He leído por ahí
que un pequeño simio que baila por los maníes que le tira el tano
que le da vuelta a la manivela del organito ha sostenido en su
programa que no deben hacerse 140 películas, sino diez de calidad.
Ello en el marco de una ofensiva contra la política que impulsó el
Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Audiovisuales durante
las presidencias de Néstor y Cristina.
Esta espectacular
zoncera -toda zoncera tiene que tener el envase de una afirmación
seria y meditada, prudente y respetable, a riesgo de perder
efectividad- es uno de los ejes centrales del antiperonismo desde los
ya lejanos días de 1955 y ha sido aplicada por el antiperonismo al
uso no solo en lo referente a algo tan específico como podría ser
la política de fomento cinematográfico, sino a toda la política
estatal de fomento a la producción industrial propia. Pero
remitamosnos al cine.
La Argentina, por
un desarrollo cultural singular, ha sido históricamente un país
latinoamericano donde el cine adquirió un temprano desarrollo. Más
allá de los intentos iniciales basados en esfuerzos individuales, ya
en la década del '30 y bajo un gobierno conservador, la
cinematografía argentina adquirió un volumen y desarrollo que la
ubicó entre las principales de Hispanoamérica, junto con la
mexicana. El peronismo supo entender la potencialidad de este arte
industrial y las películas y los actores argentinos se convirtieron
en los años ´40 y '50 en figuras queridas y admiradas por toda la
América Latina que hablaba español. Luis Sandrini y Mario Moreno
“Cantinflas”, Tita Merello y Libertad Lamarque, Arturo de Córdova
y Enrique Muiño fueron actores familiares, admirados y recordados
por generaciones de hombres y mujeres de este continente. Obviamente,
la revancha gorila de 1955 quebró este desarrollo, con argumentos
similares, por no decir calcados, a los que se puede escuchar por
estos días en el torrente cloacal en que se ha convertido la
televisión comercial.
Pero la especial
predilección por la creación cinematográfica pudo sobrevivir a las
horcas caudinas del gorilismo rampante y una nueva generación de
cineastas, nacidos en la clase media creada por el peronismo, con
nuevas preocupaciones estéticas e influidos por el cine europeo,
logró abrirse camino a fines de la década del '50. Argentina, junto
con el Uruguay, son los dos países que primero descubrieron el genio
de Ingmar Bergman, el gran demiurgo del alma humana nacido en
Uppsala, Suecia, mucho antes que su filmografía fuese reconocida en
el resto del mundo. Ese cine de los años '60, aunque con una
temática y una estética muy referida a las preocupaciones de un
sector de la sociedad porteña, logró, no obstante, mantener una
estructura industrial, con técnicos, actores, laboratorios y
directores produciendo nombres que figuran en la historia mundial de
la cinematografía, como Leonardo Favio y Fernando Solanas.
Incluso la
dictadura cívico militar de 1976 mantuvo esa actividad artística e
industrial, aún cuando la calidad de los filmes, su temática y
factura, estuviera impregnada de la mediocridad, la censura, el
envilecimiento de la opinión pública y la miserable pacatería que
caracterizaron esos años. No obstante, Adolfo Aristarain, un hombre
surgido de la “industria”, es decir un cineasta venido de los
fierros, logró irrumpir como un viento fresco en la medianía de la
época.
Y el retorno al
régimen constitucional dio un nuevo aliento a la actividad. En esos
años se inicia un proceso muy singular, que no tienen réplica en
los países vecinos: la creación de escuelas cines que satisfacen
una necesidad en las nuevas generaciones por expresarse en imágenes.
Al fin del siglo pasado, eran cientos las escuelas de cine, algunas
de muy alto nivel y varias de carácter universitario, que formaban a
miles de jóvenes como futuros directores, productores, directores de
fotografía, montajistas, directores de arte, etc. Y se corría, en
esos años, el riesgo de que esas escuelas se convirtieran en lo
mismo que Arturo Jauretche decía acerca de los conservatorios de
piano: no formaban músicos, sino profesores de conservatorios de
piano. Esos cientos de escuelas de cine en lugar de formar cineastas,
terminarían formando miles de profesores de escuelas de cine, ya que
no existía una industria capaz de absorberlos.
Los gobiernos de
Néstor y Cristina evitaron ese menguado destino y a lo largo de esos
doce años irrumpió esa nueva generación, esos nuevos guionistas,
directores, técnicos, montajistas que le dieron nuevamente un gran
impulso al cine argentino, con resultados que aún hoy, dos años
después todavía se pueden apreciar. Las exitosas serie televisivas
hechas en la Argentina y que se pasan en canales de cable como TNT y
similares, que se pueden ver en Netflix son el resultado de esa
reinversión del fondo de fomento cinematográfico que, como se sabe,
es el resultado de un impuesto que es generado por la actividad y
que, por ley, se vuelca a la actividad bajo distintas formas.
Una película
exitosa, un director exitoso, un gran montajista, un genial director
de fotografía es el resultado de cientos de películas fallidas,
mediocres, equivocadas, malas, aburridas o, simplemente, sin éxito
de público. El cine de Ingmar Bergman es el resultado de un proceso
artístico creador que se remonta a los lejanos tiempos del danés
Carl Dreyer y cuyo ámbito no es el pequeño país de ocho millones
de habitantes que es Suecia, sino el espacio de la cultura europea,
del mercado cultural europeo que paralelamente producía y estrenaba
miles de películas fallidas, mediocres, equivocadas, malas,
aburridas o, simplemente, sin éxito de público. Por un Ettore
Scola, hubo cientos de filmes y directores cuyas producciones no
alcanzaron el conocimiento más que de un pequeño público, que
fueron un fracaso comercial y ni siquiera quedaron en la memoria.
Somos uno de los
pocos países de la región, junto con Brasil y México, que tenemos
una verdadera industria cinematográfica, que no está basada en el
afán de lucro de dos grandes productoras vinculadas al monopolio
mediático, sino en decenas de pequeñas productoras, con
experiencia, conocimiento, eficiencia y un profundo amor por el cine,
sin el cual toda película, hasta una premiada con un Oscar, se
convierte en algo muerto, incapaz de transmitir nada.
Acusar a las
producciones filmadas durante estos doce años de ser una mera
propaganda del gobierno es una mentira descomunal que no se sostiene.
En estos años filmaron todos los directores que quisieron hacerlo,
las películas que propusieron hacer y concurrieron a festivales y
encuentros todos los directores y actores de todos los colores
políticos. El director argentino-norteamericano Juan José
Campanella puede mostrar, si tiene la dignidad de hacerlo, la foto
con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los actores de su
película, mostrando la estatuilla del tío Oscar que ganó El
Secreto de tus Ojos, realizada con todas las facilidades que otorga
la ley de cine por la que se rige el INCAA.
Que el miserable
simio deje de bailar al compás del organito. Que los sacerdotes del
becerro de oro saquen sus huesudas manos de una actividad que ha
puesto a la Argentina entre los grandes países cinematográficos.
Que los argentinos podamos seguir mostrando al mundo nuestras
debilidades y nuestras grandezas. Que podamos equivocarnos las veces
que sea necesario para que una, dos o tres películas hechas por
nosotros, con nuestros sueños y pesadillas, integren ese patrimonio
de la humanidad que es el cine.
No queremos que
nos den una mano, solo pedimos que saquen las manos de encima.
Buenos Aires, 26
de septiembre de 2017
Excelente reflexión Julio.
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