Recuerdo exactamente aquella noche del 11 de septiembre de 1973.
Vivía con Isabel y Guadalupe, que tenía dos años, en un pequeño departamento en Avellaneda, en Mendoza y Galicia. Durante todo el día habíamos estado recibiendo las noticias que llegaban de un Santiago arrasado por la furia oligárquica y por la conspiración imperialista.
Allende había muerto en La Moneda, bombardeada por el fuego criminal de la reacción. Llegué a casa y cenamos como todos los días, hablando sobre lo que ocurría en Chile. Era el Día del Maestro, en Argentina e Isabel no había ido a trabajar. Y mientras en la televisión pasaban las imágenes terribles del bombardeo a La Moneda escribí esas líneas que posteé más arriba.
Posiblemente, la noche que se inició ese día quedó atrás. Vendrán seguramente otros amaneceres y otros atardeceres, pero hoy el pueblo chileno, el que fue masacrado en Iquique, en las vísperas de la Navidad de 1907, el que defendió Balmaceda hasta el suicidio, el Chile de Fernando Alegría y de Pablo Neruda, el de Gabriela y el de Violeta, el de Víctor Jara y el de Nicanor Parra, todo el Chile de mis queridos amigos que en cuarenta y siete años jamás, ni un día, dejaron de soñar con que las alamedas prometidas por Chicho volverían a abrirse, ese Chile, ¡mierda!, vive ese momento epifánico en donde todo es posible "donde el hombre forjará de la mañana a la noche,/donde lento vencedor, someterá a las cosas/persiguiendo los efectos, buscando las grandes causas/pasando encima de todo, como se monta a caballo", como escribió el adolescente Rimbaud ante el espectáculo de la Comuna.
Viva Chile, ¡mierda!
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