Viajamos desde
París a Estocolmo en ómnibus. Fue una interesante y muy cansadora
experiencia. Treinta y seis horas en un ómnibus de asientos bastante
incómodos, un recambio en la ciudad de Colonia con una hora de
espera a las seis y media de la mañana fue, insisto, una cansadora
experiencia.
El primer dato a
consignar es que el ómnibus, la opción más barata de viajar en
Europa, es, por ello, la opción preferida por inmigrantes de todas
las regiones del mundo y muchos estudiantes en plan aventura. Esto
implica algo que para mí era desconocido. No existen en Europa las
terminales de ómnibus, con el criterio con que existen en Argentina,
es decir, un edificio construído con tal objetivo, con negocios de
comidas, kioskos de diarios, revistas, libros y golosinas, baños,
cajeros automáticos, salas de espera amuebladas para ello, etc. No,
en Europa no se consigue, como decía aquel viejo chiste de la
televisión.
Por empezar, la
llamada estación terminal de Bercy, en Paris, no es otra cosa que un
infecto y mal ventilado subsuelo, con dos pequeños baños en
condiciones que avergozarían a un baño público de Benarés en la
India, sin negocios ni kioskos, ubicada en el costado más plebeyo y
menos refinado de la ciudad, junto a unos descuidados jardines que
rodean el nuevo edificio de la Cinemateca Nacional. Está ubicada y
enfrente, del otro lado del río, de los tremendos y feos edificios
de la nueva Biblioteca Nacional François
Miterrand y unidas ambas márgenes por un puente peatonal de madera
bautizado Simone de Beauvoir.
Ok,
todo esto es pura información de guía turístico. Lo importante es
que esa estación terminal estaba llena de hombres y mujeres
asiáticos, africanos, de Medio Oriente, de India y, en nuestro caso,
de América Latina. Sólo había unos pocos chicos y chicas franceses
con sus mochilas y algunos norteamericanos blancos y rubios. Esa
conformación étnica o antropológica sería una constante durante
todo el viaje.
Pese
a todo el viaje fue por demás interesante ya que atravesamos
Bélgica, entramos en Bruselas, seguimos por Lieja, cruzamos la
frontera alemana y entramos en Aachen (llamada Aquisgrán por los
latinos), la ciudad predilecta de Carlomagno, y Kerpen, antes de
llegar a Köln, o Colonia. Cruzamos el Rin.
El aeropuerto de Köln es
muy grande ya que durante los años que existió la República
Federal de Alemania, separada de la República Popular de Alemania,
entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro,
Bonn, una pequeña aldea vecina a Köln, fue la capital de la también
llamada Alemania Occidental. Es más, el aeropuerto fue bautizado
Konrad Adenauer, en homenaje al canciller demócrata cristiano,
creador de la Alemania Occidental y la Europa de posguerra e hijo de
la ciudad de Köln. Disculpen, sigo escribiendo como un vulgar guía
turístico.
Ahí,
en el aeropuerto de Köln, cambiamos de ómnibus. A las siete y media
de la mañana del día siguiente a nuestra salida de París,
iniciamos la última etapa del viaje hacia la ciudad que hizo morir
de frío a Descartes. Dusseldorf, Dortmund, Hannover fueron las
ciudades que atravesamos antes de que el cruce del Elba nos anunciara
que entraríamos en Hamburgo, la capital de la Liga Hanseática.
En
una de las ciudades donde el ómnibus paraba, posiblemente en Essen
-estamos hablando de la legendaria cuenca del Ruhr, el corazón
industrial histórico de Alemana y el núcleo central de su poderío
económico-, subió una pareja de ancianos vestidos con típicas
ropas campesinas turcas o, posiblemente, kurdas. Amplias babuchas,
tocado tipo árabe en la cabeza, grandes mostachos completamente
blancos, el hombre, y una pollera en una tela pesada verde oscuro y
brilante, y un pañuelo negro cubriendo su cabeza, la mujer. No
hablaban ningún otro idioma que el propio. La mujer conversaba a
menudo por su celular con, supongo por el sonido y los gestos, alguna
de sus hijas o hijos, mientras el hombre con la rigidez de un
príncipe casi no emitía palabra alguna.
El
viaje continuó durante horas. Cruzamos el Elba y llegamos a Hamburgo.
Seguimos rumbo al norte. Atravesamos el túnel de cuatro kilómetros
bajo el mar que une al continente con la isla Fehmarn, isla alemana
perteneciente al estado
de
Schleswig-Holstein.
Me recuerdo que la región pertenecía a Dinamarca, y era motivo de
un secular conflicto entre la monarquía danesa y las distintas casas
alemanas, hasta que la revolución de 1848 logró generar un gran
sentimiento hacia la unificación alemana. Finalmente, el gran
Canciller, Otto Bismarck, entró en guerra con Dinamarca y Alemania
sumó definitivamente esta región.
Justamente ahí, en un lugar llamado Puttgarden, entramos
en un ferry para atravesar el brazo de mar, conocido como
Fehmarnbelt, que separa al continente de la isla, o grupo de islas,
donde está situada Copenhague.
El
ferry es una especie de gran buquebus, con confiterías, free shop y
cubiertas para admirar el mar Báltico. Es un viaje de unos cuarenta
minutos y en el gigantesco transbordador entra un tren. Volvimos a
nuestro ómnibus y rápidamente salimos del ferry. La distribución
para la entrada y salida de los vehículos está prodigiosamente
concebida y se produce en muy pocos minutos. Salimos unos cientos de
metros de la zona portuaria y llegamos a un puesto de aduana y
migraciones de la policía danesa. Subió al ómnibus una rubia de
uniforme, un poco gordita, que comenzó a pedir, con cordialidad los
pasaportes. Los miraba, se fijaba básicamente en la fecha de validez
del mismo y los devolvía. Pero, al llegar a la anciana kurda, vuelve
a mirar el pasaporte y le dice, en inglés:
– Su
pasaporte está vencido.
La
mujer comienza a hablar en voz bastante alta, en su propio idioma,
que, por supuesto, la mujer policía no entiende. Se acerca una
joven, con aspecto de venir de la misma zona que la anciana, y le
traduce lo que le dice la policía.
La
mujer sube la voz aún más. El rostro de la mujer policía pierde la
cordialidad que tenía hasta ese momento y con tono firme y siempre
en inglés le ordena:
– Va
a tener que bajar. Come on!
La
anciana habla aún más alto. La joven que se había acercado a
traducir no sabe muy bien qué hacer. Otro muchacho, con aspecto
mesooriental se acerca. Trata de hablar con la mujer en un idioma
que, al parecer no es exactamente el mismo en el que ésta se
expresa. De pronto, nadie más habla el idioma de la anciana,
mientras que la mujer policía insiste en tono seco:
– Bajé
del ómnibus y acompañeme. Este pasaporte está vencido.
El anciano no sabe
qué hacer. Mira la escena con desconcierto e intenta farfullar algunas palabras con la mujer. Gritando la anciana kurda baja del
ómnibus, mientras la mujer policía la acompaña. En ningún
momento, hay que decirlo, la policía danesa tocó o intento forzar a
la mujer. Se limitaba a decirle en inglés que debía bajar, que no
podía seguir con un pasaporte vencido.
Por los retazos de
conversación que podía entender, en danés y en inglés, el miedo
de estos ancianos era que los devolvieran a su país de origen.
Cuando se enteraron que solo los enviarían de vuelta a Alemania se
calmaron. El hombre bajó a acompañar a su mujer, mientras ésta
intentaba hablar por su celular con alguien, seguramente con quien la
esperaba donde fuese o con quien la había acompañado hasta el
ómnibus en Essen.
Toda la situación
fue bastante desagradable. No es un espectáculo grato a los ojos y,
sobre todo, a la conciencia, que la policía baje imperativamente de
un ómnibus lleno de gente, en su mayoría, de paseo o turismo, a dos
ancianos que con su extraña, para los ojos locales, indumentaria,
dan la sincera impresión de no entender exactamente qué es lo que
está pasando. Es cierto que un pasaporte vencido carece de toda
validez y es imprescindible saberlo cuando uno debe atravesar
fronteras que, además, se han puesto especialmente duras y
destempladas. Pero lo que convertía a la escena en algo acongojante
era la distancia cultural, histórica, antropológica, entre esos dos
ancianos de vaya a saber qué región de Anatolia, del monte Tauro o
del monte Ararat, donde se asentó el arca de Noé, después del
diluvio, y el lugar, el contexto, los policías y los demás
pasajeros del ómnibus. ¿Por qué esos ancianos habían ido a parar
a ese lugar? ¿A quien iban a visitar? ¿Qué mundo era este que
obligaba a dos campesinos kurdos a bajar de un ómnibus en un puesto
migratorio en Rödby, en Dinamarca, en una tarde lluviosa y gris de
verano?
Por fin, con una
desagradable sensación en la boca del estómago, seguimos viaje.
Cruzamos la campiña danesa, sus prolijas chacras y recordé a mis
compañeros de escuela llamados Henderson, Christiansen, Pedersen,
Petersen y Bang, descendientes de dinamarqueses asentados en Tandil
desde fines del siglo XIX, muchos de ellos campesinos que se había
hecho ricos en el viejo país agroexportador y formaban parte de la
sociedad local.
Llegamos después
de más de dos horas a Copenhague rumbo al estrecho de Öresund.
Frente a Copenhague se encuentra Malmö, la ciudad más importante
del sur de Suecia, que los lectores de Henning Manskell conocerán
de sus novelas. Yo había cruzado en alguna oportunidad el Öresund a principios de los '80. Un ferry transportaba coches y trenes de un
lado al otro. En el año 2000 se inauguró un increíble puente de
casi ocho kilómetros de largo y veinticinco metros de ancho que
cruza todo el estrecho. No tengo la suerte de ser ingeniero, como
otros, pero les aseguro que este puente es descomunal y ha integrado
política y económicamente a la península escandinava con el resto del
continente europeo.
Y al salir del
puente, ya en territorio sueco ocurrió el segundo e inquietante
hecho, sin trascendencia pero que refleja el grado de tensión que la
cuestión migratoria ha generado en esta parte del mundo. A unos
cientos de metros de la cabeza del puente hay un puesto sueco de
policía y aduana. Subió un par de policías que nos pidieron
nuevamente los pasaportes y fotografiaron cada uno de ellos. Luego
subió una mujer policía acompañada por un perro para una revisión
canina de la cuestión drogas. Bajaron. Nos quedamos esperando que
dieran la orden de seguir viaje. Pero nada de ello ocurría. Pasaban
los minutos y no pasaba absolutamente nada. Nadie daba una
explicación y los propios choferes del ómnibus esperaban resignados
la orden. Pasaron aproximadamente 50 minutos hasta que por fin un
policía autorizo la continuación del viaje. En el interín había
chequeado cada uno de los pasaportes, cuyas fotografías estaban en
sus teléfonos, para constatar que ninguno tuviera nada raro. Jamás,
en los años que viví en este país, había visto algo semejante.
Y por fin seguimos
viaje. Con una demora de veinte minutos, en un viaje de treinta y
seis horas llegamos a Estocolmo donde Petra y Pernilla nos estaban
esperando, contentas, risueñas y amorosas para darnos una hermosa
bienvenida.
Después, fue nada
más que celebraciones y fiesta. Con una Suecia cubierta de nubes y
lluviosa recibimos brindando y bailando al bendito verano.
Jakobsberg, 23 de
junio de 2018