De golpe, temprano a la mañana, un
como chupón en la punta superior del abdomen. La necesidad de
respirar profundamente y una transpiración fría y extraña. Al rato
la sensación desaparece, pero hay algo que no está funcionando como
de costumbre. Me ducho, me visto, saco el auto y hago una serie de
trámites pendientes. La extrañeza no se va del cuerpo aunque
tampoco empeora ni entorpece el resto de los sentidos. Así se
va la mañana. Al llegar a la Casa del Bicentenario, la caminata de
una cuadra para comprar fichas para el estacionamiento se hace
interminable, agotadora. El bolso con libros y la computadora se
vuelve la cruz del Gólgota y la vuelta a la máquina tickeadora, el
cruce del Valle de la Luna sin cantimplora.
Llego, por fin, a mi oficina, me saco
el saco, tomo un enorme vaso de agua helada, porque la sed se había
vuelto insoportable e interrumpo una reunión en el despacho de la
directora al quejido de:" ¿Tenemos algún servicio de
ambulancia? Porque me siento mal..."
En ese momento la escena comienza a
acelerarse. Se levantan los que estaban en la reunión. Todos corren
a ayudarme. Me acompañan hasta un sillón. Me piden que me acueste.
Aparece un ventilador, alguien me desabrocha el cinturón y todas
esas cosas que tienen un doble efecto: descubrir la diligencia de los
amigos en ayudar y considerar la seriedad de la situación que los
mueve a semejante actividad. Y alguien llama a la ambulancia.
Mientras tanto, me viene a la memoria algo que escuché al Chango
Rodríguez hace muchos años, después de haber sufrido una agudo
cuadro cardiológico. En una entrevista con Nicolás Mancera, le
dice: "Tenía el corazón como pato en una bolsa". Algo así
sentía, sin haber visto jamás un pato en una bolsa, pero pudiéndolo
imaginar.
Llega por fin el servicio de ART
contratado oportunamente. Un médico rubio y flaco y su escudero
morocho y gordito. Me tocan, me sacan la camisa, me mete una aguja en
el brazo y cuelgan una botella que parece que tuviera Absolut Vodka,
por lo menos el color es parecido. La presión está bien. Aparece un
aparato con la forma de un octopudus, ocho brazos de goma con
chupetes en las puntas. Se inicia entonces el electrocardiograma,
mientras casi todo el personal de la Casa Nacional del Bicentenario
asiste a una escena de ER. “Tenés una arritmia” dice el médico
con un tono que expresaba más preocupación que la mía.
En un momento se produce un conflicto
de jurisdicciones respecto al electrocardiograma, ya que la directora
de la Casa con fines exclusivamente de diagnóstico -su hermano es un
distinguido cardiólogo- le pide el resultado del electro. El galeno
le responde que él es el que está a cargo de la situación a lo que
recibe como respuesta un golpe de chapa: Yo soy la responsable este
lugar. "Yo soy el responsable de este señor en arritmia y con
una una aguja en la vena desde donde le damos Absolut Vodka".
Posiblemente haya dicho suero.
Después vino el debate sobre las
jurisdicciones entre la ART y la obra social que demoró la decisión,
mientras el pato seguía sacudiéndose a su antojo y sin criterio
alguno. "Hablen con fulano y con mengano -dos buenos amigos que
facilitarían el trámite-", dice el arrítmico, con voz
languidecente, y ante el miedo que el pato se escape de la bolsa a
raíz de cuestiones jurisdiccionales. Y ahora viene lo mejor.
Yo viajé dos o tres veces en
helicóptero. Recorrí la costa del Mar Báltico en un velero. Anduve
en trineo y en motos para nieve. Viajé montado en una autobomba
radiante y colorada. Pero nunca había logrado realizar mi sueño:
viajar en una ambulancia con la sirena a todo sonar y una voz
metálica que gritaba a los distraídos: ¡A un lado! ¡A un ladol! o
lo que sea que gritan las ambulancias.
Mientras tanto el médico rubio me
contaba que en esa ambulancia había viajado gente famosa. "Recién
vi un folleto sobre Leonardo Favio", me dice. "bueno, ahí
donde va ud. viajó Leonardo Favio". "Y también Sandro".
Con voz trémula me atreví a
preguntarle si había viajado algún otro que hubiera sobrevivido. No
me pudo dar precisiones. Pero, por fin, viajaba en una ambulancia.
La entrada en la camilla al Sanatorio
Anchorena me permitió además gozar del famoso plano camilla que
aparece en todas las películas sobre médicos y hospitales. Esa
imagen contrapicada, casi contracenital, en la que pasan rápido
techo, luces, techo, luces, mientras alrededor se oyen voces de
urgencia o, quizás, de desesperación.
Pero mi viaje fue muy
corto. Entré en una prodigiosa sala de observación, en la que
además de maravillosos aparatos se veían cajas de plástico con
etiquetas donde se podía leer: Kit de parto, Kit completo de
traqueostomía, Set urológico y otros equipos completos para las
atrocidades que se cometen en una sala de guardia.
Y ahí estuve, nuevamente enchufado a
una bolsa de Absolut Vodka y a una máquina que hacía un pertinaz y
molesto pip pip pip, que al cabo de una hora uno desea que haga un
ruido continuo y sostenido, aunque en ello le vaya la vida.
Me
enchufaron el índice a esa extraña pinza que vaya a saber lo que te
lee, quizás las impresiones digitales o el zódíaco chino. Me
sacaron sangre y me visitaron dos o tres médicos. La doctora clínica
me preguntó, después que yo le contara los remedios que tomaba, si
tomaba alguna otra cosa. No pude evitarlo: "Mucho vino", le
dije.
La cardióloga era una agraciada
española, la doctora Inés Granada, que me hizo acordar a una
película con José Sacristán, donde yo era José Sacristán. Me era
difícil atender sus explicaciones porque su acento me producía
otras lindas sensaciones.
En resumen, coño, que no tuve más que
una arritmia supraventricular que, oye, no es nada maligno y, majo,
no tiene consecuencias. Pero sería bueno que te hicieras algunos
estudios para que sepamos, tú entiendes, de donde te ha salido este
pato en la bolsa, recuerdo vagamente que me dijo y me dio el alta,
mientras se alejaba displicentemente.
Y esto es todo, mis amigos. Me tendré
que hacer un holster, parece, y una prueba de esfuerzo. Propuse una
prueba del menor esfuerzo y no me lo aceptaron ninguno de los
especialistas.
Buenos Aires, 28 de febrero de 2014