Cuando nació todavía no se había promulgado la Ley Saenz Peña, sancionada en 1912, que daba el derecho al voto secreto y obligatorio a la mitad de la población. Recién había aparecido un auto norteamericano hecho en serie, el legendario Ford T. Sólo una década después, Luis Angel Firpo se enfrentaría con Jack Dempsey y los argentinos escucharían la pelea por un aparato llamado radio a galena. Un italiano director de operetas había estrenado hacía pocos años El Fusilamiento de Dorrego, primera película argentina con argumento.
En el año 1911 nacía en una estancia, en un paraje que había sido de indios pocos años antes y que conservaba su nombre mapuche, Guaminí, la hija de un capataz gringo, Marco Vattuone, una niña que sería conocida y admirada por multitudes a lo largo de un siglo: Nelly Omar.
Nuestra patria es joven y mirar cien años para atrás es encontrarse con historias de cautivos y cautivas, de malones, de vastos pastizales azotados por el viento y barridos por los cardos rusos, de polvaredas que cubrían el cielo de ocre y que, cuando llovía, se convertían en gruesos goterones de barro que manchaban la cal de los muros. Esos pocos más de cien años, de los que Nelly Omar fue testigo, vieron la transformación de la patria vieja -que miraban con añoranza los ojos opacos de viejos gauchos domesticados en las estancias- en la patria nueva de inmigrantes extranjeros y migrantes argentinos que se repartieron por todas las provincias.
Vieron nacer un género musical -entre urbano y rural- que recorrería el mundo: el tango. Esta vieja inmensa que acaba de irse, Nelly Omar, acompañó con pasión y paciencia todos esos años y esas transformaciones.
Fue una de las más grandes voces femeninas del tango y la expresión de un mundo que, aunque ya no existía, seguía llenando de nostalgia, amor y melancolía el corazón de sus compatriotas.
Su poncho criollo, recurso al que apeló, cuando la pobreza a la que la condenó el odio de la oligarquía no le permitía lucir un vestido digno de su arte, se convirtió en insignia de esa mujer que conmovió el corazón más conmovido de Buenos Aires, el de Homero Manzi. Fue el poncho que la cubrió, orgulloso, en el escenario del Luna Park que la recibió a sala llena para celebrar los cien años con la voz tan clara como cuando tarareaba algún tango de Razzano en el aljibe de Guaminí. Contó alguna vez que su sueño era ser aviadora, como Carola Lorenzini. El brillo de su talento, el dejo campero que filtraba en su canto la montaron en las alas del más hermoso y potente de los prodigios alados: la música popular y el fervor y la admiración de su pueblo.
Ha muerto una de las últimas mujeres de la generación de Evita, una de las últimas estrellas del firmamento artístico del peronismo.
La leyenda ya ha construido sobre ella románticos mantos de niebla. Su relación con Homero Manzi ha permitido crear raras y bohemias habladurías.
Su canto argentino, su voz gaucha y sutil la sobrevive para siempre.