jueves, 27 de diciembre de 2007

La última novela del viejo espía británico

La última novela del viejo espía británico
La historia de los latinoamericanos ha sido y es dura, nuestra resistencia al imperialismo, a las oligarquías locales, a la fragmentación y a la dominación extranjera ha sufrido todo tipo de crímenes, saqueos, violaciones y genocidios. Pero la historia del África subsahariana de los últimos cuarenta años es el catálogo más completo de la ferocidad, la crueldad, la ambición sin límites y la total inhumanidad del colonialismo europeo y de su sucesor, el imperialismo de todas las nacionalidades o, si se quiere, de ninguna.
La reflexión viene a cuento de la impresión que me ha dejado la lectura de la novela “La Canción de los Misioneros” (Plaza Janés – Sudamericana, 2007), la última del viejo maestro del género de espionaje, el británico –¿qué, sino británico puede ser el maestro del espionaje?- John Le Carré.
La caída del Muro de Berlín puso fin a su saga de Smiley, con su anticomunismo tory, sus probos y cornudos funcionarios, sus rubias demasiado apegadas al gin, sus traidores oxfordianos y homosexuales. Pero amplió la perspectiva de sus temas hacia el amplio escenario del viejo Imperio Británico, es decir, el mundo.
Sus tramas dejaron de ser el frío juego cerebral entre dos inteligentes torturados, el flemático George Smiley –con el rostro exacto de Alec Guinnes-, que lleva con dolor el estigma de una esposa infiel, y el enigmático Karla, con la culpa sangrante de una hija disidente. Se desentendió, por así decir, de la lucha contra el comunismo y se aventuró en el más proceloso mundo semicolonial, en los rincones de ese Tercer Mundo donde siempre hay un inglés- un ex misionero anglicano dipsómano acollarado a una jovencita morena y de carnes duras- e intrigas, proyectos de golpes de estado, invasiones o asesinatos ejecutados por el mero fin de apropiarse de unos yacimientos de uranio, unas minas de diamante, unas cuentas off shore en Las Caimanes o unos depósitos clandestinos de armas atómicas.
Y así, la mirada del viejo maestro ha adquirido experiencia y se ha ampliado. Ha decidido poner bajo el amparo de su prosa a pequeñas e insignificantes personas, por lo general no inglesas o inglesas a medias –de la antigua Alemania Oriental, de Panamá, de Serbia o, como en este caso, del Congo oriental, a orillas del lago Kivu.
“La Canción de los Misioneros” comienza con una cita de su célebre maestro, el polaco Joseph Conrad, tomada de su libro que transcurre a lo largo del río Congo, y que es la novela clásica del colonialismo europeo en el África, “El Corazón de la Tinieblas”: “La conquista de la tierra, que en esencia consiste en arrebatársela a quienes tienen una piel distinta o la nariz un poco más chata que la nuestra, no es un hecho agradable cuando se lo examina con atención”.
Su talento de narrador nos interna en las consecuencias destructivas de uno de los colonialismo más infames –si hay una escala en esta infamia- de todos los tiempos, el de la muy pacífica, mansa y tranquila Bélgica, cuyo rey y cuyas tropas expedicionarias cometieron los más monstruosos crímenes que pueda haber cometido el hombre blanco en un continente que fue escenario de la desatada violencia salvaje y homicida que puede ejercer el hombre blanco, dispuesto a arrebatarle la tierra y la riqueza a sus legítimos dueños.
Nos enteramos de la existencia de un mineral denominado coltan, acrónimo de un misterio llamado técnicamente columbita-tantalita, imprescindible para que los niñitos del mundo civilizado reciban su Play Station en el arbolito de Navidad o para que Motorola, Nokia, Erikcsson y Sony inunden al mundo con sus teléfonos celulares (1) .
Nos enteramos que en el Congo Oriental, justamente a orillas del lago Kivu, a los pies de las montañas Mulenge, se encuentra la reserva estratégica más importante de coltan del mundo y que han sido los grisáceos montículos, acumulados en la puerta de los yacimientos para así aumentar su precio, la causa y financiación de las llamadas Primera y Segunda Guerra del Congo, con el resultado de unos 3.800.000 muertos directa o indirectamente por ellas.
La novela del viejo Le Carré tiene como protagonistas los lenguajes y dialectos que se hablan en la región de los Grandes Lagos: el suajili, la lengua franca del centro de África, el lingala del noroeste del Congo, el shi de los congoleses, el bembe del lago Tanganika, el kinyarwanda hablado por los tutsis, el kinyamulengue hablado por los pastores bunyamulengues de los montes Mulengues, al sur del lago Kivu. Y como telón de fondo el saqueo de las riquezas minerales del oriente congolés por parte de los ruandeses para enriquecimiento de sus putrefactos gobiernos y de los consorcios ingleses, norteamericanos, belgas y holandeses. Sobre los sentimientos de odio que los tutsis de Ruanda han hecho nacer en el corazón de los pobladores del norte del lago Kivu, con sus incursiones de pillaje y violación, ante la indiferencia de los cascos azules de las Naciones Unidas -y el beneficio de varios miembros de su Consejo de Seguridad-sobre la desprotección de los piadosos pastores bunyamulengues -primo hermanos de los odiados tutsis- ante la venganza que los congoleños se toman sobre ellos, Le Carré ha construido una novela que no transcurre en África, sino en la neblinosa Londres y en una isla más neblinosa aún del Mar del Norte. Y sus actores tras las sombras son los organismos de espionaje británicos, una misteriosa empresa off shore, un aristócrata esponsor de ongs preocupadas por el África y los miserables agentes al servicio de la civilizada Europa.
El principal protagonista es un hijo mulato (“cebra”, lo llama otro africano puro) de un misionero jesuita irlandés y de una belleza congoleña que curó sus heridas y apagó su sed, inscripto secretamente y bajo una falsa paternidad en el consulado inglés de Nairobi, a quien su vida en la misión le permitió desarrollar un prodigioso y versátil conocimiento de las lenguas bantúes, así como del inglés y el francés.
Se trata en suma del camino de este negro adaptado, criado con mimos excesivos e ilegales por otro sacerdote jesuita, al morir su propio padre, que encuentra en el transcurso de una semana el verdadero sentido de su vida, el amor de una hermosa nativa de la ciudad de Goma, en el corazón de las tinieblas.
Pero, el viejo fabulador de Poole, el anciano contador de historias de espionaje, expone, sobre todo, el drama sin fin del gran continente cuyas riquezas siguen siendo usufructuadas por “the burden of the white man”, la carga, la responsabilidad del hombre blanco.
Porque como ha escrito Ramiro de Altube en la página de Afrol News: “Sobre la tumba de los 2000 niños y campesinos africanos que mueren por día en el Congo, podemos, distraídos, seguir usando nuestros celulares”.
Pântano do Sul, Isla de Florianópolis, Santa Catarina, Brasil 27 de diciembre de 2007

(1) De acuerdo a lo que parecen ser propiedades fisico-químicas “mágicas”, este mineral es fundamental para las industrias de aparatos electrónicos, centrales atómicas y espaciales, misiles balísticos, video juegos, aparatos de diagnóstico médico no invasivos, trenes sin ruedas (magnéticos), fibra óptica, etc. Sin embargo el 60 % de su producción se destina a la elaboración de los condensadores y otras partes de los teléfonos celulares. El coltan permite que uno de los sueños occidentales se haga realidad; con él las baterías de los minicelulares de bolsillo mantienen por más tiempo su carga, ya que los microchips de nueva generación que con él se elaboran optimizan el consumo de corriente eléctrica. Después de ser usado en un principio para los filamentos de las “lamparitas”, luego fue reemplazado en esta función por el más barato y accesible tugsteno, y parecía condenado al olvido. Sin embargo en las últimas décadas el valor volvió a preñar al coltan, volvió a darle vivacidad, a convertirlo en mercancía. Mucho más cuando se produjo el boom comercial de los teléfonos móviles que en número de 500.000 inundaron el mercado en el 2000. Desde unos años antes, sin embargo, el colombio-tantalio que era extraído en Brasil, Australia y Tailandia había empezado a escasear. La japonesa Sony, por ejemplo, tuvo que aplazar el lanzamiento de la segunda versión del juguete preferido de los niños occidentales, el Play Station, debido a este incordio. El gran aumento de la demanda ha hecho establecer un mercado ilegal paralelo en el Africa central.Afrol News: http://www.afrol.com/es/especiales/13258

jueves, 15 de noviembre de 2007


El duende de la barba blanca


Jorge Waisburd llevaba un registro sobre todas las maneras posibles en que sus compatriotas escribían su apellido, partiendo del hecho de reconocer que las posibilidades de equivocación eran tan infinitas como comprensibles. Nadie imaginaba que ese abstruso sonido escondía algo tan sugerente como “Barba Blanca”, que es lo que originariamente quería decir.


Lo traté durante los últimos diez años, a partir de conocerlo en la dirección de la “2x4” y pude admirar el notable sentido poético con que asumía la tarea radial tanto como la pasión irresistible que tenía hacia el tango, hacia su música y hacia sus letras.


Jorge poseía, además de una voz única en el medio, de tonos graves, ronca y aterciopelada a la vez, una inagotable creatividad sonora, un exquisito buen gusto para elegir melodías, acordes y arpegios que usaba en sus pequeñas composiciones radiales, que le dieron una personalidad única en el mundo a aquella “2X4” de fines del siglo pasado.


Era dueño de dos atributos contradictorios, un gozoso sentido del humor y un carácter irascible y, muchas veces, caprichoso: dos poderosas razones para que nos peleásemos tantas veces y con tanta vehemencia como con frecuencia y vehemencia nos divertíamos juntos.


Con Jorge aprendí, ya grande, cuando se cree que ya es imposible aprender nada, la belleza de un texto evocativo fundido a unos lentos acordes de un bandoneón tocado por Rovira o por Mingo Moles, ese amigo de su corazón que una noche se tomó el piro, dejándolo con el alma herida para siempre.


Improvisaba, con una música de fondo que hacía subir y bajar, al ritmo de su fantasía, inolvidables poemitas espontáneos que llevaban a sus oyentes por delicados y somnolientos senderos, donde la llovizna caía sobre un desconsuelo, o el sol sonreía ante un beso primerizo.
Este ruso más argentino que el dulce de leche, criado en la amistad y el respeto a Lionel, su casi tío Edmundo Rivero, cuya voz, recordaba Jorge, acompañaba las fiestas familiares, los cumpleaños y los Años Nuevos, hizo los mejores programas de tango de todos los tiempos, un género al que el mal gusto, la obviedad y la mala poesía amenazan permanentemente en reducirlo a una ramplona sucesión de tangos mediocres, presentados por estólidos y mal envejecidos locutores.


Admiraba a los poetas y por eso ofreció su amistad a Alejandro Zwarcman –otro rusito que le ha dado al tango contemporáneo algunas de las mejores letras, como “Pompeya no olvida”- y que hoy lo llora con razón y sin consuelo.


Amaba y respetaba infinitamente a los músicos, a quienes recibía con los brazos abiertos en la radio, cuando llegaban con sus CDs recién salidos. Pepe Libertella y Luis Stazzo, Acho Manzi y el Tata Cedrón, Juan Vattuone y Roberto Alvarez, para dar sólo algunos nombres que aparecen en la memoria en este momento doloroso, lo consideraban su amigo y Jorge los trataba con la delicadeza con que se toma una pieza de porcelana, conciente tanto de su valor como de su fragilidad.


Sabía que la música y la poesía ocupan un lugar definitivo en la vida de los hombres y concebía su actividad profesional como el nexo para que esa música y esa poesía que produce esta ciudad que tanto amaba, llegase a los hombres y las mujeres que, con ellas, eran más ricos, más nobles, más bellos.


Va a ser muy difícil pensar en Jorge Waisburd como ausente para siempre. Esta maldita, esta bendita, esta desagradecida, esta generosa Buenos Aires que nos ha tomado el corazón y nos hace impensable vivir en otro lado, ha perdido un amigo, un ladero, una pierna linda para recorrerla, descubrirla y volverle a declarar nuestro amor. Va a ser difícil pensar otra armonía de ciudad, tango y radio distinta a la que Jorge creó a pura amor y talento.


Dentro del Jorge Waisburd que todos conocimos anidaba, por esas cosas del nombre, un duende de barba blanca, que seguramente se ha quedado con todos los que hoy pensamos que esta tristeza tiene razón y fundamento: su muerte nos hace más pobres, más solos, más frágiles.


Buenos Aires, 12 de noviembre de 2007.


Quien quiera saber de quién estoy hablando puede visitar este lugar:



jueves, 30 de agosto de 2007

Los milongueros


Los milongueros

Son todos setentones. A todos les cubre la cabeza el zorro plateado. El de algunos de ellos, además, está quedando pelado. Blanco y pelado. Quien más, quien menos tiene una pancita hecha a base de mucho vino tinto e infinitas empanadas.

Alguno, como Daniel García, el “Flaco Dani”, conserva la silueta de sus años mozos, luce sacos y trajes de gran corte y se da el lujo de peinarse, a lo Cary Grant, una cabellera que la tintura hace rubiona, pero que conserva íntegra y saludable.

Otro, como Julio, un elegante y señorial anciano con pinta de abogado radical, ha perdido el pelo que se ha encanecido junto con el bigote, pero no ha permitido que la gula se lleve la prestancia. Sus oscuros trajes cruzados, su camisa blanca sin una arruga, su sobria corbata, parecen adaptarse como una piel a su reservada elegancia.

Está Tito Roca, eternamente joven, aunque de anteojos y una incipiente calvicie, cantor de fiestas y cumpleaños de amigos.

También integra la fila un hombre que se parece a Jack Palance en su vejez. Vivió gran parte de su vida en el Dock Sur, conoce todos los oficios de la vida rea, estuvo a bordo como marinero mercante, cuenta historias increíbles sobre su paso por Ciudad del Cabo, Bangkok y Hong Kong. Su sobrenombre es El Tigre y nadie conoce su nombre verdadero. A mí me lo dijo una noche. Pero no soy ningún buchón.

También el Teté Rusconi está en la fila. Disfruta orgullosamente de su panza y sobrelleva con estoicismo su disnea. No le preocupa la elegancia cajetilla y cuentan que deslumbró a Pina Bausch que lo lleva a Kuppertal para que comparta el secreto de sus giros en la pista con los bailarines de su compañía.

Y hay varios más. Los ha llamado a la pista de Porteño y Bailarín, la milonga céntrica de los martes, otro hombre como ellos. Es de mediana estatura. Con unos pocos kilos demás luce un traje de fino tropical azul noche. Camisa blanca y corbata de seda completan un atuendo al que no le falta una elegante traba de oro en la corbata, puesta exactamente a la altura del botón del centro de la chaqueta, el que se prende, para que no se vea sino un fugaz brillo, cuando la lleva cerrada. El zarzo en la mano izquierda forma parte de su linda pinta de muchacho de barrio que se fue para el centro. Es cuando habla que aparece “algo en vos que grita Chiclana”. Los giros de su conversación se remontan a suburbios de la década del cincuenta, a un modo entre respetuoso y plebeyo que revela su origen. Se llama Ricardo Maceiras y en la milonga se lo conoce como el Pibe Sarandí.

La noche de hoy es en su homenaje y él ha preferido compartirlo con los amigos que desde la adolescencia lo acompañan en las noches porteñas. Los ha ido llamando uno a uno.

Todos ellos llevan en sus rostros las huellas de una vida en la que han sobrado las experiencias. Puestos ahí, en fila, mirando al público, se asemejan más a una rueda de reconocimiento en sede policial que a un grupo de homenajeados. Dan la impresión que esa noche, por alguna razón burocrática, el comisario de la seccional dio la consabida orden: “Detengan a los sospechosos de siempre”.

Son los milongueros


Nacieron en los barrios suburbanos de una Buenos Aires mucho más estirada y pagada de sí misma que la de hoy, justamente devaluada por piqueteros, cartoneros y descamisados de toda índole. Son de la época cuando venir al centro significaba poder ponerse un traje y un sombrero, una camisa que no tuviera los puños deshilachados, una corbata decente y un par de tarros rigurosamente lustrados.

A los trece años, cuando el rito de iniciación viril de entonces, “ponerse los largos”, los convertía en aprendices de hombres, los amigos mayores los llevaban a la milonga.

No había en esa época clases de tango en algún Centro Cultural. La idea misma del centro cultural les hubiera resultado maricona.

Iban a lugares que se llamaban Rincón de Luna, Mi Ranchito o el Palmereñito, donde dos por tres caía la cana en un procedimiento de rutina.

Si vivían en el Dock Sur acudían al Salón Social Yugoslavo o al Salón Caboverdiano, el de los pocos negros que quedaron después que la guerra de la Independencia, la del Paraguay y la fiebre amarilla terminaron de llevarse a los que trabajaban en las casas de familia.

Y ahí, a los trece o catorce años tenían que mirar a los que bailaban para descubrir el arcano de esa danza cuyo dominio les prometía el dominio del mundo. Después, en el barrio, con los muchachos de la esquina practicaban. Los primerizos hacían de mujer y los mayores intentaban nuevos pasos, giros y dibujos.

Cuando a los veinte obtenían la inmensa libreta de enrolamiento, la papeleta como la llamaban los viejos que todavía recordaban las elecciones a punta de pistola en el atrio de una iglesia, aquel mamotreto marrón que contenía, además de los datos personales del portador, los símbolos patrios y la versión completa del Himno Nacional Argentino, obtenían un nuevo símbolo de su reciente estado: la llave de la puerta de casa y, con ella, el derecho a volver a la hora que quisieran.

Entonces, los sábados, con los pantalones bien planchados, se mandaban hasta los Bomberos Voluntarios de Echenagucía, milonga debute, donde se cuidaban de no mostrar la hilacha.
A los veinte ya habían aprendido a bailar. Entonces el mundo se les abría a las famosas milongas del centro, donde había minas que tenían su propio departamento. El sueño de pasar la noche con alguna de aquellas rubias, soñadas mil noches en la pieza del convoy, solía realizarse de cuando en cuando, como premio a su pinta juvenil y al arte increíble de sus pies.

Son los milongueros

Una madrugada decidieron que esa sería su vida. Toda otra aspiración humana, toda otra forma de realización se había consumido porque lo único que los mantenía vivos era ese insomnio bailado noche tras noche. Siempre habría algún trabajito para pucherear. Si era dentro de la ley, no digo mejor, pero, por lo menos, más tranquilo.

Y se hicieron adultos siguiendo a Di Sarli, a Caló, a D’Arienzo o a Pugliese. Y todos ellos se hicieron feligreses de un Buda alcohólico y bueno, Pichuco, el ejemplo de la amistad nocturna, de la hermandad del whiski y un poco de aquella cocaína de entonces, sin cortes ni pasta base.
Un día o, como dijo el Pibe Sarandí, un año, 1955, ese mundo desapareció. No el del whiski, la blanca y la mala vida. Ese siguió y creció. El mundo del tango, de las grandes orquestas, de las milongas de barrio y de los grandes salones del centro comenzaba a morirse junto con la Ciudad Infantil, el Pulqui y los Planes Quinquenales.

Son los milongueros


Cuando las grandes grabadoras comenzaron a llenar los surcos de los 33 y los 45 con material norteamericano, el tango inició su retirada. Se refugió en oscuros clubes barriales, en sótanos mal ventilados. Las orquestas fueron reemplazadas por grabaciones de aquellos éxitos populares. Y ahí estaban estos juramentados que ya nada podían hacer sino seguir bailando, noche tras noche, cada vez menos y, como siempre ocurre en la entropía, cada vez más cerrados sobre sí mismos.
Pero no aflojaron. Ninguna otra preocupación fue más importante para ellos que continuar ese culto al que fueron introducidos en su pubertad, como a un Jehová de suburbio. Sobrevivieron con laburos de mala muerte. Alguno de ellos seguramente tocó el piano en alguna comisaría, o se pasó unos meses con la comida pagada por el Estado.

Leyendo la historia me he encontrado, en la Francia de 1830, en la Italia de 1870, en la Alemania de la misma época y hasta en la Argentina de 1945, con personajes que habían tenido una destacada actuación veinte o treinta años atrás. Y que la bajamar de la historia los había mantenido ocultos, lejos de los primeros planos, hasta que un despertar popular, un levantamiento, una revolución los saca de la oscuridad y el anonimato.

Algo así les pasó a los milongueros


Refugiados en su fervor tanguero, marginados de los grandes medios, de los grandes salones y hasta de su propio barrio, aguantaron la mala racha. Continuaron bailando con las mismas viejas amigas los mismos viejos tangos de sus años mozos.
Y un día se abrieron, milagrosamente, las puertas del cielo.

Empezaron a encontrarse con pibes jóvenes que querían saber el secreto. Alguno viajó a París o a Nueva York. Y con tenacidad descubrió que la tradición de esa música, la más universal que creamos los argentinos, no había muerto. Que había gringas y gringos –los argentinos llamamos de esa manera a todos los que no son argentinos, como los griegos llamaban bárbaros a quienes no habían nacido en Hellas- que querían conocer esa danza, una de las últimas en las que el contacto físico entre un hombre y una mujer era la base de una acuerdo de tres minutos.

Los milongueros habían mantenido encendido el fuego de los dioses durante veinte o treinta años. El mundo y hasta su propio barrio quería bailar esa danza de la que todos volvían a hablar. Los bailarines de Rincón de Luna y Mi Ranchito estaban allí para que el mundo bailase al compás de viejas orquestas, de gastados discos de pasta que sólo existían en las colecciones de algunos maniáticos.

Estos hombres que están en la pista de Porteño y Bailarín, convocados por el Pibe Sarandí, son algunos de los que permitieron que el mundo vuelva a bailar el tango, que una nueva generación de bailarines milongueros haya cruzado sus saberes con la técnica de la danza académica y hoy se baile en Argentina y en el mundo el mejor tango de todos los tiempos.

Son setentones que viajan a Europa y a Estados Unidos. Nunca apostaron a ganar y hoy cobran en dólares y en euros. Sus nombres circulan en la internet y la vida les ha dado un changüí que nunca pidieron.

Ahí, en fila, representando a todos sus pares, reyes de la milonga, aplaudidos por muchachas de todas las latitudes, con esas caras de haber conocido todo, los milongueros son el desafío al olvido y la muerte.

Buenos Aires, 30 de agosto de 2007

domingo, 5 de agosto de 2007

El día que Josephine Baker suspiró por un argentino


El irish-argie Luis Alberto Murray fue un peronista, católico de firmes convicciones, con importantes incrustaciones anarquistas, admirador de León Trotsky y de Gilbert Keith Chesterton, poeta y cuentista, gran amigo de la Izquierda Nacional y un extraordinario bebedor de Old Smuggler.

Su relación con la Izquierda Nacional viene de su entrañable y nunca quebrantada amistad con Jorge Abelardo Ramos. En plena Década Infame, alrededor del año 33 o 34, se produjo una huelga de estudiantes secundarios. El pelirrojo Abelardo Ramos y el castaño claro Luis Alberto Murray, de marítimos ojos celestes, eran militantes ácratas, lectores de Eliseo Reclus y Rafael Barret. Ambos fueron expulsados del colegio al que concurrían y forjaron una amistad que duró hasta la partida del último en irse, Luis Alberto. Era imposible, so riesgo de una serie pelea a trompada limpia, hacer el más mínimo comentario crítico a Ramos en presencia de Murray. Algo parecido a lo que todavía hoy ocurre con Alberto Methol Ferré. Una amistad de acero basada en la admiración y en una profunda complicidad intelectual.

Fue por su amistad con Ramos que Luis Alberto llegó a ser Secretario de Redacción del periódico -una sábana que salía semanalmente- Política que Ramos publicó a principios de la década del 60.

Extraordinario periodista, escribió deliciosas notas históricas en la época en que Clarín era todavía un diario donde se podían apreciar buenas plumas, con buena cultura y una cierta inteligencia, dónde todavía no existían los egresados de las facultades de comunicación social incapaces de escribir una gacetilla o ignorantes de lo que no salga en CQC.

Tengo la sensación de que lo que voy a escribir a continuación ya lo he contado antes. Pero frente a la duda prefiero reiterarme.

Un día, en el living de su departamente en Catalinas Sur, Jorge Enea Spilimbergo me contó la leyenda que circulaba alrededor de Murray y a cuya verosimilitud aquél le ponía muchas fichas.

Luis Alberto Murray era en los años cincuenta un tipo de unos treinta y pico de años notablemente agraciado. Sus ojos, su mandíbula cuadrada -de la que ignoro sus virtudes erógenas, pero que, según todos los indicios, tiene un enorme atractivo sobre las damas-, su fina y recta nariz, su delgada elegancia, causaban estragos en el otro sexo y era motivo de constantes satisfacciones y húmedos pecados que sólo Dios sabe cómo pesaban en su irlandesa alma , siempre dispuesta a la confesión, el arrepentimiento y el propósito de enmienda.

En aquella época, y como producto de la contraofensiva política lanzada por el gobierno peronista contra la administración norteamericana, llegó al país como invitada oficial, al modo como Sean Penn acaba de ser recibido en Venezuela, la legendaria bailarina Josephine Baker. Ya había estado en Buenos Aires, a fines de la década del veinte, cuando el gobierno del presidente Yrigoyen, en medio de la campaña oligárquica que terminaría en el golpe del 30 de setiembre, prohibió que bailara, como solía hacerlo, con sus senos al aire. En su compañía de entonces no figuraba aún un hombrecito moreno, nacido en el Chaco, de madre indígena, y que la seduciría, unos años después, con el arte deslumbrante de sus dedos sobre las cuerdas de la guitarra y quién sabe sobre dónde más: el maravilloso Oscar Alemán.

Pero la Venus de Ebano no era ya, en los 50, “una diva del jazz europeo, con atávico síncopa de gene afro, que había tatuado pupilas con su cuerpo tallado en temblor de quásar y fibra de ónix”, como, con chirriante mal gusto, la describe un ignoto biógrafo. No era ya la veinteañera cimbreante, de grupas sobrenaturales, que con una faldita hecha con bananas, sacudía sus caderas en los grandes cabarets del mundo. La Baker era entonces una bella cuarentona, cuidada, sonriente y elegante. Tenía tan sólo unos kilitos más que cuando los grandes hoteles norteamericanos le cerraron sus escenarios por la supuesta promiscuidad de sus espectáculos. Ya había vuelto a Francia y adoptado la ciudadanía francesa. Ya se había convertido en heroína militar de su país de adopción, por su valiente participación en la Resistencia y su grado de teniente auxiliar de la Aviación Francesa. Ya podía, si lo deseaba, cubrir sus generosos pechos con la Legíon de Honor y la Medalla de la Resistencia recibidas al terminar la guerra.

Josephine Baker era en ese momento una luchadora contra la discriminación racial en su país y contra la pobreza. Había comenzado a adoptar niños desamparados de todas partes del mundo y lo hacía como parte de una campaña política por denunciar la miseria en que la plutocracia dominante en su país, EE.UU., imponía, no sólo en el resto del mundo, sino sobre su propia sociedad. Desde los EE.UU. la diva negra había proclamado su solidaridad con el gobierno peronista y había agradecido la ayuda que Eva Perón había enviado a los pobres de New York.

La Baker se alojaba en el Hotel Plaza.

Hacia allí marchó el periodista Luis Alberto Murray a cumplir con la misión que le había impuesto su jefe, en la agencia oficial de noticias: entrevistar a la visitante.

El reportero realiza su labor y vuelve a la redacción. Al llegar, el jefe lo llama a su oficina.

- ¿Qué paso?, ¿qué le hiciste a la negra?, le pregunta a boca de jarro.

El periodista no sabe de qué le están hablando.

-Nada, murmura.

- Acaba de llamar y pidió que le enviaramos nuevamente al reportero al hotel porque lo quiere conocer y charlar con él.

Y así fue, me contó aquel día Spilimbergo, que Murray volvió al Plaza y Josephine Baker pudo conocerlo como se debe.

Unos años después me invitaron al cumpleaños de Saúl Ubaldini, en la Federación de Cerveceros, en la calle Humahuaca. Allí me lo encontré a Luis Alberto y me senté a su lado durante la cena. Al terminar, sería la medianoche o la una de la mañana, salimos juntos y fuimos a tomar una copa a Las Violetas, antes de su reapertura. Obviamente no fue una copa sino una interminable serie de Old Smuggler que finalizó, ya de día, cuando cambió el turno de los mozos, y los dos, con paso inseguro, nos retiramos del lugar. Aquella noche, gracias a la confianza que genera saber que tanto uno como el interlocutor están completamente ebrios, le pregunté si la leyenda era cierta.

- Esas cosas hay que mantenerlas en la leyenda, me dijo. No deben ser ni desmentidas ni confirmadas.

La Baker, nacida Mc Donald y cuyo padre había vinculado sus genes con la verde Erin, seguramente se llevó a la tumba un buen recuerdo de dos argentinos tan distintos como fueron el negrito Alemán y el rubito Murray.

A la señora le gustaban los chicos de todas las razas.


Buenos Aires, 5 de agosto de 2007.

lunes, 30 de julio de 2007

Ingmar Bergman, la oscura luz del invierno septentrional

Ingmar Bergman, la oscura luz del invierno septentrional
Una noticia ha entristecido esta radiante tarde invernal. 
Una tradición cultural propia del siglo XX, de alto refinamiento espiritual y conciente de su inevitable entropía, gestada por el pleno desarrollo de la burguesía europea germana, y que tuvo en Thomas Mann, en Gustav Mahler y en Piet Mondrian su pluma, su teclado y su pincel, ha finalizado con el fallecimiento del genial hijo de un pastor de la iglesia luterana sueca, legítimo heredero de su compatriota August Strindberg, nacido a la sombra de los claustros más antiguos del norte de Europa y de las altas torres de la catedral de Uppsala: el singular e irrepetible Ingmar Bergman, uno de los más grandes directores cinematográficos de todos los tiempos. 
Cercano al lugar de su nacimiento se encuentra la ciudad de Birka, la antigua ciudad santa de aquellos campesinos marinos que asolaron las costas continentales y que remontaron los ríos europeos hasta llegar a la vieja Constantinopla, los legendarios colonizadores de la península del Labrador, los vikingos. Viking es una palabra escandinava derivada de vik, que es el nombre de esas típicas bahías estrechas y profundas donde el mar del Norte y el Báltico penetran en la península escandinava. Imposibilitados por la precariedad técnica de sus drakar –esas naves a remo o con una sola vela cuadrada, de proa adornada con mascarones infernales, de muy poco calado y escasa capacidad de almacenaje- para aventurarse, sin más, a mar abierto, los vikingos iban de vik en vik, y allí acechaban a las naves que serían objeto de su asalto, ocultos en la niebla fría de septentrión, interrumpido su silencio por el áspero graznido de las negras cornejas. Algo de esa helada soledad del vik, algo de esa bruma que impulsa a la introspección, algo de la inexorable ferocidad de esos guerreros que iban al combate en bärsäksgång, poseídos por una furia implacable, algo de la predestinada desaparición de un mundo maravilloso, sobrevivía en el cine de Ingmar Bergman. 
Exquisito director teatral, se inicia familiarizándose con los dos más grandes dramaturgos de Escandinavia y del teatro burgués: Henrik Ibsen y August Strindberg. Del primero recogió, sin duda, la atmósfera de culpa y remordimientos, de aversión a la familia burguesa y la perfecta construcción de sus juegos dramáticos. De Strindberg heredaría su pesimismo, su irreductible individualismo, su torturado sentido moral. Y de ambos la capacidad de dibujar su aldea, su gente y descubrir en ellos el ancho mundo y todos los seres humanos. Fue el director sueco por excelencia, desde los tempranos desnudos de Un verano con Mónica hasta sus últimas y magistrales Fanny y Alexander o Zarabanda. Y junto con Antonionni, Fellini, Buñuel, Fassbinder y algunos pocos más, el realizador del mejor cine de la historia de ese arte que eclosionó con el despliegue universal del capitalismo y parecería eclipsarse con su sangrienta decadencia. 
El Séptimo Sello, ese doloroso y tragicómico peregrinaje humano hacia el destino final, jugándole la partida a la ominosa Huesuda; El Rincón de las Frutillas Silvestres, el encuentro de un viejo al borde de la muerte con el delicioso momento de la felicidad infantil y el desencuentro ya sin solución con el hijo; Escenas de la vida conyugal, con la horrible acechanza de la locura tras la chatura deshumanizante de la vida cotidiana; o Sonata Otoñal –donde lograra reunir a la noruega Liv Ullman con Ingrid Bergman en su último y maravilloso papel- y el peso de los reproches ya sin disculpa posible entre dos mujeres de genio, constituyen el legado de este inmenso artista que acaba de morir. El interrogante perpetuo por lo que no tiene respuesta, las asechanzas del lobo que despierta poco antes del amanecer, en la gélida soledad del insomnio, la culpa de lo ya vivido sin atenuante posible, la difícil y a veces imposible comunión de un hombre ensimismado en su solipsista introspección, el alma misteriosa, fascinante, terrible y dulce de las mujeres, la atracción que en los hombres producen sus silencios o sus desvaríos, ese fue el material con el que trabajó a lo largo de más de sesenta filmes y que han convertido su obra en una herencia que aún no tiene herederos. 
Logró que el mundo descubriese a un grupo de actores suecos que se convirtieron en los mejores actores de cine de la historia. Ingrid Thulin, Bibbi Andersson, Harriet Andersson, Max von Sydow, Joseph Erlandsson, Gunnar Björnstrand, Victor Sjöström, Liv Ullman fueron la arcilla con la que Bergman modeló sus personajes y sus situaciones, verdaderas paráfrasis de la condición humana. Convirtió a Jarl Kulle, un galán del teatro liviano de Estocolmo, y a Nils Poppe, un cómico popular similar a nuestro Darío Víttori, en exquisitos intérpretes de las complejas personalidades que necesitaba para poner afuera sus fantasmas. 
Por otra parte, fue un extraordinario escritor, capaz de reflexionar en sus memorias sobre las obsesiones que sembró a lo largo de su fecundo trabajo creativo. La Linterna Mágica, uno de sus libros, es, como muchas de sus últimas películas, una mirada sobre su placentera infancia y su tortuosa juventud, donde el cine, esos sueños impresos desde la oscuridad en una plateada retina, ocupa el lugar del dolor y del bálsamo. El niño que, noche tras noche, miraba sobre la pared el misterio animado de un primitivo proyector de imágenes, convirtió, con el paso de los años y la amarga experiencia, las desventuras de prósperos burgueses suecos, infatuados artistas, soberbios académicos, engolados diplomáticos y atormentadas damas –todos sus personajes femeninos fueron como Nora de Casa de Muñecas- en paradigmas de la condición humana, en espejos de nuestros interrogantes sin respuesta. 
Ese niño falleció hoy a los 89 años de edad en su Isla de las Ovejas. Los rioplatenses tenemos el orgullo de haber sido los primeros en descubrir la sabiduría que encerraba su oscura luz escandinava. 
Buenos Aires, 30 de julio de 2007 

Postscriptum del día siguiente
Nunca me gustó Antonioni, así como admiré hasta el fanatismo a Ingmar Bergman. La primera película que vi de éste fue La Fuente de la Doncella, en el cine Avenida de Tandil, cuando tendría unos quince años y cuando la prohibición a menores de 18 era soslayada por muy cancheros cortabilletes. Quedé impactado para toda la vida. Leía con devoción los comentarios y análisis -verdaderos tratados estéticos, filosóficos y hasta religiosos- que sobre cada una de las películas escribía en el semanario Leoplan el gran crítico Leo Sala que, junto con Homero Alsina Thevenet, habían descubierto a Bergman unos años antes, cuando su nombre era absolutamente desconocido fuera de Suecia. Aseguro que una de las razones íntimas, secretas y jamás confesadas que me llevaron a Suecia, o mejor dicho a elegir Suecia cuando me tuve que ir del país, fue la posibilidad de entender el idioma que hablaban los personajes de Bergman, esos largos monólogos con un primer plano sobre el rostro del actor, por el que surgen el dolor de la soledad, la amputación que provoca la muerte, el misterio de la existencia del mal... y del bien, la arbitrariedad compulsiva del amor y la perplejidad que produce la inexistencia de Dios. Quería hablar como Max von Sydow, frente al fuego, reflexionando sobre la ilegitimidad de los hombres para castigar, después de haber destrozado a los despiadados patanes que violaron a su hija. Quería que mis palabras sonaran como las de Gunnar Björnstrand, el escudero de El Séptimo Sello, con la convicción casi palpable de su sentido común. Pretendía el tono y las maneras de Jarl Kulle en Ni hablar de esas mujeres. Grande fue mi sorpresa, al llegar a la tierra escandinava, al descubrir que mi admirado Bergman era estúpidamente despreciado por todos aquellos amigos, solidarios, por otra parte, con mi exilio y con el sufrimiento de mi patria. Una visión reducida a un vulgar economicismo positivista condenaba a Ingmar Bergman al delito de ser un artista burgués, de preocuparse tan sólo por los problemas espirituales de la burguesía y ser, para esta simple y ramplona visión, ciego a los dolores del proletariado. Mi admiración causaba estupor en mis contertulios suecos. Una mezcla de incredulidad e incomprensión se reflejaba en sus rostros cuando les decía que había visto El Séptimo Sello cuatro o cinco veces y que la última película que recordaba haber visto en la Argentina antes de irme era Sonata Otoñal. Les costaba ubicar esta información en su adocenada visión de hirsutos guerrilleros colgando latifundistas o de heroicos estudiantes apaleados por brutales militares. Resultó más fácil que yo aprendiera el idioma de Bergman que convencer a sus compatriotas que lo que sus películas reflejaban incluía también esta falta de perspectiva cultural, este reduccionismo cuadrado, esta estólida incapacidad de entender la existencia de un mundo que no es posible medir, pesar o expresar en gráficos, que el desarrollo capitalista impone sobre los ilotas, impidiéndoles así toda posible rebelión exitosa. 
Pero, volviendo al principio, Antonioni siempre me resultó pesado y aburrido. Sus famosos "tiempos muertos”, que enloquecían a sus admiradores, me resultaron fatigosos, tediosos. Veo en él una indagación en el alma humana que no adquiere la capacidad de generalización que encontré en el sueco. Curiosamente, en sus historias, sobre todo en la trilogía famosa, me resulta difícil separar las anfractuosidades de sus personajes de la clase social que expresan. No he podido verlas sino como simple expresión de hastío satisfecho. Mientras los monólogos a cámara de Bergman tienen en mí un poder casi hipnótico, la lentitud, la falta de elipsis de Antonionni me adormece y aburre. Anoche, en su homenaje, volví a ver su último largometraje: Sarabanda. Tengo para mí que estaba convencido que con él se iba para siempre todo un mundo. La película empieza con el relato de Liv Ullman sobre cientos de fotografías desparramadas en una mesa y todo lo que veremos después no es más que el intento de dar orden a esos recuerdos. Y termina sin futuro posible. La protagonista joven del filme renuncia a una difícil carrera de solista de cello, para optar por ser simplemente una intérprete orquestal. Así se pierde en Europa, sin dejar rumbo ni huella. Y la sonrisa diabólica del duende de Fårö parece decirnos: “Se los dejo ahí para que lo piensen después que me vaya”.

sábado, 5 de mayo de 2007

Una suave tarde de invierno

Una suave tarde de invierno,
Una plaza, una hamaca,
Una niña.
Tu presencia a mi lado,
Tu verdeclara mirada,
-tu mirada ver declara-
y todo el desasosiego, la inquietud,
el torbellino, la ansiedad, el insomnio
se disuelven en la paz del mundo restaurado.
Ahora sí salir a la calle es recorrer un paisaje conocido.
Ahora sí puedo desafiar los elementos,
enfrentar las embestidas del dolor y sus compinches.
Es que el vacío se ha llenado,
y el pedazo de mí, que en vos se aloja,
y el pedazo de vos, que en mí faltaba,
se han encontrado en esta suave tarde de invierno,
en esta plaza, junto a esta hamaca,
Con esta niña.

Lunes, 21 de junio de 1999



Gloria a ti, heroico Compañero Presidente

Gloria a ti,
heroico Compañero Presidente




Estas líneas fueron escritas en la noche misma del golpe de estado en Chile, hace cuarenta y cinco. Perón había vuelto a su Patria y el pueblo, volcado en las calles, celebraba su retorno a la presidencia. Había esperanza, incluso esa triste noche.


Ha caído Salvador Allende.

Víctima del verdugo oligárquico
que regó con sangre patriota
la tierra americana
ha muerto
el Compañero Presidente.

Chile se alzaba en un puño
contra el bárbaro asesino de Vietnam.
Después del sacrificio de Camilo,
cuando las entrañas de tu amigo,
Ernesto,
se confundían ya
en el estaño altoperuano,
cuando el soldado boliviano,
ya sin posible defensa,
se retiraba del trágico altiplano,
Chicho,
tus obreros
abrían un tajo en el futuro
y ya Cuba no estaría
tan sola en su isla verde.

¿Cómo fue tu muerte solitaria?
¿Con qué gesto soberbio
enfrentaste
tú única derrota?

Sólo cuando triunfan
las revoluciones
merecen ser cantadas.

Que el coro de lloronas
que asola a toda América
plaña por ti los llantos
que vos
nunca derramaste.

Y que los organizadores
de eternas derrotas
industrialicen tu nombre
por necesidad
de mártires,
si no de victorias.

El viejo Trotsky volverá
a retorcerse en su tumba cercana.
Los ojos de Vladimir Illich
volverían a encenderse de ira.
Una raza de enanos
que reemplazó
a los héroes,
ha convertido a la paz
en una palabra obscena.

¡Gloria a Tí, Compañero Presidente!

Hoy nuestra Patria Grande
sufre un amargo duelo.
Pero Fidel
sigue en Cuba y hace lo que puede.
En la tierra del Inca
ya no están
los gamonales.
En mi Argentina,
bárbara e ilustrada,
mi pueblo ha vuelto a conquistar
su destino.

¡Gloria a tí,
Heroico Compañero Presidente!



11 de septiembre de 1973

Un soneto

Un soneto




“La imaginación es la espuela del deseo,
su reino es inagotable e infinito como el fastidio,
su reverso y gemelo”.
Octavio Paz


A Ana María Maradei















Espuela furibunda de la noche,
aguijón del deseo ebrio e infinito
que en altares de un soñado rito
sacia y colma la angustia en su derroche;

Caballos desbocados, ciego coche
que convierte la imaginación en mito
y la abandona, insaciable, ahíto
a la oscura condena del reproche:

que el cuerpo, pura ansiedad y anhelo
encontraba en el placer su pena.
Revelados fantasmas del desvelo,

nada sois, sino memoria, arena:
el límite físico de su vuelo
da al cuerpo su libertad y su duelo

Jakobsberg, agosto de 1981.


viernes, 4 de mayo de 2007

El topo



El topo

Fue hace casi veinte años,
en el más inesperado recodo de la historia
-ese maldito topo jamás nos ha dado seguridad alguna,
simplemente aparece,
cuando no lo esperamos.
y, carajo, no nos damos cuenta que es el topo,
el de la historia,
el que sale de su laberíntica cueva
y nos indica que todo ha vuelto a empezar-
apareció nuevamente la historia,
¿qué historia?
esa historia, ese gran relato del que todos fuimos relatores,
que todos nos contamos,
que todos contamos alrededor del fuego,
en la cama durmiendo al hijo,
la historia que nos contaba a cada uno de nosotros,
que nos convertía en sujetos,
que abolía la esclavitud,
que nos enfrentaba al amo
y que nos sumió en una pasión de meses
y nos hizo sentir de pie,
erguidos,
no acostados.
Fue hace casi veinte años.
Entramos al nuevo siglo
con esta historia.
Digamos,
entramos a la historia
con esta historia.
Y ahí quedaron nuestros muertos.
Y ahí quedo el cimiento para seguir siendo historia.
Fue hace casi veinte años.
Y es el maldito topo
Que aparece cada año
El 2 de abril.
Con los muertos,
con los baldados,
con los que jamás pudieron reponerse,
con los vencidos,
con los que pelearon,
con los que dejaron sus miembros,
con los que, más ciegos que el topo,
ni siquiera lo vieron.
Fue el topo,
que apareció, dio un brinco, corrió por el abierto potrero
y volvió a enterrarse.
Hace casi veinte años.

Bien podría volver a aparecer
el maldito topo.


Buenos Aires, 2 de abril de 2001.

Réquiem sin lágrimas

Réquiem sin lágrimas

Para Fernando García Della Costa
Hace nueve años, en pleno invierno de la Patria, fallecía el veterano militante y periodista. Fue al despertarse que saludo a su hija, como todas las mañanas e, inmediatamente, su cuerpo redondo quedó dormido para siempre. Esa noche, antes de verlo por última vez, escribí estas líneas.

“La muerte es un producto del uso.
De un lado uso del cuerpo, del otro, uso del alma”.
León Trotsky

La vida, compañero, siempre lo supiste,
es un valor de uso.
Y todo el misterio de la libertad
con el que se han llenado inútiles anaqueles,
es usar la vida como es debido.
El bife de chorizo a caballo con papas fritas,
una botella de cabernet sauvignon.
La diatriba, el retruécano,
una buena metáfora bien puesta,
la hipérbole, la desmesura,
un brulote que hace temblar a un ministro,
una cita de Perón,
una justa trompada en el mentón,
explicar a los que vienen,
llamar a la huelga,
tirarle un adoquín al de la guardia de infantería.
Esas son las cosas que constituyen
una vida bien usada.

Viejo amigo viejo, esta mañana el resultado del uso
-para usar la fórmula del profeta agnóstico-
te gastó la vida.
Y te fuiste, seguramente, contento.
El Sancho Panza de tu cuerpo
se debía sacudir con la carcajada,
y el Quijote de tu alma buscaba
los molinos de vaya a saber dónde
para seguir la pelea.

Si una buena muerte toda una vida honra
Una buena vida te honra la vida y la muerte, Fernando.

Nadie te doblegó.
Viviste como quisiste.
Sólo te inclinaste
-si lo hacías, a más de petizo eras agachado-
ante el dolor del humillado,
ante la soledad de la viuda,
ante el desamparo del huérfano,
como si fueras el alto y flaco anciano
de algún lugar de la Mancha.

Elegiste con quién pelear:
sólo contra los que eran más poderosos.
Elegiste junto a quién pelear:
sólo con los que no tenían nada para darte.

No les diste tregua
-tampoco te la dieron, es verdad-
y gozaste de cada pequeña victoria
y te reíste como un dios pagano
en cada profunda derrota.

Lo único que tiene de desgraciado
que hayas terminado de usar tu vida,
don Fernando Caballero de la Alegre Figura,
es que nosotros te perdimos,
que ya nunca vamos a pelear juntos,
que tus ojos no volverán a brillar
ante una desvergonzada ocurrencia
que ridiculiza la braguetuda seriedad
del buen pensar cipayo.
Y esto es todo.

¿Llorar tu muerte?
Reír, gozar, admirarnos de tu vida.
Y seguir en la pelea por una Patria más justa,
por una Patria más libre.
Por una Patria.

Buenos Aires, 11 de agosto de 1998

lunes, 23 de abril de 2007

Manuel Vázquez Montalbán

Manuel Vázquez Montalbán
18 de octubre de 2003
Este sí era uno de los nuestros. Estoy verdaderamente triste. Manuel Vázquez Montalbán era el último de los mohicanos, un gran escritor, creador del único antihéroe que hablaba español de la novela negra, un artista e intelectual militante y lúcido. Tuve oportunidad de conocerlo en un viaje a Buenos Aires, cuando lo trajo Luis Barone, quien se proponía filmar una historia de Pepe Carvalho en Buenos Aires. Lo he admirado hasta el plagio. Daría años de mi vida a cambio de poder escribir cualquiera de sus novelas policiales. Excelente tomador de vino, un comunista que sabía y quería gozar de los pocos placeres que ofrece nuestra condición humana y nuestro fugaz paso por la vida, un escuchador intenso y silencioso, un gallego de esos que te reconcilian con los abuelos, Vázquez Montalbán fue el testigo calificado del paso del franquismo, inmobiliario y turístico, al de la España que renunció definitivamente a su destino hispanoamericano y decidió, quinientos años tarde, y cuando el capitalismo ya era financiero, a ser el solarium de Europa. Sus novelas policiales hablan mejor que ninguna crónica de la España de la desocupación permanente, del “pasotismo”, del destape y la movida, de la España que cambió sus canciones de la Guerra Civil -de ambos bandos- por Loco Mía y Ketchup (A serejé...). En algún lugar del mito se va a encontrar con Dashiel Hammet, con Raymond Chandler, con Ross Macdonald y el cielo y la reunión anual de los serafines y querubines será el escenario de algún sórdido crimen, que revele la cruel interna del Paraíso. Me resulta difícil, desde la admiración, pensar que Vázquez Montalbán no está más en la tierra, buscando escenarios para la comedia humana que describió como muy pocos. Me tomo en su memoria de gordo gozador el fondo de la botella de vino.

Danilo Devizia


Ignoro si el lector conoció a Danilo Devizia.

Danilo era actor. Pero era uno de los más geniales, tumultuosos y políticamente incorrectos actores argentinos. Su talento era explosivo, retorcido, intolerante e insoportable. Peronista inclaudicable, trotskysta de sólida formación, cristiano convencido, Danilo no tenía límites. Los pocos años que pasó en Buenos Aires lo hicieron centro en las mesas de los amaneceres en el Pernambuco de la calle Corrientes de la década del 80. Danilo tenía una amplia cultura, muy superior a la media entre sus colegas, estaba políticamente formado en la tradición del peronismo y de lo mejor de los escritos de León Trotsky. Era provocativamente gay y la experiencia vital, sin límites y sin claudicaciones, constituyó la materia prima de su arte.

Logró momentos culminantes en el escenario del teatro Alvear, junto a Alberto de Mendoza, interpretando a Juan Sombra, el demonio en la adaptación porteña del Don Juan. La prensa comercial no pudo ignorar su perversa y ambigua interpretación, su infinita delgadez discepoleana, su maligna mirada, su voz meliflua y seductora.

Pasó noches y noches de hambre y wisky, en su intento de no entregar su arte al becerro de oro de la televisión y los bolos en las tiras. Sólo hizo lo que quiso. Cuando no pudo más, cuando la angustia, la soledad, el hambre y la enfermedad lo abatieron se volvió a su pueblo natal, Necochea, con su madre y sus amigos de la infancia.

Lo conocí cuando filmamos Mirta de Liniers a Estambul. Después hicimos Chorros y la última vez que lo contraté fue para hacer un extraordinario y corrompido gerente gay de una disco, La Maga.

Danilo Devizia era intransigente, sensible e inadaptable.
Murió anteayer en Necochea. Fue uno de los más grandes actores argentinos: una especie de Klaus Kinsky rioplatense.

Estoy triste.


22 de Julio de 2002

Yuyo Pistarini

Gracias al compañero y amigo Eduardo Rotundo tuve oportunidad de conocer a ese tipo singular que fue el Yuyo Pistarini. Hijo de quien fuera el ministro más importante de las primeras presidencias de Juan Domingo Perón, el general Juan Pistarini, Yuyo vivió el peronismo desde las estructuras del poder y de las familias del poder y lo contó en el libro de memorias que le publicara, justamente Eduardo Rotundo. Conoció, entonces, como nadie las luces y las sombras del gran movimiento popular argentino, sus incontenibles peleas de palacio, sus cotilleos, las grandes obras públicas y las pequeñas miserias de sus personajes.

La vida de su padre, como diplomático representando al Ejército Argentino, hizo que Yuyo estudiara en la Alemania nazi, donde integró a los doce años la Hitlers Jugend y en Inglaterra, como adolescente, asistiendo a los umbrosos claustros de Oxford. Fue oficial de aviación de donde se retiró por no soportar la dura disciplina militar. Estudió en el legendario Massachussets Institute of Technology (MIT) y conoció Hollywood junto con su amigo de juergas, Fernando Lamas. Fue testigo del romance entre este y Lana Turner. Una tarde, después de un abundante asado y no pocas botellas de Malbec, me contó cómo había hecho Lamas para impresionar a la blonda diva.

Fue en la pileta de un hotel de cinco estrellas. El carilindo de Lamas, al cambiarse, puso en su entrepierna, bajo el pantalón de baño elástico que se usaba entonces, un pañuelo, de modo tal de ofrecer a la vista de quien se interesara una turgencia que exageraba sus propias dotes. Caminó lentamente hasta el trampolín, pasando por delante de la reposera de la Turner, subió la escalera y, con gran parsimonia, y haciendo evidente su inflacionado bulto, picó varias veces en la tabla y se lanzó a la pileta. Yuyo me aseguró que fue sólo salir del agua y la que luego sería amante de Johnny Stompanatto -a quien asesinó la hija de la Turner de varias cuchilladas mientras el ítalo americano fajaba a la rubia- ya estaba virtualmente pegada a su lado.

Yuyo Pistarini fue amante de estrellas de Hollywood y de Artistas Argentinos Asociados y amigo de play boys, ministros, presidentes, muchachas de vida alegre y dueños de cabarets. Como una especie de Isidoro Cañones, con quien uno no podía evitar identificarlo, integró la jeneusse doré de la posguerra y se dedicó a la venta de autos y lanchas de alta cilindrada.

Al caer el peronismo fue preso a Las Heras, junto con su padre, por cuya memoria luchó hasta el último momento de su vida. Inició diversas empresas comerciales. Fue, durante algunos años, dictador de la moda porteña y se casó, en los sesenta, con una conocida modelo que aún lleva su apellido.

Fue un amigo leal y afectuoso. Hablaba con esa pronunciación propia de las clases altas porteñas de hace unas décadas, levemente afectada y hasta el último momento de su vida, antes que la enfermedad lo postrase, gozó de todos los placeres que nos depara este valle de lágrimas: bailar en El Verde, escuchar jazz -hablaba de Horacio Armani y de Oscar Alemán como si esta noche tocaran en Gong-, frecuentar simpáticas y bien conservadas veteranas, disfrutar de un Johnny Walker de 25 años o de un Rutini. Ya no circulaba en un Thunderbird descapotable. Pero seguía comprando sus mocasines en Guido.

Esta noche voy a brindar por su imborrable recuerdo.Y todas las discotecas de Buenos Aires deberían haber puesto algún tema interpretado por el Rey Charol y Armando Rolón, de esmoquin y moño, debería haberlo despedido, aquella estúpida noche en que se murió Yuyo Pistarini.

Mario Granero


Todos los 8 de junio, desde hace veinte años, una llamada telefónica, alrededor de las 10 de la mañana, inicia mi día de cumpleaños. Mario Granero, el gordo Granero, llama para saludarme, así como lo ha hecho con todos sus amigos de quienes sabe y jamás olvida el día de su nacimiento. Ayer a la hora de siempre la inconfundible y algo aguardentosa voz del gordo me volvió a saluda. -¡Julito! ¡Feliz cumpleaños, querido!. El gordo Granero, Mario, confirmaba que efectivamente ayer era 8 de junio. Nos hicimos algunas bromas, hablamos mal de algunos y bien de otros, nos cambiamos unos chismes y nos prometimos una cena con amigos comunes.
A la noche, en otro cumpleaños, Mario Granero se desplomó, muerto para siempre.
Así como hay tipos que en una vida son capaces de acumular millones y millones de dólares, como Bill Gates, o millones y millones de enemigos, como Bush, el gordo solamente sabía acumular amigos. Era dueño de la más amplia, heterogénea y rica agenda, con datos que iban desde los agregados de las más ignotas embajadas, hasta presidentes de la Nación, senadores, gobernadores, periodistas y chicas generosas y divertidas.
Quien no estuviera en la agenda del gordo no formaba parte del campo nacional y popular, aún cuando en la misma se encontraban nombres de las más diversas tradiciones e historias.
Peronista de toda la vida, se había iniciado, como tantos otros, en las huestes peinadas para atrás a la gomina de Tacuara. Se contaba de él que una noche, a la salida de un restaurante, en los primeros sesentas, vació el cargador de una pistola entre los pies del ex presidente Arturo Frondizi, en un atentado que le habría costado una estadía en Devoto.
Mario Granero nunca ocupó el centro de la escena, pero siempre estuvo en la escena, como una especie de Zelig, de testigo permanente de los principales sucesos políticos posteriores a los setenta.
En su mesa, a la noche, en la Biela de la Recoleta uno podía encontrar, junto con una gran cantidad de vasos de whisky, a Cafiero, a Ginés García, al Tati Vernet, a Telerman, a Silvia Mercado, a algún periodista de Ambito y uno que otro juez. Alguna vez se lo presenté a Spilimbergo y a partir de aquel día el gordo lo integró definitivamente a su lista de amigos. El día que Spili falleció el gordo me llamó para expresarme su dolor y evocar algunos recuerdos, siempre festivos.
El gordo Granero era un incorregible bohemio, trasnochador y sibarita. Nunca ganó mucho dinero y tuvo una admirable capacidad para gastarlo. Al irse la política argentina ha perdido uno de sus encantos, se ha vuelto más aburrida, más gris.
Y ya no me despertaré el día de mi cumpleaños con su entrañable llamada, que ya he comenzado a extrañar.


Una Chacarera en memoria de un Amigo


Acabo de llegar de un singular homenaje a un muerto.
Vengo de la cena en homenaje y recuerdo a Mario Granero, el Gordo Granero.
Fue en un restaurante de Palermo Viejo con un nombre con resonancias criollas. Estaba repleto. Unas doscientas personas, hombres y mujeres entre los treinta y los setenta años, ocupaban la casi totalidad de las mesas.
Había de todo. Desde Ginés García hasta Radamés Marini. Desde quien esto escribe hasta el Mono Grassi Sussini. Incluyendo a la familia del homenajeado, su esposa y sus hijos.
Hace muchos años, cuando era un adolescente, leí una biografía de Louis Armstrong, el genial hijo de New Orleáns. Me sorprendió el relato de los entierros de los negros. Contaba el trompetista que las oportunidades para tocar su instrumento eran, entre otras, las procesiones rumbo a la Quinta del Ñato, acompañando con el estrépito del dixieland los restos del “brother” a su descanso eterno. Fue en esas dolorosas y festivas columnas donde nació y se hizo célebre el clásico “When the saints go marching in”, convertido, gracias a la creatividad de los descendientes de esclavos, en una de las representaciones arquetípicas de la cultura popular norteamericana.
Ese recuerdo apareció en mi memoria en la cena en homenaje y recuerdo al Gordo Granero.
Leopoldo Marechal, el vate de la alegría combativa que, como el homenajeado, supo enlazar la pasión de la Patria con la de su pueblo y el futuro, definió, con un chiste, ese oscuro paso:

Cierta vez, en un ancho cañadón de Maipú,
le pregunté a una rana que tañía
su vihuela de junco
si era dable y sensible comparar a la muerte
con un sistema refrigerador.
Y ella me dijo, punteando
su cordaje verdecaña:
“Morir es partir un poco.”
Luego, Elbiamor, no es justo dedicar elegías
a lo que apenas es un motivo de vals.

Y no hubo, pese a la supuestamente llorosa naturaleza de nuestros compatriotas, elegías esta noche. Hubo vino, alegría de compañeros, música y canto.
Un tipo cuyo tarea en la vida fue hacerse de amigos, e intentar hacer amigos a quienes muchas cosas enfrentaban, fue despedido, a dos meses de su partida, con una fiesta inolvidable, en la que la zambas y chacareras, los poemas de amor de las zambas y las cuartetas zumbonas de las chacareras, daban combate a la melancolía, a la irreparable pérdida, con la alegría que el divertido muerto brindó a sus seres queridos, su familia y sus amigos. Había algo de indoblegable argentinidad en el ambiente. Devolver al ausente lo que éste había repartido a manos llenas en su fugaz, como el de todos, paso por la vida.
Muchas reflexiones cruzaban mi aturdida cabeza. Entre ellas, una que me acompañó hasta la computadora: el amor a la patria, a su pueblo y su tierra es capaz de generar tantas pasiones como la solidaridad con los desposeídos, con su lucha milenaria por su incorporación al género humano.
En una y en otra visión del mundo la muerte, esa desconocida, es capaz de convertirse en alegría de los que quedan en el campo de lucha. La muerte se puede convertir, sino en vals como pedía Marechal, en zambas seductoras y en festivas chacareras.
Y esto es una ventaja que tenemos con el enemigo.

La ley quieta

Yo tendría entonces unos veinte años y comenzaba a descubrir que había un mundo que imperiosamente mi generación tenía que cambiar, que había un país dominado por un sistema que, descubría entonces, se llamaba oligárquico imperialista, y que había un gobierno militar ilegítimo cuyo principal objetivo era impedir la candidatura de Perón y el triunfo del peronismo.

En esa época, estoy hablando de los fines de la década del 60, cuando una llamada revolución argentina nos explicaba que tenía objetivos pero no plazos, apareció una película documental dirigida por dos tipos que entonces andarían por los treinta años: Pino Solanas y Octavio Getino. Se llamaba La Hora de los Hornos, se daba clandestinamente, en proyecciones que podían ser interrumpidas por la policía, con el resultado de que sus espectadores y organizadores terminaban presos.

Obviamente para los jóvenes de mi generación ver esa película se convirtió en una obligación que nos autoconvencía de nuestro total enfrentamiento al régimen militar usurpador. La concurrencia a su exhibición estaba llena de liturgias conspirativas: ir solo, dar una contraseña cifrada, fijarse que nadie lo siguiese, retirarse de a uno, no provocar desconfianza en el policía de rondín que, en cualquier momento, podía llamar a Coordinación Federal e interrumpir la proyección a la voz de “Manos arriba, todo el mundo contra la pared”.

Por supuesto, después vinieron tiempos mucho peores, en los cuales ni siquiera podíamos sentarnos a una mesa de café, sin que interrumpieran fieros policías o más fieros miembros de las Fuerzas Armadas, pidiendo documentos, palpándonos de armas, preguntado sobre que hacíamos o por qué estábamos ahí sentados. Vinieron tiempos de desaparecidos y fálcones sin patente. Pero no es de esos tiempos que quiero hablar, sino de aquellos, cuando concurrir a la proyección de La Hora de los Hornos era un acto de definición personal frente al “régimen”.

Y el recuerdo viene a cuento porque esta noche he ido a bailar tango, como solía hacerlo semanalmente antes del 30 de diciembre del 2004, y me he convertido por ello, junto con unos doscientos bailarines argentinos y extranjeros, en un transgresor, en un ciudadano que ha violado la ley, el decreto o la resolución que establece la prohibición absoluta de bailar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como consecuencia de la serie de desaguisados y corrupciones que culminaron con la tragedia de República Cromañón, donde no se bailaba, sino que se presenciaba un conjunto de rock en un recinto ocupado por tres veces más personas que lo que su capacidad permitía.

Mi padre, un pampeano de cuando la actual provincia era tan sólo territorio nacional, solía decir de algunas personas presumidas y excesivamente formales que “cuando se arremangan se les ve el culo”. Quería decir con esto que pasaban con extrema facilidad de una actitud a la simétricamente contraria. Algo de eso pasa, creo, con el progresismo porteño. De la anomia corrupta, de la permisividad extrema e irresponsable, han pasado, de la mañana a la noche, y con la carga de culpabilidad que significa la muerte de 191 jóvenes, a su arbitrario opuesto. Han decretado por tiempo indeterminado que no hay más vida nocturna en la ciudad de Buenos Aires, que quienes quieran concurrir a un centro bailable, a un café con show musical, tengan que viajar hasta Vicente López, Avellaneda, Lomas de Zamora u Olivos, ya que en la orgullosa ciudad autónoma esa actividad está prohibida. Poco importa si en esos municipios los lugares cumplen con las normas de seguridad o, siquiera, si existen normas de seguridad. Lo importante para la conducta culpable es actuar, sin fundamentos jurídicos, sin medir las consecuencias, sin pensar en la totalidad del problema, de una manera que parezca que ahora “la cosa va en serio”.

Eran aproximadamente las dos y media de la mañana, estábamos bailando al compás de Angel D’Agostino y alguien apareció en el medio de la pista y pidió que nos sentáramos. Todo el mundo obedeció la consigna. Viejos tangueros, un grupo de bailarinas de tango ucranianas, varias parejas japonesas, o sea, la totalidad de la fauna que puebla desde hace años las milongas porteñas, acató la orden como si se tratara de conjurados.

La música cesó por completo y alguien empezó a leer desde el micrófono cuentos y poemas de un libro de Eduardo Galeano. Éramos doscientos conspiradores que intentábamos evitar que alguna autoridad –la policía, el gobierno de la ciudad, vaya uno a saber- clausurase el local y nos llevase a todos a la comisaría más cercana. Durante veinte minutos las palabras de Galeano fueron escuchadas como en misa por una concurrencia que se había citado para abrazarse al compás de Juan D’Arienzo o de Osvaldo Pugliese. Pude verlo a Miguel Angel Zoto, el bailarín de tango más famoso del mundo, haciéndose el otario y poniendo atención a las palabras de Galeano como si fuera su mayor pasión.

Toda la situación me llevó a aquellas proyecciones de La Hora de los Hornos. De golpe y por obra de la estólida razón burocrática, el tango se había convertido, como en esa película que hicimos con Jorge Coscia, en un baile prohibido. El amigo organizador de la milonga tomó el micrófono e informó que por razones de fuerza mayor esta reunión poética había terminado o de lo contrario la fuerza de la ley la terminaría de otra manera. No pude evitar una carcajada. A este límite había llegado el progresismo a cargo del gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires.

Siempre me pregunté cómo había sido posible que una cosa tan ridícula como la llamada Ley Seca en los EE.UU. pudiera pasar los mecanismos institucionales. ¿Cómo era posible que tomar una cerveza, en una sociedad acostumbrada a tomar cerveza, se convirtiese en un delito mayor? Que el simple hecho de vender una medida de whisky lo convirtiese a uno en un delincuente comparable a un proxeneta, a un extorsionador, a un traficante de heroína.

Hoy he descubierto el mecanismo Un oscuro muchacho de Hurlingham ha impuesto la ley seca, amparado en la indignación que veinte o treinta años de corrupción institucional han provocado en la ciudadanía. Ha instaura la ley quieta. Quien baile en Buenos Aires violenta gravemente la mala conciencia de sus administradores. Y eso es reprimido con toda la fuerza de ley.

Buenos Aires, 27 de enero de 2005

Ha muerto Alberto Castillo


El cantor "grasa", el de los enormes nudos en la corbata, el ídolo de la plebe peronista entre el 45 y el 55, ha muerto.

Una sola cosa me llena de satisfacción. Murió muchos años después que Julio Cortazar, quien se fue a vivir a Paris, según su propia confesión, para no oír los tangos de Alberto Castillo. Pero antes, otra situación me había llenado de satisfacción histórica. Fue cuando Alberto, lo que quedaba de aquel cantor, que según Aníbal Troilo, jamás desafinó una nota, cantó ante una multitud pequeño burguesa en la plaza Julio Cortázar.


Escuchar sus grabaciones con Ricardo Tanturi sigue siendo una experiencia estética inigualable. Tenía una voz privilegiada. Tenía una entonación que nadie pudo igualar. Y, repito con Pichuco, jamás, ni de viejo, erró una nota.


Vengo del velorio, merecidamente realizado en la Legislatura de la ciudad a la que le cantó los cien barrios porteños. Eran las cinco de la mañana y la guardia de honor de Alberto eran unos 25 pibes y pibas de 18 años de edad. Esa era la gente que se merecía. Esa era la gente que volvió a descubrir a un artista popular sin igual. Los Auténticos Decadentes lo sumaron a su “Siga, siga, siga el baile, al compás del tamboril” y, me consta porque tuve la oportunidad de entrevistarlo en aquella época, Alberto estaba feliz de seguir cantando a su manera con las nuevas generaciones.


Lo vi y lo escuché muchas veces en estos últimos años. Seguía, ya con voz escasa, sin desafinar una nota.


Nadie, pero nadie ha cantado Ninguna, de Dames y Manzi, como Alberto Castillo. Quien dude de su valor que escuche ese tango. Castillo lo ha convertido en un "lied" porteño.


Su voz, su estilo, su repertorio nos lleva a una época gloriosa de la Argentina. Su fama es, simplemente, la aparición de los trabajadores como demanda cultural. Alberto Castillo se lleva con él la mejor Argentina. La de la prepotencia de los trabajadores. La de los grasas con poder adquisitivo. La Argentina cuyo norte era la grandeza de la nación y el bienestar del pueblo.


Nunca podré escuchar El Pescante cantado por Alberto Castillo sin emocionarme.


Nunca podré olvidarme de un cantor popular que murió a los 87 años, muchos años después de Julito Cortázar.


Esto último me compensa la pena de ver a Alberto en el jonca de pino, con el cuello de la camisa grande, con el nudo de su corbata exagerado.


“Está igual”, me dijo el Tigre, un gomía de la milonga. Claro, vivió todo lo que quiso. Fue leal a su gente y amó lo que hacía.

Pepe Libertella: Un tano genial, bueno y porteño

Pepe Libertella: Un tano genial, bueno y porteño
Buenos Aires, 8 de Diciembre de 2004.

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París y no me corro

tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

César Vallejo

Era un tano por dónde se lo mirara.

Más bien petizo, con varios kilos de más, con una pelada misteriosamente encubierta con largos cabellos del costado de su cabeza y mucha gomina, con setenta años y pico y con una cantidad de madrugadas, de humo de cigarrillos, de volver en el colectivo con la “jaula” entre las piernas, que sobraban para repartir y dejar cansados a un batallón de recolectores de basura. Pero bastaba que a Pepe Libertella le hablaran del tango, le propusieran una presentación en Buenos Aires, para que su conversación se desbordase incontenible en proyectos, en recuerdos, en cariñosos reproches a viejos colegas que ya se han ido, en sabios consejos a los que seguían su huella y en el deseo de hacer escuchar su inolvidable, su único sonido, en Buenos Aires, a su gente.

Pepe, el incansable, el inagotable conversador, estaba cansado, harto ya de recorrer infatigablemente el mundo para juntar los dólares, los euros o los yenes necesarios para poder pasarse unos meses entre los suyos, sus paisanos, y poder presentar el increíble, el portentoso Sexteto Mayor que armara con ese otro tano, viejo dulce y amigable, que hoy debe sufrir como un hermano, Luisito Stazzo.

Estos dos italianos, salidos de una película de Roberto Rosellini o de Victorio de Sica, elevaron esa musiquita de conventillo y organito, ese modesto sonsonete de casa de citas en un maravilloso sonido sinfónico que desataba en las almas de quienes lo escuchaban todo el vendaval de la pasión, el dolor del olvido, la desesperación de la soledad, el regocijo del amor y la amistad. Verlos tocar juntos, Pepe a la derecha del escenario y Luisito a la izquierda, ha sido inolvidable. Codo a codo, los dos tanos llevan con el fuelle la melodía, mientras el ruso del violín despliega todo el venero romántico de su instrumento. Pero de pronto es el momento en que toda la orquesta, todo el torrente sonoro se concentra en estos dos viejos tocadores del fuelle. Se miran apenas. Luisito tranquilo y concentrado en la partitura como si fuera la primera vez –y llevan treinta años haciendo lo mismo-, Pepe, apasionado, rojo el rostro mofletudo por la energía que su cuerpo transmitirá al misterioso sistema de botones y lengüetas, dispuestos arbitrariamente sobre los costados de la jaula, estira, absurdo gusano sonoro, el fuelle con disnea y entre los dos conversan vaya a saber de qué lejanos recuerdos, de qué noches olvidadas o de qué tristes historias del paese lejano.

Y la música vuela cuando Pepe, el tano gordo, sonríe mientras toca, porque nada le gusta más, y Luis, el más flaco y canoso, serio se reconcentra en una nota que no quiere morir. Pero hay un momento en que ya no pueden seguir sentados. El gordo, Pepe, se incorpora casi de un salto sorprendente, pone el bandoneón sobre el muslo de la pierna izquierda que apoya en la silla, abre los brazos para rodearnos a todos con la infinita cinta de Moebius del fuelle, el rostro bañado por el sudor del esfuerzo y el gusto. Y entonces el tango abre las puertas del cielo sobre las que nos precipitamos los simples mortales a descubrir los infinitos placeres del néctar y la ambrosía. Pero el otro italiano no quiere ir a menos, y con mayor lentitud y parsimonia –la que corresponde a su espíritu sereno y sedentario- se pone de pie, levanta su pierna izquierda para desplegar desde allí el arcano de su liturgia concelebrada: sumos sacerdotes, místicos druidas, cuyo puñal de obsidiana es este maldito tango que arranca nuestro corazón del pecho y se lo entrega a los ángeles negros del deseo, a los oscuros pájaros de la nostalgia, a los demonios de los amores perdidos para siempre, a los duendes perversos de la culpa y el olvido.

Pepe murió en París, como presintió Vallejo. Aunque fuera lunes y en invierno.

“Les trottoirs de Buenos Aires”, aquel boliche legendario de los años en que muchos argentinos habían quedado anclados en París por cuenta y orden de una patria sometida al tormento y el saqueo, hizo memorables las veladas del Sexteto Mayor, con las erres guturales de Cortázar y su extraña añoranza por el país que abandonó, con la belleza serena de Chunchuna Villafañe, con la mirada soberbia y melancólica de Pino Solanas, y convirtió a la orquesta de este tano aporteñado y de su amigo Luis en la mejor orquesta de tango del mundo.

Luisito Stazzo se ha quedado muy sólo con el recuerdo entrañable de Pepe.

Pero cada vez que un fuelle se estire hasta el límite mismo de su extensión, cada vez que un nuevo sacerdote de este rito inevitable vuelva a arrastrar las notas, haciendo eterna su momentánea fugacidad, volverá a presentarse este duende de Buenos Aires, este genio metido en los pliegues del bandoneón que es el querido, el inolvidable Pepe Libertella.