sábado, 7 de diciembre de 2019

A la inmortalidad de un viejo amigo que por inmortal se ha ido
























Vivir como si fuéramos inmortales,
convencidos, hasta el último momento,
de que la inmortalidad se asegura
en la fugacidad de ese convencimiento.

Este pequeño gigante,
nacido en la tierra de los lobos marinos
que impresionó al propio Juan de Garay,
y que acaba de dejarnos,
me contó una noche de hace años que su padre,
heredero de viejas tradiciones socialistas,
le mostró -el pequeño gigante era un niño-
un retrato de un hombre serio, de barba blanca
y un extraño monóculo colgando sobre su negra solapa.

“Se llama Carlos Marx, Luisito”,
me contó que le había dicho.
“Fue un gran hombre y dedicó su vida
a luchar por los pobres y los explotados”,
y sus palabras, me dijo,
no se borraron jamás de su memoria.

La seriedad de su padre joven al decirlo,
el peso sacramental de esas palabras,
hicieron que Luisito, ya convencido de ser inmortal,
dedicase todo el tiempo que su inmortalidad le permitió
a ser fiel a un destino paterno que le dio sentido
a cada uno de los infinitos momentos
que conformaron su inmortal vida.

Luis Gargiulo no entró en la inmortalidad,
vivió y murió inmortalmente,
aún cuando la muerte tocase muy de cerca
la hermosa familia que armó en el medio de la pelea,
aún cuando la desazón y el fracaso fuesen el resultado
de dedicarle su vida a luchar
por los pobres y los explotados.

Y ahora que has entrado en la inmortalidad
de la memoria,
el recuerdo, la evocación y la historia
tu pequeña estatura de gigante desterrado
tu risa, tus dichos pampeanos,
tu ironía de dios sin religión ni liturgia,
se han hecho eternos,
tan eternos como la inmortalidad
con que enfrentaste la vida, la lucha
y la esperanza inmortal y tozuda
de que la vida solo vale
si estamos convencidos
que somos inmortales.

Luis Gargiulo vivió.
Esa fue su victoria.

Buenos Aires, 6 de diciembre de 2019


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