Ha muerto Alfredo
Carlino. La noticia me llega como una trompada, una trompada esperada
y para la que uno tensó los abdominales. Pero la trompada me dobla
igual, me quita el resuello.
Ha muerto Alfredo
Carlino. Busco a Alfredo Gobbi, el Violín Sentimental del Tango, un
nombre, una orquesta y una época a la que Carlino estaba
irremediablemente atado. Y escuchando Racing Club me pongo a pensar
en Carlino, en el petizo Carlino, en el duende de la noche peronista,
en ese gnomo encantado de pueblo argentino, de Perón, de Evita, de
17 de Octubre, de Gatica, de los mitos de la Resistencia, de los
caños, del Retorno.
-¡Pero, querido!,
me vuelve a sonar en el oído mudo de la memoria la voz carraspienta
de Alfredo, con su disnea y su inolvidable, excepcional, única,
imbatible e insuperable energía de vivir, de pelear, de discutir, de
imponerse sobre el olvido gorila, sobre los fusilamientos, sobre los
crímenes de la oligarquía. ¡Querido!, me vuelve a gritar en el
oído mudo, son todos gorilas, eso es lo que pasa, ¡querido!
Alfredo fue lo más
parecido a un antiguo skald vikingo que pudo haber dado
nuestra epopeya argentina. Cantaba con voz gruesa y metáforas
transparentes a las sagas populares, a los héroes anónimos de la
mersa, a las victorias de su tribu y lloraba por las derrotas, por
los muertos en combate, por la desmemoria y el silencio.
El viejo boxeador,
el vendedor de libros de psicología, el enamorado de todas las
psicólogas -lacanianas o no- de Buenos Aires, fue uno de los últimos
argentinos vivos que podía dar testimonio personal de esa tarde
única, con el solcito de octubre, en la Plaza de Mayo.
-¡Yo estuve en la
Plaza, querido!, decía Alfredo y setenta años de historia pasaban
por su relato alborotado, a pura fuerza de un corazon que empujó
torrentes de sangre, cataratas de alegría, agitadas tropillas de
palabras exaltadas, apasionadas, calientes y turbias, como las
multitudes que habitaban su memoria.
-¡Yo lo conocí,
querido!, decía Alfredo cuando surgía el nombre de algún viejo
peronista, de algún antiguo dirigente gremial, para elogiarlo o para
putearlo. Y de nuevo aparecían los años de la lucha resistente, de
la proscripción, de fugaces reuniones en olvidados cafés, de
encuentros murmurados, sin nombres propios, en sindicatos o en casas
de familia convertidas en unidad básica.
Alfredo Carlino
fue nuestro poeta, lo quisimos y lo admiramos como nuestro poeta, el
hombre destinado por los dioses a contar la saga de nuestra
realización como pueblo y como nación. Ocupaba con honor y dignidad
ese lugar y sabía que su tarea era para que nada de esto, nada de
nuestra epopeya cayese en el olvido.
La
ceguera social de Jorge Luis Borges le impidió conocer al gran skald
del siglo XX que gestó nuestra ciudad de Buenos Aires, tan ajena, a
veces. Este enorme hijo de Buenos Aires, este porteño empedernido,
heredero directo de José Hernández, llenó con su palabra, con su
irresistible empuje, con su humanidad desbordante, los momentos de
gloria y de dolor de la militancia peronista. Su poesía será para
siempre el testimonio de varias generaciones argentinas que dedicaron
su vida, su inteligencia y su voluntad a la construcción de un país
independiente, justo y soberano. Y se las aguantó hasta el día
siguiente de que todos saliéramos a la calle a gritarle a estos
cajetillas que este pueblo no se olvida de quienes son y lo que
hicieron.
Nuestro
bardo se ha ido. Todos los atorrantes, todos los trasnochados y todos
los madrugadores, todos los insomnes, las putas y las fabriqueras,
las muchachas del servicio doméstico, los obreros de la UOM y de la
curtiembre, los cartoneros y recicladores, los monotributistas a la
fuerza y los pibes que la pucherean como pueden, todos nosotros, en
suma, vamos a brindar por vos Alfredo, esta noche.
Que
la tristeza no empañe el honor y la alegría de haberte tenido con
nosotros, de haber oído tu voz inolvidable, y repetir como si
estuvieras delante y haciéndote un poco de burla:
-¡Querido!
Buenos
Aires, 25 de marzo de 2018
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