Vivir como si
fuéramos inmortales,
convencidos, hasta
el último momento,
de que la
inmortalidad se asegura
en la fugacidad de
ese convencimiento.
Este pequeño
gigante,
nacido en la tierra
de los lobos marinos
que impresionó al
propio Juan de Garay,
y que acaba de
dejarnos,
me contó una noche
de hace años que su padre,
heredero de viejas
tradiciones socialistas,
le mostró -el
pequeño gigante era un niño-
un retrato de un
hombre serio, de barba blanca
y un extraño
monóculo colgando sobre su negra solapa.
“Se llama Carlos
Marx, Luisito”,
me contó que le
había dicho.
“Fue un gran
hombre y dedicó su vida
a luchar por los
pobres y los explotados”,
y sus palabras, me
dijo,
no se borraron jamás
de su memoria.
La seriedad de su
padre joven al decirlo,
el peso sacramental
de esas palabras,
hicieron que
Luisito, ya convencido de ser inmortal,
dedicase todo el
tiempo que su inmortalidad le permitió
a ser fiel a un
destino paterno que le dio sentido
a cada uno de los
infinitos momentos
que conformaron su
inmortal vida.
Luis Gargiulo no
entró en la inmortalidad,
vivió y murió
inmortalmente,
aún cuando la
muerte tocase muy de cerca
la hermosa familia
que armó en el medio de la pelea,
aún cuando la
desazón y el fracaso fuesen el resultado
de dedicarle su vida
a luchar
por los pobres y los
explotados.
Y ahora que has
entrado en la inmortalidad
de la memoria,
el recuerdo, la
evocación y la historia
tu pequeña estatura
de gigante desterrado
tu risa, tus dichos
pampeanos,
tu ironía de dios
sin religión ni liturgia,
se han hecho
eternos,
tan eternos como la
inmortalidad
con que enfrentaste
la vida, la lucha
y la esperanza
inmortal y tozuda
de que la vida solo
vale
si estamos
convencidos
que somos
inmortales.
Luis Gargiulo vivió.
Esa fue su victoria.
Buenos Aires, 6 de
diciembre de 2019
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