miércoles, 21 de marzo de 2018

Mis viejos amigos, los jóvenes Karl y Freddy



Anoche me vi una hermosa, cautivante película: El Joven Marx, de Raoul Peck.
Peck es un director negro, haitiano, criado en el Congo, Francia, con una peculiar formación educativa. Hizo su escuela primaria en Kinshasha, luego estudió en Nueva York y en Orléans, donde obtuvo su bachillerato. De ahí estudió ingeniería industrial en la Universidad Humboldt de Berlin. Trabajó un año como chofer de taxi en EE.UU., para luego ser periodista y fotógrafo, hasta que, en 1988, se recibió de director de cine en la Academia de Televisión y Cine de Berlín Occidental.
La película es excelente. Los primeros tres minutos constituyen, posiblemente, la mejor síntesis expresiva de la crisis y contradicción entre el capitalismo y el viejo régimen de los miserables principados, condados y ducados de la Alemania anterior a Bismarck.
Cito a César Rendueles, crítico de cine de El País:
Al principio de El joven Karl Marx se ve un bosque en el que unos campesinos alemanes recogen leña. Un anciano reprende a un niño que estaba intentando arrancar una rama de un árbol, pues solo se llevan la leña caída. En ese momento aparecen a caballo unos soldados armados que masacran a los campesinos. Mientras, se oye una voz en off que resulta ser la de un Marx veinteañero leyendo un manuscrito en la redacción de un periódico de Colonia en 1843, inmediatamente antes de que el ejército irrumpa para clausurar la publicación. Se trata del Rheinische Zeitung, un diario liberal crítico con el absolutismo prusiano en el que Marx publicó una serie de artículos denunciando los cambios legislativos que criminalizaron el derecho consuetudinario a recoger leña de los campesinos de la región de Mosela. Es un tema del que Marx prácticamente no se volvió a ocupar hasta que lo recuperó en El capital,donde relaciona el origen del mercado de trabajo capitalista con la expropiación violenta de los bienes comunes tradicionales. Del mismo modo, durante mucho tiempo los intérpretes de Marx apenas prestaron atención a esta cuestión. En cambio, en las últimas décadas, los “comunes” ocupan un lugar crucial tanto en la práctica política como en la obra de autores marxistas como David Harvey, economistas como Elinor Ostrom o historiadores como Peter Linebaugh o Silvia Federici.
Y ese es solo el primer minuto de la película”.
Pero para quienes, cuando teníamos la edad de esos dos muchachos, engreídos, sabelotodos, románticos y generosos, los leímos y descubrimos una manera de encontrar un hilo conductor, brillante y vibrante, que nos permitiese comprender, dar sentido e interpretar el mundo al que empezábamos a entrar, la película tiene el sabor de encontrarse con viejos amigos.
No sólo con el joven Karl, bohemio fumador, de sonrisa sarcástica, de ironía fácil y mirada sobradora, sino con el burguesito cajetilla de Freddy. Y con la refinada Jenny, que extraña su Lenschen, la niña de su edad que fue su amiga y mucama y partera y hasta, dicen las malas lenguas, la madre del hijo varón de Marx, Edgar, que murió en Australia. Y con la gran hija del glorioso proletariado irlandés, como la llamó Franz Mehring a la pelirroja Mary Burns, la mujer, la concubina de Freddy. Pero también con Arnold Ruge, del que no teníamos su rostro, o de Steiner y Bruno Bauer y los críticos críticos a los que Karl desprecia con sorna y malevolencia.
Me encontré con viejos amigos y fui testigo de anécdotas que ya había leído, que me conocía de memoria, como cuando el joven Moro, pobre, con una mujer hermosa, una hija bellísima y otra en camino, le pregunta al gendarme que lo echa de Francia, si la orden de expulsión es del Rey de Francia o de Prusia.
La película es mucho más que una biopic, como se ha dado en llamar a este tipo de obras biografícas. El haitiano -¿no es maravilloso que sea un haitiano, el país más pobre de América Latina, el país que nació del único levantamiento esclavo triunfante en la historia de la humanidad, el que haya logrado filmarla?- logra una perfecta relación dialéctica entre la acción y el pensamiento, entre la necesidad de la práctica y la necesidad de la teoría, y presenta el momento en que el pensamiento más alto y deslumbrante de la Europa moderna comienza a conformarse y encontrar su camino.
La película termina con los cuatro jóvenes, tienen todos alrededor de treinta años, escribiendo a la luz de una vela, con los dedos entintados, y bebiendo vino, cubiertos de manuscritos y cuartillas que se confunden, el Manifiesto del Partido Comunista, un partido que no existía aún.
Su texto, sobre imágenes que llegan hasta la actualidad y con Bob Dylan cantando Like a Rolling Stone, es el mismo que leímos cuando, como decía, teníamos la misma edad que esos muchachos. Y lo hemos seguido haciendo año tras año, junto con muchas cosas más que nos enriquecieron esa lectura.
Buenos Aires, 21 de marzo de 2018

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