Toda la tarde me ha acompañado un recuerdo de hace muchos años, más de treinta.
Estábamos en Europa filmando Mirta, de Liniers a Estambul. Esa mañana habíamos llegado a Atenas para filmar en la capital griega lo que no podíamos filmar en Estambul, ya que la dictadura militar que, entonces, gobernaba Turquía, nos había negado la visa. En otra parte he contado (link) que la llegada al aeropuerto de Atenas me permitió tener una muy productiva conversación telefónica con Melina Mercouri, a la sazón Ministra de Cultura del país.
Era un viernes. Inmediatamente de llegar alquilamos una “van” que seria el medio de transporte del equipo durante todo el fin de semana. Esa misma mañana, después de alojarnos en un hotel muy cercano a la Plaza Sintagma, en el centro de Atenas, salimos a buscar locaciones que nos permitieran, de alguna manera evocar, representar, hacer creer a los futuros espectadores que estábamos en Estambul. Alguien nos mencionó el barrio Plaka, cercano a la Acrópolis, y hacia allá fuimos y se decidió que la mayoría de las escenas se harían en esa locación. En el camino pasamos por el Ágora y recuerdo que nos detuvimos y bajamos a caminar entre aquellas ruinas milenarias. Nos embargaba una profunda emoción. Toda la situación de filmar una película en Buenos Aires, en Estocolmo y, ahora, en Atenas, contando una historia que tenía que ver con la espantosa noche de la dictadura que recién habíamos dejado atrás, y bajo el mismo sol que alumbró a Sócrates y a Lord Byron, recorrer esas piedras venerables, desató en todos nosotros un torrente emotivo inolvidable. Nos abrazamos, nos enjugamos los ojos llorosos, nos hicimos chistes y volvimos a subir a la van.
Y así se hizo la noche del viernes. Cuatro hombres jóvenes y una muchachita de 19 años no podían quedarse en el hotel, aún cuando a la mañana siguiente debieran comenzar muy temprano con la filmación. De modo que, a eso de las 9 de la noche, rumbeamos para el barrio donde, según nos habían contado, transcurría la movida de la noche ateniense. Y, efectivamente, caminamos un rato entre restaurantes, pubs, lugares con música y espectáculos en vivo. Cenamos en uno de ellos y salimos de ronda por diversos lugares, incluyendo una discoteca. Bebimos mucho, felices y emocionados, escuchamos canciones en un idioma que reconocíamos, pero ignorábamos. Nos cantaron tangos al preguntarnos de dónde veníamos, en algún lugar contamos desde el escenario que estábamos filmando una película. Alguien se acercó a Emilia Mazer para decirle, en un precario inglés, que la había visto en “The War's Children”, así dijo, refiriéndose a Los Chicos de la Guerra.
En algún momento, y este es el recuerdo que hoy me ha acompañado, estamos caminando nuevamente por las calles del barrio. Norberto Días me dice que tiene ganas de orinar. Que ya no se aguanta. Cruzamos la calle hacia la otra vereda que se veía arbolada y más oscura y discreta y, refugiados tras unos árboles comenzamos a orinar. El lugar era como el pie o el inicio de una colina. De pronto, Norberto levanta la vista y me grita, :
- Julio, ¡mirá ese templo, la puta que lo parió!
Levanto la vista e, iluminado y resplandeciente, veo que en la cima de esa colina brilla en toda su majestad y belleza el Partenón, el templo dedicado a Atenea Pártenon, diosa protectora de Atenas.
- Sì, le respondí a Norberto. -Es nada menos que el templo más importante de la cultura occidental.
Terminamos nuestra tarea. Nos quedamos unos instantes mirando la incandescente cima de la colina y volvimos con nuestros amigos.
Podíamos decir que nuestra micción estaba cumplida.
Buenos Aires, 19 de marzo de 2022