Son las cuatro y media de una tarde de domingo nublada y tristona. Hace un par de meses compré, en mi inagotable cantera de joyas bibliográficas que es el kiosco de la estación Río de Janeiro, la biografía de Dickens, escrita por ese gordo genial, el mejor inglés de toda la historia –incluso mejor que Oliver Cromwell, que se cargó a un rey–, que fue Gilbert Keith Chesterton.
Me preparé un café. Me serví un Johnny Walker Double Black, ideal para leer al gordo. Tomé un corona con tapa cubana que le compro al griego Hermes. Puse todo en una bandeja, más una caja de fósforos y un cuter para el cigarro y lo llevé al balcón. Prendí el cigarro con todo el protocolo que corresponde: olerlo, apretarlo suavemente con los dedos, descabezar la punta, calentarlo con la llama del fósforo y, por fin, llevarlo a la boca y encenderlo al calor de la llama y no sobre la llama. Aspiré y exhale una bocanada dedicada a Manitú y comencé a leer a Chesterton.
Debo aclarar aquí que mi devoción por Chesterton no se la debo a mi educación primaria, secundaria y universitaria en escuela y universidad católicas –Gilberto era provocativamente católico papista en la Inglaterra anglicana–, sino a dos personas que poco tenían que ver con el Colegio San José de Tandil o la Universidad Católica Argentina de Monseñor Octavio Derisi. Una de esas personas fue Luis Alberto Murray, católico sí, pero impregnado de nacionalismo, peronismo, marxismo y anarquismo. Y el otro fue, ni más ni menos que, Jorge Enea Spilimbergo, declarado y documentado marxista, autor de un libro sobre el que vale la pena volver –en el día del onomástico del hechicero de Treveris– “La Cuestión Nacional en Marx”.
Spilimbergo tenía una gran admiración por Chesterton. Fue él quien me recomendó la lectura de “Pequeña Historia de Inglaterra”, una joya deslumbrante de erudición, ingenio, sencillez y una implacable mirada sobre sus compatriotas presentes y pasados. Fue gracias a él que superé mi distancia con Chesterton, basada en un juvenil prejuicio, producto de la ignorancia soberbia, típica de los veinte años.
La lectura de los dos o tres primeros capítulos de este “Dickens” me produjeron, junto con el café, el whisky y el habano, un placer infinito. Voy a citar algunas cosas que le encontré a Gilberto y que tienen una actualidad que despierta admiración.
“El optimista es mejor reformador que el pesimista: el que lo ve todo color de rosa es el que ejecuta en la vida más reformas. Esto parece una paradoja, y sin embargo la razón en que se funda es muy sencilla: el pesimista sabe rebelarse contra el mal, el optimista sólo sabe admirarse de él.. El reformador debe ser muy fácil a la admiración. Es preciso que posea la facultad de admirarse violenta y sencillamente. No basta que encuentre la injusticia aflictiva, es necesario que la encuentre absurda, que vea en ella una anomalía en la existencia, un sujeto de hilaridad abrazadora más bien que un jeremíaco”.
“El doctor Johnson1 encara el mundo demasiado tristemente, pero también es un conservador que se satisface muy fácilmente. Rousseau veía el mundo demasiado rosado, y sin embargo, es él el que conduce la Revolución. Swift2 es colérico, pero conservador. Shelley3 es feliz y revolucionario. Dickens, el optimista,ridiculiza la prisión por deudas y esa prisión desaparece. Gissing4, el pesimista, hace la sátira de Suburbia5 y Suburbia persiste.
Podemos, pues, explicar así el error que comete Gissing respecto a la època de Dickens: al llamarla´dura y cruel´ omite hacer resurgir el soplo de esperanza y de humanidad en que estaba inspirada”.
Todo esto no podía sino sonar como una encantadora melodía en alguien que, como yo, se considera un neurótico optimista.
Chupé una nueva bocanada del corona con capa cubana, dejé ir el humo en el aire de la tarde, tomé mi copa de whisky y brindé por el gordo Chesterton. La tarde del domingo se había iluminado.
Buenos Aires, 5 de mayo de 2024.