domingo, 30 de diciembre de 2018

A Héctor, un patriota semita y criollo



Seguramente la estirpe tenía un humilde y aplicado carpintero,
allá, en la aldea fronteriza de Bar.
Quién sabe.
Quizás el carpintero era de antes que la itálica esposa de Segismundo
le pusiera ese nombre,
recordando la soleada Bari del taco de la bota.
Tierra de invasiones, de disputa,
de pobreza, de pogroms,
de violentas cabalgatas cosacas,
de cantarinas y feroces cimitarras osmanlíes.
¿Quién sabe cuantos ataúdes talló el lejano carpintero
que le dió el nombre a la estirpe?
Sería un rubio jázaro devoto del tetragrama del desierto,
esperanzado en el hijo de David que traería la paz,
de una vez por todas.
La cuestión es que,
arrastrados por odios y miserias seculares
se lanzaron a la tierra prometida,
lejos, muy lejos de los manantiales de miel y leche,
recalando en un lugar de nombre cabalístico,
el Once.
El niño se llamaba como el padre de las doce tribus,
Jacobo, y su nombre,
inseparable para mi generación de tu artesanal apellido,
intentó construir un reino de palabras, de negocios,
de ideas e intrigas,
que le dieron prestigio y una legión de enemigos,
merecidos e inmerecidos,
que, nuevamente, arrastraron a la estirpe
a un vórtice de violencia, de odio y persecución.
El fue quizás el Príamo que pensó tu hombre,
Héctor,
nombre de héroe,
y quiso la historia, caprichosa y voluble,
que te enamoraras de Troya, tu patria,
y terminaras dando tu vida por defenderla y honrarla.
Héctor Timerman,
tuviste un destino de patriota
en un linaje cosmopolita, errante y desarraigado.
Hubo algo de José en tu destino,
algo de aquel hijo bienamado por el padre
al que sus hermanos envidian y traicionan,
dejándolo abandonado en un pozo,
para que un Putifar de opereta
castigue tu defensa de la Patria
ante la amenaza de saqueo de sucios mercaderes.
Héctor Timerman,
desde ese pasado de extrañamientos y desarraigos,
desde esa sensación de no pertenecer a ninguna parte,
supiste, por dignidad, por orgullo y amor a tu tierra,
alzarte a la altura de los más grandes.
El infame letrero de traidor a la patria
lograste compartirlo con San Martín, con Rosas y Perón.
Hiciste honor a tu condición de argentino
y los nostalgiosos de las cebollas de Egipto que usurpan
la representación de tu tribu
serán sepultados en la peor de las indignidades,
el desprecio y el olvido.
Hoy despedimos a un héroe argentino,
semita y criollo.
Que Yahvé presida tu encuentro con los mejores de tu progenie.

30 de diciembre de 2018


viernes, 14 de diciembre de 2018

Buenos Aires también es Iturbe


Alrededor del 1° de noviembre de 1982 viajé con Jorge Coscia a Jujuy, al pequeño pueblito de Iturbe, a 3.300 metros de altura. Fue un viaje fascinante. El objetivo era un documental sobre las celebraciones del Día de los Muertos en la Puna de Atacama. Había luz eléctrica desde las 7 u ocho de la tarde hasta las diez de la noche. Para cargar las baterías de la cámara teníamos que caminar hasta el almacén y despacho de bebidas del pueblito. Cruzábamos un espacio de un kilómetro y medio, plano, casi sin vegetación, en un paisaje lunar, por su desangelada soledad, su luz fría y la inconsistencia del aire que respirábamos. Una noche que estábamos en el bar cargando las pilas de la cámara y las nuestras, comenzó una tormenta eléctrica descomunal. Los rayos caían enloquecidos y bellos sobre ese descampado que tendríamos que cruzar para volver a casa.
La gente del lugar nos alertó. Esperen que pase, nos dijeron, esos rayos matan gente. Y si llevan la cámara con las baterías quedarán fulminados en un minuto.
Quedamos aterrados. Nos contaron que era una de las causas de muerte más común en la zona. Que con un pararrayos se ahorraría mucho dolor. Recuerdo haber hecho un chiste: Benjamín Franklin no llegó aún a la Puna. Y el arma de Zeus seguía segando vidas lejos del Olimpo.
Bueno, en la Reina del Plata, en la ciudad capital de la Argentina, en el distrito más rico del país, donde su intendente se gasta 8.500 millones de pesos para reparar veredas que reparó hace unos meses, una mujer murió por un rayo.
No estaba en la Puna de Atacama, a 3.000 metros de altura, en una pequeña localidad olvidada de la mano de Dios. 
No. 
Estaba a cinco kilómetros de la Casa Rosada, a doscientos metros de una avenida con semáforos, por la que transitaban miles de autos computarizados, rodeado de viviendas con televisores led y computadoras con wifi.
La mujer había cometido un error, un solo error. Vivía junto con su compañero, que también fue alcanzado por la ira de Zeus, bajo un árbol, en un parque. Estaban, como se dice no sin cierta hipocresía, en situación de calle o de plaza, para ser precisos. Era una persona joven, descartada, superflua, que se abrazaba seguramente con miedo a su compañero, también un descartado, un superavitario, un invisible, que ni siquiera tuvieron un zaguán, una marquesina, un miserable lugar donde resguardarse de esa maldición que en 1749, hace 269 años, ya había sido conjurada.
En la vana y presumida Buenos Aires, en la miserable Ciudad Autónoma, alcaldía con pretensiones que vota mayoritariamente a una obesa psicópata, una mujer joven, pobre como una araña, sin otra propiedad que su humilde vestido, murió por un rayo.
Para los descartados cualquier lugar es ese descampado de Iturbe donde rayos caprichosos siegan la vida de los invisibles.
Buenos Aires, 13 de diciembre de 2018 

jueves, 6 de diciembre de 2018

Ovillejo a un caído en desgracia



¡Eh, seque sus lágrimas y no llore!,
Commendatore;
que cayó como si fuera un chingolo,
Paolo;
ya sabe usted que la suerte es loca,
Rocca.

Hoy un juez forajido y bandolero
su copa con los yanquis entrechoca.
Su fortuna ha adquirido un sino fiero,
Commendatore Paolo Rocca.

6 de diciembre de 2018

Soneto en el Día del Médico



Es el Doctor Jorge Rachid, el Turco,
galeno prestigioso y de modo,
que vino desde el sur abriendo surco
hace cuarenta años, largo periodo.

No por eso su lomo es más curco
ni su fervor militante cayó al lodo.
Y es aquí donde mi verso bifurco
por no encontrar más rimas a su apodo.

Que lo pase muy feliz en su día
es clamor que rebota desde el cuore.
Que su ciencia no es mester de gollería,

ni la salud cuestión que se pignore,
pues su entrega, su pasión y gallardía
ya se ha hecho un tema del folklore.
3 de diciembre de 2018

Ovillejo a un tordo en su día


Hoy es el día en su honor,
Doctor,
y quiero a ustedes cantarlos,
Juan Carlos,
tordos, galenos, matasanos,
Biani, el Tano.
Tras de los pasos de Carrillo
se hizo en la prevención baqueano,
y al Clínicas le sacó brillo
Juan Carlos Biani, el Tano.

3 de diciembre de 2018



jueves, 8 de noviembre de 2018

Recuerdos de un tipo genial y bueno






El amigo Victor Bassuk -el hombre que conoce a todo el mundo que tenga que ver algo con el cine y que fue productor de Favio- acaba de publicar este comentario a mi recuerdo del gran Leonardo. Me lo había contado la otra noche, cuando comíamos en El Desnivel, y el efecto que tiene sobre mí, ahora, es igual al de la noche que lo escuché por primera vez: orgullo y ternura. Este es su comentario:
1993. Se había estrenado Gatica y yo salía de hacer unas cuentas con el distribuidor (Juan Carlos Arecco) y me lo cruzo a Coscia con quien habíamos sido compañeros de estudios en el CERC (ahora, ENERC). Jorge andaba buscando distribuidor para El General y la Fiebre. Arecco ni la miró, le dijo que él no trabajaba cine nacional porque no es negocio. Yo le digo a Jorge: ¿como que no es negocio? Ganó una buena guita con Gatica.
Coscia me deja un VHS con la peli y me dice: a ver si lográs que la vea, al menos.
Llego a la oficina y estaba Leonardo Favio solo (era también su casa, además de la productora). Le cuento la anécdota y le pido que él hable con Arecco. Argumento que Coscia es un flor de cumpa. 
- Y vos ¿la viste?, me pregunta.
- No, no la vi.
- Entonces ponéla. Y nos quedamos viendo en total silencio El General y la Fiebre.
Cuando termina me dice:
- ¡Es una maravilla! ¡Qué envidia! Esta película la tendría que haber hecho yo. ¿Por qué no lo llamas a tu amigo y que se venga a tomar un té?
Lo llamo a Jorge y le paso el teléfono a Favio. Se quedan charlando un rato. Quedaron en que Coscia pasaría a verlo.
Yo no supe más nada. Solo sé que se hicieron amigos.
Te lo cuento porque el elogio al general te toca muy de cerca.
Abrazo.
Gracias, Víctor.
Quiero agregar un corolario.
 Para terminar El General y la Fiebre pedimos un crédito en el Fondo Nacional de las Artes. El único que era propietario de su vivienda, entonces, era yo, que no vacilé en ponerla como garantía del crédito.
Obviamente, después del estreno de la película, Coscia y yo éramos tan pobres o más, si se quiere, que antes de hacerla. En cierto manera yo me había olvidado del crédito -cosa que me resulta bastante fácil, en general- hasta que un día llegó un telegrama colacionado o una carta documento anunciando que si en el término de 72 horas no lo devolvía se me embargaría el departamento donde vivíamos mi mujer, mis dos hijas y yo. La amenaza de embargo era para mí algo más que una amenaza puesto que no existía la más mínima posibilidad de pagar lo adeudado en 72 horas o en 72 años.
Me reuní con Jorge a quien se le ocurrió llamar a Leonardo Favio para contarle lo que ocurría.
La respuesta fue inmediata y breve.
-Decíle a Julio que no se preocupe. El arte no te puede dejar sin casa.
Demás está decir que nunca volví a recibir ninguna sorpresa por esa deuda que permitió que estrenáramos El General y la Fiebre. Leonardo había convencido vaya a saber a quién de la legitimidad de su afirmación sobre el arte y la vivienda.

Buenos Aires, 7 de noviembre de 2018


lunes, 29 de octubre de 2018

Calaveritas del Día de los Muertos


Sin ver sus ojos la luz
descansa aquí Carlos Fuentes
Una ñata puro dientes
lo puso ante Artemio Cruz.

Carlos Fuentes cruzó el Hades
con Caronte en fiera danza.
No volverás, aunque nades
allí ya no hay esperanza.

Caminante, aquí estoy
durmiendo tranquilamente,
mi sobrenombre es Caloi
y mi creación fue Clemente

La ñata alzó de repente
a este Carlos Loizeau,
como lo hace con la gente.
¡La puta que la parió!

La muerte dijo: “acá estoy
sin cita, pero presente.
Vengo a buscar a Caloi
y también a Carlos Fuentes”.

Con su ominoso instrumento
esas dos vidas tronchó:
Fuentes sin aspavientos
y resignado Loiseau.

Carlos Fuentes y Caloi
ya están en la fría tumba
Un juramento te doy:
hoy el cielo es una rumba.

Octubre 2012

martes, 23 de octubre de 2018

Isidoro Gilbert, Jorge Asís y una cita

Oí hablar de Isidoro Gilbert tan temprano como en el año 1970. Quien lo mencionó fue Jorge Abelardo Ramos y me explicó que era un agente soviético responsable de la agencia Tass en Buenos Aires. Y una mefistofélica sonrisa se le dibujaba en el rostro al decirlo y su pelo parecía aún más rojo. Durante esos años lo encontraba generalmente eh conferencias de prensa, reuniones políticas y, alguna vez, en el Tortoni o cerca de la redacción de La Opinión, en la calle San Martín.
Fue recién en 1984 que lo conocí personalmente. Radio Belgrano -bautizada humorísticamente Radio Belgrado, por su radicalizada programación- había organizado una fiesta en su sede en la calle Talcahuano, si la memoria no me falla, a metros de Santa Fe. Ese día acababa de salir de la imprenta el periódico Izquierda Nacional, que editaba el Partido de la Izquierda Nacional que dirigía Jorge Enea Spilimbergo. En esa edición había salido publicado un artículo de mi autoría, titulado "Los Modernos Macaneadores, De arbitristas, profetas, manosantas, curalotodos, santones y otros iluminados de la modernización", donde comentaba crítica y sarcásticamente los pujos modernizadores de Rodolfo Terragno. Con algunos ejemplares fui para la fiesta.
Al llegar me encontré, obviamente con un montón de gente conocida, desde Jorge Dorio a Enrique Vázquez. Pero, entre ellos estaba Jorge Asís con alguien que estaba de espaldas y no podía reconocer. Me acerqué a saludar a Jorge -en esa época del alfonsinismo Asís era un muerto civil del diario Clarín, acababa de publicar El Gran Diario de la Argentina y la furia del monopolio era infinita- con quien entonces mantenía una relación cercana a la amistad.
-Julio, te presento a Isidoro Gilbert, me dijo Asís al encontrarnos.
Todas las ocurrencias y motes de Ramos se me pasaron por la cabeza, le di la mano, mientras Asís le explicaba quien era yo, con la gran capacidad de adjetivar que caracteriza al Turco, en este caso de adjetivar positivamente.
En algún momento de la breve conversación le entregué un ejemplar del periódico que llevaba bajo el brazo, cumpliendo con una de las premisas esenciales de un militante leninista: distribuir la prensa partidaria.
Meses después volví a encontrarme con Jorge Asís en la calle. Recuerdo tan solo que me dijo:
- Ah, tenés que ver el libro de Isidoro Gilbert "La Ilusión del Progreso Apolítico". Te cita.
- ¿Me cita? ¿Me critica?, le pregunté ya en afán polémico.
- No, fundamenta su punto de vista con tus argumentos. Buscálo y leélo.
Que alguien que hasta ese momento era considerado un enemigo político me citara positivame
nte desmontaba una buena parte de mis prevenciones y preconceptos sobre el personaje.

Compré el libro, lo leí y, efectivamente, los argumentos que yo desplegaba en aquel hoy lejano artículo eran considerados como referencia y confirmación de los argumentos de Isidoro.
Ahí tomé clara conciencia que los textos sagrados que sustentaban el pensamiento de un comunista stalinista jruschoviano y un socialista trotskista peroniano eran más o menos los mismos, como la biblia que fundamenta a católicos, ortodoxos y protestantes. La misma Biblia.
Y hablando de Biblia, voy a prender el calefón para pegarme una ducha.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Ovillejo a un fiscal



¿Quién chapotea en el fangal?
Fiscal.
¿Quién es del poder sacristán?
Sebastián.
¿Quién quiere a Pablo en la perrera?
Scalera.
Obedeciendo a la hortera
domiciliada en Morón
ganaste un buen coscorrón,
Fiscal Sebastián Scalera.

17 de Octubre de 2018

lunes, 15 de octubre de 2018

Ovillejos económicos


Del oscuro negocio petrolero,
Ingeniero,
una sórdida llama te hizo arder,
Javier,
pérfido, egoísta, arbitrario y cruel,
Iguacel,

Con la prepotencia de un coronel.
Que la miseria de tu felonía
consuma toda tu pobre energía
Ingeniero Javier Iguacel.

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En la televisión pedías pista,
Economista,
y anunciabas tu espíritu rapaz,
Nicolás,
sin que modestia alguna te abochorne,
Dujovne.

Entregaste humillado tu alma al Fondo,
no hay palabra que tu traición exorne:
el extranjero hoy gobierna orondo,
Economista Nicolás Dujovne.

14 de Octubre de 2018

Soneto a las tetas troskas que se exhibieron en el frío Trelew




Un soneto me manda a hacer Raquel
sobre glándulas mamarias trotskistas
que se agitan redondas, sin aristas,
como el dulce tintín de un cascabel.

Como salvajes gacelas en tropel
las vimos declararse feministas,
mostrando sus areolas siempre listas,
como el pan suele estar para la miel.

He llegado hasta aquí sin tropezón
y ante tanto pecho descubierto
no he dejado de pensar en el pezón.

¡Que viva siempre el escote abierto!
¡Que iluminen de Trotsky el corazón!
Las tetas troskas son lo único cierto.

14 de octubre de 2018

viernes, 7 de septiembre de 2018

La Séptima Función del Lenguaje: La grandeza y la pequeñez de la palabra



He terminado de leer la novela La Séptima Función del Lenguaje, del francés Laurent Binet, que me prestó mi amigo Germán Gonzalo Justo. Rolando Barthes es asesinado y todas las figuras del postestructuralismo y sus juegos verbales, su verborrea, su narcismo, su retórica, sus odios y sus perversiones, más las de los lingüistas norteamericanos de Cornell, el pontificado de Román Jakobson y el pavoneo de Umberto Eco son sospechosos de ese asesinato, más los grandes contendores retóricos del año 1981, Miterrand y Giscard D'Estaing.
Me divertí enormement leyendo como Foucault es rescatado por su amante argelino de un club sadomasoquista gay o Sollers, el director y creador de la revista Tel Quel y marido de Kristeva, es emasculado al perder un torneo retórico frente al Gran Protágoras de una masonería charlatana, el "riguroso y humilde" Umberto Eco, que, como se sabe carece radicalmente de ambos atributos.
Una gigantesca boutade, un chiste erudito y divertido para quienes hemos tenido que callar, para no pasar por burros, el hermetismo, las contradicciones, el capricho, el palabrerío vano pero confuso que, muchas veces, encontramos en muchos de estos celebrados autores.
Pero a la vez es un homenaje a la palabra, a sus recovecos, a su capacidad mágica -la séptima función del lenguaje- de crear ex nihilo un mundo capaz de contener todos los demás mundos posibles.
Se las recomiendo a todos mis amigos de Sociales. Gracias Germán, me divertí mucho.
Buenos Aires, 7 de septiembre de 2018

domingo, 24 de junio de 2018

Mi hermano boreal


Ya lo he contado antes. Llegué a Estocolmo, en Suecia, como pan que no se vende. 30 años, dos hijas, diez años dedicados a la lucha política y un régimen militar que me deseaba muerto o lejos. Elegí lejos.
Pero no es sobre eso que quiero contar hoy. Quiero contar que aquí, en el medio del frío, de un invierno largo, interminable, oscuro y áspero, encontré un hombre de mi edad, que no conocía absolutamente nada de la Argentina, más que el hecho de que un gobierno criminal perseguía a los luchadores populares, que jamás había oído hablar de Perón o el 17 de octubre, que militaba desde muy joven en el partido que entonces dirigía Olof Palme y anhelaba, para su extraño país, más o menos lo mismo que yo anhelaba para el mío.
El fue mi amigo Leif, me hizo descubrir los encantos de una región que sería mía todo el tiempo que durara mi exilio y que terminó, gracias a él, siendo mía para siempre. Me enseñó a recoger hongos cantareller en el bosque y a navegar en el Báltico. Me hizo descubrir las antiguas tradiciones que levantaban un enorme símbolo fálico, cada año, el 21 de junio, y bailaban alrededor de él, danzas y canciones que tenían cientos de años. Me reveló la belleza de celebrar el día más largo del año bailando sobre un muelle en uno de los miles de lagos que rodean la ciudad, comiendo arenque y bebiendo brännvin.
Con él, con Isabel, la madre de mis hijas y alguna amiga de Leif recorrimos París, visitamos el Louvre, caminamos por los jardines de Luxemburgo y nos emborrachamos con Côtes du Rhone. Compartimos muchas cosas Leif y yo. Él lo sabe y yo también.
Leif sabía que venía a Estocolmo, pero no había podido informarle con precisión cuando. Hoy a la mañana, salimos con Francilene a caminar por aquí, por Jakobsberg, donde viví la mayor parte de aquellos siete años de exilio y donde, con Jorge Coscia, filmamos Mirta de Liniers a Estambul. Le mostré a Fran dónde vivíamos, donde vivían las amigos que hoy nos alojan, los amigos de los que hemos estado hablando todos estos días. 
Llegamos hasta el centro comercial del pueblo. Han cambiado muchas cosas o, mejor dicho, quedan muy pocas cosas iguales a las de aquellos años. Sólo la farmacia, el reloj -que me convenció de que no era necesario el reloj pulsera- y la confitería Sans Rival permanecen inmunes al paso del tiempo. Caminamos un poco sin dirección fija, mirando comercios, comparando precios y decidimos volver a casa. Recorremos en sentido inverso el camino que habíamos hecho y en el mismo lugar donde viví siete años, casi a la puerta de mi antiguo departamento, me encuentro con Leif, un Leif más delgado, más achacado por los años y un reumatismo que se le despertó muy temprano, que me mira con una semisonrisa, sin terminar de conocerme:
– Djävlar, in i helvete, det är den djäveln Leif Hansson, grito en sueco, juntando toda la mayor cantidad de malas palabras que sé decir en ese idioma. Corro a abrazar a mi amigo, a mi hermano al que no veo desde el verano de 1996.
Leif se sorprende y, sueco como es, me dice, simplemente:
– Men det är du, Julio!, y lentamente toma conciencia de que acabamos de encontrarnos, por casualidad, en la calle Sånvägen, donde fuimos jóvenes, donde fuimos como hermanos, donde discutimos, nos peleamos, intentamos arreglar el mundo, fuimos muy tristes, amamos a hermosas mujeres y vivimos hasta marearnos.
Francilene, muerta de risa, miraba la escena de estos dos ancianos abrazándose y besándose y hablando al mismo tiempo, cada vez más convencida de que convive con un loco.
Pasamos la tarde juntos, Leif y yo. Mi querido Leif no es el que era. Obviamente tampoco lo soy yo. Pero aún hay en los ojos de Leif el brillo de su alegría por el encuentro, el recuerdo de aquellos años de dolor y de alegría, de fracaso y de enseñanza.
Yo he vuelto a encontrarme con Leif, mi amigo, mi hermano boreal. El mismísimo mundo puede ahora irse a la mierda, y yo me iría con él, feliz y con los ojos húmedos de nostalgia y cariño.
Jakobsberg, 24 de junio de 2018.


Leif, min boreala bror

Jag har redan berättat det förut. Jag kom till Stockholm, i Sverige, som bröd som inte säljs. 30 år gammal, två döttrar, tio år tillägnad den politiska kampen och en militärregim som ville ha mig död eller långt borta. Jag valde att vara långt borta.

Men det är inte det jag vill berätta om idag.

Jag vill berätta att jag här, mitt i kylan, under en lång, oändlig, mörk och hård vinter, hittade en man i min ålder, som absolut ingenting visste om Argentina -förutom det faktum att en kriminell regering förföljde folkkämparna-, en man som aldrig hört talas om Perón eller 17 oktober, som från mycket ung ålder varit medlem i partiet som då ledds av Olof Palme och ville, för sitt främmande land, mer eller mindre detsamma som jag ville för mitt.

Han blev min vän Leif, han fick mig att upptäcka charmen i ett område som skulle vara mitt så länge min exil varade, och som tills slut, tack vare honom, blev mitt för alltid. Han lärde mig hur man plockar kantareller i skogen och hur man seglar på Östersjön. Han fick mig att upptäcka de uråldriga traditioner som lyfte fram en enorm fallisk symbol, varje år, den 21 juni, och dansade runt den, danser och sånger som var hundratals år gamla. Han avslöjade för mig skönheten i att fira årets längsta dag genom att dansa på en brygga vid en av de tusentals sjöar som omger staden, äta sill och dricka brännvin.

Med honom, med Isabel, mamman till mina döttrar, och några av Leifs vänner, turistade vi i Paris, besökte Louvren, gick genom Luxemburgs trädgårdar och blev fulla på Côtes du Rhone. Vi delar många saker Leif och jag. Han vet det och jag också.

Leif visste att jag skulle komma till Stockholm, men jag hade inte kunnat berätta exakt när. I morse gick vi ut med Francilene på en promenad här, genom Jakobsberg, där jag bodde under de flesta av dessa sju år av exil och där vi, med Jorge Coscia, filmade Mirta de Liniers till Istanbul. Jag visade Fran var vi bodde, var vännerna som var värdar för oss bodde, vännerna vi har pratat om alla dessa år.

Vi anlände till förortens kommersiella centrum. Många saker har förändrats eller rättare sagt, det är väldigt få saker som är desamma som de var då. Bara apoteket, klockan -som övertygade mig om att armbandsuret inte var nödvändigt - och konditoriet Sans Rival förblir immuna mot tidens gång. Vi gick lite planlöst, tittade på butiker, jämförde priser och bestämde oss för att åka hem. Vi går åt motsatt håll den väg vi tagit och på samma plats där jag bodde i sju år, nästan vid dörren till min gamla lägenhet, möter jag Leif, en smalare Leif, mer försvagad av åren och en reumatism som vaknade upp väldigt tidigt, som tittar på mig med ett halvt leende, utan att känna igen mig:

– Djävlar, in i helvete, det är den djäveln Leif Hansson, skriker jag på svenska, sätter ihop alla de flesta dåliga ord jag kan säga på det språket. Jag springer för att krama min vän, min bror som jag inte sett sedan sommaren 1996.

Leif är förvånad och, svensk som han är, säger han helt enkelt:

– Men det är du, Julio!, och blir sakta medveten om att vi precis mötts, av en slump, på Sångvägen, där vi var unga, där vi gick som bröder, där vi bråkade, vi slogs, vi försökte fixa världen, vi var väldigt ledsna, vi älskade vackra kvinnor och vi levde tills vi blev yra.

Francilene, döende av skratt, tittade på scenen där dessa två gamla män kramades och kysstes och pratade på samma gång, mer och mer övertygad om att hon lever med en galning.

Vi tillbringade eftermiddagen tillsammans, Leif och jag.

Min käre Leif är inte vad han var. Det är uppenbarligen inte jag heller. Men det finns fortfarande i Leifs ögon ljuset av hans glädje vid mötet, minnet av dessa år av smärta och glädje, misslyckande och undervisning.

Jag har träffat Leif igen, min vän, min boreala bror. Själva världen kan nu gå åt helvete, och jag skulle gå med den, glad och med fuktiga ögon av nostalgi och tillgivenhet.

Jakobsberg, 24 juni 2018.


sábado, 23 de junio de 2018

Europa en ómnibus: de inmigrantes y policías

Viajamos desde París a Estocolmo en ómnibus. Fue una interesante y muy cansadora experiencia. Treinta y seis horas en un ómnibus de asientos bastante incómodos, un recambio en la ciudad de Colonia con una hora de espera a las seis y media de la mañana fue, insisto, una cansadora experiencia.
El primer dato a consignar es que el ómnibus, la opción más barata de viajar en Europa, es, por ello, la opción preferida por inmigrantes de todas las regiones del mundo y muchos estudiantes en plan aventura. Esto implica algo que para mí era desconocido. No existen en Europa las terminales de ómnibus, con el criterio con que existen en Argentina, es decir, un edificio construído con tal objetivo, con negocios de comidas, kioskos de diarios, revistas, libros y golosinas, baños, cajeros automáticos, salas de espera amuebladas para ello, etc. No, en Europa no se consigue, como decía aquel viejo chiste de la televisión.
Por empezar, la llamada estación terminal de Bercy, en Paris, no es otra cosa que un infecto y mal ventilado subsuelo, con dos pequeños baños en condiciones que avergozarían a un baño público de Benarés en la India, sin negocios ni kioskos, ubicada en el costado más plebeyo y menos refinado de la ciudad, junto a unos descuidados jardines que rodean el nuevo edificio de la Cinemateca Nacional. Está ubicada y enfrente, del otro lado del río, de los tremendos y feos edificios de la nueva Biblioteca Nacional François Miterrand y unidas ambas márgenes por un puente peatonal de madera bautizado Simone de Beauvoir.
Ok, todo esto es pura información de guía turístico. Lo importante es que esa estación terminal estaba llena de hombres y mujeres asiáticos, africanos, de Medio Oriente, de India y, en nuestro caso, de América Latina. Sólo había unos pocos chicos y chicas franceses con sus mochilas y algunos norteamericanos blancos y rubios. Esa conformación étnica o antropológica sería una constante durante todo el viaje.
Pese a todo el viaje fue por demás interesante ya que atravesamos Bélgica, entramos en Bruselas, seguimos por Lieja, cruzamos la frontera alemana y entramos en Aachen (llamada Aquisgrán por los latinos), la ciudad predilecta de Carlomagno, y Kerpen, antes de llegar a Köln, o Colonia. Cruzamos el Rin.
El aeropuerto de Köln es muy grande ya que durante los años que existió la República Federal de Alemania, separada de la República Popular de Alemania, entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro, Bonn, una pequeña aldea vecina a Köln, fue la capital de la también llamada Alemania Occidental. Es más, el aeropuerto fue bautizado Konrad Adenauer, en homenaje al canciller demócrata cristiano, creador de la Alemania Occidental y la Europa de posguerra e hijo de la ciudad de Köln. Disculpen, sigo escribiendo como un vulgar guía turístico.
Ahí, en el aeropuerto de Köln, cambiamos de ómnibus. A las siete y media de la mañana del día siguiente a nuestra salida de París, iniciamos la última etapa del viaje hacia la ciudad que hizo morir de frío a Descartes. Dusseldorf, Dortmund, Hannover fueron las ciudades que atravesamos antes de que el cruce del Elba nos anunciara que entraríamos en Hamburgo, la capital de la Liga Hanseática.
En una de las ciudades donde el ómnibus paraba, posiblemente en Essen -estamos hablando de la legendaria cuenca del Ruhr, el corazón industrial histórico de Alemana y el núcleo central de su poderío económico-, subió una pareja de ancianos vestidos con típicas ropas campesinas turcas o, posiblemente, kurdas. Amplias babuchas, tocado tipo árabe en la cabeza, grandes mostachos completamente blancos, el hombre, y una pollera en una tela pesada verde oscuro y brilante, y un pañuelo negro cubriendo su cabeza, la mujer. No hablaban ningún otro idioma que el propio. La mujer conversaba a menudo por su celular con, supongo por el sonido y los gestos, alguna de sus hijas o hijos, mientras el hombre con la rigidez de un príncipe casi no emitía palabra alguna.
El viaje continuó durante horas. Cruzamos el Elba y llegamos a Hamburgo. Seguimos rumbo al norte. Atravesamos el túnel de cuatro kilómetros bajo el mar que une al continente con la isla Fehmarn, isla alemana perteneciente al estado de Schleswig-Holstein. Me recuerdo que la región pertenecía a Dinamarca, y era motivo de un secular conflicto entre la monarquía danesa y las distintas casas alemanas, hasta que la revolución de 1848 logró generar un gran sentimiento hacia la unificación alemana. Finalmente, el gran Canciller, Otto Bismarck, entró en guerra con Dinamarca y Alemania sumó definitivamente esta región. Justamente ahí, en un lugar llamado Puttgarden, entramos en un ferry para atravesar el brazo de mar, conocido como Fehmarnbelt, que separa al continente de la isla, o grupo de islas, donde está situada Copenhague.
El ferry es una especie de gran buquebus, con confiterías, free shop y cubiertas para admirar el mar Báltico. Es un viaje de unos cuarenta minutos y en el gigantesco transbordador entra un tren. Volvimos a nuestro ómnibus y rápidamente salimos del ferry. La distribución para la entrada y salida de los vehículos está prodigiosamente concebida y se produce en muy pocos minutos. Salimos unos cientos de metros de la zona portuaria y llegamos a un puesto de aduana y migraciones de la policía danesa. Subió al ómnibus una rubia de uniforme, un poco gordita, que comenzó a pedir, con cordialidad los pasaportes. Los miraba, se fijaba básicamente en la fecha de validez del mismo y los devolvía. Pero, al llegar a la anciana kurda, vuelve a mirar el pasaporte y le dice, en inglés:
– Su pasaporte está vencido.
La mujer comienza a hablar en voz bastante alta, en su propio idioma, que, por supuesto, la mujer policía no entiende. Se acerca una joven, con aspecto de venir de la misma zona que la anciana, y le traduce lo que le dice la policía.
La mujer sube la voz aún más. El rostro de la mujer policía pierde la cordialidad que tenía hasta ese momento y con tono firme y siempre en inglés le ordena:
– Va a tener que bajar. Come on!
La anciana habla aún más alto. La joven que se había acercado a traducir no sabe muy bien qué hacer. Otro muchacho, con aspecto mesooriental se acerca. Trata de hablar con la mujer en un idioma que, al parecer no es exactamente el mismo en el que ésta se expresa. De pronto, nadie más habla el idioma de la anciana, mientras que la mujer policía insiste en tono seco:
– Bajé del ómnibus y acompañeme. Este pasaporte está vencido.
El anciano no sabe qué hacer. Mira la escena con desconcierto e intenta farfullar algunas palabras con la mujer. Gritando la anciana kurda baja del ómnibus, mientras la mujer policía la acompaña. En ningún momento, hay que decirlo, la policía danesa tocó o intento forzar a la mujer. Se limitaba a decirle en inglés que debía bajar, que no podía seguir con un pasaporte vencido.
Por los retazos de conversación que podía entender, en danés y en inglés, el miedo de estos ancianos era que los devolvieran a su país de origen. Cuando se enteraron que solo los enviarían de vuelta a Alemania se calmaron. El hombre bajó a acompañar a su mujer, mientras ésta intentaba hablar por su celular con alguien, seguramente con quien la esperaba donde fuese o con quien la había acompañado hasta el ómnibus en Essen.
Toda la situación fue bastante desagradable. No es un espectáculo grato a los ojos y, sobre todo, a la conciencia, que la policía baje imperativamente de un ómnibus lleno de gente, en su mayoría, de paseo o turismo, a dos ancianos que con su extraña, para los ojos locales, indumentaria, dan la sincera impresión de no entender exactamente qué es lo que está pasando. Es cierto que un pasaporte vencido carece de toda validez y es imprescindible saberlo cuando uno debe atravesar fronteras que, además, se han puesto especialmente duras y destempladas. Pero lo que convertía a la escena en algo acongojante era la distancia cultural, histórica, antropológica, entre esos dos ancianos de vaya a saber qué región de Anatolia, del monte Tauro o del monte Ararat, donde se asentó el arca de Noé, después del diluvio, y el lugar, el contexto, los policías y los demás pasajeros del ómnibus. ¿Por qué esos ancianos habían ido a parar a ese lugar? ¿A quien iban a visitar? ¿Qué mundo era este que obligaba a dos campesinos kurdos a bajar de un ómnibus en un puesto migratorio en Rödby, en Dinamarca, en una tarde lluviosa y gris de verano?
Por fin, con una desagradable sensación en la boca del estómago, seguimos viaje. Cruzamos la campiña danesa, sus prolijas chacras y recordé a mis compañeros de escuela llamados Henderson, Christiansen, Pedersen, Petersen y Bang, descendientes de dinamarqueses asentados en Tandil desde fines del siglo XIX, muchos de ellos campesinos que se había hecho ricos en el viejo país agroexportador y formaban parte de la sociedad local.
Llegamos después de más de dos horas a Copenhague rumbo al estrecho de Öresund. Frente a Copenhague se encuentra Malmö, la ciudad más importante del sur de Suecia, que los lectores de Henning Manskell conocerán de sus novelas. Yo había cruzado en alguna oportunidad el Öresund a principios de los '80. Un ferry transportaba coches y trenes de un lado al otro. En el año 2000 se inauguró un increíble puente de casi ocho kilómetros de largo y veinticinco metros de ancho que cruza todo el estrecho. No tengo la suerte de ser ingeniero, como otros, pero les aseguro que este puente es descomunal y ha integrado política y económicamente a la península escandinava con el resto del continente europeo.
Y al salir del puente, ya en territorio sueco ocurrió el segundo e inquietante hecho, sin trascendencia pero que refleja el grado de tensión que la cuestión migratoria ha generado en esta parte del mundo. A unos cientos de metros de la cabeza del puente hay un puesto sueco de policía y aduana. Subió un par de policías que nos pidieron nuevamente los pasaportes y fotografiaron cada uno de ellos. Luego subió una mujer policía acompañada por un perro para una revisión canina de la cuestión drogas. Bajaron. Nos quedamos esperando que dieran la orden de seguir viaje. Pero nada de ello ocurría. Pasaban los minutos y no pasaba absolutamente nada. Nadie daba una explicación y los propios choferes del ómnibus esperaban resignados la orden. Pasaron aproximadamente 50 minutos hasta que por fin un policía autorizo la continuación del viaje. En el interín había chequeado cada uno de los pasaportes, cuyas fotografías estaban en sus teléfonos, para constatar que ninguno tuviera nada raro. Jamás, en los años que viví en este país, había visto algo semejante.
Y por fin seguimos viaje. Con una demora de veinte minutos, en un viaje de treinta y seis horas llegamos a Estocolmo donde Petra y Pernilla nos estaban esperando, contentas, risueñas y amorosas para darnos una hermosa bienvenida.
Después, fue nada más que celebraciones y fiesta. Con una Suecia cubierta de nubes y lluviosa recibimos brindando y bailando al bendito verano.
Jakobsberg, 23 de junio de 2018


lunes, 18 de junio de 2018

El inglés y la princesa nubia


De nuevo en Paris.
Después de una semana en el mundo campesino suizo, con sus vacas, sus pasturas naturales, sus quesos y su Unión de Bancos Suizos en la Place de Saint Francis en Lausanne, o sea la oficina de los usureros mundiales en la plaza bautizada en memoria del Poveretto -pobre Bergoglio, tiene una lucha más dura que la nuestra-, estamos en Paris.
Nuestro amigo parisino, David, un saxofonista que habla perfectamente portugués de Bahia y español de La Boca, nos ha llevado a una fiesta de cumpleaños en un boliche ubicado en un hermoso parque cuya entrada lleva el nombre de Avenue Jacques de Liniers.
Empezamos bien. El franchute realista que se enfrentó a los ingleses tiene un homenaje en Paris. No me lo había esperado. Pobre Santiago. Al final lo fusilamos por realista, pero su defensa de Buenos Aires le ha reservado un lugar en la historia de la Patria.
Pero esta disgresión histórica es secundaria. Llegamos David, Fran y yo al boliche al aire libre en una hermosa noche veraniega. Saludamos a Peggy, la cumpleañera y nos dedicamos a escanciar lo que la casa tenía para ofrecernos.
Imaginen un boliche en el medio de un bosque de Cariló, una barra al aire libre y dos más en el interior de una antigua construcción convertida en pista de baile, con un DJ africano y ciento de hombres y mujeres jóvenes hablando en muy diversos idiomas como si se tratara de una reunión de personal en las Naciones Unidas. Fran y David se sientan a la mesa de la cumpleañera y yo arrimo mis posaderas al borde de un cantero de ladrillos.
Y, como suele ocurrir los viernes a la noche en lugares así, comienzan a suceder cosas. Aunque estoy cercano a Francilene, no se hace evidente que estoy con ella. Pasa una rubia francesa, me mira fijamente y le devuelvo la mirada a sus ojos. Tensión, hasta que por fin sonríe. Sonríó.
David ha estado mirando la escena y comienza a aplaudir, mientras en portugués le comenta a Francilene lo que ha sucedido. Fran, muerta de risa, comienza a hacerme bromas y le informa a su amigo David que yo me creo la reencarnación de Vinicius de Moraes, razón por la cual me llama “o embaixador”.
(Mientras estoy escribiendo esto, Felisa Micheli me informa por Whatsapp: “Recesión más profunda e inflación en alza. Ambos ya incorporados en el acuerdo con el FMI”. Me acuerdo del Titanic.)
De pronto veo, a unos pasos, una silla vacía. Me acerco para llevarla a nuestra mesa. La tomo y aparece una princesa nubia: alta, con una melena que le cae en finas trenzas terminadas en bolitas de acero, todo alrededor de la cabeza y el corto flequillo de la frente, rasgos finos, vestida de negro con un gran escote, elegante como una modelo del Vogue. Me habla en francés, mirandome a los ojos y me explica que esa silla la quería para sentarse frente a su amigo. Miro al amigo. Un joven inglés, muy elegante y a la última moda, con pantalones chupines y un saco corto y ajustado, quien, también muy gentilmente me explica en su idioma que pensaba sentarse con su amiga y si no tenía problemas en dejarle la silla.
  • Por favor, digo ya no sé en que idioma, posiblemente en rosarigasino. No podría hacer otra cosa. Je suis un chevalier, creo haber dicho o pensado.
El joven ingles sigue pidiendo disculpas y me pregunta:
  • Are you angry?
  • Angry for this?, respondo. Angry estoy por las Islas Malvinas, por el General Belgrano. Por esto no estoy angry, estoy envidioso, pero puedo controlarlo.
Le digo, mientras vuelvo a mirar a la princesa nubia que ha arrimado la bendita silla a la del inglés colonialista.
Vuelvo, sin silla, pero con una sonrisa de satisfacción adonde están Fran y David, riéndose como cosacos ebrios.
  • Le salvé la noche al inglés, les digo como resumen de mi aventura.
París, 16 – 18 de junio de 2018.

lunes, 11 de junio de 2018

Lenin, Suiza, un “chalet” en la montaña y un vino del Rin





Después del congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, del año 1903, llevado a cabo en una iglesia de Londres -y en el cual se crearon las dos grandes fracciones conocidas por la historia como bolcheviques y mencheviques-, el abogado ruso Vladimir Ulianov, conocido por sus seguidores como Lenin, un “nom de guerre” derivado del río Lena que atraviesa San Petersburgo, encaminó sus pasos, en compañía de Esperanza, su mujer, a Suiza. Las arduas y enojosas discusiones del congreso, cuya preparación había llevado más de un año, lo habían agotado y decidió tomarse un descanso en Suiza, en la región cercana a Ginebra.
Recordaba esto cuando en la tarde de hoy nuestro generoso amigo Bruno, un geógrafo con una larga experiencia de trabajo social en América Latina, nos llevó a conocer su “chalet” en lo alto de una de las montañas que rodean el hermoso valle de Charmey.
Comenzamos a ascender en su auto mientras nos alejábamos algo de la aldea de Charmey. La conversación giró alrededor de la “edad de oro del queso”, cuando la región de Gruyere se convirtió en la principal exportadora de quesos del mundo. Era el siglo XVII y los campesinos de las laderas de los Alpes franco-suizos, con sus vacas friburguesas, fueron descubiertos por las cortes de toda Europa por el sabor y la calidad de sus quesos. La región había encontrado una “comodity” que enriqueció a esos campesinos y a sus afamadas queserías. Los pastos de las laderas alpinas daban a sus productos un sabor irremplazable. De todo eso veníamos conversando cómodamente instalados en su auto, cuando nos avisó que aquí terminaba el camino y que a partir de ese momento deberíamos seguir caminando, dando la vuelta de todo un cerro, hasta llegar a su chalet.
Era como si estuviéramos en medio de la filmación de Heidi o de La Novicia Rebelde, pero sin actores ni equipo de filmación. Altos pastizales, florcitas silvestres, onduladas laderas de verdes cerros que tendríamos que subir a pie, chapoteando un poco sobre un suelo que rezumaba agua, ya que me olvidé de mencionar que aquí, en verano, llueve casi todos los días. Ok, pensé, si Lenin lo había hecho, ¿por qué no intentarlo? Al fin y al cabo no era de las cosas más difíciles que Lenin había hecho.
Y allá nos dirigimos. Subimos y subimos durante unos quince minutos, hasta llegar a un bosque de coníferas, umbrío y húmedo. Los rayos del sol se filtraban por entre las altas copas de los árboles y el estrecho sendero a veces casi desaparecía al borde de una profunda quebrada boscosa. Por un momento, recordé nuestras infantiles aventuras en el Parque Independencia de Tandil. Ese bosque alpino tenía un cierto olor a aquellas módicas ascenciones, pero como con una producción multimillonaria, pensaba, mientras intentaba con dificultad recuperar el aliento.

Por fin salimos del bosque y desde allí pudimos ver, a unos cien metros, el “chalet”. Una construcción en piedra y madera, con techo a dos aguas, construido con pequeñas piezas de madera que, a modo de escamas, permiten que se escurran las frecuentes lluvias, había sido anteriormente establo de vacas. En esta región, la Gruyere, el centro mundial del queso, se practica aún el secular sistema de pastura, por la cual, durante el invierno los animales viven en establos alimentados a forraje, hecho con las pasturas del lugar, y en verano el rebaño de vacas emigra hacia la altura - “l'alpage” se llama la operación- a comer los pastos frescos, mientras los pastos de abajo son cortados y guardados para ser usados en el invierno. Todo ese sistema se denomina la “poya”, igual que el cuadro que adorna cada frente de un chalet de la región, ilustrando el ascenso de las vacas hacia la altura. Cosas que me contó mi amigo Bruno, que también es un defensor de todas estas costumbres tradicionales.
El campesino, hace unos años, decidió desprenderse de ese establo y, previa desafectación como propiedad agraria, se lo vendió a mi amigo. Lo de la desafectación también vale la pena de contar. En esta región de Gruyere, en el Cantón de Friburgo, la propiedad inmobiliaria agraria no puede cambiar de finalidad. Es decir, no se pueden vender casas y tierras dedicadas a la agricultura y a la ganadería lechera para hacer casas de fin de semana o, ni siquiera, para residencia. Además de evitar la especulación sobre la tierra, la legislación tiene como finalidad mantener la producción agraria, evitar tanto el abandono de las actividades campesinas tradicionales, como la sobreexplotación turística. Es decir, todo bien con el paisaje, pero, como solía decir Spilimbergo, primero los dientes, después los parientes.
Por lo tanto, si alguien quiere vender algún pedazo de su propiedad, debe justificar que no le resulta economicamente útil su conservación y, luego, desafectarla como propiedad agraria, para poder ser utilizada simplemente como residencia, sin finalidad económica.
Llegamos por fin al “chalet”, el paraíso que Bruno se ha prometido cuando se jubile. Sus paredes de roca tienen unos cuarenta centímetros de espesor, recibe electricidad de una placa solar y es muy amplio, con una cocina económica a leña, otra estufa también a leña y amplios espacios que aún no ha logrado terminar de arreglar, pero que convertirán al “chalet” en una magnífica vivienda de unos doscientos metros cubiertos y con una vista sobre todo el valle de Charmey que corta el aliento.
Por primera vez en mi vida tuve el placer de cocinar en una cocina a leña. Un risotto con hongos fue el menú que habíamos previamente elegido, que acompañamos con un vino rosado del Rin que Bruno guardaba en la sombra y el fresco de la casa.
Bien, hasta aquí, la historia que comenzó con un recuerdo de Lenin paseando con Nadezhda por las cercanías de Ginebra y terminó escanciando un espumante fresco y burbujeante a más de mil metros de altura, mientras la lluvia cubría toda la región.
Como ven, Suiza no es tan solo el lugar de las cuentas secretas. Es también el lugar de mis cuentos públicos.
Charmey, 11 de junio de 2018