domingo, 27 de marzo de 2011

Cuando Palermo no era ni Hollywood ni Soho



-->

El Dragón del Sur
de Hugo Barcia
Editorial Ciccus

Días atrás presentamos en la Casa Nacional del Bicentenario esta novela del periodista y escritor Hugo Barcia, la primera publicada de una producción en prosa que tiene ya muchos años de actividad.
El Dragón del Sur es una novela que encierra muchas cosas, una dentro de la otra, como una caja china o una Mariushka. Con el recurso de reconstruir los sabores de la infancia -se le atribuye a Rainer Marie Rilke haber afirmado que “la infancia es la patria del hombre”-, Barcia se introduce en la experiencia de dos dolorosas derrotas: la del bando republicano en la Guerra Civil Española y la del bando nacional en la Argentina del '55 -es el efecto de Coriolis sobre las ideas políticas, que las hace cambiar de signo al atravesar los mares y el Ecuador-.
A Barcia, no sin razón, le interesa indagar en esas derrotas estrepitosas. La experiencia de las derrotas es el único material de donde se pueden extraer reflexiones que permitan futuros triunfos. También le permite adentrarse en otra experiencia límite en la vida de un pueblo: la de la nación dividida, la guerra civil, como tragedia central de la convivencia humana. La tragedia española de 1939 se le representa a Barcia, a través de sus personajes, como una prefiguración de esa otra tragedia que regará de sangre argentina la Plaza de Mayo en 1955, los bombardeos de la Marina de Guerra antiperonista sobre la población desarmada y pacífica. El fantasma de la guerra civil acecha a Manuel, un gallego dueño de esas viejas librerías de barrios con olor a lápices Faber y gomas de borrar Dos Banderas. Y el fantasma de la guerra civil vuelve a rondar premonitoriamente en los alrededores de Gascón y Gorriti, en el barrio de Palermo, en Buenos Aires a fines de la década del '40.
El barrio es, para Barcia, el microcosmos que evoca y sintetiza el macrocosmos, el mundo grande e inasible. Un poco a la manera como Leopoldo Marechal toma, en Adán Buenosayres, las calles cercanas al parque Centenario, alrededor de esa iglesia del Cristo de la Mano Rota, Hugo Barcia plantea en clave realista y, muchas veces, grotesca, la lucha de clases -convertida en una batalla campal de piedras y naranjas- entre una creída clase media del barrio y los oscuros y vivaces habitantes de los conventillos.
Esa clase media, hecha de médicos, escribanos, algún martillero público y unos recién llegados talleristas convertidos en repentinos industriales, junto, por supuesto, a sus indescriptibles señoras e hijas, es pintada por Barcia con ferocidad y con gracia. Reaparece en sus páginas un modo de hablar del Buenos Aires de aquellos años que se ha perdido. Una especie de neococoliche, pretencioso y vulgar, es la lengua que hablan algunos de sus inolvidables personajes, como la Beba, una tórrida muchacha que pugna entre el deseo que su cuerpo recién madurado provoca en ella misma y en terceros y el sueño del vestido blanco en el casamiento por iglesia.
La burguesía en ascenso, producto de las políticas derivadas de la Segunda Guerra Mundial, es retratada por Barcia en sus expresiones más plebeyas. Hijos de recientes inmigrantes italianos, un pequeño taller de diez operarios los convierte, en su fantasía, en compañeros de Henry Ford.
El padre Silva, de la Iglesia de Santa Lucía, es el sacerdote-guerrero del barrio. En el patio de su parroquia se reúnen los más humildes del barrio, desde allí sale una inefable comparsa de murgueros, carros y caballos hacia la Plaza de Mayo para rescatar a Perón una tarde soleada.
El gallego Manuel, su hermosa María y el padre Silva son, en la mirada del niño que cuenta esta historia, los Tres Mosqueteros de una pequeña epopeya, en un barrio que tenía mucho de pequeña aldea, antes de convertirse en Palermo Hollywood o Palermo Soho, como la tilinguería en uso lo ha bautizado.
No obstante los avatares de la historia argentina, una gran alegría recorre la novela. Contrariamente a esas sombrías películas de don Manuel Antín, ubicadas en los mismos años que la novela, aquí los protagonistas más plebeyos disfrutan de una inmensa alegría vital y sus rivales pitucos son pintados con un trazo misericordioso y cordial. Son, al fin y al cabo, pobres figuras de un drama que se juega muy por encima de sus cabezas.
La novela El Dragón del Sur es una hermosa pintura de aquellos años y de aquellos sueños. Está escrita con soltura y desparpajo. Barcia seguramente se divirtió al hacerlo y transmite ese sentimiento al lector. Cuando los argentinos hemos vuelto a vivir horas de justicia y de patria, una mirada evocativa sobre aquellos años, cuando empezó esta historia, merece una lectura que será, sin duda, placentera y enriquecedora.
Buenos Aires, 27 de marzo de 2011

sábado, 26 de marzo de 2011











Hay equipo y hay partido

La gente del Primer Festival de Cine Político (Rosana Salas, Osvaldo Cascella, Clara y Clelia Isasmendi), que se está realizando en Buenos Aires, me invitó gentilmente a ver la proyección de C'est parti (algo así como Hay partido). Lejos de referirse a algún enfrentamiento futbolístico, el documental dirigido por Camille de Casabianca (quien además es guionista y camarógrafa de la película) registra las reuniones, encuentros y congresos que dieron nacimiento al llamado Nuevo Partido Anticapitalista, en Francia, en 2009.

Para ubicar a los lectores de este lado del charco, el NPA fue un movimiento impulsado por la Liga Comunista Revolucionaria, un partido nacido al calor del mayo francés en 1968, uno de cuyos dirigentes ha sido Alain Krivine, quien aparece a menudo en el filme. La LCR fue un pequeño grupo de orientación trotskista hasta que en las elecciones presidenciales del 2002 obtuvo para su candidato Olivier Besancenot 1.200.000 votos que aumentan en el 2007 a 1.500.000 votos. El joven Besancenot es un típico producto de la clase media francesa. De padre profesor y madre psicólogo, Olivier estudió Historia en la Universidad de Paris X: Nanterre, enclave izquierdista desde los años '60. Carismático e inteligente, con la segura locuacidad de un bachiller francés, Besancenot logró superar las módicas cifras electorales de los partidos a la izquierda del PC francés. Esto llevó a la Liga a la propuesta de autodisolución en un partido más amplio, más democrático, más autogestionario. De ello da cuenta el documental.

Se inicia, con toda la simbología que ello tiene, con la limpieza general por refacciones de la sede de la LCR. Toneladas de papeles, folletos, apuntes, resoluciones e informes vuelan desde un cuarto piso hasta un container situado a la puerta del edificio. Todo el pasado del partido, cuarenta años de discusiones, propuestas, resoluciones, sanciones, expulsiones y tesis, van desapareciendo ante la necesidad de refaccionar el edificio.

Mientras tanto, los dirigentes jóvenes y los viejos sobrevivientes del '68 analizan y discuten la manera en que nacerá el nuevo partido. Las pretensiones iluministas del viejo socialismo resurgen en los discursos de cada una de las asambleas y reuniones, en un lenguaje que recuerda, para quien las haya conocido, las asambleas estudiantiles de Sociales o de Filosofía. Mucha democracia directa, mucha gestión comunal y descentralizada, muchos chicos y chicas bien alimentados y con la dentadura completa.

Hay, no obstante, en la película una muy simpática figura, la de Abdel, un evidente francés norafricano, un “cabecita negra”, irrespetuoso y zumbón, que juega como personaje alternativo al frío y despasionado discurso racionalista de los jóvenes y viejos políticos franceses. Olivier Besancenot, a su vez, con su medida oratoria, su frialdad intelectual y su prolijidad gestual, despierta el recuerdo de aquel político menemista, hoy alejado de las luces, que fue Gustavo Béliz, apodado, como se recuerda, “Zapatitos Blancos” por sus conmilitones de entonces, quienes despreciaban con ello, su supuesto intento de pasar inmaculado por un gobierno barroso como pocos.

Los espectadores que me acompañaban deben haberse sorprendido, como lo hice yo, al apreciar la pulcritud y el orden que reinaba en los locales donde se realizaban las reuniones. Ningún sitio se parecía a nuestros muchas veces vetustos y mugrosos locales políticos. Una escena llama la atención. Cuando han terminado de llenar el container con carpetas, ficheros y archivos, uno de los dirigentes se pone a barrer alrededor del mismo. “Hay vidrios y nos pueden hacer una multa” explica a la cámara el veterano revolucionario que desde hace más de cuarenta años viene intentado abolir el régimen capitalista en la patria de Napoléon.

Después de una divertida discusión en la playa entre tres panzones dirigentes, uno de ellos en zunga, sobre Trotsky, Mao, Stalin y Lenin; después de visitar el picnic anual de L'Humanité, con debates sobre la revolución y el reformismo; después de los trabajos en comisión para determinar el nombre del nuevo partido, la película termina con una agorera imagen. Una joven militante sella, uno a uno y rítmicamente, los carnets de afiliación al nuevo partido. El trac, trac del sello acompaña como una percusión los títulos finales de la película. Nuevamente la sombra ominosa de la burocracia amenaza a la flamante y libertaria organización recién nacida.

Vale la pena ver esta película. Además de sus bondades como documental -buen encuadre, una cámara que muchas veces parece invisible-, nos permite escudriñar como por el ojo de la cerradura el debate político del progresismo europeo. Sus problemas son distintos a los nuestros, sus sueños de una mejor patria para el hombre y la mujer, son muy similares.

Buenos Aires, 26 de marzo de 2011