La Muerte se llevó a Tete y a su eterna juventud
Por algún arcano inscripto en el Libro de las Transformaciones o por el caprichoso azar que maneja los dados este año no empezó bien.
Primero fue un amigo al que su corazón fraterno le dio un tonto e inesperado respingo. No fue nada, pero nos encontramos, aún no repuestos de las copas y las risas del Fin de Año, en el congelado habitáculo de terapia intensiva.
Mi amigo estaba conectado a pantallas de luces titilantes, con un extraño artilugio en su dedo índice y un inodoro al lado de su cama que recordaba el parentesco entre el hospital y la cárcel. Sólo el cinismo de mis comentarios intentaba vanamente soslayar el carácter patético de la situación. Pero, como digo, no fue nada. Tantos corazones ha roto mi amigo que el suyo, generoso y tierno, se debe haber curtido en esas lides.
Y hoy la pequeña caja llena de desgracias del celular me informa que se murió el Tete.
El Tete Rusconi, el Peter Pan de la milonga, el bailarín de la juventud eterna, el panzón y disneico duende de pies de plumas, el irrepetible valseador de los giros mareadores, el perpetuo adolescente de voz áspera ya no gritará “¡cambio de pareja!” en el medio de una tanda.
Lo conocí hace ya catorce años. En aquel increíble tugurio que era el Parakultural de la calle Chacabuco al mil, con aquel baño veneciano, al que sólo se podía llegar atravesando los tablones que flotaban sobre el charco que lo rodeaba, el Tete daba lecciones de tango. Junto con Silvia, su compañera, su amiga, su pareja de baile, al que se le va de sus brazos otro increíble artista, el Tete juntaba diez o quince parejas a las que, con paciencia y entusiasmo, les enseñaba a caminar, ni más ni menos.
Esto fue lo primero que me sorprendió del Tete. Se pasaba horas con esa caterva de hombres adultos recién separados, de psicólogas atraídas por el misterio del abrazo, de gringos y gringas balbuceantes, de jóvenes que nunca escucharon a D’Arienzo, haciéndoles escuchar la música –De Biaggi, le gustaba- y caminando en grandes círculos al ritmo de lo que escuchaban. Aunque parezca mentira, en eso, básicamente, consistía su gran enseñanza.
Ya lo he escrito en otro lado, pero vale la pena repetirlo: entre tanto volar de piernas a destiempo y tanta coreografía de memoria, nunca enseñaba un solo paso a sus principiantes, nunca los ilusionaba con volar como ángeles. Los alentaba en el sueño de caminar sobre el piso según lo exigía la orquesta que escuchaban y lograr con ello el ensueño de volar como lo hacen los humanos, aferrados al suelo.
Y al final de sus inolvidables clases, para darnos una imagen de la tierra que nos prometía, Tete bailaba con Silvia algunos de esos valses que lo convertían en un ángel de carne y hueso, de panza y anteojos, dividiendo el tiempo, creando formas con sus pies y los de su compañera. En esos tres minutos, Tete nos mostraba los prodigios que podríamos realizar una vez que la música se nos metiera en el alma y nos dejáramos llevar tan sólo por su mandato. Un aplauso terminaba siempre las clases de Tete. Nos había convertido en creyentes de ese paraíso del movimiento y el ritmo.
Con los años logré el placer de su amistad milonguera y de la menguada confianza que esa relación entre hombres, que es la vieja milonga, permite. Su espíritu, ese hálito vital que nos acompaña, tenía veinte años. El baile, el tango, las milongas eran su hábitat. Allí se sentía en su casa, en el living de su casa, de esa casa que nunca compró y que reemplazó, en su afán bailarín y caminador, por departamentos provisorios o más transitorias pensiones.
Nunca me cansé de verlo bailar. Cada vez que bailaba, haciendo lo mismo, creaba nuevos espacios, nuevas formas, nuevos giros vertiginosos, nuevas urdimbres de piernas que provocaban el aplauso y la fascinación.
Ha muerto el Tete.
Otro compañero de la noche y de la vida, Pablo Malizzia, le escribió un vals. Me cuentan que ese tema fue su última presentación en público. Me encantaría que fuese cierto, porque es el merecido homenaje de las nuevas generaciones a los maestros que transmitieron el fuego sagrado, atravesando la noche del olvido, del desarraigo y de la soledad.
No es cielo, ni es azul, ya lo sabemos.
Pina Bausch está sentada en una mesa, lánguido el cuerpo pequeño, la mirada perdida en la pista brumosa. El Tete la cabecea con su sonrisa de barrio y juntos se pierden en una Pavadita eterna.
Buenos Aires, 7 de enero de enero de 2010.