Este
es Julio Fernández, mi papá. La foto puede ser de ca. 1952. Y, si
no recuerdo mal, fue tomada una Navidad. Mi padre cumplía años el
16 de junio. De ahí que no celebráramos especialmente el Día del
Padre, porque solía coincidir con el de su cumpleaños. Yo, a mi
vez, cumplo años el 8 de junio, de manera que esa no celebración se
transmitió a mi posterior familia y nunca fue un día especialmente
recordado.
Mi
padre era el hijo menor de 12 hermanos de una familia de inmigrantes
leoneses que llegaron a Santa Rosa, La Pampa, a pocos años de su
fundación. Su madre, Adela de la Mata, era una dura y seca española
que hachó leña para la cocina económica y le dio de comer a sus
gallinas hasta el día mismo de su muerte a los 85 años. No era una
mujer cariñosa. El padre de don Julio era un pacífico carpintero
que, según sus recuerdos, sufría los permanentes y destemplados
tratos de doña Adela.
A
partir de la adolescencia tuve con mi padre una relación difícil.
Era un buen hombre, trabajador e inteligente, que sin mucha
preparación escolar, logró ascender socialmente, sobre todo en un
período en que ese ascenso social se hizo posible, es decir, con el
peronismo. Y que por esa misteriosa ley sociológica que caracteriza
a la Argentina, odiaba al peronismo con el mismo entusiasmo con que
despreciaba a los criollos o cabecitas negras o negros de mierda como
solía definirlos sin mucha corrección política.
Era
curioso. En mi memoria se suma ese desprecio a los hombres y mujeres
del país, a los que caracterizaba como irremediablemente vagos, con
una peculiar aversión a los españoles que, pese a su larga estancia
en el país, continuaban pronunciando el castellano como si recién
hubiesen bajado del barco.
Este
último sentimiento logré entenderlo en mi residencia en Suecia. Los
niños no quieren ser diferentes a la sociedad en la que se instalan
o son instalados. La pronunciación del idioma local con un acento
extranjero los diferencia de los otros niños, los hace sentir raros,
extraños.
Tuve
con él una maravillosa relación siendo niño. Yo era su primer hijo
y, para colmo, parecía que les había salido inteligente, de gran
memoria, educado y un buen recitador de poesías infantiles. De esto
último tengo un vívido recuerdo, ya que era casi una rutina que,
ante las diversas visitas a la casa, Copete, o sea yo, tuviese que
recitar largos versos patrióticos o fábulas de Esopo que,
milagrosamente, aún conservo en mi memoria.
Pese
a que a mi padre le gustaba mucho el fútbol y hasta había jugado en
la Liga Pampeana siendo un muchacho, no logró transmitirme ese
gusto. Quizás en su cabeza pensó que yo estaba dotado para otros
menesteres y determinó que yo era un "patadura".
Determinación errónea, porque verdaderamente no lo soy y siempre
tuve buena condición física y motriz, como puede testimoniar -y lo
ha hecho- Alejandro Dolina a cuyo equipo le metí seis goles en un
memorable papi fútbol que disputamos en Tandil, durante un viaje.
En
esos años infantiles, recuerdo, era un juego cotidiano que yo
descubriese el chiste en los entonces famosos Grafodramas de Medrano
que salían diariamente en La Nación. O que solucionase con el los
crucigramas del mismo diario. Y le debo a él haber leído en esos
años casi toda la colección Robin Hood y el Tesoro de la Juventud
que llenaban la modesta biblioteca que había armado casi solo para
mi disfrute literario.
Pero
a partir de la adolescencia y, luego, en la juventud esa relación se
terminó. Cambió. Mi padre era intolerante. Tenía una casi
imposibilidad de aceptar un pensamiento diferente al suyo, formado
básicamente en su vida profesional y en sus relaciones sociales. Le
desagradaba lo que no entendía o le resultaba complicado además de
una difícil incomprensión por las turbulencias espirituales de un
adolescente. Había en él algo como un temor a la independencia que
comenzaba a aparecer en el que hasta ese momento había sido su
admirador incondicional.
Eso
significó un relativo alejamiento que duró hasta mi retorno del
exilio en Suecia. Y aún después, pese a todo, la relación fue
difícil y tensa. Llegué a estar varios meses sin dirigirle la
palabra y sin visitarlo con mi familia a su casa -el departamento
donde hoy vivo-.
Hoy,
al finalizar este día del Padre, he intentado recordarlo. Me han
quedado sus dichos, sus refranes.
"Petizo
que no es compadre, no es petizo, es agachado".
"Tiene
menos efecto que una huelga de curas".
"Hay
que hacerle creer que es ligero para que corra".
Y
algunos gestos, ademanes y actitudes que el espejo se encarga de
devolverme.
Don
Julio fue un buen hombre, un gran amigo de sus amigos e hizo todo lo
posible por darme una educación y una cultura que el no pudo tener.
Eso se lo agradeceré eternamente.
16
de junio de 2019
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