domingo, 5 de mayo de 2024

Una tarde nublada, Chesterton, Dickens y otros viejos amigos

Son las cuatro y media de una tarde de domingo nublada y tristona. Hace un par de meses compré, en mi inagotable cantera de joyas bibliográficas que es el kiosco de la estación Río de Janeiro, la biografía de Dickens, escrita por ese gordo genial, el mejor inglés de toda la historia –incluso mejor que Oliver Cromwell, que se cargó a un rey–, que fue Gilbert Keith Chesterton.


Me preparé un café. Me serví un Johnny Walker Double Black, ideal para leer al gordo. Tomé un corona con tapa cubana que le compro al griego Hermes. Puse todo en una bandeja, más una caja de fósforos y un cuter para el cigarro y lo llevé al balcón. Prendí el cigarro con todo el protocolo que corresponde: olerlo, apretarlo suavemente con los dedos, descabezar la punta, calentarlo con la llama del fósforo y, por fin, llevarlo a la boca y encenderlo al calor de la llama y no sobre la llama. Aspiré y exhale una bocanada dedicada a Manitú y comencé a leer a Chesterton.

Debo aclarar aquí que mi devoción por Chesterton no se la debo a mi educación primaria, secundaria y universitaria en escuela y universidad católicas –Gilberto era provocativamente católico papista en la Inglaterra anglicana–, sino a dos personas que poco tenían que ver con el Colegio San José de Tandil o la Universidad Católica Argentina de Monseñor Octavio Derisi. Una de esas personas fue Luis Alberto Murray, católico sí, pero impregnado de nacionalismo, peronismo, marxismo y anarquismo. Y el otro fue, ni más ni menos que, Jorge Enea Spilimbergo, declarado y documentado marxista, autor de un libro sobre el que vale la pena volver –en el día del onomástico del hechicero de Treveris– “La Cuestión Nacional en Marx”.

Spilimbergo tenía una gran admiración por Chesterton. Fue él quien me recomendó la lectura de “Pequeña Historia de Inglaterra”, una joya deslumbrante de erudición, ingenio, sencillez y una implacable mirada sobre sus compatriotas presentes y pasados. Fue gracias a él que superé mi distancia con Chesterton, basada en un juvenil prejuicio, producto de la ignorancia soberbia, típica de los veinte años.


La lectura de los dos o tres primeros capítulos de este “Dickens” me produjeron, junto con el café, el whisky y el habano, un placer infinito. Voy a citar algunas cosas que le encontré a Gilberto y que tienen una actualidad que despierta admiración.

“El optimista es mejor reformador que el pesimista: el que lo ve todo color de rosa es el que ejecuta en la vida más reformas. Esto parece una paradoja, y sin embargo la razón en que se funda es muy sencilla: el pesimista sabe rebelarse contra el mal, el optimista sólo sabe admirarse de él.. El reformador debe ser muy fácil a la admiración. Es preciso que posea la facultad de admirarse violenta y sencillamente. No basta que encuentre la injusticia aflictiva, es necesario que la encuentre absurda, que vea en ella una anomalía en la existencia, un sujeto de hilaridad abrazadora más bien que un jeremíaco”.

“El doctor Johnson1 encara el mundo demasiado tristemente, pero también es un conservador que se satisface muy fácilmente. Rousseau veía el mundo demasiado rosado, y sin embargo, es él el que conduce la Revolución. Swift2 es colérico, pero conservador. Shelley3 es feliz y revolucionario. Dickens, el optimista,ridiculiza la prisión por deudas y esa prisión desaparece. Gissing4, el pesimista, hace la sátira de Suburbia5 y Suburbia persiste.

Podemos, pues, explicar así el error que comete Gissing respecto a la època de Dickens: al llamarla´dura y cruel´ omite hacer resurgir el soplo de esperanza y de humanidad en que estaba inspirada”.

Todo esto no podía sino sonar como una encantadora melodía en alguien que, como yo, se considera un neurótico optimista.

Chupé una nueva bocanada del corona con capa cubana, dejé ir el humo en el aire de la tarde, tomé mi copa de whisky y brindé por el gordo Chesterton. La tarde del domingo se había iluminado.

Buenos Aires, 5 de mayo de 2024.

viernes, 3 de mayo de 2024

Las Hamacas Voladoras

 Ayer encontré en el kiosco de la estación Río de Janeiro, dirección Plaza de Mayo, el casi legendario primer libro del recordado Miguel Briante.


Conocí a Miguel en la redacción de Confirmado, la revista de Horacio Agulla, en 1975. Allí trabajé hasta julio de 1977, cuando, a sugerencia del propio Agulla -en gesto que lo honró- me aconsejó irme del país, porque estaba en las listas de la dictadura.

A mi vuelta, retomé la relación con Miguel, un periodista, escritor y crítico de arte de la vieja escuela. Eran largos whiskies a altas horas con prodigiosas conversaciones con su voz tosca, con definiciones tajantes y su rostro marcado por una juvenil cicatriz.

Las Hamacas Voladoras reúne relatos escritos entre sus 15 y 21 años y son, cada uno de ellos, una pequeña obra de arte. Volver a leerlo después de tantos años, tantos libros y tantos extrañamientos me produce un electrizante y dulce placer.


domingo, 21 de abril de 2024

Fantasmas


Volver a donde fui niño,

a donde fui un muchachito de 14 años.

Volver a lo de la abuela Adela

cuando ya tengo tantos años como la abuela Adela.

Fantasmas

Del comisario peronista,

el tío Raúl y su leve síndrome de Diógenes,

Evelia, Pilar y Lisinia,

las tías feas.

A ese mundo de primas y primos de la infancia,

ausentes siempre,

menos esos días de estío cuando mi padre proponía:

- Vamos a Santa Rosa.

Y eran los tíos y tías de mi papá,

los hermanos y hermanas de doña Adela,

a quienes mi padre mostraba su progreso,

lo bien que le iba.

Fantasmas

Y las tristes hermanas de mi madre,

sus muertos juveniles,

y el recuerdo de Magdalena, de Carmen y de Pancho, 

que murió tan joven

y en el Sur, 

ese abismo que se comía a la gente en los años 30,

y el de Perico, el otro muerto,

y de Luis y de Pepe, el más inteligente y que no pudo estudiar,

y de Joaquina, la mayor,

y de Valentina,

la pobre Valentina se decía,

y de Luisa, que no tuvo suerte con su matrimonio,

también se decía.

Fantasmas

Volver a todos los fantasmas

de un tiempo que era feliz,

de un tiempo de juegos,

de descubrimientos, de sorpresas.

Pocas cosas quedan en pie.

La estatua de Yrigoyen,

que alguna vez visitó la ciudad

-recordaba mi padre-,

la plaza y sus glorietas blancas

-ya nadie da vueltas alrededor

como lo hacía entonces-,

el hermoso Hogar Escuela que construyó Evita,

y que se convirtió en regimiento en 1976.

Don Julio Argentino desapareció

de calles y estatuas,

el nombre de San Martín cubre, 

con su gloria, la agachada a la memoria del hombre

que convirtió estos medanales pampas, 

estos caldenes y estos piquillines

en República Argentina.

Doña Adela de la Mata

es una plazoleta,

con una hamaca y un tobogán,

donde aún resuena su autoridad,

su aspereza de campesina de León,

sus golpes de hacha contra el leño terco.

Fantasmas

Espectros de la memoria.

Sombras sinuosas del recuerdo

que resucitan al volver donde fui niño. 

Santa Rosa de Toay, 28 de mayo de 2023

martes, 16 de abril de 2024

Después del Ensayo


El domingo, Violeta Harte y yo fuimos a El Picadero a ver Después del Ensayo, la obra de Ingmar Bergman, dirigida por Daniel Fanego e interpretada por Osmar Nuñez, Vanessa González y Silvina Sabater.

Por esas cosas de la programación la obra, intensa y por momentos despiadada, se da solamente los domingos a las cuatro de la tarde, un momento de la semana más propicio para ver dibujos animados o una de cowboys. El texto de Bergman, las intimidades que desnuda, las confesiones, arrepentimientos y culpas que despliega son ese tipo de temas más propicios a ser ventilados en una noche de viernes, pasadas las doce y con un par de whiskies encima. Pero eran las cuatro de la tarde. Al salir todavía era una tarde domingo, lluviosa y apesadumbrada, preparada para tomar con mi bella nieta un chocolate con churros o un té con lemon pie.

El texto de Bergman es notable. La traducción es muy buena y expone el claroscuro del alma del maestro de Farö, su relación casi obsesiva con la mujer, con sus viejas actrices del cine en blanco y negro y las nuevas actrices del tecnicolor, la presencia permanente de ese pastor de la catedral de Uppsala, que era su padre, y el misterio creativo de modelar como un alfarero a sus actrices para que encuentren dentro suyo el personaje.

Osmar Nuñez está impecable. Su interpretación es digna del texto y a la altura del gran Erland Josephson, que interpretó a Vogler en el debut sueco en Sveriges Television. Es imposible no ser subyugado por la voz, la mirada, el hastío, el cansancio y la obsesión creativa del anciano director teatral. También están magníficas las dos intérpretes femeninas. La joven Vanessa González evoluciona de una ingenua casi adolescente a una seductora y ambiciosa actriz queriendo conquistar el corazón de su director-padre-amante. Y la estupenda Silvina Sabater se pone sobre los hombros a la vieja actriz, la vieja amante, la alcohólica suplicante de amor, la Gorgona exigente de sexo. Obviamente, todo ese mecanismo emocional estaba finamente regulado por Daniel Fanego desde una dirección magistral.

Salimos del teatro Violeta y yo con la sensación de que habíamos pasado un maravilloso instante. Violeta atinó a decir:

- ¿Viste que Osmar Núñez parecía como que las palabras se le iban ocurriendo a medida que las decía?

Me hubiera encantado que Osmar escuchara ese comentario. Mejor elogio no se me ocurre.

Y seguimos conversando sobre Bergman, sobre su cine, sobre su historia personal y, obviamente, sobre Estocolmo y el Dramaten o Kungliga Dramatiska Teatern, la más importante sala teatral de Suecia que tanto Bergman como Josephson dirigieron oportunamente.

Fuimos a la Ópera, en la esquina de Corrientes y Callao, la vieja confitería porteña que hace un tiempo fue bellamente renovada. Hicimos nuestro pedido, mientras yo seguía hablando de Bergman y de Strindberg y los actores suecos.

Al llegar el pedido a nuestra mesa, Violeta y yo fuimos sorprendidos por uno de esos guiños de la realidad, esas grietas en la continuidad espacio-tiempo, que hacen de la vida y la historia una mera casualidad.

Sobre el soberbio tostado de jamón y queso que Violeta iría a devorar, se erguía una pequeña bandera sueca, con los conocidos y cercanos colores azul y amarillo.


Inevitablemente largamos una carcajada.