La última novela del viejo espía británico
La historia de los latinoamericanos ha sido y es dura, nuestra resistencia al imperialismo, a las oligarquías locales, a la fragmentación y a la dominación extranjera ha sufrido todo tipo de crímenes, saqueos, violaciones y genocidios. Pero la historia del África subsahariana de los últimos cuarenta años es el catálogo más completo de la ferocidad, la crueldad, la ambición sin límites y la total inhumanidad del colonialismo europeo y de su sucesor, el imperialismo de todas las nacionalidades o, si se quiere, de ninguna.
La reflexión viene a cuento de la impresión que me ha dejado la lectura de la novela “La Canción de los Misioneros” (Plaza Janés – Sudamericana, 2007), la última del viejo maestro del género de espionaje, el británico –¿qué, sino británico puede ser el maestro del espionaje?- John Le Carré.
La caída del Muro de Berlín puso fin a su saga de Smiley, con su anticomunismo tory, sus probos y cornudos funcionarios, sus rubias demasiado apegadas al gin, sus traidores oxfordianos y homosexuales. Pero amplió la perspectiva de sus temas hacia el amplio escenario del viejo Imperio Británico, es decir, el mundo.
Sus tramas dejaron de ser el frío juego cerebral entre dos inteligentes torturados, el flemático George Smiley –con el rostro exacto de Alec Guinnes-, que lleva con dolor el estigma de una esposa infiel, y el enigmático Karla, con la culpa sangrante de una hija disidente. Se desentendió, por así decir, de la lucha contra el comunismo y se aventuró en el más proceloso mundo semicolonial, en los rincones de ese Tercer Mundo donde siempre hay un inglés- un ex misionero anglicano dipsómano acollarado a una jovencita morena y de carnes duras- e intrigas, proyectos de golpes de estado, invasiones o asesinatos ejecutados por el mero fin de apropiarse de unos yacimientos de uranio, unas minas de diamante, unas cuentas off shore en Las Caimanes o unos depósitos clandestinos de armas atómicas.
Y así, la mirada del viejo maestro ha adquirido experiencia y se ha ampliado. Ha decidido poner bajo el amparo de su prosa a pequeñas e insignificantes personas, por lo general no inglesas o inglesas a medias –de la antigua Alemania Oriental, de Panamá, de Serbia o, como en este caso, del Congo oriental, a orillas del lago Kivu.
“La Canción de los Misioneros” comienza con una cita de su célebre maestro, el polaco Joseph Conrad, tomada de su libro que transcurre a lo largo del río Congo, y que es la novela clásica del colonialismo europeo en el África, “El Corazón de la Tinieblas”: “La conquista de la tierra, que en esencia consiste en arrebatársela a quienes tienen una piel distinta o la nariz un poco más chata que la nuestra, no es un hecho agradable cuando se lo examina con atención”.
Su talento de narrador nos interna en las consecuencias destructivas de uno de los colonialismo más infames –si hay una escala en esta infamia- de todos los tiempos, el de la muy pacífica, mansa y tranquila Bélgica, cuyo rey y cuyas tropas expedicionarias cometieron los más monstruosos crímenes que pueda haber cometido el hombre blanco en un continente que fue escenario de la desatada violencia salvaje y homicida que puede ejercer el hombre blanco, dispuesto a arrebatarle la tierra y la riqueza a sus legítimos dueños.
Nos enteramos de la existencia de un mineral denominado coltan, acrónimo de un misterio llamado técnicamente columbita-tantalita, imprescindible para que los niñitos del mundo civilizado reciban su Play Station en el arbolito de Navidad o para que Motorola, Nokia, Erikcsson y Sony inunden al mundo con sus teléfonos celulares (1) .
Nos enteramos que en el Congo Oriental, justamente a orillas del lago Kivu, a los pies de las montañas Mulenge, se encuentra la reserva estratégica más importante de coltan del mundo y que han sido los grisáceos montículos, acumulados en la puerta de los yacimientos para así aumentar su precio, la causa y financiación de las llamadas Primera y Segunda Guerra del Congo, con el resultado de unos 3.800.000 muertos directa o indirectamente por ellas.
La novela del viejo Le Carré tiene como protagonistas los lenguajes y dialectos que se hablan en la región de los Grandes Lagos: el suajili, la lengua franca del centro de África, el lingala del noroeste del Congo, el shi de los congoleses, el bembe del lago Tanganika, el kinyarwanda hablado por los tutsis, el kinyamulengue hablado por los pastores bunyamulengues de los montes Mulengues, al sur del lago Kivu. Y como telón de fondo el saqueo de las riquezas minerales del oriente congolés por parte de los ruandeses para enriquecimiento de sus putrefactos gobiernos y de los consorcios ingleses, norteamericanos, belgas y holandeses. Sobre los sentimientos de odio que los tutsis de Ruanda han hecho nacer en el corazón de los pobladores del norte del lago Kivu, con sus incursiones de pillaje y violación, ante la indiferencia de los cascos azules de las Naciones Unidas -y el beneficio de varios miembros de su Consejo de Seguridad-sobre la desprotección de los piadosos pastores bunyamulengues -primo hermanos de los odiados tutsis- ante la venganza que los congoleños se toman sobre ellos, Le Carré ha construido una novela que no transcurre en África, sino en la neblinosa Londres y en una isla más neblinosa aún del Mar del Norte. Y sus actores tras las sombras son los organismos de espionaje británicos, una misteriosa empresa off shore, un aristócrata esponsor de ongs preocupadas por el África y los miserables agentes al servicio de la civilizada Europa.
El principal protagonista es un hijo mulato (“cebra”, lo llama otro africano puro) de un misionero jesuita irlandés y de una belleza congoleña que curó sus heridas y apagó su sed, inscripto secretamente y bajo una falsa paternidad en el consulado inglés de Nairobi, a quien su vida en la misión le permitió desarrollar un prodigioso y versátil conocimiento de las lenguas bantúes, así como del inglés y el francés.
Se trata en suma del camino de este negro adaptado, criado con mimos excesivos e ilegales por otro sacerdote jesuita, al morir su propio padre, que encuentra en el transcurso de una semana el verdadero sentido de su vida, el amor de una hermosa nativa de la ciudad de Goma, en el corazón de las tinieblas.
Pero, el viejo fabulador de Poole, el anciano contador de historias de espionaje, expone, sobre todo, el drama sin fin del gran continente cuyas riquezas siguen siendo usufructuadas por “the burden of the white man”, la carga, la responsabilidad del hombre blanco.
Porque como ha escrito Ramiro de Altube en la página de Afrol News: “Sobre la tumba de los 2000 niños y campesinos africanos que mueren por día en el Congo, podemos, distraídos, seguir usando nuestros celulares”.
Pântano do Sul, Isla de Florianópolis, Santa Catarina, Brasil
27 de diciembre de 2007
(1) De acuerdo a lo que parecen ser propiedades fisico-químicas “mágicas”, este mineral es fundamental para las industrias de aparatos electrónicos, centrales atómicas y espaciales, misiles balísticos, video juegos, aparatos de diagnóstico médico no invasivos, trenes sin ruedas (magnéticos), fibra óptica, etc. Sin embargo el 60 % de su producción se destina a la elaboración de los condensadores y otras partes de los teléfonos celulares. El coltan permite que uno de los sueños occidentales se haga realidad; con él las baterías de los minicelulares de bolsillo mantienen por más tiempo su carga, ya que los microchips de nueva generación que con él se elaboran optimizan el consumo de corriente eléctrica. Después de ser usado en un principio para los filamentos de las “lamparitas”, luego fue reemplazado en esta función por el más barato y accesible tugsteno, y parecía condenado al olvido. Sin embargo en las últimas décadas el valor volvió a preñar al coltan, volvió a darle vivacidad, a convertirlo en mercancía. Mucho más cuando se produjo el boom comercial de los teléfonos móviles que en número de 500.000 inundaron el mercado en el 2000. Desde unos años antes, sin embargo, el colombio-tantalio que era extraído en Brasil, Australia y Tailandia había empezado a escasear. La japonesa Sony, por ejemplo, tuvo que aplazar el lanzamiento de la segunda versión del juguete preferido de los niños occidentales, el Play Station, debido a este incordio. El gran aumento de la demanda ha hecho establecer un mercado ilegal paralelo en el Africa central.Afrol News: http://www.afrol.com/es/especiales/13258
(1) De acuerdo a lo que parecen ser propiedades fisico-químicas “mágicas”, este mineral es fundamental para las industrias de aparatos electrónicos, centrales atómicas y espaciales, misiles balísticos, video juegos, aparatos de diagnóstico médico no invasivos, trenes sin ruedas (magnéticos), fibra óptica, etc. Sin embargo el 60 % de su producción se destina a la elaboración de los condensadores y otras partes de los teléfonos celulares. El coltan permite que uno de los sueños occidentales se haga realidad; con él las baterías de los minicelulares de bolsillo mantienen por más tiempo su carga, ya que los microchips de nueva generación que con él se elaboran optimizan el consumo de corriente eléctrica. Después de ser usado en un principio para los filamentos de las “lamparitas”, luego fue reemplazado en esta función por el más barato y accesible tugsteno, y parecía condenado al olvido. Sin embargo en las últimas décadas el valor volvió a preñar al coltan, volvió a darle vivacidad, a convertirlo en mercancía. Mucho más cuando se produjo el boom comercial de los teléfonos móviles que en número de 500.000 inundaron el mercado en el 2000. Desde unos años antes, sin embargo, el colombio-tantalio que era extraído en Brasil, Australia y Tailandia había empezado a escasear. La japonesa Sony, por ejemplo, tuvo que aplazar el lanzamiento de la segunda versión del juguete preferido de los niños occidentales, el Play Station, debido a este incordio. El gran aumento de la demanda ha hecho establecer un mercado ilegal paralelo en el Africa central.Afrol News: http://www.afrol.com/es/especiales/13258