaboración de los condensadores y otras partes de los teléfonos celulares. El coltan permite que uno de los sueños occidentales se haga realidad; con él las baterías de los minicelulares de bolsillo mantienen por más tiempo su carga, ya que los microchips de nueva generación que con él se elaboran optimizan el consumo de corriente eléctrica. Después de ser usado en un principio para los filamentos de las “lamparitas”, luego fue reemplazado en esta función por el más barato y accesible tugsteno, y parecía condenado al olvido. Sin embargo en las últimas décadas el valor volvió a preñar al coltan, volvió a darle vivacidad, a convertirlo en mercancía. Mucho más cuando se produjo el boom comercial de los teléfonos móviles que en número de 500.000 inundaron el mercado en el 2000. Desde unos años antes, sin embargo, el colombio-tantalio que era extraído en Brasil, Australia y Tailandia había empezado a escasear. La japonesa Sony, por ejemplo, tuvo que aplazar el lanzamiento de la segunda versión del juguete preferido de los niños occidentales, el Play Station, debido a este incordio. El gran aumento de la demanda ha hecho establecer un mercado ilegal paralelo en el Africa central.Afrol News: http://www.afrol.com/es/especiales/13258
Publico aquí algunos textos a medio camino entre el intento de permanencia de la literatura y la realizada fugacidad del periodismo.
jueves, 27 de diciembre de 2007
La última novela del viejo espía británico
(1) De acuerdo a lo que parecen ser propiedades fisico-químicas “mágicas”, este mineral es fundamental para las industrias de aparatos electrónicos, centrales atómicas y espaciales, misiles balísticos, video juegos, aparatos de diagnóstico médico no invasivos, trenes sin ruedas (magnéticos), fibra óptica, etc. Sin embargo el 60 % de su producción se destina a la elaboración de los condensadores y otras partes de los teléfonos celulares. El coltan permite que uno de los sueños occidentales se haga realidad; con él las baterías de los minicelulares de bolsillo mantienen por más tiempo su carga, ya que los microchips de nueva generación que con él se elaboran optimizan el consumo de corriente eléctrica. Después de ser usado en un principio para los filamentos de las “lamparitas”, luego fue reemplazado en esta función por el más barato y accesible tugsteno, y parecía condenado al olvido. Sin embargo en las últimas décadas el valor volvió a preñar al coltan, volvió a darle vivacidad, a convertirlo en mercancía. Mucho más cuando se produjo el boom comercial de los teléfonos móviles que en número de 500.000 inundaron el mercado en el 2000. Desde unos años antes, sin embargo, el colombio-tantalio que era extraído en Brasil, Australia y Tailandia había empezado a escasear. La japonesa Sony, por ejemplo, tuvo que aplazar el lanzamiento de la segunda versión del juguete preferido de los niños occidentales, el Play Station, debido a este incordio. El gran aumento de la demanda ha hecho establecer un mercado ilegal paralelo en el Africa central.Afrol News: http://www.afrol.com/es/especiales/13258
jueves, 15 de noviembre de 2007
Jorge Waisburd llevaba un registro sobre todas las maneras posibles en que sus compatriotas escribían su apellido, partiendo del hecho de reconocer que las posibilidades de equivocación eran tan infinitas como comprensibles. Nadie imaginaba que ese abstruso sonido escondía algo tan sugerente como “Barba Blanca”, que es lo que originariamente quería decir.
Lo traté durante los últimos diez años, a partir de conocerlo en la dirección de la “2x4” y pude admirar el notable sentido poético con que asumía la tarea radial tanto como la pasión irresistible que tenía hacia el tango, hacia su música y hacia sus letras.
Jorge poseía, además de una voz única en el medio, de tonos graves, ronca y aterciopelada a la vez, una inagotable creatividad sonora, un exquisito buen gusto para elegir melodías, acordes y arpegios que usaba en sus pequeñas composiciones radiales, que le dieron una personalidad única en el mundo a aquella “2X4” de fines del siglo pasado.
Era dueño de dos atributos contradictorios, un gozoso sentido del humor y un carácter irascible y, muchas veces, caprichoso: dos poderosas razones para que nos peleásemos tantas veces y con tanta vehemencia como con frecuencia y vehemencia nos divertíamos juntos.
Con Jorge aprendí, ya grande, cuando se cree que ya es imposible aprender nada, la belleza de un texto evocativo fundido a unos lentos acordes de un bandoneón tocado por Rovira o por Mingo Moles, ese amigo de su corazón que una noche se tomó el piro, dejándolo con el alma herida para siempre.
Improvisaba, con una música de fondo que hacía subir y bajar, al ritmo de su fantasía, inolvidables poemitas espontáneos que llevaban a sus oyentes por delicados y somnolientos senderos, donde la llovizna caía sobre un desconsuelo, o el sol sonreía ante un beso primerizo.
Este ruso más argentino que el dulce de leche, criado en la amistad y el respeto a Lionel, su casi tío Edmundo Rivero, cuya voz, recordaba Jorge, acompañaba las fiestas familiares, los cumpleaños y los Años Nuevos, hizo los mejores programas de tango de todos los tiempos, un género al que el mal gusto, la obviedad y la mala poesía amenazan permanentemente en reducirlo a una ramplona sucesión de tangos mediocres, presentados por estólidos y mal envejecidos locutores.
Admiraba a los poetas y por eso ofreció su amistad a Alejandro Zwarcman –otro rusito que le ha dado al tango contemporáneo algunas de las mejores letras, como “Pompeya no olvida”- y que hoy lo llora con razón y sin consuelo.
Amaba y respetaba infinitamente a los músicos, a quienes recibía con los brazos abiertos en la radio, cuando llegaban con sus CDs recién salidos. Pepe Libertella y Luis Stazzo, Acho Manzi y el Tata Cedrón, Juan Vattuone y Roberto Alvarez, para dar sólo algunos nombres que aparecen en la memoria en este momento doloroso, lo consideraban su amigo y Jorge los trataba con la delicadeza con que se toma una pieza de porcelana, conciente tanto de su valor como de su fragilidad.
Sabía que la música y la poesía ocupan un lugar definitivo en la vida de los hombres y concebía su actividad profesional como el nexo para que esa música y esa poesía que produce esta ciudad que tanto amaba, llegase a los hombres y las mujeres que, con ellas, eran más ricos, más nobles, más bellos.
Va a ser muy difícil pensar en Jorge Waisburd como ausente para siempre. Esta maldita, esta bendita, esta desagradecida, esta generosa Buenos Aires que nos ha tomado el corazón y nos hace impensable vivir en otro lado, ha perdido un amigo, un ladero, una pierna linda para recorrerla, descubrirla y volverle a declarar nuestro amor. Va a ser difícil pensar otra armonía de ciudad, tango y radio distinta a la que Jorge creó a pura amor y talento.
Dentro del Jorge Waisburd que todos conocimos anidaba, por esas cosas del nombre, un duende de barba blanca, que seguramente se ha quedado con todos los que hoy pensamos que esta tristeza tiene razón y fundamento: su muerte nos hace más pobres, más solos, más frágiles.
Buenos Aires, 12 de noviembre de 2007.
jueves, 30 de agosto de 2007
Los milongueros
Son todos setentones. A todos les cubre la cabeza el zorro plateado. El de algunos de ellos, además, está quedando pelado. Blanco y pelado. Quien más, quien menos tiene una pancita hecha a base de mucho vino tinto e infinitas empanadas.
Alguno, como Daniel García, el “Flaco Dani”, conserva la silueta de sus años mozos, luce sacos y trajes de gran corte y se da el lujo de peinarse, a lo Cary Grant, una cabellera que la tintura hace rubiona, pero que conserva íntegra y saludable.
Otro, como Julio, un elegante y señorial anciano con pinta de abogado radical, ha perdido el pelo que se ha encanecido junto con el bigote, pero no ha permitido que la gula se lleve la prestancia. Sus oscuros trajes cruzados, su camisa blanca sin una arruga, su sobria corbata, parecen adaptarse como una piel a su reservada elegancia.
Son los milongueros
A los trece años, cuando el rito de iniciación viril de entonces, “ponerse los largos”, los convertía en aprendices de hombres, los amigos mayores los llevaban a la milonga.
A los veinte ya habían aprendido a bailar. Entonces el mundo se les abría a las famosas milongas del centro, donde había minas que tenían su propio departamento. El sueño de pasar la noche con alguna de aquellas rubias, soñadas mil noches en la pieza del convoy, solía realizarse de cuando en cuando, como premio a su pinta juvenil y al arte increíble de sus pies.
Un día o, como dijo el Pibe Sarandí, un año, 1955, ese mundo desapareció. No el del whiski, la blanca y la mala vida. Ese siguió y creció. El mundo del tango, de las grandes orquestas, de las milongas de barrio y de los grandes salones del centro comenzaba a morirse junto con la Ciudad Infantil, el Pulqui y los Planes Quinquenales.
Pero no aflojaron. Ninguna otra preocupación fue más importante para ellos que continuar ese culto al que fueron introducidos en su pubertad, como a un Jehová de suburbio. Sobrevivieron con laburos de mala muerte. Alguno de ellos seguramente tocó el piano en alguna comisaría, o se pasó unos meses con la comida pagada por el Estado.
domingo, 5 de agosto de 2007
El día que Josephine Baker suspiró por un argentino
Luis Alberto Murray era en los años cincuenta un tipo de unos treinta y pico de años notablemente agraciado. Sus ojos, su mandíbula cuadrada -de la que ignoro sus virtudes erógenas, pero que, según todos los indicios, tiene un enorme atractivo sobre las damas-, su fina y recta nariz, su delgada elegancia, causaban estragos en el otro sexo y era motivo de constantes satisfacciones y húmedos pecados que sólo Dios sabe cómo pesaban en su irlandesa alma , siempre dispuesta a la confesión, el arrepentimiento y el propósito de enmienda.
La Baker se alojaba en el Hotel Plaza.
lunes, 30 de julio de 2007
Ingmar Bergman, la oscura luz del invierno septentrional
sábado, 5 de mayo de 2007
Una suave tarde de invierno
Una plaza, una hamaca,
Una niña.
Tu presencia a mi lado,
Tu verdeclara mirada,
-tu mirada ver declara-
y todo el desasosiego, la inquietud,
el torbellino, la ansiedad, el insomnio
se disuelven en la paz del mundo restaurado.
Ahora sí salir a la calle es recorrer un paisaje conocido.
Ahora sí puedo desafiar los elementos,
enfrentar las embestidas del dolor y sus compinches.
Es que el vacío se ha llenado,
y el pedazo de mí, que en vos se aloja,
y el pedazo de vos, que en mí faltaba,
se han encontrado en esta suave tarde de invierno,
en esta plaza, junto a esta hamaca,
Con esta niña.
Lunes, 21 de junio de 1999
Gloria a ti, heroico Compañero Presidente
heroico Compañero Presidente
Estas líneas fueron escritas en la noche misma del golpe de estado en Chile, hace cuarenta y cinco. Perón había vuelto a su Patria y el pueblo, volcado en las calles, celebraba su retorno a la presidencia. Había esperanza, incluso esa triste noche.
Ha caído Salvador Allende.
Víctima del verdugo oligárquico
que regó con sangre patriota
la tierra americana
ha muerto
el Compañero Presidente.
Chile se alzaba en un puño
contra el bárbaro asesino de Vietnam.
Después del sacrificio de Camilo,
cuando las entrañas de tu amigo,
Ernesto,
se confundían ya
en el estaño altoperuano,
cuando el soldado boliviano,
ya sin posible defensa,
se retiraba del trágico altiplano,
Chicho,
tus obreros
abrían un tajo en el futuro
y ya Cuba no estaría
tan sola en su isla verde.
¿Cómo fue tu muerte solitaria?
¿Con qué gesto soberbio
enfrentaste
tú única derrota?
Sólo cuando triunfan
las revoluciones
merecen ser cantadas.
Que el coro de lloronas
que asola a toda América
plaña por ti los llantos
que vos
nunca derramaste.
Y que los organizadores
de eternas derrotas
industrialicen tu nombre
por necesidad
de mártires,
si no de victorias.
El viejo Trotsky volverá
a retorcerse en su tumba cercana.
Los ojos de Vladimir Illich
volverían a encenderse de ira.
Una raza de enanos
que reemplazó
a los héroes,
ha convertido a la paz
en una palabra obscena.
¡Gloria a Tí, Compañero Presidente!
Hoy nuestra Patria Grande
sufre un amargo duelo.
Pero Fidel
sigue en Cuba y hace lo que puede.
En la tierra del Inca
ya no están
los gamonales.
En mi Argentina,
bárbara e ilustrada,
mi pueblo ha vuelto a conquistar
su destino.
¡Gloria a tí,
Heroico Compañero Presidente!
11 de septiembre de 1973
Un soneto
su reino es inagotable e infinito como el fastidio,
su reverso y gemelo”.
Octavio Paz
A Ana María Maradei
Espuela furibunda de la noche,
aguijón del deseo ebrio e infinito
que en altares de un soñado rito
sacia y colma la angustia en su derroche;
Caballos desbocados, ciego coche
que convierte la imaginación en mito
y la abandona, insaciable, ahíto
a la oscura condena del reproche:
que el cuerpo, pura ansiedad y anhelo
encontraba en el placer su pena.
Revelados fantasmas del desvelo,
nada sois, sino memoria, arena:
el límite físico de su vuelo
da al cuerpo su libertad y su duelo
Jakobsberg, agosto de 1981.
viernes, 4 de mayo de 2007
El topo
Fue hace casi veinte años,
en el más inesperado recodo de la historia
-ese maldito topo jamás nos ha dado seguridad alguna,
simplemente aparece,
cuando no lo esperamos.
y, carajo, no nos damos cuenta que es el topo,
el de la historia,
el que sale de su laberíntica cueva
y nos indica que todo ha vuelto a empezar-
apareció nuevamente la historia,
¿qué historia?
esa historia, ese gran relato del que todos fuimos relatores,
que todos nos contamos,
que todos contamos alrededor del fuego,
en la cama durmiendo al hijo,
la historia que nos contaba a cada uno de nosotros,
que nos convertía en sujetos,
que abolía la esclavitud,
que nos enfrentaba al amo
y que nos sumió en una pasión de meses
y nos hizo sentir de pie,
erguidos,
no acostados.
Fue hace casi veinte años.
Entramos al nuevo siglo
con esta historia.
Digamos,
entramos a la historia
con esta historia.
Y ahí quedaron nuestros muertos.
Y ahí quedo el cimiento para seguir siendo historia.
Fue hace casi veinte años.
Y es el maldito topo
Que aparece cada año
El 2 de abril.
Con los muertos,
con los baldados,
con los que jamás pudieron reponerse,
con los vencidos,
con los que pelearon,
con los que dejaron sus miembros,
con los que, más ciegos que el topo,
ni siquiera lo vieron.
Fue el topo,
que apareció, dio un brinco, corrió por el abierto potrero
y volvió a enterrarse.
Hace casi veinte años.
Bien podría volver a aparecer
el maldito topo.
Buenos Aires, 2 de abril de 2001.
Réquiem sin lágrimas
Para Fernando García Della Costa
“La muerte es un producto del uso.
De un lado uso del cuerpo, del otro, uso del alma”.
León Trotsky
es un valor de uso.
Y todo el misterio de la libertad
con el que se han llenado inútiles anaqueles,
es usar la vida como es debido.
El bife de chorizo a caballo con papas fritas,
una botella de cabernet sauvignon.
La diatriba, el retruécano,
una buena metáfora bien puesta,
la hipérbole, la desmesura,
un brulote que hace temblar a un ministro,
una cita de Perón,
una justa trompada en el mentón,
explicar a los que vienen,
llamar a la huelga,
tirarle un adoquín al de la guardia de infantería.
Esas son las cosas que constituyen
una vida bien usada.
Viejo amigo viejo, esta mañana el resultado del uso
-para usar la fórmula del profeta agnóstico-
te gastó la vida.
Y te fuiste, seguramente, contento.
El Sancho Panza de tu cuerpo
se debía sacudir con la carcajada,
y el Quijote de tu alma buscaba
los molinos de vaya a saber dónde
para seguir la pelea.
Si una buena muerte toda una vida honra
Una buena vida te honra la vida y la muerte, Fernando.
Nadie te doblegó.
Viviste como quisiste.
Sólo te inclinaste
-si lo hacías, a más de petizo eras agachado-
ante el dolor del humillado,
ante la soledad de la viuda,
ante el desamparo del huérfano,
como si fueras el alto y flaco anciano
de algún lugar de la Mancha.
Elegiste con quién pelear:
sólo contra los que eran más poderosos.
Elegiste junto a quién pelear:
sólo con los que no tenían nada para darte.
No les diste tregua
-tampoco te la dieron, es verdad-
y gozaste de cada pequeña victoria
y te reíste como un dios pagano
en cada profunda derrota.
Lo único que tiene de desgraciado
que hayas terminado de usar tu vida,
don Fernando Caballero de la Alegre Figura,
es que nosotros te perdimos,
que ya nunca vamos a pelear juntos,
que tus ojos no volverán a brillar
ante una desvergonzada ocurrencia
que ridiculiza la braguetuda seriedad
del buen pensar cipayo.
Y esto es todo.
¿Llorar tu muerte?
Reír, gozar, admirarnos de tu vida.
Y seguir en la pelea por una Patria más justa,
por una Patria más libre.
Por una Patria.
Buenos Aires, 11 de agosto de 1998
lunes, 23 de abril de 2007
Manuel Vázquez Montalbán
Danilo Devizia
Logró momentos culminantes en el escenario del teatro Alvear, junto a Alberto de Mendoza, interpretando a Juan Sombra, el demonio en la adaptación porteña del Don Juan. La prensa comercial no pudo ignorar su perversa y ambigua interpretación, su infinita delgadez discepoleana, su maligna mirada, su voz meliflua y seductora.
Pasó noches y noches de hambre y wisky, en su intento de no entregar su arte al becerro de oro de la televisión y los bolos en las tiras. Sólo hizo lo que quiso. Cuando no pudo más, cuando la angustia, la soledad, el hambre y la enfermedad lo abatieron se volvió a su pueblo natal, Necochea, con su madre y sus amigos de la infancia.
Lo conocí cuando filmamos Mirta de Liniers a Estambul. Después hicimos Chorros y la última vez que lo contraté fue para hacer un extraordinario y corrompido gerente gay de una disco, La Maga.
Danilo Devizia era intransigente, sensible e inadaptable.
Murió anteayer en Necochea. Fue uno de los más grandes actores argentinos: una especie de Klaus Kinsky rioplatense.
Estoy triste.
Yuyo Pistarini
La vida de su padre, como diplomático representando al Ejército Argentino, hizo que Yuyo estudiara en la Alemania nazi, donde integró a los doce años la Hitlers Jugend y en Inglaterra, como adolescente, asistiendo a los umbrosos claustros de Oxford. Fue oficial de aviación de donde se retiró por no soportar la dura disciplina militar. Estudió en el legendario Massachussets Institute of Technology (MIT) y conoció Hollywood junto con su amigo de juergas, Fernando Lamas. Fue testigo del romance entre este y Lana Turner. Una tarde, después de un abundante asado y no pocas botellas de Malbec, me contó cómo había hecho Lamas para impresionar a la blonda diva.
Fue en la pileta de un hotel de cinco estrellas. El carilindo de Lamas, al cambiarse, puso en su entrepierna, bajo el pantalón de baño elástico que se usaba entonces, un pañuelo, de modo tal de ofrecer a la vista de quien se interesara una turgencia que exageraba sus propias dotes. Caminó lentamente hasta el trampolín, pasando por delante de la reposera de la Turner, subió la escalera y, con gran parsimonia, y haciendo evidente su inflacionado bulto, picó varias veces en la tabla y se lanzó a la pileta. Yuyo me aseguró que fue sólo salir del agua y la que luego sería amante de Johnny Stompanatto -a quien asesinó la hija de la Turner de varias cuchilladas mientras el ítalo americano fajaba a la rubia- ya estaba virtualmente pegada a su lado.
Yuyo Pistarini fue amante de estrellas de Hollywood y de Artistas Argentinos Asociados y amigo de play boys, ministros, presidentes, muchachas de vida alegre y dueños de cabarets. Como una especie de Isidoro Cañones, con quien uno no podía evitar identificarlo, integró la jeneusse doré de la posguerra y se dedicó a la venta de autos y lanchas de alta cilindrada.
Al caer el peronismo fue preso a Las Heras, junto con su padre, por cuya memoria luchó hasta el último momento de su vida. Inició diversas empresas comerciales. Fue, durante algunos años, dictador de la moda porteña y se casó, en los sesenta, con una conocida modelo que aún lleva su apellido.
Fue un amigo leal y afectuoso. Hablaba con esa pronunciación propia de las clases altas porteñas de hace unas décadas, levemente afectada y hasta el último momento de su vida, antes que la enfermedad lo postrase, gozó de todos los placeres que nos depara este valle de lágrimas: bailar en El Verde, escuchar jazz -hablaba de Horacio Armani y de Oscar Alemán como si esta noche tocaran en Gong-, frecuentar simpáticas y bien conservadas veteranas, disfrutar de un Johnny Walker de 25 años o de un Rutini. Ya no circulaba en un Thunderbird descapotable. Pero seguía comprando sus mocasines en Guido.
Esta noche voy a brindar por su imborrable recuerdo.Y todas las discotecas de Buenos Aires deberían haber puesto algún tema interpretado por el Rey Charol y Armando Rolón, de esmoquin y moño, debería haberlo despedido, aquella estúpida noche en que se murió Yuyo Pistarini.
Mario Granero
Todos los 8 de junio, desde hace veinte años, una llamada telefónica, alrededor de las 10 de la mañana, inicia mi día de cumpleaños. Mario Granero, el gordo Granero, llama para saludarme, así como lo ha hecho con todos sus amigos de quienes sabe y jamás olvida el día de su nacimiento. Ayer a la hora de siempre la inconfundible y algo aguardentosa voz del gordo me volvió a saluda. -¡Julito! ¡Feliz cumpleaños, querido!. El gordo Granero, Mario, confirmaba que efectivamente ayer era 8 de junio. Nos hicimos algunas bromas, hablamos mal de algunos y bien de otros, nos cambiamos unos chismes y nos prometimos una cena con amigos comunes.
A la noche, en otro cumpleaños, Mario Granero se desplomó, muerto para siempre.
Así como hay tipos que en una vida son capaces de acumular millones y millones de dólares, como Bill Gates, o millones y millones de enemigos, como Bush, el gordo solamente sabía acumular amigos. Era dueño de la más amplia, heterogénea y rica agenda, con datos que iban desde los agregados de las más ignotas embajadas, hasta presidentes de la Nación, senadores, gobernadores, periodistas y chicas generosas y divertidas.
Quien no estuviera en la agenda del gordo no formaba parte del campo nacional y popular, aún cuando en la misma se encontraban nombres de las más diversas tradiciones e historias.
Peronista de toda la vida, se había iniciado, como tantos otros, en las huestes peinadas para atrás a la gomina de Tacuara. Se contaba de él que una noche, a la salida de un restaurante, en los primeros sesentas, vació el cargador de una pistola entre los pies del ex presidente Arturo Frondizi, en un atentado que le habría costado una estadía en Devoto.
Mario Granero nunca ocupó el centro de la escena, pero siempre estuvo en la escena, como una especie de Zelig, de testigo permanente de los principales sucesos políticos posteriores a los setenta.
En su mesa, a la noche, en la Biela de la Recoleta uno podía encontrar, junto con una gran cantidad de vasos de whisky, a Cafiero, a Ginés García, al Tati Vernet, a Telerman, a Silvia Mercado, a algún periodista de Ambito y uno que otro juez. Alguna vez se lo presenté a Spilimbergo y a partir de aquel día el gordo lo integró definitivamente a su lista de amigos. El día que Spili falleció el gordo me llamó para expresarme su dolor y evocar algunos recuerdos, siempre festivos.
El gordo Granero era un incorregible bohemio, trasnochador y sibarita. Nunca ganó mucho dinero y tuvo una admirable capacidad para gastarlo. Al irse la política argentina ha perdido uno de sus encantos, se ha vuelto más aburrida, más gris.
Y ya no me despertaré el día de mi cumpleaños con su entrañable llamada, que ya he comenzado a extrañar.
Una Chacarera en memoria de un Amigo
Acabo de llegar de un singular homenaje a un muerto.
Vengo de la cena en homenaje y recuerdo a Mario Granero, el Gordo Granero.
Fue en un restaurante de Palermo Viejo con un nombre con resonancias criollas. Estaba repleto. Unas doscientas personas, hombres y mujeres entre los treinta y los setenta años, ocupaban la casi totalidad de las mesas.
Había de todo. Desde Ginés García hasta Radamés Marini. Desde quien esto escribe hasta el Mono Grassi Sussini. Incluyendo a la familia del homenajeado, su esposa y sus hijos.
Hace muchos años, cuando era un adolescente, leí una biografía de Louis Armstrong, el genial hijo de New Orleáns. Me sorprendió el relato de los entierros de los negros. Contaba el trompetista que las oportunidades para tocar su instrumento eran, entre otras, las procesiones rumbo a la Quinta del Ñato, acompañando con el estrépito del dixieland los restos del “brother” a su descanso eterno. Fue en esas dolorosas y festivas columnas donde nació y se hizo célebre el clásico “When the saints go marching in”, convertido, gracias a la creatividad de los descendientes de esclavos, en una de las representaciones arquetípicas de la cultura popular norteamericana.
Ese recuerdo apareció en mi memoria en la cena en homenaje y recuerdo al Gordo Granero.
Leopoldo Marechal, el vate de la alegría combativa que, como el homenajeado, supo enlazar la pasión de la Patria con la de su pueblo y el futuro, definió, con un chiste, ese oscuro paso:
Cierta vez, en un ancho cañadón de Maipú,
le pregunté a una rana que tañía
su vihuela de junco
si era dable y sensible comparar a la muerte
con un sistema refrigerador.
Y ella me dijo, punteando
su cordaje verdecaña:
“Morir es partir un poco.”
Luego, Elbiamor, no es justo dedicar elegías
a lo que apenas es un motivo de vals.
Un tipo cuyo tarea en la vida fue hacerse de amigos, e intentar hacer amigos a quienes muchas cosas enfrentaban, fue despedido, a dos meses de su partida, con una fiesta inolvidable, en la que la zambas y chacareras, los poemas de amor de las zambas y las cuartetas zumbonas de las chacareras, daban combate a la melancolía, a la irreparable pérdida, con la alegría que el divertido muerto brindó a sus seres queridos, su familia y sus amigos. Había algo de indoblegable argentinidad en el ambiente. Devolver al ausente lo que éste había repartido a manos llenas en su fugaz, como el de todos, paso por la vida.
Muchas reflexiones cruzaban mi aturdida cabeza. Entre ellas, una que me acompañó hasta la computadora: el amor a la patria, a su pueblo y su tierra es capaz de generar tantas pasiones como la solidaridad con los desposeídos, con su lucha milenaria por su incorporación al género humano.
En una y en otra visión del mundo la muerte, esa desconocida, es capaz de convertirse en alegría de los que quedan en el campo de lucha. La muerte se puede convertir, sino en vals como pedía Marechal, en zambas seductoras y en festivas chacareras.
Y esto es una ventaja que tenemos con el enemigo.
La ley quieta
Obviamente para los jóvenes de mi generación ver esa película se convirtió en una obligación que nos autoconvencía de nuestro total enfrentamiento al régimen militar usurpador. La concurrencia a su exhibición estaba llena de liturgias conspirativas: ir solo, dar una contraseña cifrada, fijarse que nadie lo siguiese, retirarse de a uno, no provocar desconfianza en el policía de rondín que, en cualquier momento, podía llamar a Coordinación Federal e interrumpir la proyección a la voz de “Manos arriba, todo el mundo contra la pared”.
Por supuesto, después vinieron tiempos mucho peores, en los cuales ni siquiera podíamos sentarnos a una mesa de café, sin que interrumpieran fieros policías o más fieros miembros de las Fuerzas Armadas, pidiendo documentos, palpándonos de armas, preguntado sobre que hacíamos o por qué estábamos ahí sentados. Vinieron tiempos de desaparecidos y fálcones sin patente. Pero no es de esos tiempos que quiero hablar, sino de aquellos, cuando concurrir a la proyección de La Hora de los Hornos era un acto de definición personal frente al “régimen”.
Y el recuerdo viene a cuento porque esta noche he ido a bailar tango, como solía hacerlo semanalmente antes del 30 de diciembre del 2004, y me he convertido por ello, junto con unos doscientos bailarines argentinos y extranjeros, en un transgresor, en un ciudadano que ha violado la ley, el decreto o la resolución que establece la prohibición absoluta de bailar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como consecuencia de la serie de desaguisados y corrupciones que culminaron con la tragedia de República Cromañón, donde no se bailaba, sino que se presenciaba un conjunto de rock en un recinto ocupado por tres veces más personas que lo que su capacidad permitía.
Mi padre, un pampeano de cuando la actual provincia era tan sólo territorio nacional, solía decir de algunas personas presumidas y excesivamente formales que “cuando se arremangan se les ve el culo”. Quería decir con esto que pasaban con extrema facilidad de una actitud a la simétricamente contraria. Algo de eso pasa, creo, con el progresismo porteño. De la anomia corrupta, de la permisividad extrema e irresponsable, han pasado, de la mañana a la noche, y con la carga de culpabilidad que significa la muerte de 191 jóvenes, a su arbitrario opuesto. Han decretado por tiempo indeterminado que no hay más vida nocturna en la ciudad de Buenos Aires, que quienes quieran concurrir a un centro bailable, a un café con show musical, tengan que viajar hasta Vicente López, Avellaneda, Lomas de Zamora u Olivos, ya que en la orgullosa ciudad autónoma esa actividad está prohibida. Poco importa si en esos municipios los lugares cumplen con las normas de seguridad o, siquiera, si existen normas de seguridad. Lo importante para la conducta culpable es actuar, sin fundamentos jurídicos, sin medir las consecuencias, sin pensar en la totalidad del problema, de una manera que parezca que ahora “la cosa va en serio”.
Eran aproximadamente las dos y media de la mañana, estábamos bailando al compás de Angel D’Agostino y alguien apareció en el medio de la pista y pidió que nos sentáramos. Todo el mundo obedeció la consigna. Viejos tangueros, un grupo de bailarinas de tango ucranianas, varias parejas japonesas, o sea, la totalidad de la fauna que puebla desde hace años las milongas porteñas, acató la orden como si se tratara de conjurados.
La música cesó por completo y alguien empezó a leer desde el micrófono cuentos y poemas de un libro de Eduardo Galeano. Éramos doscientos conspiradores que intentábamos evitar que alguna autoridad –la policía, el gobierno de la ciudad, vaya uno a saber- clausurase el local y nos llevase a todos a la comisaría más cercana. Durante veinte minutos las palabras de Galeano fueron escuchadas como en misa por una concurrencia que se había citado para abrazarse al compás de Juan D’Arienzo o de Osvaldo Pugliese. Pude verlo a Miguel Angel Zoto, el bailarín de tango más famoso del mundo, haciéndose el otario y poniendo atención a las palabras de Galeano como si fuera su mayor pasión.
Toda la situación me llevó a aquellas proyecciones de La Hora de los Hornos. De golpe y por obra de la estólida razón burocrática, el tango se había convertido, como en esa película que hicimos con Jorge Coscia, en un baile prohibido. El amigo organizador de la milonga tomó el micrófono e informó que por razones de fuerza mayor esta reunión poética había terminado o de lo contrario la fuerza de la ley la terminaría de otra manera. No pude evitar una carcajada. A este límite había llegado el progresismo a cargo del gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires.
Siempre me pregunté cómo había sido posible que una cosa tan ridícula como la llamada Ley Seca en los EE.UU. pudiera pasar los mecanismos institucionales. ¿Cómo era posible que tomar una cerveza, en una sociedad acostumbrada a tomar cerveza, se convirtiese en un delito mayor? Que el simple hecho de vender una medida de whisky lo convirtiese a uno en un delincuente comparable a un proxeneta, a un extorsionador, a un traficante de heroína.
Hoy he descubierto el mecanismo Un oscuro muchacho de Hurlingham ha impuesto la ley seca, amparado en la indignación que veinte o treinta años de corrupción institucional han provocado en la ciudadanía. Ha instaura la ley quieta. Quien baile en Buenos Aires violenta gravemente la mala conciencia de sus administradores. Y eso es reprimido con toda la fuerza de ley.
Ha muerto Alberto Castillo
Una sola cosa me llena de satisfacción. Murió muchos años después que Julio Cortazar, quien se fue a vivir a Paris, según su propia confesión, para no oír los tangos de Alberto Castillo. Pero antes, otra situación me había llenado de satisfacción histórica. Fue cuando Alberto, lo que quedaba de aquel cantor, que según Aníbal Troilo, jamás desafinó una nota, cantó ante una multitud pequeño burguesa en la plaza Julio Cortázar.
Escuchar sus grabaciones con Ricardo Tanturi sigue siendo una experiencia estética inigualable. Tenía una voz privilegiada. Tenía una entonación que nadie pudo igualar. Y, repito con Pichuco, jamás, ni de viejo, erró una nota.
Vengo del velorio, merecidamente realizado en la Legislatura de la ciudad a la que le cantó los cien barrios porteños. Eran las cinco de la mañana y la guardia de honor de Alberto eran unos 25 pibes y pibas de 18 años de edad. Esa era la gente que se merecía. Esa era la gente que volvió a descubrir a un artista popular sin igual. Los Auténticos Decadentes lo sumaron a su “Siga, siga, siga el baile, al compás del tamboril” y, me consta porque tuve la oportunidad de entrevistarlo en aquella época, Alberto estaba feliz de seguir cantando a su manera con las nuevas generaciones.
Lo vi y lo escuché muchas veces en estos últimos años. Seguía, ya con voz escasa, sin desafinar una nota.
Nadie, pero nadie ha cantado Ninguna, de Dames y Manzi, como Alberto Castillo. Quien dude de su valor que escuche ese tango. Castillo lo ha convertido en un "lied" porteño.
Su voz, su estilo, su repertorio nos lleva a una época gloriosa de la Argentina. Su fama es, simplemente, la aparición de los trabajadores como demanda cultural. Alberto Castillo se lleva con él la mejor Argentina. La de la prepotencia de los trabajadores. La de los grasas con poder adquisitivo. La Argentina cuyo norte era la grandeza de la nación y el bienestar del pueblo.
Nunca podré escuchar El Pescante cantado por Alberto Castillo sin emocionarme.
Nunca podré olvidarme de un cantor popular que murió a los 87 años, muchos años después de Julito Cortázar.
Esto último me compensa la pena de ver a Alberto en el jonca de pino, con el cuello de la camisa grande, con el nudo de su corbata exagerado.
“Está igual”, me dijo el Tigre, un gomía de la milonga. Claro, vivió todo lo que quiso. Fue leal a su gente y amó lo que hacía.
Pepe Libertella: Un tano genial, bueno y porteño
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
César Vallejo
Era un tano por dónde se lo mirara.
Más bien petizo, con varios kilos de más, con una pelada misteriosamente encubierta con largos cabellos del costado de su cabeza y mucha gomina, con setenta años y pico y con una cantidad de madrugadas, de humo de cigarrillos, de volver en el colectivo con la “jaula” entre las piernas, que sobraban para repartir y dejar cansados a un batallón de recolectores de basura. Pero bastaba que a Pepe Libertella le hablaran del tango, le propusieran una presentación en Buenos Aires, para que su conversación se desbordase incontenible en proyectos, en recuerdos, en cariñosos reproches a viejos colegas que ya se han ido, en sabios consejos a los que seguían su huella y en el deseo de hacer escuchar su inolvidable, su único sonido, en Buenos Aires, a su gente.
Pepe, el incansable, el inagotable conversador, estaba cansado, harto ya de recorrer infatigablemente el mundo para juntar los dólares, los euros o los yenes necesarios para poder pasarse unos meses entre los suyos, sus paisanos, y poder presentar el increíble, el portentoso Sexteto Mayor que armara con ese otro tano, viejo dulce y amigable, que hoy debe sufrir como un hermano, Luisito Stazzo.
Estos dos italianos, salidos de una película de Roberto Rosellini o de Victorio de Sica, elevaron esa musiquita de conventillo y organito, ese modesto sonsonete de casa de citas en un maravilloso sonido sinfónico que desataba en las almas de quienes lo escuchaban todo el vendaval de la pasión, el dolor del olvido, la desesperación de la soledad, el regocijo del amor y la amistad. Verlos tocar juntos, Pepe a la derecha del escenario y Luisito a la izquierda, ha sido inolvidable. Codo a codo, los dos tanos llevan con el fuelle la melodía, mientras el ruso del violín despliega todo el venero romántico de su instrumento. Pero de pronto es el momento en que toda la orquesta, todo el torrente sonoro se concentra en estos dos viejos tocadores del fuelle. Se miran apenas. Luisito tranquilo y concentrado en la partitura como si fuera la primera vez –y llevan treinta años haciendo lo mismo-, Pepe, apasionado, rojo el rostro mofletudo por la energía que su cuerpo transmitirá al misterioso sistema de botones y lengüetas, dispuestos arbitrariamente sobre los costados de la jaula, estira, absurdo gusano sonoro, el fuelle con disnea y entre los dos conversan vaya a saber de qué lejanos recuerdos, de qué noches olvidadas o de qué tristes historias del paese lejano.
Y la música vuela cuando Pepe, el tano gordo, sonríe mientras toca, porque nada le gusta más, y Luis, el más flaco y canoso, serio se reconcentra en una nota que no quiere morir. Pero hay un momento en que ya no pueden seguir sentados. El gordo, Pepe, se incorpora casi de un salto sorprendente, pone el bandoneón sobre el muslo de la pierna izquierda que apoya en la silla, abre los brazos para rodearnos a todos con la infinita cinta de Moebius del fuelle, el rostro bañado por el sudor del esfuerzo y el gusto. Y entonces el tango abre las puertas del cielo sobre las que nos precipitamos los simples mortales a descubrir los infinitos placeres del néctar y la ambrosía. Pero el otro italiano no quiere ir a menos, y con mayor lentitud y parsimonia –la que corresponde a su espíritu sereno y sedentario- se pone de pie, levanta su pierna izquierda para desplegar desde allí el arcano de su liturgia concelebrada: sumos sacerdotes, místicos druidas, cuyo puñal de obsidiana es este maldito tango que arranca nuestro corazón del pecho y se lo entrega a los ángeles negros del deseo, a los oscuros pájaros de la nostalgia, a los demonios de los amores perdidos para siempre, a los duendes perversos de la culpa y el olvido.
Pepe murió en París, como presintió Vallejo. Aunque fuera lunes y en invierno.
“Les trottoirs de Buenos Aires”, aquel boliche legendario de los años en que muchos argentinos habían quedado anclados en París por cuenta y orden de una patria sometida al tormento y el saqueo, hizo memorables las veladas del Sexteto Mayor, con las erres guturales de Cortázar y su extraña añoranza por el país que abandonó, con la belleza serena de Chunchuna Villafañe, con la mirada soberbia y melancólica de Pino Solanas, y convirtió a la orquesta de este tano aporteñado y de su amigo Luis en la mejor orquesta de tango del mundo.
Luisito Stazzo se ha quedado muy sólo con el recuerdo entrañable de Pepe.
Pero cada vez que un fuelle se estire hasta el límite mismo de su extensión, cada vez que un nuevo sacerdote de este rito inevitable vuelva a arrastrar las notas, haciendo eterna su momentánea fugacidad, volverá a presentarse este duende de Buenos Aires, este genio metido en los pliegues del bandoneón que es el querido, el inolvidable Pepe Libertella.