Era
el año 1979. Hacía dos años que habíamos llegado a Estocolmo, con
mi mujer y mis hijas. Ya estábamos, de alguna manera, instalados en
lo que sería nuestro domicilio definitivo en aquel país. Había
comenzado a estudiar y a trabajar y nuestros ingresos me permitieron
pagar un vuelo chárter a Londres, con hospedaje incluido por una
semana. Era mi primer viaje después de la llegada al aeropuerto de
Arlanda, después del lento aprendizaje de una nueva lengua, de una
convivencia con un pueblo distinto al propio; después de que
nuestras dos niñas comenzasen su incorporación al sistema
educativo, también en una lengua diferente a la que se hablaba en
Suecia
La
Argentina, Buenos Aires, los compañeros y compañeras con quien
había militado en los últimos 8 o 9 años de mi vida eran algo
lejano. Alguna extensa carta de vez en cuando, el Clarín
Internacional, un pequeño periódico de ocho hojas, que llegaba una
vez a la semana en su edición en papel aéreo, como se le llamaba,
era la escasa información política que recibíamos.
El
país estaba acostado y su régimen ya se había convertido en Europa
en sinónimo de asesinatos, desapariciones y torturas. Para nuestro
país anfitrión el nombre de Dagmar Ingrid Hagelin, la niña de 18
años asesinada por una banda criminal encabezada por el oficial de
la Marina, Alfredo Astiz, se había convertido en el paradigma y la
cifra de la brutalidad homicida de la dictadura cívico-militar
argentina.
Londres
era entonces mi primer viaje como exiliado. Recuerdo que viajé con
un grupo de escandinavos entre los que se encontraba un novelista
noruego, militante del partido Comunista pro chino de su país y que
viajaba a Londres a buscar material y escenario para su nueva novela.
Obviamente su nombre se me ha olvidado. Nos comunicábamos como los
argentinos solemos hacerlo con los brasileños. Yo hablaba sueco con
cierta lentitud y el hablaba noruego también lentamente.
Llegué
al hotel en Londres a eso de las siete de la tarde que en el Reino
Unido y en toda Europa son las siete de la noche. Salimos a comer
algo en las cercanías del hotel y nos acostamos. Yo lo hice con una
gran expectativa: salir temprano, al día siguiente, tomarme uno de
esos conocidos ómnibus de dos pisos e ir hacia el centro de la
hermosa ciudad. El hotel quedaba en Bayswater Road, a unas cuadras
del Hyde Park. Oxford Street es la continuación de Bayswater Road y
desde allí podría acercarme a Bond Street, Saville Row -la calle de
los sastres y los casimires- Picadilly Circus, Pall Mall y el propio
palacio de Buckingham. El camino no era corto pero el servicio
público londinense me llevaría por unos chelines.
Desayune
en el hotel y a eso de las nueve de la mañana, una bellísima
Londres otoñal me recibió para que la conociese. Caminé por la
Bayswater Road hasta la parada de ómnibus. Tomé el primero que
llegó y le pedí hasta Oxford Circus. Obviamente subi al primer piso
del vehículo, logré sentarme en el asiento de la primera fila, de
manera que tenía una completa panorámica de la ciudad que comenzaba
a recorrer. Resultaba muy difícil aceptar la contumacia inglesa en
materia de tránsito. Ir por la izquierda y tener a la derecha el
tránsito en sentido contrario no es algo a lo que uno se acostumbre
en un abrir y cerrar los ojos. Uno termina, al cruzar la calle,
mirando para los dos lados por que está permanentemente inseguro si
miró o no hacia el lado correcto.
Continuamos
por Bayswater Road hasta llegar a Hyde Park que quedaba a mi derecha
y tuve la primera visión de ese lugar del que tantas veces había
oído hablar en mis clases de inglés con Mrs. Wesley, en Tandil, y
en las novelas de Dickens.
El
viaje continuó tranquilo bordeando el parque, hasta que llegamos a
Marble Arch, que es la entrada principal que lleva al célebre
Speakers Corner, la esquina de los oradores, donde cualquiera tiene
derecho a decir cualquier cosa que se le ocurra, siempre que sus pies
no pisen el suelo británico, razón por la cual todo aquel que
quiera hacerlo se sube a un cajón, para evitar el peligroso
contacto.
El
ómnibus pasa el Marble Arch y yo continúo en una especie de letargo
producido por la inmensidad de cosas para ver, para recordar, que a
su vez me despiertan otras asociaciones y recuerdos, hasta que oigo
que en mi cerebro y sin que lleguen a convertirse en palabras resuena
la siguiente oración:
-Mirá,
ahí está Quique Callejón...
Salgo
bruscamente de mi nirvana y en mi cabeza aparece una respuesta:
-
Como va a ser Quique Callejón, si estoy en Londres. Quique quedó
hace dos años en Buenos Aires.
Vuelvo
a mirar por la ventana del ómnibus hacia mi izquierda, sobre la
vereda, y veo a un pequeño grupo de personas esperando que cambie el
semáforo para cruzar. Y efectivamente, una de esas personas era
Enrique Callejón, Quique.
Quique
era estudiante de arquitectura e integraba el núcleo militante de
AUN (la Agrupación Universitaria Nacional, que era la expresión
estudiantil de la Izquierda Nacional). Oriundo de Carlos Paz,
Córdoba, Quique era además locutor radial y conducía todas las
noches un programa de música latinoamericana. Quique vivía en un
departamento bastante cómodo en la avenida Corrientes al 1400, y
Pipo, La Paz y el Bar Ramos eran su habitual caidero. A partir de las
diez de la noche uno sabía que en alguno de esos tres lugares podría
encontrarse con Quique.
Además
Quique era, entonces -estamos hablando de muchachos de 25 años-, muy
buen mozo y, es necesario decirlo, lo sigue siendo con el paso de los
años. Esto quiere decir que Quique, además de militante político,
estudiante de arquitectura, locutor radial, estaba muy a menudo
acompañado de bellísimas muchachitas.
Me
asomé por la ventana del ómnibus inglés y grité con toda mi voz:
-¡Quique!
Bajé
rápidamente las escaleras, tiré de la soguita que entonces se usaba
para avisar en la parada y me lancé a Oxford Street, mientras veía a
Quique que caminaba hacia mí sin entender quién podía haberlo
llamado por su nombre en Londres.
Nos
abrazamos. Quique acababa de bajar del otro ómnibus. Había llegado
la noche anterior y se alojaba en una localidad vecina a Londres. En
el momento en que nos encontramos pisaba Londres por primera vez. La
posibilidad estadística de ese encuentro era de una en muchos
millones, pero ocurrió. A partir de ahí, recorrimos y conocimos
Londres juntos. En una de esas caminatas nos encontramos con dos
muchachas londinenses de quienes nos hicimos buenos amigos y el
inglés de Mrs.Wesley me fue de mucha ayuda. Eran escocesas, con esa
belleza poco agresiva de las chicas británicas y paseamos y tomamos
pintas y pintas de “beer” en los hermosos pubs de Londres. Una
tarde fuimos los cuatro a un recital de una música que recién
comenzaba a hacerse escuchar en Europa. Reggae se llamaba. No
recordaré, porque nunca supe, quienes eran los artistas pero nos
divertimos bailando música jamaiquina.
Todo
este torrente de recuerdos viene a cuento de que hoy, en medio de la
cuarentena, recibo por el SMS de mi teléfono -por alguna extraña
disposición no puedo instalar el whatsapp- dos fotografías que
ilustran este texto. Son las que nos sacamos en alguno de aquellos
días y que recién hoy, cuarenta y un años después llegan a mis
ojos.
Gracias
Quique Callejón por ese encuentro en Londres y por estas fotos en la
cuarentena.
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