Ingmar Bergman, la oscura luz del invierno septentrional
Una noticia ha entristecido esta radiante tarde invernal.
Una tradición cultural propia del siglo XX, de alto refinamiento espiritual y conciente de su inevitable entropía, gestada por el pleno desarrollo de la burguesía europea germana, y que tuvo en Thomas Mann, en Gustav Mahler y en Piet Mondrian su pluma, su teclado y su pincel, ha finalizado con el fallecimiento del genial hijo de un pastor de la iglesia luterana sueca, legítimo heredero de su compatriota August Strindberg, nacido a la sombra de los claustros más antiguos del norte de Europa y de las altas torres de la catedral de Uppsala: el singular e irrepetible Ingmar Bergman, uno de los más grandes directores cinematográficos de todos los tiempos.
Cercano al lugar de su nacimiento se encuentra la ciudad de Birka, la antigua ciudad santa de aquellos campesinos marinos que asolaron las costas continentales y que remontaron los ríos europeos hasta llegar a la vieja Constantinopla, los legendarios colonizadores de la península del Labrador, los vikingos.
Viking es una palabra escandinava derivada de vik, que es el nombre de esas típicas bahías estrechas y profundas donde el mar del Norte y el Báltico penetran en la península escandinava. Imposibilitados por la precariedad técnica de sus drakar –esas naves a remo o con una sola vela cuadrada, de proa adornada con mascarones infernales, de muy poco calado y escasa capacidad de almacenaje- para aventurarse, sin más, a mar abierto, los vikingos iban de vik en vik, y allí acechaban a las naves que serían objeto de su asalto, ocultos en la niebla fría de septentrión, interrumpido su silencio por el áspero graznido de las negras cornejas.
Algo de esa helada soledad del vik, algo de esa bruma que impulsa a la introspección, algo de la inexorable ferocidad de esos guerreros que iban al combate en bärsäksgång, poseídos por una furia implacable, algo de la predestinada desaparición de un mundo maravilloso, sobrevivía en el cine de Ingmar Bergman.
Exquisito director teatral, se inicia familiarizándose con los dos más grandes dramaturgos de Escandinavia y del teatro burgués: Henrik Ibsen y August Strindberg. Del primero recogió, sin duda, la atmósfera de culpa y remordimientos, de aversión a la familia burguesa y la perfecta construcción de sus juegos dramáticos. De Strindberg heredaría su pesimismo, su irreductible individualismo, su torturado sentido moral. Y de ambos la capacidad de dibujar su aldea, su gente y descubrir en ellos el ancho mundo y todos los seres humanos.
Fue el director sueco por excelencia, desde los tempranos desnudos de Un verano con Mónica hasta sus últimas y magistrales Fanny y Alexander o Zarabanda. Y junto con Antonionni, Fellini, Buñuel, Fassbinder y algunos pocos más, el realizador del mejor cine de la historia de ese arte que eclosionó con el despliegue universal del capitalismo y parecería eclipsarse con su sangrienta decadencia.
El Séptimo Sello, ese doloroso y tragicómico peregrinaje humano hacia el destino final, jugándole la partida a la ominosa Huesuda; El Rincón de las Frutillas Silvestres, el encuentro de un viejo al borde de la muerte con el delicioso momento de la felicidad infantil y el desencuentro ya sin solución con el hijo; Escenas de la vida conyugal, con la horrible acechanza de la locura tras la chatura deshumanizante de la vida cotidiana; o Sonata Otoñal –donde lograra reunir a la noruega Liv Ullman con Ingrid Bergman en su último y maravilloso papel- y el peso de los reproches ya sin disculpa posible entre dos mujeres de genio, constituyen el legado de este inmenso artista que acaba de morir.
El interrogante perpetuo por lo que no tiene respuesta, las asechanzas del lobo que despierta poco antes del amanecer, en la gélida soledad del insomnio, la culpa de lo ya vivido sin atenuante posible, la difícil y a veces imposible comunión de un hombre ensimismado en su solipsista introspección, el alma misteriosa, fascinante, terrible y dulce de las mujeres, la atracción que en los hombres producen sus silencios o sus desvaríos, ese fue el material con el que trabajó a lo largo de más de sesenta filmes y que han convertido su obra en una herencia que aún no tiene herederos.
Logró que el mundo descubriese a un grupo de actores suecos que se convirtieron en los mejores actores de cine de la historia. Ingrid Thulin, Bibbi Andersson, Harriet Andersson, Max von Sydow, Joseph Erlandsson, Gunnar Björnstrand, Victor Sjöström, Liv Ullman fueron la arcilla con la que Bergman modeló sus personajes y sus situaciones, verdaderas paráfrasis de la condición humana. Convirtió a Jarl Kulle, un galán del teatro liviano de Estocolmo, y a Nils Poppe, un cómico popular similar a nuestro Darío Víttori, en exquisitos intérpretes de las complejas personalidades que necesitaba para poner afuera sus fantasmas.
Por otra parte, fue un extraordinario escritor, capaz de reflexionar en sus memorias sobre las obsesiones que sembró a lo largo de su fecundo trabajo creativo. La Linterna Mágica, uno de sus libros, es, como muchas de sus últimas películas, una mirada sobre su placentera infancia y su tortuosa juventud, donde el cine, esos sueños impresos desde la oscuridad en una plateada retina, ocupa el lugar del dolor y del bálsamo. El niño que, noche tras noche, miraba sobre la pared el misterio animado de un primitivo proyector de imágenes, convirtió, con el paso de los años y la amarga experiencia, las desventuras de prósperos burgueses suecos, infatuados artistas, soberbios académicos, engolados diplomáticos y atormentadas damas –todos sus personajes femeninos fueron como Nora de Casa de Muñecas- en paradigmas de la condición humana, en espejos de nuestros interrogantes sin respuesta.
Ese niño falleció hoy a los 89 años de edad en su Isla de las Ovejas.
Los rioplatenses tenemos el orgullo de haber sido los primeros en descubrir la sabiduría que encerraba su oscura luz escandinava.
Buenos Aires, 30 de julio de 2007
Postscriptum del día siguiente
Nunca me gustó Antonioni, así como admiré hasta el fanatismo a Ingmar Bergman.
La primera película que vi de éste fue La Fuente de la Doncella, en el cine Avenida de Tandil, cuando tendría unos quince años y cuando la prohibición a menores de 18 era soslayada por muy cancheros cortabilletes. Quedé impactado para toda la vida.
Leía con devoción los comentarios y análisis -verdaderos tratados estéticos, filosóficos y hasta religiosos- que sobre cada una de las películas escribía en el semanario Leoplan el gran crítico Leo Sala que, junto con Homero Alsina Thevenet, habían descubierto a Bergman unos años antes, cuando su nombre era absolutamente desconocido fuera de Suecia.
Aseguro que una de las razones íntimas, secretas y jamás confesadas que me llevaron a Suecia, o mejor dicho a elegir Suecia cuando me tuve que ir del país, fue la posibilidad de entender el idioma que hablaban los personajes de Bergman, esos largos monólogos con un primer plano sobre el rostro del actor, por el que surgen el dolor de la soledad, la amputación que provoca la muerte, el misterio de la existencia del mal... y del bien, la arbitrariedad compulsiva del amor y la perplejidad que produce la inexistencia de Dios.
Quería hablar como Max von Sydow, frente al fuego, reflexionando sobre la ilegitimidad de los hombres para castigar, después de haber destrozado a los despiadados patanes que violaron a su hija. Quería que mis palabras sonaran como las de Gunnar Björnstrand, el escudero de El Séptimo Sello, con la convicción casi palpable de su sentido común. Pretendía el tono y las maneras de Jarl Kulle en Ni hablar de esas mujeres. Grande fue mi sorpresa, al llegar a la tierra escandinava, al descubrir que mi admirado Bergman era estúpidamente despreciado por todos aquellos amigos, solidarios, por otra parte, con mi exilio y con el sufrimiento de mi patria.
Una visión reducida a un vulgar economicismo positivista condenaba a Ingmar Bergman al delito de ser un artista burgués, de preocuparse tan sólo por los problemas espirituales de la burguesía y ser, para esta simple y ramplona visión, ciego a los dolores del proletariado.
Mi admiración causaba estupor en mis contertulios suecos. Una mezcla de incredulidad e incomprensión se reflejaba en sus rostros cuando les decía que había visto El Séptimo Sello cuatro o cinco veces y que la última película que recordaba haber visto en la Argentina antes de irme era Sonata Otoñal. Les costaba ubicar esta información en su adocenada visión de hirsutos guerrilleros colgando latifundistas o de heroicos estudiantes apaleados por brutales militares. Resultó más fácil que yo aprendiera el idioma de Bergman que convencer a sus compatriotas que lo que sus películas reflejaban incluía también esta falta de perspectiva cultural, este reduccionismo cuadrado, esta estólida incapacidad de entender la existencia de un mundo que no es posible medir, pesar o expresar en gráficos, que el desarrollo capitalista impone sobre los ilotas, impidiéndoles así toda posible rebelión exitosa.
Pero, volviendo al principio, Antonioni siempre me resultó pesado y aburrido. Sus famosos "tiempos muertos”, que enloquecían a sus admiradores, me resultaron fatigosos, tediosos. Veo en él una indagación en el alma humana que no adquiere la capacidad de generalización que encontré en el sueco. Curiosamente, en sus historias, sobre todo en la trilogía famosa, me resulta difícil separar las anfractuosidades de sus personajes de la clase social que expresan. No he podido verlas sino como simple expresión de hastío satisfecho.
Mientras los monólogos a cámara de Bergman tienen en mí un poder casi hipnótico, la lentitud, la falta de elipsis de Antonionni me adormece y aburre.
Anoche, en su homenaje, volví a ver su último largometraje: Sarabanda. Tengo para mí que estaba convencido que con él se iba para siempre todo un mundo. La película empieza con el relato de Liv Ullman sobre cientos de fotografías desparramadas en una mesa y todo lo que veremos después no es más que el intento de dar orden a esos recuerdos. Y termina sin futuro posible. La protagonista joven del filme renuncia a una difícil carrera de solista de cello, para optar por ser simplemente una intérprete orquestal. Así se pierde en Europa, sin dejar rumbo ni huella.
Y la sonrisa diabólica del duende de Fårö parece decirnos: “Se los dejo ahí para que lo piensen después que me vaya”.