domingo, 10 de diciembre de 2017

El marinero y el príncipe

La vida ha sido pródiga conmigo. Y este conflicto ridículo provocado por la torpeza de un presidente inepto con el reino de Noruega me recordó un hecho ocurrido posiblemente en el año 1997 o 98.
Vivíamos bajo la falsa prosperidad del uno a uno y el Dúo Dinámico de Menem y Cavallo se vanagloriaba por el mundo del resultado de sus políticas. Fue una época en que me dediqué con ahínco y entrega a una actividad que me dio grandes momentos y recuerdos: la milonga. También fue una época que transcurrió en un hermoso horario, entre las 10 de la noche y las cinco de la mañana. Conocí hermosas mujeres de todo el mundo y una increíble variedad de personajes nocturnos. Viejos tangueros, ex presidiarios, antiguos marineros, ocho cuarentas retirados, bailarines que habían recorrido el mundo entero al compás de La Yumba, estafadores y charlatanes.
Frecuentaba la milonga de entonces un noruego, jubilado en su país como marino mercante, que se había aquerenciado en Buenos Aires, había aprendido a bailar el tango y amaba la noche porteña. Tendría entonces unos 70 años y vivía en la zona de San Telmo. Un mediodía, después de una jornada que había comenzado en la medianoche anterior, recalamos a almorzar en el maravilloso boliche El Desnivel, en la calle Defensa y el pasaje Giuffra. Éramos un grupo de seis o siete hombres y mujeres, transnochados y hambrientos, que nos sentamos a una mesa cercana a la escalera que subía al entrepiso. Bajo esa escalera había, entonces, una mesa redonda que solía ser un lugar preferencial por su ubicación y tamaño.
Nos sentamos a nuestra mesa y el noruego comenzó a mirar con atención hacia la mesa redonda.
De pronto exclamó:
- Pero..., ese es Haakon.
En realidad, sonó algo como Jóokon. Después nos enteramos que se escribía así.
Se incorporó decidido y se acercó a la mesa e inició una conversación con un joven, vestido como un hombre de negocios, traje oscuro, corbata de seda, alto y delgado.
Volvió a la mesa y nos confirmó su hallazgo. Era, justamente, Haakon Magnus, el hijo de Harald, rey de Noruega, el heredero al trono creado con la ruptura de la Unión de Suecia y Noruega, en 1905. Según le había explicado, estaba en Buenos Aires en un viaje privado de negocios y no tendría inconveniente en estrechar la mano de los amigos de su súbdito.
De modo que, al irnos, nos acercamos a la real mesa y saludamos al príncipe Haakon, ante la delicia y el orgullo de nuestro marinero.
La milonga y la trasnoche nos habían ofrecido otra inesperada sorpresa.

Buenos Aires, 9 de diciembre de 2017

lunes, 6 de noviembre de 2017

Tres ovillejos y un epitafio

VIII


Una estampa que horroriza,
Elisa,
Un alma perversa y fría,
María,
Hedionda como sentina,
Avelina,
que nunca nadie barrió,
Carrió.

Te pensaste una Artemisa
que en el Olimpo lucía.
Tú boca fue una letrina
que la mentira llenó.
Elisa María Avelina Carrió.

18 de Octubre de 2017.

IX


Sucio quedó tu calzón,
Patrón,
de provinciano boyardo,
Ricardo,
pues te quedó grande el baile,
Buryaile.

Como anhelo de novicia
que sueña bolas de fraile
fue tu gestión de impudicia,
Patrón Ricardo Buryaile.

31 de octubre de 2017.

X
Ha sido inútil el gesto,
Néstor,
y estéril el testimonio,
Antonio,
Ni un obrero te dio bola,
Pitrola.

La herencia de don León
la entendiste a la bartola
y sos de Macri el peón
Néstor Antonio Pitrola.

6 de noviembre de 2017

IV
Esta tumba desangelada y sucia
es el lecho postrero del Juez Lijo.
De balde fue su marrullera argucia.
En nombre de Diké, Zeus lo maldijo.

6 de noviembre de 2017

viernes, 6 de octubre de 2017

Un Juego Serio. Un feminismo sin panfletos



Por gentileza de la Embajada de Suecia y de su agregado cultural Diego Schulman, fui invitado a la inauguración del ciclo Encuentro con el Nuevo Cine Sueco, inaugurado ayer en la sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín. Hacía mucho que no visitaba la sala. Bueno, hacía mucho que estaba cerrada. Y volver a esa sala es un recorrido en mi memoria de más de cincuenta años viendo cine. Fue ahí donde ví por primera vez “El maquinista de la General”, la obra maestra de Buster Keaton y también “Juana de Arco” de Carl Dreyer. Estoy hablando de la época en que uno salía del Lorraine de ver “La Rebelión de los Boyardos” de Eisenstein y entraba de inmediato, enfrente, en la Lugones para ver “El Muelle de las Brumas” o “El General Della Rovere”.
El Encargado de Negocios de la Embajada -al parecer aún no hay un embajador designado1- contó brevemente que se trataba de una selección del cine sueco estrenado entre el 2015 y el 2016, mientras nos informaba que el Svenska Filminstitutet, el organismo oficial de promoción al cine, divide los créditos para los realizadores en un 50 % para hombres y un 50 % para mujeres, algo que quízas podría imitar nuestro INCAA, si sobrevive al feroz ataque que sufre bajo el régimen macrista y su comparsa paga de periodistas chantajistas.
Tengo por el cine sueco una predilección especial. Y por Ingmar Bergman en particular, un fanatismo casi religioso o, si se me permite, futbolístico. El exilio y la vida quisieron que además pudiera tener un contacto muy cercano con la literatura sueca. Pude leer en su idioma original al pesimista Pär Lagerkvist de “Barrabás” y de “El Enano”, a los proletarios Wilhelm Moberg de “Emigrantes” y Eyvind Johnson de “Ahora era 1914” y detrás de ellos al genial, torturado, tortuoso, retorcido y paranoico August Strindberg. Y también a Hjalmar Söderberg, autor justamente de “Un Juego Serio” (Den allvarsamma leken), un agudo y muy popular novelista que logró retratar, como en un viejo daguerrotipo, la vida y la moral de la burguesía de Estocolmo de principios del siglo XX, un poco en el estilo que con incontrastable genialidad, pintó Ingmar Bergman en su impecable “Fanny y Alexander”.
“Un Juego Serio” fue filmada por Pernilla August. Pernilla es una gran actriz de cine y teatro sueca y la ex esposa de Billie August, el gran director danés. Se conocieron filmando “Las Mejores Intenciones”, la película escrita por Ingmar Bergman y basada en la vida de los padres de, justamente, Ingmar Bergman: un torturado y pobre pastor de la iglesia luterana y una joven de la alta sociedad de Uppsala. Esa joven fue interpretada por Pernilla. Como lo apuntó el Encargado de Negocios en su presentación, Pernilla interpretó también a Shmi Skywalker, la madre de Anakin Skywalker en la “Guerra de las Galaxias I”.
La película que ha dirigido esta mujer es una delicia. La novela, que transcurría a lo largo de treinta años, ha sido reducida a una decena de años, pero ha logrado mantener una enorme fidelidad a la intención de Söderberg. Una historia de desencuentros amorosos, de matrimonios rotos por la miseria de la vida burguesa. Una burguesía y sus pequeños burgueses urbanos, con trasfondo campesino, la redacción de un diario, el maravilloso archipiélago que rodea a Estocolmo y que también enamoró a Strindberg a punto de convertirlo en pintor, la cobardía y el valor de hombres comunes, y una pena de amor que se prolonga en el tiempo y no encuentra nunca reposo son los materiales con que está hecha esta bella película, con dos hermosas y muy buenas actrices, Karin Franz Körlof y Liv Mjönes.
Pero hay además una notable defensa de la condición femenina, de su situación de extrema precariedad y de su profunda fortaleza interior. “El juego serio” es una película feminista, sin panfletos, sin provocaciones, triste y esperanzadora, con un lenguaje cinematográfico que Pernilla ha heredado de su maestro de Fårö. La triste danza del “Nu är det Jul igen” alrededor del árbol de Navidad en la casa de Lydia es una especie contraespejo de la misma jubilosa danza en “Fanny y Alexander”, y las hermosas imágenes del archipiélago recuerdan los cuadros impresionistas que le dedicara Strindberg a ese idílico paisaje.
El final, triste desde la perspectiva de la herida amorosa que no volverá a cerrarse, es también esperanzador en la imagen de Lydia, la infiel, la transgresora por amor y pobreza, que se ha reencontrado con su hijita y se pierde en el tumulto de la estación de tren.
Y para este humilde espectador la película ha significado la siempre grata sensación de escuchar un idioma que fue mío durante siete años y que me permitió conocer un país y una gente excepcional, idioma, país y gente que siguen formando parte de mi corazón y mi memoria.
Gran acierto la elección de esta película para inaugurar este Encuentro. El lunes 9 a las 19 horas vuelven a darla en la Sala Lugones.


Buenos Aires, 6 de octubre de 2017

1 Me escribe inmediatamente Diego Schulman y me dice: “Solamente una corrección, tenemos una embajadora, se llama Barbro Elm. Está en Uruguay por la visita de la Ministra Åsa Regner, por eso no podía estar”. 

martes, 26 de septiembre de 2017

La obra de arte es el resultado de cien errores

He leído por ahí que un pequeño simio que baila por los maníes que le tira el tano que le da vuelta a la manivela del organito ha sostenido en su programa que no deben hacerse 140 películas, sino diez de calidad. Ello en el marco de una ofensiva contra la política que impulsó el Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Audiovisuales durante las presidencias de Néstor y Cristina.
Esta espectacular zoncera -toda zoncera tiene que tener el envase de una afirmación seria y meditada, prudente y respetable, a riesgo de perder efectividad- es uno de los ejes centrales del antiperonismo desde los ya lejanos días de 1955 y ha sido aplicada por el antiperonismo al uso no solo en lo referente a algo tan específico como podría ser la política de fomento cinematográfico, sino a toda la política estatal de fomento a la producción industrial propia. Pero remitamosnos al cine.
La Argentina, por un desarrollo cultural singular, ha sido históricamente un país latinoamericano donde el cine adquirió un temprano desarrollo. Más allá de los intentos iniciales basados en esfuerzos individuales, ya en la década del '30 y bajo un gobierno conservador, la cinematografía argentina adquirió un volumen y desarrollo que la ubicó entre las principales de Hispanoamérica, junto con la mexicana. El peronismo supo entender la potencialidad de este arte industrial y las películas y los actores argentinos se convirtieron en los años ´40 y '50 en figuras queridas y admiradas por toda la América Latina que hablaba español. Luis Sandrini y Mario Moreno “Cantinflas”, Tita Merello y Libertad Lamarque, Arturo de Córdova y Enrique Muiño fueron actores familiares, admirados y recordados por generaciones de hombres y mujeres de este continente. Obviamente, la revancha gorila de 1955 quebró este desarrollo, con argumentos similares, por no decir calcados, a los que se puede escuchar por estos días en el torrente cloacal en que se ha convertido la televisión comercial.
Pero la especial predilección por la creación cinematográfica pudo sobrevivir a las horcas caudinas del gorilismo rampante y una nueva generación de cineastas, nacidos en la clase media creada por el peronismo, con nuevas preocupaciones estéticas e influidos por el cine europeo, logró abrirse camino a fines de la década del '50. Argentina, junto con el Uruguay, son los dos países que primero descubrieron el genio de Ingmar Bergman, el gran demiurgo del alma humana nacido en Uppsala, Suecia, mucho antes que su filmografía fuese reconocida en el resto del mundo. Ese cine de los años '60, aunque con una temática y una estética muy referida a las preocupaciones de un sector de la sociedad porteña, logró, no obstante, mantener una estructura industrial, con técnicos, actores, laboratorios y directores produciendo nombres que figuran en la historia mundial de la cinematografía, como Leonardo Favio y Fernando Solanas.
Incluso la dictadura cívico militar de 1976 mantuvo esa actividad artística e industrial, aún cuando la calidad de los filmes, su temática y factura, estuviera impregnada de la mediocridad, la censura, el envilecimiento de la opinión pública y la miserable pacatería que caracterizaron esos años. No obstante, Adolfo Aristarain, un hombre surgido de la “industria”, es decir un cineasta venido de los fierros, logró irrumpir como un viento fresco en la medianía de la época.
Y el retorno al régimen constitucional dio un nuevo aliento a la actividad. En esos años se inicia un proceso muy singular, que no tienen réplica en los países vecinos: la creación de escuelas cines que satisfacen una necesidad en las nuevas generaciones por expresarse en imágenes. Al fin del siglo pasado, eran cientos las escuelas de cine, algunas de muy alto nivel y varias de carácter universitario, que formaban a miles de jóvenes como futuros directores, productores, directores de fotografía, montajistas, directores de arte, etc. Y se corría, en esos años, el riesgo de que esas escuelas se convirtieran en lo mismo que Arturo Jauretche decía acerca de los conservatorios de piano: no formaban músicos, sino profesores de conservatorios de piano. Esos cientos de escuelas de cine en lugar de formar cineastas, terminarían formando miles de profesores de escuelas de cine, ya que no existía una industria capaz de absorberlos.
Los gobiernos de Néstor y Cristina evitaron ese menguado destino y a lo largo de esos doce años irrumpió esa nueva generación, esos nuevos guionistas, directores, técnicos, montajistas que le dieron nuevamente un gran impulso al cine argentino, con resultados que aún hoy, dos años después todavía se pueden apreciar. Las exitosas serie televisivas hechas en la Argentina y que se pasan en canales de cable como TNT y similares, que se pueden ver en Netflix son el resultado de esa reinversión del fondo de fomento cinematográfico que, como se sabe, es el resultado de un impuesto que es generado por la actividad y que, por ley, se vuelca a la actividad bajo distintas formas.
Una película exitosa, un director exitoso, un gran montajista, un genial director de fotografía es el resultado de cientos de películas fallidas, mediocres, equivocadas, malas, aburridas o, simplemente, sin éxito de público. El cine de Ingmar Bergman es el resultado de un proceso artístico creador que se remonta a los lejanos tiempos del danés Carl Dreyer y cuyo ámbito no es el pequeño país de ocho millones de habitantes que es Suecia, sino el espacio de la cultura europea, del mercado cultural europeo que paralelamente producía y estrenaba miles de películas fallidas, mediocres, equivocadas, malas, aburridas o, simplemente, sin éxito de público. Por un Ettore Scola, hubo cientos de filmes y directores cuyas producciones no alcanzaron el conocimiento más que de un pequeño público, que fueron un fracaso comercial y ni siquiera quedaron en la memoria.
Somos uno de los pocos países de la región, junto con Brasil y México, que tenemos una verdadera industria cinematográfica, que no está basada en el afán de lucro de dos grandes productoras vinculadas al monopolio mediático, sino en decenas de pequeñas productoras, con experiencia, conocimiento, eficiencia y un profundo amor por el cine, sin el cual toda película, hasta una premiada con un Oscar, se convierte en algo muerto, incapaz de transmitir nada.
Acusar a las producciones filmadas durante estos doce años de ser una mera propaganda del gobierno es una mentira descomunal que no se sostiene. En estos años filmaron todos los directores que quisieron hacerlo, las películas que propusieron hacer y concurrieron a festivales y encuentros todos los directores y actores de todos los colores políticos. El director argentino-norteamericano Juan José Campanella puede mostrar, si tiene la dignidad de hacerlo, la foto con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los actores de su película, mostrando la estatuilla del tío Oscar que ganó El Secreto de tus Ojos, realizada con todas las facilidades que otorga la ley de cine por la que se rige el INCAA.
Que el miserable simio deje de bailar al compás del organito. Que los sacerdotes del becerro de oro saquen sus huesudas manos de una actividad que ha puesto a la Argentina entre los grandes países cinematográficos. Que los argentinos podamos seguir mostrando al mundo nuestras debilidades y nuestras grandezas. Que podamos equivocarnos las veces que sea necesario para que una, dos o tres películas hechas por nosotros, con nuestros sueños y pesadillas, integren ese patrimonio de la humanidad que es el cine.
No queremos que nos den una mano, solo pedimos que saquen las manos de encima.
Buenos Aires, 26 de septiembre de 2017



lunes, 31 de julio de 2017

Jeanne Moreau y la triquinosis

A propósito del fallecimiento de la gran Jeanne Moreau me vino a la memoria la prohibición que impuso el cura Actis, influyente párroco de Tandil, a la exhibición de la película.
No puedo precisar el año, pero la película fue estrenada en Francia en 1958 y debe haber llegado a la Argentina en el 60. La película venía con un gran escándalo, ya que desde los sectores católicos se había intentado prohibir su proyección en el Festival de Venecia, donde ganó el Premio Especial del Jurado.
Su estreno en Buenos Aires gozó del mismo escándalo. Me encantaría tener a mano la revista Criterio donde la crítica cinematográfica la realizaba el muy versado Jaime Potenze. Pero esto lo escribo al correr de los dedos. El hecho es que eran años en que comenzaban a enfrentarse una moral sexual más permisiva con la vieja moralina de sacristía. Yo iba a un colegio de curas, el San José de Tandil, y el tema se convirtió, obviamente, en motivo de monsergas y admoniciones.
Supongo, no puedo precisar, que el país aún era gobernado por Arturo Frondizi, ese presidente tironeado por militares liberales que lo consideraban un comunista, por militares nacionalistas que lo consideraban un agente del judaísmo internacional, por la Iglesia Católica a la que le había cedido la posibilidad de abrir universidades y el laicismo radical de clase media que lo consideraba un traidor. El estreno donde se trataba la infidelidad conyugal sin condenas morales y se insinuaba un eventual cunnilinguis, que nadie veía, se sumó a a los planteamientos militares, las huelgas de la CGT, la toma del Lisandro de la Torre y el plan Conintes. El hecho es que cuando, mucho después, como solía ocurrir con las películas en Tandil, llegó el filme de Louis Malle, el cura Luis Actis, un personaje bastante siniestro de la vida social pueblerina, salió a hacer una desaforada campaña exigiendo la prohibición de Los Amantes.
En aquellos días había habido en Tandil un brote de triquinosis en la carne porcina. Imaginen que la triquinosis en una zona salaminera es como la pediculosis en un campo de concentración. Este hecho está vinculado a lo que aquí estoy contando puesto que uno de los argumentos que utilizó públicamente, en sus sermones en misa de once y en publicaciones en El Eco de Tandil y Nueva Era, fue que permitir el estreno de Los Amantes significaba lo mismo que no clausurar una carniceria infectada de triquinosis.En concreto, no pude ver Los Amantes hasta mucho después en el cine Lorraine y debo decir que la insinuación de sexo oral seguía siendo, para aquellos ojos juveniles, bastante impactante.Como ven, mi primer recuerdo de Jeanne Moreau no es su extraño rostro, sino otra parte de su cuerpo que jamás vi.

Buenos Aires, 31 de julio de 2017.

lunes, 6 de febrero de 2017

El Placard

Llegamos al aeropuerto de Arlanda, Estocolmo, más o menos a las 14.30 horas. Éramos un grupo de seis personas. Jorge Coscia, Guillermo Saura, Emilia Mazer, Norberto Díaz y Diego Bonacina, el director de fotografía. Era el mes de marzo de 1985. Habíamos viajado para filmar las escenas de Mirta, de Liniers a Estambul que transcurrían, justamente, en la capital sueca.
Al salir al lobby del aeropuerto encontramos un señor muy atildado que se dirigió a nosotros y dijo estar ahí para llevarnos a nuestro alojamiento, por orden de la embajada argentina en el Reino de Suecia. Dos Volvos de modelo reciente nos esperaban fuera del aeropuerto.

Era el final del invierno. Todavía había nieve sobre los campos y el aire era frío y cortante como pequeños alfileres de acero. Subimos a los autos y nos encaminamos hacia la ciudad. El viaje me trajo a la memoria otros viajes en años anteriores. La E4 nos llevaba directamente a Estocolmo pasando por delante de las distintas ciudades-dormitorios: Odenslunda, Rotebro, Sollentuna, Kista, hasta llegar a Solna y el parque de Haga. Me embargaban un profundo orgullo y una dulce satisfacción. 10 años antes había llegado a ese mismo aeropuerto con mi mujer y mis dos hijas, con una mano atrás y otra adelante. Corrido de mi país, con dos hijas de 5 y 3 años, sin un plazo cierto para el regreso, Suecia me acogió como refugiado político y pude rehacer mi vida, educar a mis hijas, estudiar en la universidad, viajar y leer. En esos años aprendí la ardua lengua de Strindberg, hice grandes amigos y amigas a quienes les contaba sobre Argentina y América Latina y cuyo corazón fraterno y solidario hizo más dulce el invierno sueco, largo, frío y oscuro. Volvía a Estocolmo, ya no como un expulsado de su patria, sin mucho para hacer, sino en autos de la embajada de mi país, para filmar, acompañado de directores y artistas, una película sobre aquellos años. Mis amigos suecos, uruguayos y chilenos que habían creído en mí, podrían ver ahora que mucho, sino todo, de lo que les contaba era cierto.
Llegamos a una linda pensión que nos había conseguido la embajada en el coqueto barrio de Östermalmstorg, el más elegante de la ciudad. Ocupaba todo un piso de un elegante edificio de amplias habitaciones, sobre la Strandvägen, con vista hacia el Mälaren, el bello lago que hizo a los antiguos llamar a Estocolmo la Venecia del Norte. Su dueña era una anciana, elegante y distinguida, simpática y acogedora. Ni bien estuve cerca de un teléfono llamé a mi amigo Leif Hansson, quien ya sabía de mi llegada pero no de mi paradero. Me dijo que salía para allá de inmediato. Mientras tanto comenzamos a instalarnos, a desempacar y a ordenar lo que sería nuestra residencia durante, por lo menos, quince días.


Al rato llegó Leif, a quien yo quería presentar a mis acompañantes, dado que lo consideraba, y lo sigo considerando, uno de mis mejores amigos, no solo de Suecia, sino del mundo. En la mano traía una botella de un litro de Grant's. Rápidamente aparecieron vasos e hielo y se formó una rueda de charla en español y en sueco, al que yo debía traducir para los argentinos. Emilia Mazer tenía entonces 18 años y había debido pedir autorización a su padre ante escribano público para poder viajar a Estocolmo. Rodeada de hombres jóvenes, pero mayores que ella, la pobre Emilia había quedado afuera de esta ingesta, conformándose con alguna gaseosa.
Al poco rato, vuelve a sonar la puerta y esta vez la visita es la del embajador Hugo Urtubey, representante del gobierno argentino en Suecia, ratificado por el gobierno de Alfonsín. El embajador Urtubey ya lo era durante la Guerra de Malvinas, oportunidad en que lo conocí personalmente, puesto que, ni bien iniciada la guerra, un grupo de argentinos nos dirigimos a la embajada a manifestar nuestra voluntad de colaborar con lo que fuese necesario y ofreciendo los contactos políticos y de prensa que habíamos logrado en nuestros años de exilio para explicar las razones, el carácter y la legitimidad de nuestra recuperación de las Islas Malvinas. Si bien Urtubey no sabía muy bien qué hacer con nosotros, utilizamos la embajada para redactar declaraciones, imprimirlas, usar los teléfonos y, en general, aprovechar su estructura burocrática. Pero aquellas jornadas habían creado un clima de acercamiento personal con una embajada que hasta ese momento había significado tan solo la representación de la dictadura cívico-militar que nos había arrojado al exilio. Diplomático de carrera, santiagueño y de simpatías radicales, Alfonsín lo ratificó en el cargo y ahí estaba en la puerta de nuestro alojamiento. Vestido de smoking, traía en una mano un paquete de bombones para Emilia y una botella de whisky para el resto de la delegación.
Justificó su extemporáneo atuendo contando que de ahí se iba para una recepción en la embajada de los EE.UU. Era un hombre simpático y campechano, como suelen ser los embajadores, homenajeó a Emilia Mazer, saludó a Jorge Coscia y a Guillermo Saura, directores del filme, y a Diego Bonacina. Diego había sido un militante del partido Comunista argentino, que tuvo en Chile, bajo el gobierno de Allende, un importante papel en la puesta en marcha de una estructura cinematográfica del estado. Había estado detenido en el Estadio Nacional y tenía el aspecto y la actitud reacia a todo tipo de formalismo protocolar que suelen caracterizar a los hombres y mujeres técnicos de cine. Un gran desgarbo en el vestir, pantalones amplios y muy por abajo de la cintura -que facilitan la célebre posición del plomero, que al agacharse deja a la vista del público el nacimiento de la raya del trasero- remeras y camisas flotantes y algún viejo gorro eran, más o menos, su atuendo predilecto y habitual. Su participación en la película y su viaje a Europa constituían, para Diego, un poco su vuelta al mundo de la cinematografía y a la vida normal. Todo esto tan solo para poder entender lo infinitamente ridículo que a Diego le resultaba el smoking de Urtubey y su leve amaneramiento palaciego.
Urtubey se sumó a la ronda y a la ingesta de whisky. La botella de Grant's falleció al poco tiempo y ocupó su lugar la que nos había obsequiado el embajador. No recuerdo si era Ballantines o Red Label. Se ha dicho que tomar una copa de whisky te hace otro hombre y que ese hombre te pide una copa de whisky y así... Si a ello se le suma la euforia de un largo viaje, el sentimiento de estar filmando un largometraje en un lugar tan lejano, la alegría haber logrado llegar adonde queríamos, todo ello derivó en una torrentosa conversación y una eufórica ebriedad en todos nosotros, a excepción de Emilia, cuyas endorfinas se movilizaban con el chocolate de los bombones.
Al cabo de una hora, la reunión estaba de lo más animada. Alguno proponía a Urtubey llamarlo Tío Hugo, mientras éste nos decía que determináramos en qué restaurante queríamos comer porque él nos invitaba, además de recordarnos que al día siguiente teníamos una recepción en la embajada organizada exclusivamente en nuestro homenaje, a donde concurrirían actores, actrices y escritores suecos.
A la elección de restaurante respondí de inmediato. Yo siempre había querido conocer el restaurante Den Gyllene Freden (La Paz Dorada), un exquisito sótano en la Gamla Stan, la ciudad Vieja, donde todos los jueves cenaban los miembros de la Academia Sueca de Letras, los mismos que entregan el Premio Nobel de Literatura. Pero eso es otra historia.
En resumen, todos estábamos en ese estado de ebriedad controlada, donde uno se siente feliz, poderoso, inteligente y brillante. De pronto, el embajador Urtubey miró su reloj, bajo el blanco y almidonado puño de su camisa, se puso de pie y nos anunció que debía irse, que el trabajo lo esperaba en una recepción diplomática.
Me levanté yo también para saludarlo y acompañarlo.
Urtubey dio media vuelta y se dirigió resueltamente, con paso firme hacia una puerta que tenía ante sí. Dio los cuatro o cinco pasos que había hasta la puerta, bajo mi mirada desconcertada. Sin hesitar la abrió mientras nos saludaba y se zambulló en un placard lleno de sobretodos, camperas, bufandas y abrigos propios del invierno sueco. Desapareció en su interior, mientras la puerta, por inercia volvía lentamente a cerrarse.
Corrí a abrirla y le tendí mi mano al embajador para ayudarlo a incorporarse y salir del revuelto de abrigos en que estaba confundido.
Se puso de pie. Se alisó las solapas brillantes del smoking. Volvió a saludar mientras le indicaba cuál era la verdadera puerta de salida. 

Se fue, derechito, hacia el ascensor. Desde allí, volvió a saludarme agitando su mano.

Buenos Aires, 6 de febrero de 2017