Anoche
me vi una hermosa, cautivante película: El
Joven Marx,
de Raoul Peck.
Peck
es un director negro, haitiano, criado en el Congo, Francia, con una
peculiar formación educativa. Hizo su escuela primaria en Kinshasha,
luego estudió en Nueva York y en Orléans, donde obtuvo su
bachillerato. De ahí estudió ingeniería industrial en la
Universidad Humboldt de Berlin. Trabajó un año como chofer de taxi
en EE.UU., para luego ser periodista y fotógrafo, hasta que, en
1988, se recibió de director de cine en la Academia de Televisión y
Cine de Berlín Occidental.
La
película es excelente. Los primeros tres minutos constituyen,
posiblemente, la mejor síntesis expresiva de la crisis y
contradicción entre el capitalismo y el viejo régimen de los
miserables principados, condados y ducados de la Alemania anterior a
Bismarck.
Cito
a César Rendueles, crítico de cine de El País:
“Al
principio de El joven Karl Marx se ve un bosque en el que unos
campesinos alemanes recogen leña. Un anciano reprende a un niño que
estaba intentando arrancar una rama de un árbol, pues solo se llevan
la leña caída. En ese momento aparecen a caballo unos soldados
armados que masacran a los campesinos. Mientras, se oye una voz en
off que resulta ser la de un Marx veinteañero leyendo un manuscrito
en la redacción de un periódico de Colonia en 1843, inmediatamente
antes de que el ejército irrumpa para clausurar la publicación. Se
trata del Rheinische Zeitung, un diario liberal crítico con el
absolutismo prusiano en el que Marx publicó una serie de artículos
denunciando los cambios legislativos que criminalizaron el derecho
consuetudinario a recoger leña de los campesinos de la región de
Mosela. Es un tema del que Marx prácticamente no se volvió a ocupar
hasta que lo recuperó en El capital,donde relaciona el origen del
mercado de trabajo capitalista con la expropiación violenta de los
bienes comunes tradicionales. Del mismo modo, durante mucho tiempo
los intérpretes de Marx apenas prestaron atención a esta cuestión.
En cambio, en las últimas décadas, los “comunes” ocupan un
lugar crucial tanto en la práctica política como en la obra de
autores marxistas como David Harvey, economistas como Elinor Ostrom o
historiadores como Peter Linebaugh o Silvia Federici.
Y
ese es solo el primer minuto de la película”.
Pero
para quienes, cuando teníamos la edad de esos dos muchachos,
engreídos, sabelotodos, románticos y generosos, los leímos y
descubrimos una manera de encontrar un hilo conductor, brillante y
vibrante, que nos permitiese comprender, dar sentido e interpretar el
mundo al que empezábamos a entrar, la película tiene el sabor de
encontrarse con viejos amigos.
No
sólo con el joven Karl, bohemio fumador, de sonrisa sarcástica, de
ironía fácil y mirada sobradora, sino con el burguesito cajetilla
de Freddy. Y con la refinada Jenny, que extraña su Lenschen, la niña
de su edad que fue su amiga y mucama y partera y hasta, dicen las
malas lenguas, la madre del hijo varón de Marx, Edgar, que murió en
Australia. Y con la gran hija del glorioso proletariado irlandés,
como la llamó Franz Mehring a la pelirroja Mary Burns, la mujer, la
concubina de Freddy. Pero también con Arnold Ruge, del que no
teníamos su rostro, o de Steiner y Bruno Bauer y los críticos
críticos a los que Karl desprecia con sorna y malevolencia.
Me
encontré con viejos amigos y fui testigo de anécdotas que ya había
leído, que me conocía de memoria, como cuando el joven Moro, pobre,
con una mujer hermosa, una hija bellísima y otra en camino, le
pregunta al gendarme que lo echa de Francia, si la orden de expulsión
es del Rey de Francia o de Prusia.
La
película es mucho más que una biopic, como se ha dado en llamar a
este tipo de obras biografícas. El haitiano -¿no es maravilloso que
sea un haitiano, el país más pobre de América Latina, el país que
nació del único levantamiento esclavo triunfante en la historia de
la humanidad, el que haya logrado filmarla?- logra una perfecta
relación dialéctica entre la acción y el pensamiento, entre la
necesidad de la práctica y la necesidad de la teoría, y presenta el
momento en que el pensamiento más alto y deslumbrante de la Europa
moderna comienza a conformarse y encontrar su camino.
La
película termina con los cuatro jóvenes, tienen todos alrededor de
treinta años, escribiendo a la luz de una vela, con los dedos
entintados, y bebiendo vino, cubiertos de manuscritos y cuartillas
que se confunden, el Manifiesto del Partido Comunista, un partido que
no existía aún.
Su
texto, sobre imágenes que llegan hasta la actualidad y con Bob Dylan
cantando Like a Rolling Stone, es el mismo que leímos cuando, como
decía, teníamos la misma edad que esos muchachos. Y lo hemos
seguido haciendo año tras año, junto con muchas cosas más que nos
enriquecieron esa lectura.
Buenos Aires, 21 de
marzo
de 2018
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