Tus abuelos habrán llegado en un barco,
encadenados y flacos.
Seguramente en Retiro, sobre la misma barranca,
los vendieron.
-No había estaciones,
ni trenes,
ni hoteles cinco estrellas-
Cinco estrellas tristes y llorosas iluminaron, quizás,
su primera noche en la barrosa aldea,
junto a ese río que parecía un mar
tranquilo y sin honduras,
como un charco marrón.
Y les revisaban los dientes,
les medían los músculos de los brazos,
calculaban si esas caderas eran buenas
para el trabajo y el parto.
Songosongo que songó
los morenos no se van.
Y lo repite el tambor
en el barrio Montserrat.
Ellos te habrán contado
de las bellas noches allá en la aldea,
de la luna que plateaba sus cuerpos jóvenes,
del tam tam en las danzas de la lluvia,
del vaivén en las danzas del amor.
África dicen que se llamaba el paraíso,
galeón y cadenas se llamó el infierno
del sucio traficante portugués.
Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
congo solongo del Songo,
baila Changó sobre un pie.
Alguien los arrancó de la suave sabana,
de sus animales y sus frutos,
a punta de fuego y pólvora.
Y fue el hedor de la sentina, el látigo del marinero,
el duro hierro en la garganta, los grilletes en los pies,
el trueque infame del europeo.
Y a partir de esa noche terrible, la tierra africana en la que habían nacido,
sus dioses del trueno y del agua, de la fronda y de la llanura,
de la guerra y el amor,
se fueron convirtiendo en una brumosa historia
contada en las penumbras del barracón
y un nuevo sol, más distante, más indiferente,
anunciaba los duros días de trabajo,
las mañanas lluviosas enseñaban
el arte del mate y la torta frita
y en las siestas cesaba la mirada del amo.
Y en las siestas empezaba el deseo del amito,
la lujuria despótica del patrón embriagado
y se iba llenando de pardos el patio de la casa.
Songosongo que songó
los morenos no se van.
Y lo repite el tambor
en el barrio Montserrat.
Parda, entonces, naciste en la familia del Valle.
Alguien decidió que te llamaras María Remedios,
como esa virgen milagrera que veneraban tus amos
y que tu madre parda
y todos los pardos de la casa del fondo
llamaban Obaluayé en sus rezos y en sus cantos,
el que cura a los enfermos, el que ayuda a los heridos,
el que restaura las fuerzas de los que desfallecen.
Y tu vida, María Remedios,
no fue otra cosa que llevarle el chocolate a los señores,
el ajetreo en la cocina de las comidas interminables,
lavar la ropa en el río cercano,
acompañar a los amos a la misa del domingo.
Habías nacido esclava, María Remedios,
solo se esperaba de vos
obediencia y silencio.
Songosongo que songó
los morenos no se van.
Y lo repite el tambor
en el barrio Montserrat.
¿Qué pasa Remedios, que hoy nada es igual?
El ama entró en la cocina y ha dejado extrañas órdenes.
Que calentáramos agua en todas las ollas hasta que hierva,
que si el agua se achicaba le pusiéramos más,
que no podía faltar el agua.
Y el amo ha sacado las armas de ese baúl
que no se toca
y les ha dicho a todos en la casa
que de nuevo han llegado los ingleses,
esos herejes, les dijo, esos enemigos de España,
que quieren quedarse con Buenos Aires,
con los blancos y los negros.
Échale el agua que hirve,
Suéltale bala al inglés.
El esconderse no sirve,
que rueden sobre sus pies.
Y en esos días no te quedaste en la casa
con las mujeres que vertían las cacerolas de agua hirviendo
en las cabezas de esos ingleses herejes.
Herejes te habían dicho
y herejes repetías, Remedios,
con todo lo confusa que te sonaba esa extraña palabra,
que solo la usaba el cura en la iglesia,
cuando los domingos hablaba en San Pedro Telmo.
Te fuiste hasta Barracas, allá en el sur,
pasando el Zanjón de la Convalescencia,
con el Tercio de Andaluces,
y te hiciste conocida por esos hombres
por cumplimentar el mandato de tu nombre:
te quedaste a cuidarles el peso de sus mochilas
mientras ellos marchaban hacia la Plaza Miserere
-hoy se llama Once, Remedios, y sigue habiendo allí
Pardas venidas de lejos, de tierras más cálidas,
Que siguen despertando el mismo deseo,
la misma violencia,
la misma injuria-.
Que yo le llevo esa carga,
su merced debe llegar
la marcha será muy larga,
al inglés vamos a echar.
Te quedaste, parda Remedios, con los andaluces,
Que nunca más devolvieron los arcabuces a sus baúles.
Hasta te casaste, Remedios, con otro pardo,
fuerte para el trabajo y valiente para el entrevero,
otro que, como vos, Remedios, llevaba el apellido de sus amos.
Quizás había aprendido el oficio de talabartero o de zapatero,
hábil con la lezna y el matacantos,
o era carpintero, como el José que te enseñaron en la iglesia,
resplandecía como Oshalá cuando lo conociste.
Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
congo solongo del Songo,
baila Oshún sobre un pie.
II
Ya nada es como antes, Remedios.
Ni las armas han vuelto al baúl,
ni el virrey gobierna desde el Cabildo.
Se han formado batallones
que al Norte quieren marchar.
Con tu marido y tus hijos
y las armas del baúl que no se toca
y desde entonces vacío
vas a irte con Anzoátegui
rumbo al Alto Perú.
Remedios del Valle
vidalita,
bálsamo en la guerra.
¿Adónde corres, Remedios, en medio de la batalla?,
si el mismo Manuel Belgrano te dijo que no te fueras.
Las mujeres en el frente solo causan extravíos
te dijo ese general vecino de Montserrat,
allá en el Buenos Aires cuando eran tiempos de paz.
Te acuerdas, Remedios, de Manuel Belgrano.
Lo encontrabas cuando ibas al mercado de la plaza.
Él no te conocía, pero habías escuchado su nombre
en las reuniones de la casa,
cuando en la cocina el ajetreo se ponía más intenso.
- General, déjeme ir al combate, le dijiste.
Remedios es mi nombre y para eso sirvo, General.
Obaluayé te decía desde adentro que ahí tenías que estar.
Que habría dolores que calmar
aullidos que acompañar,
muertes a las que ofrecerles un último alivio.
- No, mujer, el frente se alborota con las mujeres,
te dijo el general, con su voz fina.
Que ya no se calle,
vidalita,
tu voz en la tierra.
Pero ya no eras esclava, parda Remedios,
o ya casi ni importaba eso.
La revolución y la guerra habían cambiado todo.
Ya no había virrey,
peleabas contra los españoles.
Chapetones, maturrangos les decías ahora.
¿Cómo iba a venir un general de los nuestros,
ese hombre de leyes y decretos,
a impedirte la ayuda, el paño húmedo en la herida,
la mano tibia en la frente afiebrada,
las palabras suaves de consuelo,
a esos hombre caídos, pardos, como vos, muchos de ellos.
María Remedios del Valle,
la parda porteña,
se escapó, con los hombres, al frente.
Y le cantabas en voz baja a Obalayué,
el señor de las plagas y la consternación,
el que trae el remedio después de traer el mal.
Gracias, Capitana,
vidalita,
por curar la herida.
¿Quién puede negarte, Remedios,
que esas langostas que cubrieron el cielo tucumano
y desconcertaron a los chapetones de Tristán
no las envió el señor del rostro oculto
que se oculta detrás de tu nombre, Remedios?
Y fuiste remedio en la batalla
y le diste ánimo a los hombres.
-Vamos, pardo Pedro.
- No me afloje, sargento Baez.
- Es solo un golpe en el pecho, capitán.
Y muchas vidas volvían con tu voz de aliento.
Y muchas almas se escurrían ante tu impotencia,
Remedios.
Ya tocan a diana,
vidalita,
y vuelve la vida.
Y el generalito de Montserrat,
el que no te permitió ir a la batalla,
ese cuya orden desobedeciste,
Remedios,
te está hablando delante de todos los hombres
cansados, agotados por la batalla,
el general Manuel Belgrano,
Remedios,
está diciendo que eres Capitana
del Ejército Expedicionario del Norte.
¡Capitana Remedios del Valle!
Remedios del Valle
vidalita,
bálsamo en la guerra.
Que ya no se calle,
vidalita,
tu voz en la tierra.
Gracias, Capitana,
vidalita,
por curar la herida.
Ya tocan a diana,
vidalita,
y vuelve la vida.
María Remedios, capitana,
¡qué feo fue lo de Ayohúma!
Del cerro bajaron los de Pezuela y los cañones tronaban.
Como moscas caían los hombres a tu alrededor, Remedios.
Y actuaste como capitana al frente de tus soldados.
Ya no eran palabras de aliento,
eran gritos, órdenes, palabras como sables,
como explosiones en la boca del fusil.
¡A no aflojar, carajo!
¡Carguen, mierdas, no abandonen!
Las palabras te salían nunca supiste de donde.
Ogún mismo hablaba por vos, Remedios,
San Pedro, San Miguel Arcángel o San Jorge,
vaya a saber que fuerza te impulsaba y te daba valor.
El cielo se volvió añil y la tierra roja.
¡Y te han pegado un balazo, Remedios!
Rodaste por la tierra altoperuana
y seguías dando órdenes,
mientras pensabas en Obalayué,
el que hiere y restaña la herida.
Madre de la Patria,
vidalita,
estás prisionera.
Se nos fue la savia
vidalita,
de tu alma guerrera.
Y esa libertad que te había dado el ejército y la revolución
engrilló de nuevo tus tobillos.
Y lo que no habían hecho tus amos, allá en San Telmo,
te lo hicieron los maturrangos sanguinarios.
Nueve días,
nueve días,
nueve días
te azotaron, Remedios, en la espalda.
El latigo te envolvió con fuego,
la carne tierna de tus ijares se abrió en labios dolorosos,
la sangre se te pegaba en la blusa
con que escondías tus pechos de chocolate
de tus camaradas y tus guardianes.
Nueve días de castigo
y nueve noches de dolor y lágrimas.
Los azotes de los godos son fuego
(Quema, quema, quema)
La espalda de los morenos es tajo
(Quema, quema, quema)
Sin piedad me pegan los caporales
(Quema, quema, quema)
Esta saya me quita los dolores
(Quema, quema, quema)
Es tierra dura el Alto Perú
(Queda, queda, queda)
Lejos, muy lejos me quedó el Sur
(Queda, queda, queda)
Quedó muy lejos el el arroz con leche
(Queda, queda, queda)
Con el guardamontes me voy con Güemes
(Queda, queda, queda)
V
Y un día se terminó la guerra.
Ya no había godos allá en el norte
y don Martín,
-con cuyos hombres luchaste codo a codo,
cuyas heridas curaste,
después de esos ataques sorprendentes,
con el zumbar de los guardamontes
y el aullido de los Infernales-
se había muerto de un balazo artero,
cuando los mismos que despreciaban el color de tu piel,
Remedios del Valle,
se unieron a los godos para entregarle Salta.
Este triunfo, Remedios,
americano, americano,
es también el triunfo
de los esclavos, de los esclavos.
Nadie te conocía ya en San Telmo.
Ya no había esclavos, es cierto,
pero tampoco había la gran mesa
en la que comían todos los esclavos,
ni había nadie que se preocupara
por tu salud o por tus ropas o por vos misma.
Eras Capitana de un ejército que ya no existía,
honrada por Manuel Belgrano,
que había muerto pobre, hinchado y enfermo.
Esas cicatrices, esos costurones en tu pellejo,
esos agujeros de bala que adornaban tu cuerpo,
no significaban nada en una aldea
que nunca conoció la guerra.
Que saben los porteños
de aquella guerra, de aquella guerra
si no ha corrido sangre
en esta tierra, en esta tierra.
Y como ha pasado, tantas veces
a lo largo de los siglos,
con los soldados, triunfantes o derrotados,
María Remedios, la Capitana,
se hizo Remedios, la pordiosera.
Remedios en la plaza
pide limosna, pide limosna.
Es un triunfo triste
el de Remedios, el de Remedios.
También vende pasteles,
bien calentitos, bien calentitos,
ricas tortas fritas,
bien doraditas, bien doraditas.
¿Recuerdas, Remedios, esa mañana,
cuando estabas en la plaza con tu canasta?
Pasó delante tuyo
el general Juan José Viamonte.
Ya lo habías visto alguna otra mañana.
Pero, ese día, fue Viamonte el que te vio,
María Remedios.
Y fue verte y decirte lo que venías esperando hace tanto:
¡Capitana del Valle!
¡Usted luchó como leona!
¡Yo la vi ayudando a los caídos!
¡A usted la Patria le debe su libertad!
¡Qué bien haiga el triunfo,
general Viamonte, general Viamonte,
que a la Capitana
le quite el hambre, le quite el hambre.
Poco a poco cambió tu suerte,
negra Remedios.
Ya no se burlaban cuando hablabas de la guerra
o cuando mencionabas los nueve días de latigazos
y las nueves noches de ardor y llaga.
Y hasta un diputado Anchorena,
que dijo cosas hermosas
de vos, de Belgrano y de la guerra,
en la Legislatura, ha pedido
que todo un sueldo te sea pagado.
VI
Hasta que un día llegó Juan Manuel
Y en Montserrat se festejó con él.
Suena que suena el tambor,
ya los negros y los pardos
sienten de nuevo el calor
de un renovado fervor.
Este candombe gallardo
está esperando un cantor.
Por fin, Remedios, parecía que el mundo se ordenaba.
Tu sueldo creció y se hizo regular y constante.
Un día, te lo recuerdas bien,
llegaron a la puerta de tu casa
a decirte que el Restaurador
te reincorporaba al servicio activo
y que eras, desde ese momento, Sargento Mayor.
Si vos ya eras Capitana de don Manuel Belgrano.
Pero ese mes, Remedios, comprendiste
lo que eso significaba.
Ese mes, Remedios, tu sueldo fue una fortuna.
Nunca habías tenido tanto dinero junto.
Don Juan Manuel de Rosas había terminado
lo que Belgrano comenzó aquel día inolvidable
en que te llamó Capitana.
Y tuviste una buena vejez, María Remedios.
Hasta te quitaste el del Valle con que te habían conocido
y por agradecimiento al gobernador
que se enfrentó con los ingleses y los franceses
y te sacó de la miseria, te pusiste Rosas de apellido
Ya van a ser doscientos años
y, por fin, has ocupado el lugar que merecías.
Tu nombre, María Remedios del Valle Rosas,
tu vida heroica, tus cicatrices y tu pobreza
son bandera de argentinos, blancos y negros,
y orgullo de argentinos que descendieron
de los inmundos barcos negreros
y pusieron su sangre y su trabajo
para hacer una patria comun y generosa.
El tambor sigue sonando
en el barrio Monserrat
y en San Telmo están cantando
los negros que no se van.
María Remedios del Valle
nuestra mujer africana,
la historia enredó tu talle
en la Patria americana.
Buenos Aires, noviembre 2021.
Muy bueno julio emocionante.
ResponderEliminarLindo guió n
Muy bueno querido Julio. Valioso rescate de esta patriota del Valle Rosas. Coco Manoukian.
ResponderEliminarBrillante Julio.
ResponderEliminarUn aporte imprescindible, desde la poesía histórica, a reivindicar a una mujer participe fundamental de las luchas libertarias.
Excelente Julio!! Estaría bueno hacer una peli no? Abrazo
ResponderEliminarTremendo y emocionante relato!!!
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