Después del
congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, del año 1903,
llevado a cabo en una iglesia de Londres -y en el cual se crearon las
dos grandes fracciones conocidas por la historia como bolcheviques y
mencheviques-, el abogado ruso Vladimir Ulianov, conocido por sus
seguidores como Lenin, un “nom de guerre” derivado del río Lena
que atraviesa San Petersburgo, encaminó sus pasos, en compañía de
Esperanza, su mujer, a Suiza. Las arduas y enojosas discusiones del
congreso, cuya preparación había llevado más de un año, lo habían
agotado y decidió tomarse un descanso en Suiza, en la región
cercana a Ginebra.
Recordaba esto
cuando en la tarde de hoy nuestro generoso amigo Bruno, un geógrafo
con una larga experiencia de trabajo social en América Latina, nos
llevó a conocer su “chalet” en lo alto de una de las montañas
que rodean el hermoso valle de Charmey.
Comenzamos a
ascender en su auto mientras nos alejábamos algo de la aldea de
Charmey. La conversación giró alrededor de la “edad de oro del
queso”, cuando la región de Gruyere se convirtió en la principal
exportadora de quesos del mundo. Era el siglo XVII y los campesinos
de las laderas de los Alpes franco-suizos, con sus vacas
friburguesas, fueron descubiertos por las cortes de toda Europa por
el sabor y la calidad de sus quesos. La región había encontrado una
“comodity” que enriqueció a esos campesinos y a sus afamadas
queserías. Los pastos de las laderas alpinas daban a sus productos
un sabor irremplazable. De todo eso veníamos conversando cómodamente
instalados en su auto, cuando nos avisó que aquí terminaba el
camino y que a partir de ese momento deberíamos seguir caminando,
dando la vuelta de todo un cerro, hasta llegar a su chalet.
Era como si
estuviéramos en medio de la filmación de Heidi o de La Novicia
Rebelde, pero sin actores ni equipo de filmación. Altos pastizales,
florcitas silvestres, onduladas laderas de verdes cerros que
tendríamos que subir a pie, chapoteando un poco sobre un suelo que
rezumaba agua, ya que me olvidé de mencionar que aquí, en verano,
llueve casi todos los días. Ok, pensé, si Lenin lo había hecho,
¿por qué no intentarlo? Al fin y al cabo no era de las cosas más
difíciles que Lenin había hecho.
Y allá nos dirigimos. Subimos y subimos durante unos quince minutos, hasta
llegar a un bosque de coníferas, umbrío y húmedo. Los rayos del
sol se filtraban por entre las altas copas de los árboles y el
estrecho sendero a veces casi desaparecía al borde de una profunda
quebrada boscosa. Por un momento, recordé nuestras infantiles
aventuras en el Parque Independencia de Tandil. Ese bosque alpino
tenía un cierto olor a aquellas módicas ascenciones, pero como con
una producción multimillonaria, pensaba, mientras intentaba con
dificultad recuperar el aliento.
Por fin salimos
del bosque y desde allí pudimos ver, a unos cien metros, el
“chalet”. Una construcción en piedra y madera, con techo a dos
aguas, construido con pequeñas piezas de madera que, a modo de
escamas, permiten que se escurran las frecuentes lluvias, había sido
anteriormente establo de vacas. En esta región, la Gruyere, el
centro mundial del queso, se practica aún el secular sistema de
pastura, por la cual, durante el invierno los animales viven en
establos alimentados a forraje, hecho con las pasturas del lugar, y
en verano el rebaño de vacas emigra hacia la altura - “l'alpage”
se llama la operación- a comer los pastos frescos, mientras los
pastos de abajo son cortados y guardados para ser usados en el
invierno. Todo ese sistema se denomina la “poya”, igual que el
cuadro que adorna cada frente de un chalet de la región, ilustrando
el ascenso de las vacas hacia la altura. Cosas que me contó mi amigo
Bruno, que también es un defensor de todas estas costumbres
tradicionales.
El campesino, hace
unos años, decidió desprenderse de ese establo y, previa
desafectación como propiedad agraria, se lo vendió a mi amigo. Lo
de la desafectación también vale la pena de contar. En esta región
de Gruyere, en el Cantón de Friburgo, la propiedad inmobiliaria
agraria no puede cambiar de finalidad. Es decir, no se pueden vender
casas y tierras dedicadas a la agricultura y a la ganadería lechera
para hacer casas de fin de semana o, ni siquiera, para residencia.
Además de evitar la especulación sobre la tierra, la legislación
tiene como finalidad mantener la producción agraria, evitar tanto el
abandono de las actividades campesinas tradicionales, como la
sobreexplotación turística. Es decir, todo bien con el paisaje,
pero, como solía decir Spilimbergo, primero los dientes, después
los parientes.
Por lo tanto, si
alguien quiere vender algún pedazo de su propiedad, debe justificar
que no le resulta economicamente útil su conservación y, luego,
desafectarla como propiedad agraria, para poder ser utilizada
simplemente como residencia, sin finalidad económica.
Llegamos por fin
al “chalet”, el paraíso que Bruno se ha prometido cuando se
jubile. Sus paredes de roca tienen unos cuarenta centímetros de
espesor, recibe electricidad de una placa solar y es muy amplio, con
una cocina económica a leña, otra estufa también a leña y amplios
espacios que aún no ha logrado terminar de arreglar, pero que
convertirán al “chalet” en una magnífica vivienda de unos
doscientos metros cubiertos y con una vista sobre todo el valle de
Charmey que corta el aliento.
Por primera vez en
mi vida tuve el placer de cocinar en una cocina a leña. Un risotto
con hongos fue el menú que habíamos previamente elegido, que
acompañamos con un vino rosado del Rin que Bruno guardaba en la
sombra y el fresco de la casa.
Bien, hasta aquí,
la historia que comenzó con un recuerdo de Lenin paseando con
Nadezhda por las cercanías de Ginebra y terminó escanciando un
espumante fresco y burbujeante a más de mil metros de altura,
mientras la lluvia cubría toda la región.
Como ven, Suiza no
es tan solo el lugar de las cuentas secretas. Es también el lugar de
mis cuentos públicos.
Charmey, 11 de
junio de 2018
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