Annagreta era
rubia, de ojos de un azul claro, sin llegar a celeste. Alta y
delgada, pero de fuerte contextura. Espaldas anchas que sostenían
rotundos pechos escandinavos. Tenía voz gruesa, aunque femenina, y
solía hablar en un tono más fuerte que sus compatriotas, siempre
tendientes al hablar en voz baja. Cuando la conocí, siendo un
expatriado meridional en un suburbio de Estocolmo, Annagreta ya se
había separado de su marido y criaba dos hermosas mellizas rubias,
Petra y Pernila, a las que educaba en un ambiente cosmopolita de
inmigrantes griegos, turcos, chilenos, argentinos y uruguayos, sus
amigos, con discos de Mikis Teodorakis, Violeta Parra y Mercedes
Sosa. La finlandesa Arja Sajonmaa cantaba Gracias a la Vida y el
holandés Cornelis Vreeswijk interpretaba los poemas del trovador
sueco del siglo XVIII, Carl Michael Bellman.
Annagreta había
tenido un agitada juventud en los vertiginosos años '60, era
simpatizante del VPK (Partido de Izquierda de los Comunistas) y
discutía con frecuencia con mis amigos del SAP (Partido Obrero
Socialdemócrata). Nada de eso le impedía su dedicación a pequeñas
artesanías textiles y de madera, el cuidado de sus hijas y encabezar
los reclamos habitacionales y de urbanización ante la municipalidad
y su empresa de viviendas.
Annagreta fue una
maravillosa amiga. Me hizo conocer a los poetas suecos que le
gustaban, empezando por Ebert Taube -que fue durante unos años
ciudadano argentino-, Ivar Lo-Johansson y Moa Martinsson. Y fue
también la amiga de esa gran familia de suramericanos a los que, con
su afecto, su camaradería y su fuerte personalidad, los ayudó a
comprender y, finalmente, a querer esa extraña tierra de inviernos
eternos y veranos fugaces y resplandecientes. Gracias a ella, esos
siete años de exilio lograron tener momentos inolvidablemente
felices y gratos, de hermosos Midsommarafton, de cálidas mañanas de
Santa Lucía. Annagreta consiguió que la nostalgia nunca superase la
felicidad de encontrar en Septentrión amigos que serían para
siempre.
Su pastel de
ruibarbo sería, desde esa época, el agridulce sabor del exilio
sueco y los numerosos snaps de aguardiente que tomamos juntos,
gracias a ella y a otros queridos amigos, nunca se convirtieron en la
amarga embriaguez del desasosiego y el desarraigo.
Cuando volvimos a
Estocolmo a filmar Mirta de Liniers a Estambul, Annagreta y sus
amigos alquilaron nada menos que un castillo cercano a Jakobsberg
para reunir a todos los viejos amigos y celebrar el regreso, el
reencuentro y agasajar al grupo de directores, actores y técnicos
que me acompañaban. Mis amigos serían siempre sus amigos. En su
casa, en su cocina y en su dormitorio, filmamos varias de las escenas
de Mirta y su turco enamorado.
Una tarde de
verano llegó hasta nuestro departamento con un vestido largo, blanco
y una también blanca capelina y, colgando de su hombro, su cámara
fotográfica.
-Vamos a vestirnos
muy elegantes, me dijo, y vamos a sacarnos fotos al bosque.
Me puse mi saco
blanco y Soledad, mi hija menor, se puso también su vestido largo de
fiesta y nos sacamos una decena de fotos. Hoy he encontrado sólo
esta. Estamos de espalda. Somos jóvenes y Soledad una niña.
En 1996 volví a
visitarla. Vivía en una pequeña casita en Flen, una aldea de 6300
habitantes al oeste de Estocolmo, en el distrito de Södermanland,
con una hermosa estación de ferrocarril. Pasamos un día juntos,
recordamos viejos amigos, bellos momentos, tomamos cerveza y snaps y,
quiero recordar, comimos pastel de ruibarbo.
Hoy me cuentan que
Annagreta acaba de fallecer de un derrame cerebral, el mismo maldito
accidente que se llevó a Isabel, la amiga de Annagreta, y madre de
mis hijas. Ya hacía unos años que su vibrante cerebro no era lo que
había sido, pero para mí seguía siendo muy grato saber que
Annagreta estaba allí, cuidada por sus mellizas, hoy ya hermosas
mujeres que, gracias a Annagreta, hablan español y son felices y
agradecidas de haber tenido una infancia rodeada de hombres y mujeres
de todo el mundo.
Tenía pensado
encontrarme con Annagreta este verano septentrional. Hubiera sido una
fiesta celebrar el Midsommar con ella, aunque ya no pudiésemos
recordar esos viejos tiempos. Ya no va a ser posible.
Pero en mi
corazón, en el de Guadalupe y en el de Soledad, Annagreta Segerberg
será siempre la paráfrasis de un pueblo generoso, abierto y
solidario. Conocimos y hemos querido a una de sus mejores hijas.
Podemos decir, nosotros, argentinos que nos negamos a aceptar la
muerte de nuestros grandes hombres y mujeres, que Annagreta vive.
25 de enero de
2018