Yo
tendría unos diez años. Una noche, como de costumbre, mi padre
volvió del trabajo a eso de las ocho. Pero, como no era costumbre,
me dijo:
-Copete (tal fue siempre mi sobrenombre familiar), vestite bien que vamos a salir.
-Copete (tal fue siempre mi sobrenombre familiar), vestite bien que vamos a salir.
Quienes
conocen mi placer trasnochador se pueden imaginar mi alegría. Me
preparé y mi papá, sin decirme qué íbamos a hacer, me llevó al
Club Hípico de Tandil, sobre la calle Pinto, enfrente de la
peluquería de Passo, nuestro peluquero y de las tres cuartas partes
de los hombres de Tandil.
En
el piso superior del Club estaban dispuestas las mesas, las arañas
prendidas, como si fuera una noche de alguna gala fuera de lo común.
De pronto se apagaron las arañas del salón, se encendieron las
luces del escenario donde habitualmente se instalaba la orquesta de
Don Vito para amenizar las fiestas y apareció un hombre joven, alto,
delgado, vestido en negro frac y rematada su cabeza con una chistera,
galera le llamábamos entonces, también negra. Un fino y cuidado
bigote adornaba su labio superior. Y la mano derecha metida
elegantemente en el bolsillo del impecable pantalón.Parecía la
encarnación de Mandrake, el Mago, que salía en la página de las
historietas del Eco de Tandil, y que con sus gestos hipnóticos
realizaba proezas sin par.
Pero
también noté que debajo del rutilante uniforme de mago estaba ese
mismo señor que dos por tres pasaba por casa a conversar con mi
padre y al que este llamaba Lavandera.
– Andá
a abrir, que debe ser Lavandera.
Siempre
quedaba en mi la duda sobre si mi padre se había salteado el
artículo determinante femenino -la lavandera- o realmente me decía
la bandera. Porque ese muchacho, un poco menor que mi padre, no era
ni lo uno lo otro. Y mi padre me explicaba entonces que el apellido
era Lavandera, que trabajaba en el Banco Nación como cajero y que
en un accidente había perdido su mano derecha.
– Tenés
que ver cómo cuenta los billetes con una sola mano, me decía mi
papá.
Y
ahí lo tenía a Lavandera vestido de Mandrake, el Mago.
Esa
noche descubrí que el héroe inventado por Lee Falk existía, vivía
en Tandil y con una sola mano creaba un mundo fantástico donde los
naipes volaban del mazo a un bolsillo y las monedas se multiplicaban
con solo girar en sus dedos. Y que Narda y Lothar no existían, eran
mentira.
Pero
Mandrake sí, y se presentaba bajo el seudónimo de René Lavand y,
como Clark Kent, disimulaba su personalidad detrás de los barrotes
de la caja del Banco Nación.
Ese
hombre fue la magia de mi niñez tandileña.
Ese
mago, ese brujo manco, ese genio escondido en lo profundo de su
chistera, ese convocador de sueños y fantasías se ha ido.
Al
llegar, sacó una moneda de la boca de San Pedro. Y se sentó
tranquilamente con los ángeles, que lo estaban esperando para ser
fascinados por su mano omnipotente.