Publico aquí algunos textos a medio camino entre el intento de permanencia de la literatura y la realizada fugacidad del periodismo.
lunes, 23 de abril de 2007
Manuel Vázquez Montalbán
Danilo Devizia
Logró momentos culminantes en el escenario del teatro Alvear, junto a Alberto de Mendoza, interpretando a Juan Sombra, el demonio en la adaptación porteña del Don Juan. La prensa comercial no pudo ignorar su perversa y ambigua interpretación, su infinita delgadez discepoleana, su maligna mirada, su voz meliflua y seductora.
Pasó noches y noches de hambre y wisky, en su intento de no entregar su arte al becerro de oro de la televisión y los bolos en las tiras. Sólo hizo lo que quiso. Cuando no pudo más, cuando la angustia, la soledad, el hambre y la enfermedad lo abatieron se volvió a su pueblo natal, Necochea, con su madre y sus amigos de la infancia.
Lo conocí cuando filmamos Mirta de Liniers a Estambul. Después hicimos Chorros y la última vez que lo contraté fue para hacer un extraordinario y corrompido gerente gay de una disco, La Maga.
Danilo Devizia era intransigente, sensible e inadaptable.
Murió anteayer en Necochea. Fue uno de los más grandes actores argentinos: una especie de Klaus Kinsky rioplatense.
Estoy triste.
Yuyo Pistarini
La vida de su padre, como diplomático representando al Ejército Argentino, hizo que Yuyo estudiara en la Alemania nazi, donde integró a los doce años la Hitlers Jugend y en Inglaterra, como adolescente, asistiendo a los umbrosos claustros de Oxford. Fue oficial de aviación de donde se retiró por no soportar la dura disciplina militar. Estudió en el legendario Massachussets Institute of Technology (MIT) y conoció Hollywood junto con su amigo de juergas, Fernando Lamas. Fue testigo del romance entre este y Lana Turner. Una tarde, después de un abundante asado y no pocas botellas de Malbec, me contó cómo había hecho Lamas para impresionar a la blonda diva.
Fue en la pileta de un hotel de cinco estrellas. El carilindo de Lamas, al cambiarse, puso en su entrepierna, bajo el pantalón de baño elástico que se usaba entonces, un pañuelo, de modo tal de ofrecer a la vista de quien se interesara una turgencia que exageraba sus propias dotes. Caminó lentamente hasta el trampolín, pasando por delante de la reposera de la Turner, subió la escalera y, con gran parsimonia, y haciendo evidente su inflacionado bulto, picó varias veces en la tabla y se lanzó a la pileta. Yuyo me aseguró que fue sólo salir del agua y la que luego sería amante de Johnny Stompanatto -a quien asesinó la hija de la Turner de varias cuchilladas mientras el ítalo americano fajaba a la rubia- ya estaba virtualmente pegada a su lado.
Yuyo Pistarini fue amante de estrellas de Hollywood y de Artistas Argentinos Asociados y amigo de play boys, ministros, presidentes, muchachas de vida alegre y dueños de cabarets. Como una especie de Isidoro Cañones, con quien uno no podía evitar identificarlo, integró la jeneusse doré de la posguerra y se dedicó a la venta de autos y lanchas de alta cilindrada.
Al caer el peronismo fue preso a Las Heras, junto con su padre, por cuya memoria luchó hasta el último momento de su vida. Inició diversas empresas comerciales. Fue, durante algunos años, dictador de la moda porteña y se casó, en los sesenta, con una conocida modelo que aún lleva su apellido.
Fue un amigo leal y afectuoso. Hablaba con esa pronunciación propia de las clases altas porteñas de hace unas décadas, levemente afectada y hasta el último momento de su vida, antes que la enfermedad lo postrase, gozó de todos los placeres que nos depara este valle de lágrimas: bailar en El Verde, escuchar jazz -hablaba de Horacio Armani y de Oscar Alemán como si esta noche tocaran en Gong-, frecuentar simpáticas y bien conservadas veteranas, disfrutar de un Johnny Walker de 25 años o de un Rutini. Ya no circulaba en un Thunderbird descapotable. Pero seguía comprando sus mocasines en Guido.
Esta noche voy a brindar por su imborrable recuerdo.Y todas las discotecas de Buenos Aires deberían haber puesto algún tema interpretado por el Rey Charol y Armando Rolón, de esmoquin y moño, debería haberlo despedido, aquella estúpida noche en que se murió Yuyo Pistarini.
Mario Granero
Todos los 8 de junio, desde hace veinte años, una llamada telefónica, alrededor de las 10 de la mañana, inicia mi día de cumpleaños. Mario Granero, el gordo Granero, llama para saludarme, así como lo ha hecho con todos sus amigos de quienes sabe y jamás olvida el día de su nacimiento. Ayer a la hora de siempre la inconfundible y algo aguardentosa voz del gordo me volvió a saluda. -¡Julito! ¡Feliz cumpleaños, querido!. El gordo Granero, Mario, confirmaba que efectivamente ayer era 8 de junio. Nos hicimos algunas bromas, hablamos mal de algunos y bien de otros, nos cambiamos unos chismes y nos prometimos una cena con amigos comunes.
A la noche, en otro cumpleaños, Mario Granero se desplomó, muerto para siempre.
Así como hay tipos que en una vida son capaces de acumular millones y millones de dólares, como Bill Gates, o millones y millones de enemigos, como Bush, el gordo solamente sabía acumular amigos. Era dueño de la más amplia, heterogénea y rica agenda, con datos que iban desde los agregados de las más ignotas embajadas, hasta presidentes de la Nación, senadores, gobernadores, periodistas y chicas generosas y divertidas.
Quien no estuviera en la agenda del gordo no formaba parte del campo nacional y popular, aún cuando en la misma se encontraban nombres de las más diversas tradiciones e historias.
Peronista de toda la vida, se había iniciado, como tantos otros, en las huestes peinadas para atrás a la gomina de Tacuara. Se contaba de él que una noche, a la salida de un restaurante, en los primeros sesentas, vació el cargador de una pistola entre los pies del ex presidente Arturo Frondizi, en un atentado que le habría costado una estadía en Devoto.
Mario Granero nunca ocupó el centro de la escena, pero siempre estuvo en la escena, como una especie de Zelig, de testigo permanente de los principales sucesos políticos posteriores a los setenta.
En su mesa, a la noche, en la Biela de la Recoleta uno podía encontrar, junto con una gran cantidad de vasos de whisky, a Cafiero, a Ginés García, al Tati Vernet, a Telerman, a Silvia Mercado, a algún periodista de Ambito y uno que otro juez. Alguna vez se lo presenté a Spilimbergo y a partir de aquel día el gordo lo integró definitivamente a su lista de amigos. El día que Spili falleció el gordo me llamó para expresarme su dolor y evocar algunos recuerdos, siempre festivos.
El gordo Granero era un incorregible bohemio, trasnochador y sibarita. Nunca ganó mucho dinero y tuvo una admirable capacidad para gastarlo. Al irse la política argentina ha perdido uno de sus encantos, se ha vuelto más aburrida, más gris.
Y ya no me despertaré el día de mi cumpleaños con su entrañable llamada, que ya he comenzado a extrañar.
Una Chacarera en memoria de un Amigo
Acabo de llegar de un singular homenaje a un muerto.
Vengo de la cena en homenaje y recuerdo a Mario Granero, el Gordo Granero.
Fue en un restaurante de Palermo Viejo con un nombre con resonancias criollas. Estaba repleto. Unas doscientas personas, hombres y mujeres entre los treinta y los setenta años, ocupaban la casi totalidad de las mesas.
Había de todo. Desde Ginés García hasta Radamés Marini. Desde quien esto escribe hasta el Mono Grassi Sussini. Incluyendo a la familia del homenajeado, su esposa y sus hijos.
Hace muchos años, cuando era un adolescente, leí una biografía de Louis Armstrong, el genial hijo de New Orleáns. Me sorprendió el relato de los entierros de los negros. Contaba el trompetista que las oportunidades para tocar su instrumento eran, entre otras, las procesiones rumbo a la Quinta del Ñato, acompañando con el estrépito del dixieland los restos del “brother” a su descanso eterno. Fue en esas dolorosas y festivas columnas donde nació y se hizo célebre el clásico “When the saints go marching in”, convertido, gracias a la creatividad de los descendientes de esclavos, en una de las representaciones arquetípicas de la cultura popular norteamericana.
Ese recuerdo apareció en mi memoria en la cena en homenaje y recuerdo al Gordo Granero.
Leopoldo Marechal, el vate de la alegría combativa que, como el homenajeado, supo enlazar la pasión de la Patria con la de su pueblo y el futuro, definió, con un chiste, ese oscuro paso:
Cierta vez, en un ancho cañadón de Maipú,
le pregunté a una rana que tañía
su vihuela de junco
si era dable y sensible comparar a la muerte
con un sistema refrigerador.
Y ella me dijo, punteando
su cordaje verdecaña:
“Morir es partir un poco.”
Luego, Elbiamor, no es justo dedicar elegías
a lo que apenas es un motivo de vals.
Un tipo cuyo tarea en la vida fue hacerse de amigos, e intentar hacer amigos a quienes muchas cosas enfrentaban, fue despedido, a dos meses de su partida, con una fiesta inolvidable, en la que la zambas y chacareras, los poemas de amor de las zambas y las cuartetas zumbonas de las chacareras, daban combate a la melancolía, a la irreparable pérdida, con la alegría que el divertido muerto brindó a sus seres queridos, su familia y sus amigos. Había algo de indoblegable argentinidad en el ambiente. Devolver al ausente lo que éste había repartido a manos llenas en su fugaz, como el de todos, paso por la vida.
Muchas reflexiones cruzaban mi aturdida cabeza. Entre ellas, una que me acompañó hasta la computadora: el amor a la patria, a su pueblo y su tierra es capaz de generar tantas pasiones como la solidaridad con los desposeídos, con su lucha milenaria por su incorporación al género humano.
En una y en otra visión del mundo la muerte, esa desconocida, es capaz de convertirse en alegría de los que quedan en el campo de lucha. La muerte se puede convertir, sino en vals como pedía Marechal, en zambas seductoras y en festivas chacareras.
Y esto es una ventaja que tenemos con el enemigo.
La ley quieta
Obviamente para los jóvenes de mi generación ver esa película se convirtió en una obligación que nos autoconvencía de nuestro total enfrentamiento al régimen militar usurpador. La concurrencia a su exhibición estaba llena de liturgias conspirativas: ir solo, dar una contraseña cifrada, fijarse que nadie lo siguiese, retirarse de a uno, no provocar desconfianza en el policía de rondín que, en cualquier momento, podía llamar a Coordinación Federal e interrumpir la proyección a la voz de “Manos arriba, todo el mundo contra la pared”.
Por supuesto, después vinieron tiempos mucho peores, en los cuales ni siquiera podíamos sentarnos a una mesa de café, sin que interrumpieran fieros policías o más fieros miembros de las Fuerzas Armadas, pidiendo documentos, palpándonos de armas, preguntado sobre que hacíamos o por qué estábamos ahí sentados. Vinieron tiempos de desaparecidos y fálcones sin patente. Pero no es de esos tiempos que quiero hablar, sino de aquellos, cuando concurrir a la proyección de La Hora de los Hornos era un acto de definición personal frente al “régimen”.
Y el recuerdo viene a cuento porque esta noche he ido a bailar tango, como solía hacerlo semanalmente antes del 30 de diciembre del 2004, y me he convertido por ello, junto con unos doscientos bailarines argentinos y extranjeros, en un transgresor, en un ciudadano que ha violado la ley, el decreto o la resolución que establece la prohibición absoluta de bailar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como consecuencia de la serie de desaguisados y corrupciones que culminaron con la tragedia de República Cromañón, donde no se bailaba, sino que se presenciaba un conjunto de rock en un recinto ocupado por tres veces más personas que lo que su capacidad permitía.
Mi padre, un pampeano de cuando la actual provincia era tan sólo territorio nacional, solía decir de algunas personas presumidas y excesivamente formales que “cuando se arremangan se les ve el culo”. Quería decir con esto que pasaban con extrema facilidad de una actitud a la simétricamente contraria. Algo de eso pasa, creo, con el progresismo porteño. De la anomia corrupta, de la permisividad extrema e irresponsable, han pasado, de la mañana a la noche, y con la carga de culpabilidad que significa la muerte de 191 jóvenes, a su arbitrario opuesto. Han decretado por tiempo indeterminado que no hay más vida nocturna en la ciudad de Buenos Aires, que quienes quieran concurrir a un centro bailable, a un café con show musical, tengan que viajar hasta Vicente López, Avellaneda, Lomas de Zamora u Olivos, ya que en la orgullosa ciudad autónoma esa actividad está prohibida. Poco importa si en esos municipios los lugares cumplen con las normas de seguridad o, siquiera, si existen normas de seguridad. Lo importante para la conducta culpable es actuar, sin fundamentos jurídicos, sin medir las consecuencias, sin pensar en la totalidad del problema, de una manera que parezca que ahora “la cosa va en serio”.
Eran aproximadamente las dos y media de la mañana, estábamos bailando al compás de Angel D’Agostino y alguien apareció en el medio de la pista y pidió que nos sentáramos. Todo el mundo obedeció la consigna. Viejos tangueros, un grupo de bailarinas de tango ucranianas, varias parejas japonesas, o sea, la totalidad de la fauna que puebla desde hace años las milongas porteñas, acató la orden como si se tratara de conjurados.
La música cesó por completo y alguien empezó a leer desde el micrófono cuentos y poemas de un libro de Eduardo Galeano. Éramos doscientos conspiradores que intentábamos evitar que alguna autoridad –la policía, el gobierno de la ciudad, vaya uno a saber- clausurase el local y nos llevase a todos a la comisaría más cercana. Durante veinte minutos las palabras de Galeano fueron escuchadas como en misa por una concurrencia que se había citado para abrazarse al compás de Juan D’Arienzo o de Osvaldo Pugliese. Pude verlo a Miguel Angel Zoto, el bailarín de tango más famoso del mundo, haciéndose el otario y poniendo atención a las palabras de Galeano como si fuera su mayor pasión.
Toda la situación me llevó a aquellas proyecciones de La Hora de los Hornos. De golpe y por obra de la estólida razón burocrática, el tango se había convertido, como en esa película que hicimos con Jorge Coscia, en un baile prohibido. El amigo organizador de la milonga tomó el micrófono e informó que por razones de fuerza mayor esta reunión poética había terminado o de lo contrario la fuerza de la ley la terminaría de otra manera. No pude evitar una carcajada. A este límite había llegado el progresismo a cargo del gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires.
Siempre me pregunté cómo había sido posible que una cosa tan ridícula como la llamada Ley Seca en los EE.UU. pudiera pasar los mecanismos institucionales. ¿Cómo era posible que tomar una cerveza, en una sociedad acostumbrada a tomar cerveza, se convirtiese en un delito mayor? Que el simple hecho de vender una medida de whisky lo convirtiese a uno en un delincuente comparable a un proxeneta, a un extorsionador, a un traficante de heroína.
Hoy he descubierto el mecanismo Un oscuro muchacho de Hurlingham ha impuesto la ley seca, amparado en la indignación que veinte o treinta años de corrupción institucional han provocado en la ciudadanía. Ha instaura la ley quieta. Quien baile en Buenos Aires violenta gravemente la mala conciencia de sus administradores. Y eso es reprimido con toda la fuerza de ley.
Ha muerto Alberto Castillo
Una sola cosa me llena de satisfacción. Murió muchos años después que Julio Cortazar, quien se fue a vivir a Paris, según su propia confesión, para no oír los tangos de Alberto Castillo. Pero antes, otra situación me había llenado de satisfacción histórica. Fue cuando Alberto, lo que quedaba de aquel cantor, que según Aníbal Troilo, jamás desafinó una nota, cantó ante una multitud pequeño burguesa en la plaza Julio Cortázar.
Escuchar sus grabaciones con Ricardo Tanturi sigue siendo una experiencia estética inigualable. Tenía una voz privilegiada. Tenía una entonación que nadie pudo igualar. Y, repito con Pichuco, jamás, ni de viejo, erró una nota.
Vengo del velorio, merecidamente realizado en la Legislatura de la ciudad a la que le cantó los cien barrios porteños. Eran las cinco de la mañana y la guardia de honor de Alberto eran unos 25 pibes y pibas de 18 años de edad. Esa era la gente que se merecía. Esa era la gente que volvió a descubrir a un artista popular sin igual. Los Auténticos Decadentes lo sumaron a su “Siga, siga, siga el baile, al compás del tamboril” y, me consta porque tuve la oportunidad de entrevistarlo en aquella época, Alberto estaba feliz de seguir cantando a su manera con las nuevas generaciones.
Lo vi y lo escuché muchas veces en estos últimos años. Seguía, ya con voz escasa, sin desafinar una nota.
Nadie, pero nadie ha cantado Ninguna, de Dames y Manzi, como Alberto Castillo. Quien dude de su valor que escuche ese tango. Castillo lo ha convertido en un "lied" porteño.
Su voz, su estilo, su repertorio nos lleva a una época gloriosa de la Argentina. Su fama es, simplemente, la aparición de los trabajadores como demanda cultural. Alberto Castillo se lleva con él la mejor Argentina. La de la prepotencia de los trabajadores. La de los grasas con poder adquisitivo. La Argentina cuyo norte era la grandeza de la nación y el bienestar del pueblo.
Nunca podré escuchar El Pescante cantado por Alberto Castillo sin emocionarme.
Nunca podré olvidarme de un cantor popular que murió a los 87 años, muchos años después de Julito Cortázar.
Esto último me compensa la pena de ver a Alberto en el jonca de pino, con el cuello de la camisa grande, con el nudo de su corbata exagerado.
“Está igual”, me dijo el Tigre, un gomía de la milonga. Claro, vivió todo lo que quiso. Fue leal a su gente y amó lo que hacía.
Pepe Libertella: Un tano genial, bueno y porteño
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
César Vallejo
Era un tano por dónde se lo mirara.
Más bien petizo, con varios kilos de más, con una pelada misteriosamente encubierta con largos cabellos del costado de su cabeza y mucha gomina, con setenta años y pico y con una cantidad de madrugadas, de humo de cigarrillos, de volver en el colectivo con la “jaula” entre las piernas, que sobraban para repartir y dejar cansados a un batallón de recolectores de basura. Pero bastaba que a Pepe Libertella le hablaran del tango, le propusieran una presentación en Buenos Aires, para que su conversación se desbordase incontenible en proyectos, en recuerdos, en cariñosos reproches a viejos colegas que ya se han ido, en sabios consejos a los que seguían su huella y en el deseo de hacer escuchar su inolvidable, su único sonido, en Buenos Aires, a su gente.
Pepe, el incansable, el inagotable conversador, estaba cansado, harto ya de recorrer infatigablemente el mundo para juntar los dólares, los euros o los yenes necesarios para poder pasarse unos meses entre los suyos, sus paisanos, y poder presentar el increíble, el portentoso Sexteto Mayor que armara con ese otro tano, viejo dulce y amigable, que hoy debe sufrir como un hermano, Luisito Stazzo.
Estos dos italianos, salidos de una película de Roberto Rosellini o de Victorio de Sica, elevaron esa musiquita de conventillo y organito, ese modesto sonsonete de casa de citas en un maravilloso sonido sinfónico que desataba en las almas de quienes lo escuchaban todo el vendaval de la pasión, el dolor del olvido, la desesperación de la soledad, el regocijo del amor y la amistad. Verlos tocar juntos, Pepe a la derecha del escenario y Luisito a la izquierda, ha sido inolvidable. Codo a codo, los dos tanos llevan con el fuelle la melodía, mientras el ruso del violín despliega todo el venero romántico de su instrumento. Pero de pronto es el momento en que toda la orquesta, todo el torrente sonoro se concentra en estos dos viejos tocadores del fuelle. Se miran apenas. Luisito tranquilo y concentrado en la partitura como si fuera la primera vez –y llevan treinta años haciendo lo mismo-, Pepe, apasionado, rojo el rostro mofletudo por la energía que su cuerpo transmitirá al misterioso sistema de botones y lengüetas, dispuestos arbitrariamente sobre los costados de la jaula, estira, absurdo gusano sonoro, el fuelle con disnea y entre los dos conversan vaya a saber de qué lejanos recuerdos, de qué noches olvidadas o de qué tristes historias del paese lejano.
Y la música vuela cuando Pepe, el tano gordo, sonríe mientras toca, porque nada le gusta más, y Luis, el más flaco y canoso, serio se reconcentra en una nota que no quiere morir. Pero hay un momento en que ya no pueden seguir sentados. El gordo, Pepe, se incorpora casi de un salto sorprendente, pone el bandoneón sobre el muslo de la pierna izquierda que apoya en la silla, abre los brazos para rodearnos a todos con la infinita cinta de Moebius del fuelle, el rostro bañado por el sudor del esfuerzo y el gusto. Y entonces el tango abre las puertas del cielo sobre las que nos precipitamos los simples mortales a descubrir los infinitos placeres del néctar y la ambrosía. Pero el otro italiano no quiere ir a menos, y con mayor lentitud y parsimonia –la que corresponde a su espíritu sereno y sedentario- se pone de pie, levanta su pierna izquierda para desplegar desde allí el arcano de su liturgia concelebrada: sumos sacerdotes, místicos druidas, cuyo puñal de obsidiana es este maldito tango que arranca nuestro corazón del pecho y se lo entrega a los ángeles negros del deseo, a los oscuros pájaros de la nostalgia, a los demonios de los amores perdidos para siempre, a los duendes perversos de la culpa y el olvido.
Pepe murió en París, como presintió Vallejo. Aunque fuera lunes y en invierno.
“Les trottoirs de Buenos Aires”, aquel boliche legendario de los años en que muchos argentinos habían quedado anclados en París por cuenta y orden de una patria sometida al tormento y el saqueo, hizo memorables las veladas del Sexteto Mayor, con las erres guturales de Cortázar y su extraña añoranza por el país que abandonó, con la belleza serena de Chunchuna Villafañe, con la mirada soberbia y melancólica de Pino Solanas, y convirtió a la orquesta de este tano aporteñado y de su amigo Luis en la mejor orquesta de tango del mundo.
Luisito Stazzo se ha quedado muy sólo con el recuerdo entrañable de Pepe.
Pero cada vez que un fuelle se estire hasta el límite mismo de su extensión, cada vez que un nuevo sacerdote de este rito inevitable vuelva a arrastrar las notas, haciendo eterna su momentánea fugacidad, volverá a presentarse este duende de Buenos Aires, este genio metido en los pliegues del bandoneón que es el querido, el inolvidable Pepe Libertella.
Tete: el tango como una eterna y pícara juventud
29 de diciembre de 2004
Una de ellas es que el Tete frecuenta las pistas desde hace muchos años, desde cuando era un pibe veinteañero y, junto con la milonga, descubría el delirio del rock and roll. Todos los viejos sabios coinciden en afirmar que el Tete era un maravilloso, incomparable bailarín del ritmo que Little Richard, Fats Domino, Billie Halley y, por supuesto, Elvis Presley, imponían en la muchachada de la segunda mitad de los años cincuenta. Hay algunos que tan sólo por bajarle el precio, por desprestigiarlo un poco, dicen, cuando oyen mencionar su nombre, que es un gran bailarín del rock.
Pero todo esto no son más que maledicencias de milongueros, injurias vanas y, posiblemente, envidiosas, que pretenden disminuir el arte, la alegría, la pasión y la belleza que el Tete despliega cuando baila el tango.
Ya ha pasado seguramente los sesenta. No llama la atención ni por su elegancia ni por su físico. De estatura media, de anteojos -que se quita para bailar-, canoso y panzón, suele sufrir de una molesta disnea, pero nada de esto le impide desplegar en la milonga la simpatía de un eterno adolescente. El Tete es considerado por todos como un gran amigo. Leal, sincero y generoso recorre las mesas de la milonga recibiendo el respeto de los hombres y la fascinación de las mujeres. Baila y frecuenta los bailes desde que tiene memoria. Siempre tiene un requiebro para una hermosa jovencita o un suspiro para una madura alemana que ha venido a tomar sus clases desde que se enteró que Pina Bausch, la expresionista coreógrafa de danza contemporánea, lo eligió como entrenador de tango para su compañía, mundialmente célebre.
Su baile no tiene, si se lo examina con atención, ni arabescos ni artificiosidades. El Tete baila con la naturalidad de quien camina, siempre pegado al suelo, sin pasos complejos ni inútiles revoleos de pierna, pero pone en su desplazamiento una juvenil pizca de alegría, un cambio de rumbo que sorprende, unos giros que marean, una jovial energía que hipnotiza a su pareja. Es cierto, mueve sus pies con la picardía intencionada y exhibicionista del bailarín de rock. Va corriendo por el piso, apurando un paso en tres tiempos, y, de pronto, se detiene, levanta su pie izquierdo y el derecho da vuelta sobre el eje, imprimiendo a su compañera, siempre bella, siempre joven, un sorpresivo giro que confunde sus pensamientos, pero da ala a la improvisación de sus pies. Su compañera siempre sabe que el Tete jamás exigirá de ella lo que no sabe, jamás intentará demostrarle que baila mejor que ella. Sabe que bailar con el Tete es lograr sacar de ese simple caminar a su lado las infinitas posibilidades de dividir el tiempo, estirar los silencios y dejarse llevar por su brazo eternamente joven.
Y hay que verlo bailar el vals.
Confundido en el abrazo con la mujer, el Tete convierte esa, a veces, ramplona musiquita de carrusel, en una verdadera fiesta. Corre por la pista como si estuvieran, él y su pareja, sobre patines. Y cuando la orquesta empieza a desplegar la armonía de esa romántica música creada en la corte de Francisco José y cruzada con el ritmo inventado en los conventillos porteños, el Tete inicia su ciclo de vueltas y vueltas, impulsando a su pareja en figuras jamás pensadas, dominando una pista que se ha convertido ya en el escenario de su vida. El Tete inventa el vals cada vez que lo baila. Y la muchacha que lo acompaña descubre que lo está inventando con ella. Que ella también participa, por la habilidad creadora de su efímero compañero, en la evanescente, fugaz hermosura de dos cuerpos que crean al desplazarse un sentido a la brevedad de la vida: el de la belleza compartida.
Carlos Copello: Un rito nupcial
Pero, insisto, prefiero verlo en la milonga: su blanquísima y criolla sonrisa, sus guiños intencionados y su capacidad de convertir este baile, que nació entre hombres, en un rito nupcial sin ceremonia, en un llamado de amor al que responden algunas de las mujeres más hermosas de Buenos Aires.
Carlos Gavito: el bailarín inmóvil
No me digas adiós
Osvaldo Soriano
Porque es así como me pongo a escribir. A la noche, cuando me voy a la cama, me entra a trabajar el mate. Y se vienen todos como en manifestación. Los personajes, digo. Siento la cabeza como el 60, con la diferencia que ninguno de los pasajeros pagó boleto. Se colaron, viajan de garrón. Y dicen cosas. Chamuyan entre ellos, están alborotados y todos quieren salir en el cuento. Cierro los ojos, pero no para dormirme. Para que no se me vayan, para que se queden ahí, dando vueltas como en una calesita. Y es difícil pararlos y decirles, por ejemplo, a vos, Gordo, te tengo que contar.
No puede ser que nadie sepa que yo, nada menos que yo, te corregía las faltas de ortografía de esos cuentos medio como de Ray Bradbury que escribías con la secreta esperanza de que El Eco de Tandil te los publicara. Pará, Gordo, sentate un cacho. Tomate algo. Llevame de nuevo en la Gilera y gritale al cura Actis, cara de cardenal putañero: ¡A Cuba, cura, a Cuba! Hacé que me dé vergüenza de nuevo, pará, Gordo, no seas boludo, que yo voy al colegio de curas y me lo tengo que aguantar todos jueves en la capilla, no seas pelotudo, no ves que me juna. Y cagate de risa de nuevo, Gordo, Falstaff provinciano. Hacé de cuenta que estamos en la puerta de casa y nos quedamos, sin apuro, acá nomás en la vereda. Todavía te emocionás con eso de di, camarada sol, no te parece una tremenda burrada regalarle este día al patrón, Prevert viejo y peludo. ¿Cómo era que escribías siempre? ¿Si yo tendría, era? Analfa, tananai. En la Industrial no te enseñaron el subjuntivo. Cada huevada que me traés escrita para que te la corrija, te tengo que explicar que se dice si yo tuviera…
Vení, Gordo, aguantame un cacho, contame, ¿ya escribiste de nuevo las Crónicas Marcianas con prólogo de Borges y todo? No, yo no tengo mucho que hacer. Ya sé que hay gente, pero que esperen, los escribo otro día. Nadie los manda a venirse todos juntos, a tomar el mismo colectivo. Hoy te quiero escribir a vos, porque no puedo dejar de inventarte desde que te encontré en una mesa de novedades en una librería de Copenhague. Me chamuyabas en danés, Gordo. ¿Cómo hiciste? En ese idioma inconcebible me decías algo así como que yo no te digo adiós. ¿En qué andás? ¿Le querés cazar la parola al viejito Juan Fugl? ¿Querés que te lean en su idioma las dinamarquesas de la calle Chacabuco, esos chacareros colorados que se llamaban Eric o Ronald y los peones les decían Enrique o Rolando, para hacerla fácil?
Y claro que no me decís adiós si yo quiero inventarte, campeón de moto en Cipoletti, pero ¿a quién le ganaste?, ¿era una carrera de no videntes? Esperá, Gordo, que quiero escribir un cuento un poco más largo, si te piantás me quedo sin material narrativo y además quiero que me digas la verdad. Dejá que los otros personajes vengan otro día, que hagan cola, que saquen número, que llamen por teléfono, pero hoy vos no te me escapás. Por ahí me quedo dormido y andá a saber cuando te vuelvo a ver. Con lo transitada que tengo la sabiola. En la sala de espera hay una multitud. Pero a vos, Gordo, te juné enseguida y te hice pasar primero. Porque vos tenés que explicarme cómo fue el asunto aquel del cuento de la araña. Vamos, Gordo, no te hagás el fesa. El cuento ese que te publicó Nario que siempre tuvo berretines artísticos y hasta llegó a sacar algo sobre el Tata Dios en Todo es Historia… ¿Que si Nario era de Amigos del Arte? No jodás, Gordo. Después de cómo veinte años y más guita tirada en análisis que la mierda vengo a entender que los Amigos del orto –¡que sutileza, Gordo, para los chistes teníamos en Tandil, eh!- habían sido ni más ni menos que los chivos emisarios que los bufarrones del Club Hípico tenían para aguantarse su ocio de terratenientes –los pocos- y pelagatos –los muchos-.
¿Vos creés que no se puede escribir de esto porque a nadie le importa un pito lo que pasó en Tandil en aquella época? No me embarullés, pará. Es probable, Gordo, pero me importa a mí, y a vos. Y si te encuentro en una librería de Copenhague, hablándome en danés desde la solapa de un libro, tengo todo el derecho del mundo de convertirte en personaje de un cuento y a la vez tener con vos una serie de sobreentendidos y chistes secretos. Pero, pará la mano con esto. Vos me querés desviar de mi pregunta anterior.
Decime, el cuento de la araña esa que sube y se resbala y vuelve a subir y se vuelve a resbalar y, vuelta la burra al trigo, comienza nuevamente la ascensión y así como diez veces, pero el lector, que es un boludo, no se aviva que se trata de una araña y entonces después de contar en dos carillas las dificultades de la vida se viene sobre el personaje, la araña, algo así como un aguacero, pero de la gran puta, una especie de catarata que arrastra todo lo que encuentra, personaje incluido, hasta un agujero negro y tenebroso y aparece una vocecita, que sos vos mismo imitando a una nena, que dice mamá, ¡volvieron las arañas a la pileta del baño! Y el lector, yo, se da cuenta que era una araña, ¡oh!, ese cuento, Gordo, lo escribiste vos o era cierto que lo plagiaste de un libro de inglés, como dijo ese otro hijo de su madre que mandó una carta al diario con una traducción de un cuento que era demasiado parecido al que vos mismo habías escrito.
¿Qué hacés, gordo?
Sos capaz de irte y dejarme sin respuesta. ¡Qué quilombo que se armó! Pero no seas tonto, Gordo, no te lo tomés así. A mí qué me importa si un personaje me sale plagiario. No son cosas mías y a esta altura del campeonato no me voy a hacer la virgencita pudorosa. Además, sinceramente, no creo para nada que un personaje mío puede ser tan poca cosa. Yo creo en el personaje, viste. Tapame la boca con la carta de Julito Cortázar que tenías colgada en un marquito al lado de la catrera. Así yo aprovecho y te muestro la que me mandó Perón, escrita a máquina, eso sí, porque no éramos tan amigos como para que me mandara una manuscrita.
Pero, cortala. Después cambiamos figuritas, si querés. Lo que te quiero decir es esto. Vos no tenías la más puta idea de dónde quedaba Bélgica o, para ser más exactos, Bruselas. Pero en el único lugar del mundo en que soñabas vivir era en Bruselas, porque Julito había nacido allá. Y el Julito había tenido un rato libre, habiendo nacido allá y trabajando, pobre, como traductor de la UNESCO, para mandarte una cartita a… Tandil.
¡Qué personaje que sos, Gordo! Sí, ya sé que te tenés que ir, pero esperá que te relate un poco. Disculpame, estaba pensando, ahora que me saludás en danés, podés aprovechar a escribir los cuentos de Andersen o las obras completas de Kierkegaard. No te chivés, si sos un personaje simpático, como todos los gordos. Pero nos enojamos con aquellos chanchos que dudaban de tu honestidad y te defendimos en todo momento. Mandamos unas cartas furibundas al matutino pequeño burgués de izquierda tandilense. Y no te dejamos de dar manija en ningún momento. No faltó el que llegó a usar un argumento irrefutable: si hubiera querido plagiar, en vez de usar la misma araña en el mismo baño, el Gordo hubiera usado una hormiga en un picnic. Y tenía razón, Gordo, tan boludo no eras, ¿no?
Pero, perdoname, ¿te quedó algún complejo con el idioma a raíz de esa experiencia traumática en plena crisis juvenil? No, te pregunto porque me da la impresión que en otro relato en que te encontré como personaje insistías demasiado en convencernos a los giles que pagamos un vagón de mangos después de Rodrigo para ver tus andanzas rodeado de gente importante, que ha hecho películas y todo, y convencernos, digo, de que no sabías inglés. Pero antes que te vayás, tengo gente esperando, personajes, buenos tipos, viste, y andá a saber cuando nos volvemos a encontrar, explicale al lector cómo termino la cosa. Contale, dale, decile el versito al señor, nene. Explicale que el cuento de la pobre arañita, que pongo las manos en el fuego lo escribiste vos solito, mientras la vieja te traía unos mates, te permitió largar la Metalúrgica y no volver a ver más al colorado Selvetti, que todavía anda buscando un André Gorz que lo pinte, y se te acabaron los madrugones y el salir medio dormido en la Gilera, con ese frío ojetudo que hace en Tandil en invierno, y pasaste de obreracho raso que cada mañana de primavera repetía en la puerta de la fábrica di, camarada sol, no te parece una tremenda burrada regalarle este día al patrón, a la categoría de periodista de tiempo completo. Y pudiste comenzar a hacer las crónicas del clásico Santamarina-Ferro Carril Sur y hasta alguna reseña del tradicional enfrentamiento entre El Solcito y Napaleofú por el campeonato de la Liga Agraria, en el mismo diario que te había publicado aquella milonga de la arañita trepadora.
Gordo, que hacés, ¿te ofendiste? Pucha que estás cambiado como personaje. Si te vas a poner así te podés ir un poquitito a la mierda. No, ya no sos el mismo. Y bueno, disculpame, no fue mi intención, pero sabés que pasa, últimamente todos los personajes me vienen medio cambiados. Chau, Gordo.
Decime adiós, aunque sea, Gordo…
La primera nevada del invierno
Tenías tiempo para tu primer cigarrillo del día. Buscaste alguna cara conocida, algún chileno o uruguayo con quien pudieras conversar sin mayores esfuerzos durante el viaje. No viste a nadie. Por lo menos a nadie que te justificara el gasto de la charla. En una segunda etapa trataste de encontrar algún sueco que reuniera las dos condiciones esenciales: que lo conocieras y que fuera lo suficientemente locuaz como para mantener quince minutos de conversación. También esta búsqueda te resultó infructuosa. Te decidiste a fumar apoyado sobre el ventanal de la sala de espera, mientras mirabas un grupo de fornidos rubios que a diez grados bajo cero trabajaban en los últimos arreglos del nuevo andén. Ocho y diez saliste de la sala e espera y trataste de buscar el lugar en la plataforma que te permitiera quedar exactamente al lado de la puerta del tren, cuando éste se detuviera. Todos los días jugabas una apuesta similar. Si hubiese sido punto y banca hubieras perdido una fortuna. La mayoría de las veces, cuando llegaba el tren, quedabas en el medio de dos vagones, lo que según tus cálculos, muy a grosso modo, era el punto más lejano posible de una puerta. Ello te significaba diecisiete minutos de parado, rodeado de portafolios, cochecitos de bebé y adormilados viajeros. Pero tuviste suerte. Las puertas se abrieron delante mismo de tu nariz, rápidamente subiste al vagón y ocupaste uno de los pocos lugares libres, el espacio del medio en un asiento para tres personas. El tren partió. La cara de solterona prematura de Sylvia, la alemana de Brasil, prometía explicarte las enormes dificultades de ser mujer, madre y reina en un mundo de cambios. El aviso aclaraba: Exklusivt samlag med drottningen. La propuesta te sobresaltó un poco. Volviste a leer más cuidadosamente, Exklusivt samtal med drottningen
Calculaste que estabas llegando. Te despertaste completamente. El tren salía del corto túnel que hay cerca de la estación Central. Te levantaste. Miraste hacia el asiento para asegurarte que no olvidabas nada y te paraste al lado de la puerta para descender. Por la ventana viste como el andén iba poco a poco frenando, hasta detenerse completamente. Durante un corto pero intenso instante contemplaste las caras impertérritas que del otro lado del vidrio esperaban para entrar. Por fin se abrieron las puertas.
Bajaste.
Afortunadamente desde la estación Once no tenías necesidad de tomar nada para llegar hasta las oficinas del partido. La multitud te llevó hasta la punta del andén. Decidiste salir por el lado que da a la plaza Miserere.
La noche anterior te habías acostado bastante tarde. Habían estado conversando sobre el nuevo gabinete, después de la caída de López Rega. Al recordarlo, te llevaste la mano a la cintura para comprobar por centésima vez el peso y la forma del pequeño revólver que desde hacía unos meses incluía tu vestuario habitual. Se había dado la orden de que todos los que tuvieran alguna tarea de responsabilidad y fueran más o menos conocidos debían llevar un arma. Y vos estabas en esa categoría difusa. Y como cada vez que volvías a tomar conciencia de que estabas armado te asaltó el recuerdo de la peluquería. Había sido un mes atrás. Habías salido de una reunión a eso de las tres de la tarde y decidiste cortarte el pelo. Fuiste a una de las peluquerías del centro. Puede haber sido Basile, en Esmeralda. Afuera hacía frío y vos andabas muy abrigado. Entraste, te sacaste el sobretodo. Miraste a tu alrededor. Las maquilladas manicuras, con sus coquetos uniformes, mostraban las piernas y el escote a sus clientes en mangas de camisa. Todos daban la impresión de estar sentados en una terraza en un hotel del Caribe. Decidiste sacarte el saco. Y en ese momento reparaste que tenías el revólver encima. El haberte mostrado en un lugar público atestado de gente con un arma en la cintura daba alas a tu apenas reprimido exhibicionismo. Pero las indecibles consecuencias que ello podía acarrear frenaban un tanto tu primer impulso. Pero además hacía calor. Y esta situación no había sido nunca contemplada en las conversaciones que sobre el uso del arma habías tenido en la dirección. Y resolviste hacerte cortar el pelo con el grueso saco de tweed puesto y la camisa empapada en transpiración. Tres veces le tuviste que explicar al peluquero que no, que efectivamente no deseabas sacarte el saco.
Sonreíste.
- Metieron dos bombas en el local. Carlos se había ido a dormir ahí, porque parece que tenía un quilombo en la casa. La explosión lo partió en dos.
Marie-Claire descubre América
A Antonella Dolci
Marie-Claire no tiene la menor idea de quién es Héctor Gagliardi. Puede recitar de memoria dos o tres sonetos de Rimbaud, en un francés que no tiene nada de parisino. A Mallarmé lo leyó a los quince años en una primera edición, tomada de la biblioteca de uno de los abuelos, un severo pastor protestante, admirador de Pascal y de Blanca de Aquitania. Proust no tiene secretos para ella y los bizcochos Madeleine eran el obvio ingrediente a la hora del té en la Provenza de los tíos. Pero de Gagliardi no sabe lo que se dice un corno.
Ahora bien, resulta que Marie-Claire se enamora perdidamente de José Ignacio. Chileno, inmenso, desbordante, entrador y guitarrero. Marie-Claire dice que lo conoció en un seminario de Lucien Goldman. Eran los años sesenta, Ho Chi Minh, por dos, por tres, por muchos más Vietnam, cuando cada becario latinoamericano era un Che Guevara venidero en la graciosa fantasía de todas las Marie-Claire de Europa. Como digo, Marie-Claire se enamora perdidamente de José Ignacio. Viven dos años en París, mientras el chileno termina su doctorado en ciencias sociales y Marie-Claire su licenciatura en Letras. En aquella época descubre la novela latinoamericana y aprende a recitar largos párrafos del Canto General, en un español que no tiene nada de santiaguino.
Pero Gagliardi, nones.
Pero, como digo, Marie-Claire no había leído, entonces, ni leería jamás a Héctor Gagliardi.
Y llegaron a Ezeiza. Como aún faltaban unas horas para su avión a Santiago, Víctor Hugo exigió en hacerle compañía. Durante las dos o tres horas de espera Marie-Claire recibió las más variadas advertencias sobre el carácter de los hombres chilenos. Se tuvo que negar varias veces a la propuesta de volverse a Europa y renunciar a su aventura, que Víctor Hugo consideraba a todas luces descabellada, y aceptó con resignación la compasión benevolente del taxista poeta cuando la despidió en el hall central del aeropuerto. El viaje, por supuesto, no le costó nada, puesto que Víctor Hugo se negó terminantemente a convertirse en cómplice del engaño del que iba a ser objeto mi cálida amiga, cobrando el viaje.
Y El Triste sonreirá desde su cielo de trenzas y percal.
Quisiera saludar a la señora
a J.E.B.que fue mi amigo hace como veinte años