“La metafísica sonríe,
bien arropada en su batón de seda”
Treinta y cinco años sin Leopoldo Marechal
Este artículo salió publicado en la revista Línea, en 1996. A casi veintiséis años de su muerte, Leopoldo Marechal volvía a estar en las librerías y en la Feria del Libro. El primer tomo de sus Obras Completas, dedicado a su obra poética, reaparecía en los anaqueles con un prólogo de Pedro Luis Barcia, un profundo estudioso de la obra marechaliana. El mayor poeta nacional del siglo XX restablecía así el diálogo con sus lectores, suspendido desde el 26 de junio de 1970, cuando un síncope cardíaco dio fin a sus batallas terrestres.
A los treinta y cinco años de su partida, bien vale su circulación por la red, este platónico espacio sostenido en el rotundo aristotelismo del sílice.
Buenos Aires, 12 de junio de 2005
Leopoldo Marechal no dejó tras de sí, como Borges, un gran aparato generador de prestigio. No se convirtió en el hastiante lugar común de todo mono sabio que quisiese posar de culto. Después de haber sido exiliado de la vida literaria, entre 1955 y 1965, por la reacción antiperonista, con su muerte comenzó un lento e injusto deslizamiento hacia el olvido, pese a que su obra, tanto poética como en prosa, constituye el más perfecto sistema verbal que la cultura argentina contemporánea haya sido capaz de generar.
Villa Crespo y el Mar del Tuyú: el mundo
Había nacido en el barrio de Almagro, en la calle Humahuaca al cuatrocientos, hijo de un mecánico uruguayo (u oriental, como entonces se diría), descendiente, a su vez de un comunero francés que logró salvar su cabeza de la masacre ordenada por Thiers. Su madre, Lorenza Beloqui, era porteña. La calle Monte Egmont (actualmente Tres Arroyos) a pocas cuadras del arroyo Maldonado, hoy entubado bajo la advocación del severo doctor Juan B. Justo, vieron pasa su infancia y su adolescencia.
De ellas conservó dos paisajes que aparecerán a lo largo de toda su obra. Villa Crespo, sus calles y su populoso y abigarrado vecindario darán forma al cosmos espacial y humano de su “Adán Buenosayres”. La pampa, allá donde en el Sur se abraza con el Atlántico, y en donde pasaba sus veranos infantiles, volverá en forma de elegía, en su producción poética.
Centro del mediodía y de la tierra,
galopas como ayer hacia Maipú:
tu corazón redobla y tu caballo
tambores fraternales.
¡Resucita, si puedes, una infancia
que se durmió en Maipú!
“Elegía del Sur”, 1941
Se recibió de maestro en la Escuela Normal de Profesores “Mariano Acosta”, que aún existe. Ejerció como maestro de grado en la escuela Nº 5 “Juan Bautista Peña”, en la calle Trelles al 900. Era el año 1919. La docencia primaria será su profesión durante más de 20 años.
En 1922 publica su primer libro “Los Aguiluchos”, un olvidable intento poético que el propio autor excluyó de su propia bibliografía. Todavía no había encontrado su voz y su registro. No obstante, a partir de este momento toma contacto con los diferentes grupos literarios de Buenos Aires e integra la redacción de la revista “Proa”, junto a Ricardo Güiraldes, Jorge Luis Borges y Pablo Rojas Paz. Se vincula, en esa época, con el pintor Lino Enea Spilimbergo y, a través de éste, con el escultor José Fioravanti, autor del hermoso bronce con su juvenil cabeza.
Con veinticinco años de edad se integra a la redacción de “Martín Fierro”, el órgano del vanguardismo literario argentino de entonces. Además de Borges y Rojas Paz allí publicarán Oliverio Girondo, Xul Solar, Ernesto Palacio, Raúl Scalabrini Ortiz (entonces poeta), la pintora Norah Borges, el genial y enigmático Jacobo Fijman. Y por encima de ellos la figura venerable y extrañamente patriarcal de Macedonio Fernández. Muchos de ellos volverán a encontrarse, con sus nombres levemente cambiados, en las páginas de su novela “Adán Buenosayres”.
La aparición, en 1926, de “Días como Flechas” inaugura, según el propio Marechal, “su historia literaria personal”.
Mi pulgar afinó tu vientre
más liso
que la piel de los tambores nupciales.
He puesto cuerdas al arco nuevo de tu sonrisa
y engarcé dos noches en el sitio de tus ojos.
“Días como flechas”. 1926
Ese mismo año viaja por primera vez a Europa. El tema del viaje será desde entonces recurrente y de alto valor simbólico en toda su obra, plena de asociaciones metafísicas y religiosas.
La Batalla Terrestre y la Batalla Celeste
De vuelta en Buenos Aires, integra en el año 1927 el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, presidido por un juvenil Borges -“ya el corralón gritaba: ¡Yrigoyen!”- e integrado, entre otros, por Macedonio Fernández, Raúl y Enrique González Tuñón, Nicolás Olivari, Roberto Arlt y Francisco Bernárdez. Jóvenes provenientes de la literatura proletaria del grupo de Boedo se unían a los vanguardistas pequeñoburgueses de Martín Fierro, tras la figura del viejo caudillo popular.
A partir de este momento la política será, en Marechal, una parte esencial de su poética. Desde su particular visión, impregnada de idealismo platónico y de gnosticismo cristiano, la política se le presentaba como una función del Amor. Lo dirá mucho después, en “La Biografía del Poeta”:
Desde que me vestí con la forma del hombre,
yo me incliné a los otros en oblicua de amor:
yo fui el Otro, según la caridad,
y en consecuencia el Otro fue yo mismo.
Heptamerón, 1966
Dos años después, en 1929, da a conocer su segundo libro “Odas para el hombre y la mujer”. Pedro Luis Barcia sostiene que “las Odas marcan el comienzo de una ‘mitología’ personal, de una simbología que se enraizará, poco a poco, en antiquísimas tradiciones culturales, primero de Occidente y luego de Oriente”.
La mujer en Marechal se convierte en clave de toda la existencia: la mujer terrestre como figura y expresión material de la mujer celeste, como arquetipo universal de la Belleza divina. Tanto en su obra poética como en su novelística y en sus dramas volverá a aparecer bajo la forma de Solveig Celeste, en “Adán Buenosayres”, de Lucía Febrero en “Megafón o la Guerra”, o la Novia Olvidada, en el drama “Las dos batallas de José Luna”.
A fines de ese año, Marechal se embarca nuevamente a Europa. Este segundo viaje y las atentas lecturas realizadas en su estancia europea dejaron en el poeta una profunda huella espiritual. Estudia los clásicos griegos, especialmente Platón, y los filósofos medievales san Agustín, san Buenaventura, san Dionisio y santo Tomás. En especial las obras del español san Isidoro de Sevilla y del platónico León Hebreo serán la fuente inspiradora de su posterior desarrollo artístico y filosófico. Y, por supuesto, Dante Alighieri, de quien para siempre se considerará un simple discípulo. Como lo ha explicado Mario Casalla, en su excelente ensayo titulado “La Estética de Leopoldo Marechal, un ejemplo de apropiación nacional de la cultura universal”, nuestro poeta logra “encontrarse” con estas tradiciones de valor universal y las introduce en el atanor de lo nacional, nutriendo y enriqueciendo este cauce de creación colectiva.
En Buenos Aires es derrocado don Hipólito Yrigoyen y comienza la Década Infame.
Los años posteriores estarán signados por dos hechos fundamentales en su vida. Después de una crisis espiritual vuelve a la práctica del catolicismo. Se integra a los Cursos de Cultura Católica, un grupo de intelectuales nacionalistas que, dirigidos por Tomás Casares –que luego sería presidente de la Corte Suprema en el gobierno del general Perón- y de César Pico, integraban Ignacio B. Anzoátegui, Marcelo Sánchez Sorondo, Hipólito J. Paz y Federico Ibarguren, entre otros. Y por esta vía, llegará, años después, a vincularse al naciente peronismo.
Entre 1937 y 1940 publica algunos de los libros de poesía que lo ubican en el lugar quizás más relevante de la lírica argentina y uno de los más representativos de la lengua española: “Laberinto de Amor” y “Poemas Australes”, en 1937; “Sonetos a Sophia” y “El Centauro”, en 1940.
Con motivo de la Segunda Guerra Mundial, Marechal da a conocer su punto de vista sosteniendo la neutralidad argentina en el conflicto interimperialista. La consecuencia inmediata de su toma de posición será la expulsión sin explicaciones de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), cuya presidencia era ejercida por Ezequiel Martínez Estrada. Este, como toda la intelectualidad liberal de izquierda y derecha, condenaba como filonazi la defensa de la neutralidad. Curiosamente, la SADE no ha conservado actuaciones sobre este hecho tan poco democrático.
“¡Y Juan y Eva Perón fueron banderas!”
Mientras tanto, el golpe del 4 de junio de 1943 daba fin a la Década Infame. Los amigos nacionalistas católicos llamaron a Marechal a colaborar en el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, donde llega a desempeñarse como Director General de Cultura. En esa área y con distintas funciones continuará hasta que el golpe de 1955 derroque al gobierno del general Perón.
El 17 de octubre de 1945 convierte al golpe militar del 4 de Junio en una verdadera revolución nacional y popular. Desde su particular visión, tradicional y revolucionaria, sostuvo que “la gran virtud del peronismo fue la de convertir una ‘masa numeral’ en un ‘pueblo esencial’”. Es ese pueblo el sujeto activo de su soneto al 17 de Octubre:
De pronto alzó la frente y se hizo rayo
(¡era en Octubre y parecía Mayo!),
y conquistó sus nuevas primaveras.
El mismo pueblo fue y otra victoria.
Y, como ayer, enamoró a la gloria,
¡y Juan y Eva Perón fueron banderas!
En 1948, Leopoldo Marechal da fin a su primera y gigantesca novela, “Adán Buenosayres”, la empresa literaria más osada y singular que nuestras letras habían, hasta entonces, encarado y “una de las mayores del siglo en lengua española”, según el juicio de Tomás Eloy Martínez, diecisiete años después. Sus casi 700 páginas fueron escrupulosamente ignoradas por la crítica de entonces, a excepción de la voz solitaria de Julio Cortázar, quien calificó la aparición del “Adán Buenosayres” como “un acontecimiento excepcional en las letras argentinas”.
En el lapso que media entre 1948 y 1965, cuando apareció su segunda novela, “El Banquete de Severo Arcángelo”, no habían logrado venderse la totalidad de los 3.000 ejemplares de la primera edición. Los viejos amigos martinfierristas, la gran prensa y la crítica bienpensante habían dado la espalda al funcionario de la “tiranía”, que, por si ello fuera poco, publicaba una novela que se alejaba de la prosopopeya enfática y doctoral de la cultura oficial y mandaba a un infierno porteño y reconocible a los principales sacerdotes de esa religión laica.
Un Robinson literario
El golpe gorila de 1955 lo arrojó al castigo que el revanchismo oligárquico le había impuesto. Durante diecisiete años Leopoldo Marechal no existió. El sistema de prestigio tejió un manto de silencio impenetrable sobre su persona y su obra. Desapareció su nombre de las antologías, de las revistas literarias, de los suplementos culturales de La Nación y La Prensa. No hubo más entrevistas ni gacetillas. Con el humor que caracterizó su obra y su pensamiento, Marechal consideró esta etapa como “de robinsonismo literario”. En su departamento de la avenida Rivadavia al 2300 soportó estoicamente la condena. Acompañado de su segunda esposa y de unos pocos y leales amigos se refugió en el trabajo y en las macarrónicas novelas radiales de Juan Carlos Chiappe, que gozoso escuchaba “junto a mi pueblo, silenciado como yo mismo”, como después contaría.
De ese exilio urbano surgieron “El Heptamerón”, deslumbrante síntesis poética de todo su sistema de pensamiento, y su segunda novela ya mencionada, “El Banquete de Severo Arcángelo”. Esta obra, aparecida en 1965, logró romper el silencio al que había sido condenado y a los 65 años de edad irrumpió con la fuerza desbordante de un escritor primerizo. El éxito editorial de “El Banquete...” arrastra toda su obra. Al poco tiempo se reedita su “Adán...”. Las nuevas generaciones de argentinos se reencontraban por fin con su poeta. Marechal se convierte nuevamente en una figura conocida. La televisión y hasta la revista “Gente” se sentían obligados a entrevistarlo. El país había cambiado y ya comenzaba a despuntar el sol de la nueva etapa de luchas populares que se iniciarían en el Cordobazo, en 1969.
Un viejo cristiano en la revolución cubana
En 1967, Leopoldo Marechal y su esposa son invitados a La Habana por la Casa de las Américas para integrar el jurado de narrativa. El viaje –nuevamente un viaje– vuelve a conmover al poeta. Su admiración por la revolución cubana es inmediata. Ve en ella el mismo impulso liberador y justiciero que percibió en aquel 17 de octubre de 1945. Encuentra en su enfrentamiento con Estados Unidos los ecos de Rubén Darío y Blanco Fombona. Percibe como un fenómeno pasajero la presencia de esos extraños rusos que encuentra en el comedor o el ascensor del hotel, se sonríe angelicalmente de la incomprensión y azoramiento que cree ver en los ojos, azules y un tanto brillantes por la resaca del Havanna Club, de esos técnicos eslavos.
Al llegar a Buenos Aires, la revista Primera Plana publica el Reportaje a la Isla de Fidel realizado por Marechal. El general Onganía, sedicente católico y autoelegido presidente de la República, y su ministro del Interior, Guillermo Borda, secuestraron la edición con el artículo, que adquirió una extraordinaria popularidad en ediciones clandestinas.
Dos años después da fin a su tercera y última novela “Megafón o la Guerra”, que sería publicada al año siguiente. Con su técnica, en la que se manifiesta una cierta narrativa prenovelística, anterior a la aparición de la novela burguesa, y que abreva, como en toda su obra, en la tradición medieval, Marechal anticipa los enfrentamientos civiles que caracterizarían a la siguiente década. Toda la vida cotidiana del Buenos Aires de los ’60, con sus personajes y sus discusiones adquieren características épicas en esta novela, cuyo personaje central, Megafón, es una metáfora del pueblo argentino como guerrero colectivo por su liberación. El humor desbordante y desacralizador de Marechal adquiere en su última obra en prosa un carácter abiertamente subversivo, porque la totalidad del sistema oligárquico es puesto en la picota de la ridiculización y la ironía.
El poeta no alcanzaría a ver la dramática realización de su profecía. El 26 de junio de 1970 falleció de un ataque al corazón. Cordialmente, como le hubiera gustado decir, con su “humor angélico”. También había escrito sobre la Muerte, a quien llamaba Eutanasia o buen morir:
Cierta vez, en un ancho cañadón de Maipú,
le pregunté a una rana que tañía
su vihuela de junco
si era dable y sensible comparar a la muerte
con un sistema refrigerador.
Y ella me dijo, punteando
su cordaje verdecaña:
“Morir es partir un poco.”
Luego, Elbiamor, no es justo dedicar elegías
a lo que apenas es un motivo de vals.
Heptamerón, 1966
No había tristeza en el viejo poeta. Había sido fiel a quien consideraba su Creador y a su Patria, ese “dolor que aún no sabe su nombre”.