La fecha de hoy, la melancolía silenciosa de la tarde, con pocos autos en la calle, "la vida, esas cosas, quién sabe lo qué" me empujaron a enviar este cuentito. Fue escrito hace veintiséis años y a miles de kilómetros de Buenos Aires. Me gustó releerlo, conserva cierto espíritu, cierto sabor, que todavía permiten traer al presente aquellos años.
Jakobsberg, 1980
Tomaste el tren de las ocho y trece, en la estación Jakobsberg. En la noche había caído la primera nevada del invierno. Lentamente, durante horas, había crecido una gruesa capa blanca que había nivelado todos los contrastes, cubierto las abolladas latas de cerveza, los papeles, la pertinaz hierba del verano pasado, la carretera, los techos, las balaustradas de los balcones, los rellanos de las ventanas; igual que en los dibujos de las historietas, pero sin color, cada saliente, cada superficie estaba decorada con una algodonosa puntilla.
Tu tren era el último que corría cada cuarto de hora. Lo tomabas muy seguido, cada vez que tenías que viajar hasta Estocolmo, porque te daba el tiempo justo para llegar hasta la agencia, dejas los dibujos y volver al departamento a las diez de la mañana. Como de costumbre la estación se iba llenando con las caras serias y ensimismadas de siempre. Pero la gente no se había acostumbrado aún a esos fríos primerizos, todavía conservaba en la piel la suavidad del eterno y fugaz sol del verano y se había amontonado en la sala de espera, después de los molinetes. Como de costumbre, miraste el reloj de la pared –algo que habías descubierto era que no necesitabas reloj pulsera; por doquier encontrabas los malditos aparatos que denunciaban cuántos minutos tarde ibas a llegar-.
Tenías tiempo para tu primer cigarrillo del día. Buscaste alguna cara conocida, algún chileno o uruguayo con quien pudieras conversar sin mayores esfuerzos durante el viaje. No viste a nadie. Por lo menos a nadie que te justificara el gasto de la charla. En una segunda etapa trataste de encontrar algún sueco que reuniera las dos condiciones esenciales: que lo conocieras y que fuera lo suficientemente locuaz como para mantener quince minutos de conversación. También esta búsqueda te resultó infructuosa. Te decidiste a fumar apoyado sobre el ventanal de la sala de espera, mientras mirabas un grupo de fornidos rubios que a diez grados bajo cero trabajaban en los últimos arreglos del nuevo andén. Ocho y diez saliste de la sala e espera y trataste de buscar el lugar en la plataforma que te permitiera quedar exactamente al lado de la puerta del tren, cuando éste se detuviera. Todos los días jugabas una apuesta similar. Si hubiese sido punto y banca hubieras perdido una fortuna. La mayoría de las veces, cuando llegaba el tren, quedabas en el medio de dos vagones, lo que según tus cálculos, muy a grosso modo, era el punto más lejano posible de una puerta. Ello te significaba diecisiete minutos de parado, rodeado de portafolios, cochecitos de bebé y adormilados viajeros. Pero tuviste suerte. Las puertas se abrieron delante mismo de tu nariz, rápidamente subiste al vagón y ocupaste uno de los pocos lugares libres, el espacio del medio en un asiento para tres personas. El tren partió. La cara de solterona prematura de Sylvia, la alemana de Brasil, prometía explicarte las enormes dificultades de ser mujer, madre y reina en un mundo de cambios. El aviso aclaraba: Exklusivt samlag med drottningen. La propuesta te sobresaltó un poco. Volviste a leer más cuidadosamente, Exklusivt samtal med drottningen
Calculaste que estabas llegando. Te despertaste completamente. El tren salía del corto túnel que hay cerca de la estación Central. Te levantaste. Miraste hacia el asiento para asegurarte que no olvidabas nada y te paraste al lado de la puerta para descender. Por la ventana viste como el andén iba poco a poco frenando, hasta detenerse completamente. Durante un corto pero intenso instante contemplaste las caras impertérritas que del otro lado del vidrio esperaban para entrar. Por fin se abrieron las puertas.
Bajaste.
Afortunadamente desde la estación Once no tenías necesidad de tomar nada para llegar hasta las oficinas del partido. La multitud te llevó hasta la punta del andén. Decidiste salir por el lado que da a la plaza Miserere.
La noche anterior te habías acostado bastante tarde. Habían estado conversando sobre el nuevo gabinete, después de la caída de López Rega. Al recordarlo, te llevaste la mano a la cintura para comprobar por centésima vez el peso y la forma del pequeño revólver que desde hacía unos meses incluía tu vestuario habitual. Se había dado la orden de que todos los que tuvieran alguna tarea de responsabilidad y fueran más o menos conocidos debían llevar un arma. Y vos estabas en esa categoría difusa. Y como cada vez que volvías a tomar conciencia de que estabas armado te asaltó el recuerdo de la peluquería. Había sido un mes atrás. Habías salido de una reunión a eso de las tres de la tarde y decidiste cortarte el pelo. Fuiste a una de las peluquerías del centro. Puede haber sido Basile, en Esmeralda. Afuera hacía frío y vos andabas muy abrigado. Entraste, te sacaste el sobretodo. Miraste a tu alrededor. Las maquilladas manicuras, con sus coquetos uniformes, mostraban las piernas y el escote a sus clientes en mangas de camisa. Todos daban la impresión de estar sentados en una terraza en un hotel del Caribe. Decidiste sacarte el saco. Y en ese momento reparaste que tenías el revólver encima. El haberte mostrado en un lugar público atestado de gente con un arma en la cintura daba alas a tu apenas reprimido exhibicionismo. Pero las indecibles consecuencias que ello podía acarrear frenaban un tanto tu primer impulso. Pero además hacía calor. Y esta situación no había sido nunca contemplada en las conversaciones que sobre el uso del arma habías tenido en la dirección. Y resolviste hacerte cortar el pelo con el grueso saco de tweed puesto y la camisa empapada en transpiración. Tres veces le tuviste que explicar al peluquero que no, que efectivamente no deseabas sacarte el saco.
Sonreíste.
Después de la reunión, Carlos te había contado sobre Pamela. Sobre Pamela y él. Sobre Pamela, él y su mujer. Y Carlos tenía miedo. No sólo de que su mujer se enterara. Al fin y al cabo estaba casi seguro que ella lo sabía. Tenía más bien miedo de que Pamela lo atrapara. Lo obligara a decidir. Y él no quería elegir entre las dos. Y vos lo escuchaste sin saber qué decirle. Sin entender bien su miedo. Y te explicó durante horas que estaba enamorado de las dos mujeres. Y que su sueño más íntimo era poder vivir con las dos. Y se rieron. Se despidieron a la una de la mañana, cansados y con la boca pastosa de cigarrillos.
Cruzaste Pueyrredón hasta la recoba. El pegajoso olor a fritanga te hizo eructar. Algunos pajueranos salían del hotel para cumplir las diligencias que los habían traído hasta Buenos Aires. Dos santiagueños jóvenes estaban baldeando uno de los bares. Con los pantalones arremangados y los zapatos rezumando agua, escurrían un caldo grisáceo y espeso de puchos, servilletas y aserrín. Esquivaste con pequeños saltos los charcos de ese líquido infame. En el kiosco de la esquina de Pueyrredón y Rivadavia te detuviste a mirar las tapas de las revistas, hasta que cambiara la luz del semáforo. Cuando levantaste la vista hacia la vereda de enfrente recordaste que el Gran Jefe te había contado que en uno de esos edificios vivía o había vivido el Astrólogo de los Siete Locos. Que allí ejercía ilegalmente la odontología, su verdadera y prohibida pasión. El Gran jefe no dejaba de impresionar a todos con su cantidad de anécdotas, que invariablemente incluían personajes hoy famosos con ínfimos soñadores de trasnoche, charlatanes y tipos raros. Y como las contaba en el medio de las más serias discusiones, en las circunstancias más graves, los interlocutores quedaban normalmente azorados por la libertad asociativa de Palma, su irónico y a veces cruel sentido del humor.
Seguiste caminando por Jujuy y entonces viste los coches de la policía. Cuatro patrulleros obstruían el tráfico en el cruce con Alsina. Cincuenta o sesenta personas se habían reunido en actitud de curiosos. Se movían de un lado al otro sin alejarse del lugar. En la puerta del hotel alojamiento viste a dos presuntas mucamas que miraban hacia la esquina y conversaban entre sí.
Nuevamente recordaste que estabas armado.
Te metiste en La Perlita para ver si había algún compañero que te contara lo que pasaba. Los mozos te conocían pues allí solías almorzar a menudo. Uno de ellos te indicó que en el fondo del salón estaban tus amigos. Te dirigiste hacia ellos. El restaurante estaba casi vacío. Cuando llegaste a la mesa Roberto te dijo:
- Metieron dos bombas en el local. Carlos se había ido a dormir ahí, porque parece que tenía un quilombo en la casa. La explosión lo partió en dos.
Inevitablemente pensaste en Pamela y en la mujer de Carlos. La frivolidad de la asociación te avergonzó. Apresurado saliste del bar para ver lo que había quedado. Ya en la calle notaste que nuevamente había comenzado a nevar. Con suavidad caían sobre Wasagatan copos enormes y estériles. Te pareció que este año el invierno había empezado más temprano.
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