El recuerdo más antiguo que aparece en mi memoria es una casa de
altos, en un primer piso, con una escalera que tenía en la parte
superior una pequeña puerta o tranquera. Tenía prohibido por mis
padres salir de mi cuarto si esa tranquera no estaba cerrada. Me
recuerdo gritando desde mi cama a voz en cuello que cerraran la
escalera porque quería ir al baño.
Yo tendría poco más de dos años, porque también recuerdo que por
esa época nació mi hermano, 26 meses menor que yo.
Era Tandil, en el año 1949. Mis padres alquilaban
ese departamento a don Manuel Villar, un vasco grande y ya anciano,
en mi recuerdo, casado con doña Eduvigis. Siempre se la nombró así.
Habían sido gente de campo, vinculados a la producción láctea de
la región y tenían una amplia casa en la calle Alem, entre
Garibaldi y Las Heras, pasando la avenida España. El amplio comedor
estaba dominado por un cuadro del pintor
vasco Manuel Flores Kaperotxipi:
una típica pareja vascuence, muy parecida a los dueños de casa, con
un paisaje donostiarra de fondo. Arriba
de su propia casa, que disponía de un amplio parque, habían
construido un departamento con una amplia cocina, dos o tres
dormitorios, que habían
alquilado a mi padre cuando llegó a Tandil.
En el año 1946 mi padre tenía exactamente 30 años. Había nacido
el 16 junio de 1916 -muchos años después me enteré que era la
misma fecha en que transcurre la aventura de Leopoldo Bloom en
Dublin, en el Ulises de James Joyce- en la localidad de Copetonas,
cerca de Tres Arroyos, en la provincia de Buenos Aires. Nunca me
quedó muy claro por qué. Pero la explicación que recuerdo tenía
que ver con que iban rumbo a Santa Rosa, la capital del Territorio
Nacional de La Pampa, donde los de la Mata se habían establecido en
la primera década del siglo y, al parecer, habían prosperado.
Doña Adela y los de la Mata
Su madre, mi abuela, Adela de la Mata, venía, como todos los de la
Mata, de la provincia española de León, de una aldea cuyo nombre se
me ha extraviado, pero que tenía una característica. Estaba
dividida en la de Arriba y la de Abajo. Posiblemente fuera Caboalles,
al norte de la provincia, cerca de la frontera con Asturias. Entre
las dos, Caboalles de Arriba y Caboalles de Abajo, no llegan hoy a
los 5.000 habitantes. Cualquiera fuese la aldea, ella provenía con
orgullo de la de Arriba, puesto que siempre hablaba con un dejo de
desprecio sobre los “de abajo”.
Se casó con un hombre oriundo “de abajo” de apellido Escudero.
Esto tiene que haber ocurrido posiblemente en los últimos años del
siglo XIX. Con este hombre “de abajo” tuvo a mi tío Raúl, quien
de niño me llamaba la atención ya que era hermano de mi padre pero
tenía otro apellido.
Mi abuela era anciana cuando la conocí. Tendría ya unos setenta
años. Viajó a Tandil, desde Santa Rosa, para conocernos a mi y a mi
hermano. Era una mujer enjuta, seca, de pequeña estatura, siempre
vestida de negro. Los recuerdos más nítidos que tengo de ese viaje
son una visita al estudio de fotografías Rembrandt de Tandil, donde
mi hermano y yo nos sacamos una foto con ella, que aún conservo, y
un susto que aún hoy me aparece en las pesadillas. Una noche me
llevaron a su pieza para que la saludara antes de acostarme y en un
vaso lleno de agua vi una espantosa dentadura postiza abierta como
una trampa amenazante. Verla y ponerme a llorar fue todo uno. Aún
hoy las dentaduras moldeadas que suelen adornar el consultorio de los
dentistas me traen el recuerdo de ese miedo infantil.
Doña Adela, como la solía llamar mi mamá, era de un carácter
diabólico. Era testaruda, fría y mandona, según los fragmentarios
recuerdos de conversaciones familiares. Mi padre no sentía un afecto
especialmente amoroso hacia ella. En sus sentimientos se mezclaban el
obvio amor filial y un oscuro miedo, un amargo recuerdo de sus
despóticas actitudes, un vago maltrato a su padre, el carpintero
Fernández, y un deseo de mostrarle que había progresado en la vida.
Después del nacimiento de Raúl, murió el primer marido, Escudero.
La familia de la Mata había iniciado desde unos años antes,
posiblemente en el cambio de siglo, la inmigración a América. Eran
muchos hermanos, tantos que casi no podría enumerarlos.
El mayor de ellos, Jesús, se había ido a Cuba, posiblemente antes
de la independencia de la isla. El tío Jesús era todo un personaje
en Santa Rosa. Después de su estancia en Cuba, viajó a
reencontrarse con su familia. Trajo consigo una hermosa y rotunda
cubana de tez broncínea, a la que no conocí, porque, al parecer, no
se adaptó ni a la seca geografía pampeana ni, posiblemente, a la
maledicencia de la familia de su hombre. El tío Jesús era, en los
cuentos familiares, la paráfrasis del conversador, del contador de
anécdotas, del seductor de palabra fácil e hiperbólica. Ante
cualquier historia que de niño le contara a mis padres, si el relato
se extendía en palabras y gestos, recibía a modo de correctivo:
- Ah, calláte, ¡parecés el tío Jesús!
Lo recuerdo, en los pocos viajes veraniegos que
hicimos a Santa Rosa, como un anciano calvo, parecido a mi abuela,
pero vestido con un impecable palm
beach, tocado con lo que se llamaba un
“rancho de paja” o canotier -un
sombrero pajizo, de copa y ala rígidas y redondas, con una ancha
cinta negra- y un delgado bastón de caña malaca. Parecía, después
lo supe, un cubano, de la época de Machado, paseando por el malecón
de La Habana a las seis de la tarde. Era un soltero empedernido,
alegre y vivaz. Nunca supe de qué vivía. En secreto se contaba que
había quedado alguna familia en Cuba. Falleció pasados los 90 años,
elegante y dicharachero. Todos los de la Mata fueron longevos y
sanos. Siempre fantasée sobre que ese componente del adn familiar me
hubiera llegado intacto.
Los otros hermanos habían emigrado a la Argentina y, por razones que
desconozco, se fueron asentando en el villorrio que, en 1900, era
Santa Rosa de Toay: un pueblo azotado por el viento pampeano,
cubierto de polvo, con largas sequías, en cuyas calles de tierra
rodaban los cardos rusos que venían de un campo extenso y todavía
salvaje.
Santa Rosa de Toay
El general Remigio Gil era un tucumano que había participado en las
últimas contiendas civiles al mando de su paisano Julio Argentino
Roca. Había nacido en 1849 y era veterano de Pavón. Su
participación en la Campaña del Desierto le permitió convertirse
en propietario de unas veinte mi hectáreas de campo en el territorio
recientemente incorporado al estado nacional.
En 1882, el devenido latifundista Remigio Gil se casó con Malvina
Magdalena Mason, una muchacha porteña de veinte años, hija de Tomás
Mason, descendiente de irlandeses, y Rosa Agustina Funston, de origen
inglés, ambos bautizados en la religión anglicana.
Después de recibir su educación en un colegio londinense, Tomás
-nacido en 1842- creó, con otros parientes irlandeses, una línea de
paquebotes a lo largo del Paraná y el Paraguay, lo que le permitió
abastecer a las tropas argentinas durante la horrible Guerra de la
Triple Alianza. Terminada la contienda, Mason era ya un instalado
comerciante porteño, dedicado a los negocios inmobiliarios y a la
bolsa que, desde 1854, era el nuevo negocio de la ciudad puerto. El
general Gil encontró en Tomás Mason -sólo siete años mayor-, no
solo un suegro, sino un apellido que vinculaba su origen provinciano
con la burguesía comercial porteña -a la que habían derrotado
política y militarmente en 1880- y consideró que Tomás Mason sería
el mejor administrador de sus tierras.
Mason se trasladó a La Pampa y levantó la estancia La Malvina, en
honor a su hija, la esposa del dueño de esas inconmensurables
extensiones. La Malvina se convirtió, entonces, en el centro
operativo de aquellas propiedades y Tomás Mason en su señor, lo que
implicaba, como era costumbre en la época, ser jefe militar del
Regimiento IV de Caballería de las Guardias Nacionales, jefe de
policía y juez de paz. En esos años nació una curiosa competencia
entre los distintos jefes militares del nuevo ejército nacional:
fundar pueblos para asentar la capital de la nueva provincia a
crearse. Así aparecieron los pueblos de General Acha, General Pico y
Toay. Tomás Mason no quedó al margen del desafío. Se propuso crear
una ciudad, en la tranquera misma de la estancia, a la que desde el
principio pensó como la capital del territorio.
Mason era la ley y el orden en aquellos confines. Se cuenta en las
crónicas fundacionales que en esos días apareció por la estancia
un sulky conducido por un joven de 26 años, oriundo de una pequeña
aldea de Aquitania, en el departamento de los Pirineos Atlánticos,
Prechacq Josbaig. Su nombre era León Safontas y era uno de los miles
de vascos franceses que habían comenzado a llegar a mediados del
siglo XIX y habían prosperado en las actividades agrícolo-ganaderas
en la provincia de Buenos Aires. Las leyendas locales han intentado
cristalizar ese momento.
El vasquito venía, dicen, con sus ropas, un libro de gramática
española, uno de matemáticas y un tercero de contabilidad. Con
ellos, una Biblia en francés completaba su biblioteca. Hablar y
escribir lo mejor posible el idioma local, llevar sus cuentas y
orarle a su Dios eran las tareas que se proponía en el nuevo y
áspero país. Don Tomás lo invitó -o lo conminó- a que instalase
su rancho en donde él había pensado instalar el nuevo pueblo. Al
parecer, León no tuvo -o no pudo- presentar muchas objeciones y se
convirtió en el primer habitante del pueblo.
En 1892, don Tomás Mason fundó formalmente, con una modesta
ceremonia, que incluyó bombas de estruendo, asado, vino y profusión
de colores patrios, el pueblo de Santa Rosa de Toay. Al año
siguiente, la villa contaba con ochocientos habitantes, casi todos
oriundos de otras provincias o, incluso, de otros países.
Uno de esos europeos, el brandemburgués Bernardo Graff, se instaló
en un lote en la localidad de General Acha para ejercer su profesión
de carpintero. Allí se casó con una muchacha oriunda de Pergamino,
en la provincia de Buenos Aires, Alejandra Chavero. Pergamino tuvo,
en aquellos años, otro hijo con el mismo apellido, Héctor Chavero,
conocido internacionalmente como Atahualpa Yupanqui. Es muy posible
que el alemán se casase con alguna tía de nuestro gran trovador. La
llegada del siglo XX le trajo al alemán Bernardo Graff una nueva
profesión, gracias a la cual entró en esta historia. Se hizo
fotógrafo y en esa condición retrató la protohistoria de aquel
pueblito, tan lejano y distinto a la aldea de Spremberg, donde había
nacido.
El Día de Reyes de 1895, Bernardo Graff sacó una foto en la
chacrita de Safontás. Se trata de un grupo de unas 25 personas. A
la derecha y comenzando con el dueño de casa se puede ver a todos
los vecinos de origen europeo, mirando afirmativamente a la cámara
de don Bernardo. Son veinte hombres, mujeres y niños, vestidos con
sus mejores galas. Dos de los niños tienen esas grandes ruedas que
se pueden ver en uno de los cuadros de Brueghel y que eran desde
hacía siglos uno de los más típicos juegos infantiles. A la
derecha están los criollos. Están identificados como El Indio
Pancho (Francisco) y su familia. Ninguno de ellos mira a la cámara.
El Indio Pancho mira al suelo, vestido con chiripá y botas de potro.
Su familia,mujeres y niños, mira fijamente a los europeos. Todos
ellos están de perfil en la foto. La instantánea pone en evidencia
ante la historia la naturaleza de las relaciones sociales entre
aquellos vascos y la población nativa. Casi todos los integrantes
del grupo fueron identificados por un hijo de Graff radicado en
Europa. Allí figuran sus nombres y apellidos. Está identificada,
incluso, quien fue la primera maestra de aquellos niños. Sin
embargo, ni un apellido ha quedado del Indio Pancho y su familia para
la posteridad.
Pero no fue la actual y progresista capital de la provincia de La
Pampa lo único que dejó don Tomás Mason a las futuras
generaciones. Su bisnieto sería uno de los más terribles verdugos
de la oligarquía reinstalada en el poder en 1976: el carnicero del
Olimpo, Carlos Guillermo Suárez Mason.
Menos de diez años después de esa foto, los leoneses de la Mata ya
se habían radicado en Santa Rosa, ese pueblo perdido en un inmenso
medanal recientemente integrado a una Argentina que se aprestaba a
celebrar su primer centenario.
Santa Rosa recibió un fuerte impulso al cambiar el siglo, cuando, en
1903, Julio Argentino Roca, en su segundo mandato, la designó
capital del territorio y residencia del gobernador nombrado por el
presidente de la República. Atrás quedaron las pretensiones de los
pueblos de Toay y de General Acha, y del gobernador General Eduardo
Pico, de ser la capital administrativa. Incluso cuentan las memorias
locales que la decisión del Poder Ejecutivo Nacional se basó en un
pequeño fraude de Tomás Mason. Descartado el pueblo de General
Acha, los preferidos eran Toay y Santa Rosa de Toay -muy cercanas
entre sí-. Alguien fijó que la decisión debía recaer en aquella
que tuviera mejor agua, para lo que se enviaron a Buenos Aires sendas
pruebas de ambos lugares. Como era vox populi que el agua de Toay era
de mejor calidad que la de Santa Rosa, las memorias cuentan que don
Tomás cambió la etiqueta de las muestras y logró que el presidente
de la República asignase calidad de capital a Santa Rosa, sobre la
base del agua extraida en Toay.
La decisión significó el alejamiento del general Eduardo Pico -un
típico militar roquista, al igual que Remigio Gil, con la misma
carrera militar que su jefe y con sus mismas virtudes y defectos- de
La Pampa. Unos años después, se produjo un alzamiento de las
fuerzas vivas de la localidad de General Acha en reivindicación de
sus derechos como capital pampeana. Obviamente el alzamiento terminó
con algunos destacados vecinos presos y conducidos, para su
humillación, a Santa Rosa y, posteriormente, amnistiados.
En los años '50 la población de Santa Rosa estaba formada por
comerciantes, algunos pequeños terratenientes, fundamentalmente
ganaderos -los grandes vivían en Buenos Aires-, agentes
inmobiliarios, algunos intermediarios en el comercio del ganado,
comerciantes, empleados públicos -docentes, guardiacárceles,
administrativos, policías-, la multitud de pequeños talleres
ligados a la explotación agraria y el criollaje de las orillas, en
el barrio de La Laguna, cuyas mujeres trabajaban en el servicio
doméstico y sus hombres alternaban en trabajos rurales y changas
urbanas.
Los de la Mata habían prosperado en el lejano territorio nacional.
Uno de ellos puso una panadería. Otros se dedicaron a diversas
actividades inmobiliarias y, posiblemente, alguno de ellos fuese
prestamista, lo que hasta la aparición del capitalismo financiero a
fines del siglo XX, era una actividad de bajo prestigio social.
Adela, la hermana viuda que había quedado en la aldea leonesa,
inició también el camino a América. Venía con su nuevo marido,
también “de abajo”, un carpintero de apellido Fernández, de
quien mi padre tenía los mejores recuerdos y de quien había
heredado el gusto por el trabajo con la madera.
El carpintero y Adela tuvieron doce hijos, en dos oportunidades
mellizos. Todos ellos crecieron en una vieja casona sobre la calle
Raúl B. Díaz, del otro lado de la estación. El tío Raúl era el
hijo mayor. Vivió siempre en la casa de al lado de mi abuela. Era un
hombre corpulento, simple, de modos campesinos. Había sido comisario
y cuando lo conocí ya estaba retirado. Hablaba con voz muy alta y le
gustaba la huerta y el trabajo en la casa. Sufría de un leve
síndrome de Diógenes. Guardaba en su galponcito todo tipo de cosas
que encontraba, que se rompían, que sobraban, desde motores de
camión hasta trozos de alambre de diez centímetros de largo, con el
argumento de que podrían servir, lo que en mi padre producía una
gran irritación. Raúl se había casado con Hilda Carrizo, una
criolla de origen santiagueño, grande y maciza, maestra en el Hogar
Escuela que quedaba a algunas cuadras de su casa, sobre la misma
calle Raúl B. Díaz, hacia afuera de Santa Rosa. Había sido creado
por la Fundación Eva Perón y se inauguró unos meses antes del
golpe de estado de 1955. Se llamaba, para indignación de mi padre,
Hogar Escuela General Juan D. Perón. Cerca de mil niños humildes de
la provincia, con problemas familiares, huérfanos o abandonados, se
albergaban en él y la tía Hilda llegó a ser su directora. Mi padre
y mi madre, ambos hijos de inmigrantes, guardaban una cierta
distancia hacia Hilda Carrizo o, como solía decir mi padre, “las
Carrizo”, pues habían sido varias hermanas. Siempre anidó en mis
padres un poco disimulado desprecio hacia los criollos, que estaban
en el país antes que llegaran sus padres. Había algo de repulsión
a lo sucio, lo feo, lo haragán, lo gozoso en sus comentarios dichos
a media voz, con miradas de inteligencia entre ellos, cuando se
referían a quienes, a veces, con ofuscación, llamaban “los
negros”. Había una rara ambivalencia en estos sentimientos, porque
a este resquemor hacia los argentinos de muchas generaciones, se le
sumaba una también desconcertante aversión hacia los españoles y,
sobre todo, a su modo de hablar.
-Este gallego hace cincuenta años que está acá y todavía habla
como si recién hubiera bajado del barco. Hablan con la boca cerrada
y no se les entiende nada, solía comentar a espaldas de algún
“gallego” con sus elles, sus eses sibilantes y sus zetas.
De grande entendí, sin participar de ellos, ambos sentimientos. Por
un lado, la ideología que la inmigración encontró en su nuevo país
estaba impregnada de ese desprecio al criollaje que caracterizó a
los próceres de nuestra organización nacional, como Mitre y
Sarmiento. Ellos, los inmigrantes, venían a imponer la limpieza, la
belleza, el trabajo y el rechazo a la molicie atribuida a los
criollos. Estos campesinos leoneses, según el sistema ideológico
dominante, traían a ese lejano oeste que era La Pampa un aire de
civilización, de orden, de progreso. Estos españoles del norte, con
una piel blanca lechosa, llena de lunares y fácilmente irritable por
la exposición al impiadoso sol pampeano, disciplinados por la dureza
de una sociedad campesina a medio camino entre el medioevo y el
capitalismo, se sentían superiores frente a unos argentinos,
mesturados con indios, a los que el ejercicio de la soberanía
nacional en la Patagonia -y en el resto del país, por otra parte-
había olvidado por completo. No habían podido, siquiera, adquirir
la rutina madrugadora, con su secuencia de actividades cotidianas,
propia de la vida campesina, y que José Hernández describe en las
primeras estrofas de su Martín Fierro que comienzan con la añoranza
de un mundo desaparecido:
Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía
y sus hijos y mujer.
Si era una delicia ver
cómo pasaban sus días.
Habían sido arrojados
a los confines de los pueblos, sin tierra y sin otra perspectiva
laboral que la que el servicio doméstico podía ofrecer a sus
mujeres.
Pero también, estos nuevos argentinos habían sentido algo que es
casi insostenible para un niño: hablar diferente, ser diferente. En
un país que tenía la urgencia de incorporar a esos millones de
recién llegados, de convertirlos en argentinos hechos y derechos, y
en el que la escuela pública ejercía su notable papel
homogenizador, para estos niños, sus padres y tíos que hablaban
diferente eran, en la intimidad de la conciencia infantil, una
vergüenza, un motivo de diferenciación. Rápidamente olvidaron la
pronunciación y hasta el léxico traído por sus padres. Cuando
empezaron la escuela ya hablaban como se hablaba en el país, o sea,
hablaban como todos. Ya no eran diferentes. La contumacia de los
viejos en seguir hablando como en la aldea era -fue a lo largo de la
vida de mi padre, según interpreto- una oscura sombra de ser ajenos,
de no ser de acá, al fin y al cabo. Algo parecido pude vivir
personalmente durante el exilio en Suecia. Mis hijas eran muy
pequeñas cuando llegamos. Rápidamente, por medio de la escuela o de
la guardería infantil, comenzaron a hablar sueco. Contrariamente a
los adultos, los niños tienen la facilidad de poder hablar un idioma
sin ninguna dificultad de pronunciación. Todavía no han terminado
de aprender su propia lengua y la incorporación de una nueva es un
proceso natural y sin complicaciones. No existe para los niños una
cristalización en el modo de pronunciar, determinada por la fonética
del idioma materno. De modo tal que se encuentran ante el nuevo
idioma en la misma situación que los nativos. Así, mis dos hijas
hablaban al poco tiempo de llegar un sueco con acento regional de
Estocolmo perfecto y el alcance de su lenguaje tenía el de cualquier
chico nativo de su edad. Mientras nosotros, su madre y yo, si bien
éramos capaces de adquirir más palabras que ellos, nuestra
pronunciación adolecería siempre de la imperfección, muy difícil
de superar, de una lengua extraña aprendida en edad adulta. La
inmediata actitud de mis hijas fue comportarse, con una absoluta
naturalidad, de la misma manera que los demás niños suecos. El ser
diferentes, el hablar otro idioma, comer otras comidas, no era algo
que les resultase, espontáneamente, ventajoso. Recuerdo haber dado
una pequeña charla sobre la Argentina ante un público sueco
interesado y que mi hija Guadalupe, después de la charla, me
marcara, con cierta molestia y amistosamente, mis defectos en la
pronunciación. Y esto estaba planteado en una familia celular en
1980, con un fluido contacto entre padres e hijos, con una ausencia
del respeto reverencial que caracterizaba a las viejas familias de
principios del siglo XX. En ese momento pude imaginar lo que esto
pudo significar para mi padre. Y entendí, en parte, alguna de sus
fobias.
Al fallecer el último de sus hermanos, mi padre donó la vieja
casona a la municipalidad de Santa Rosa con el cargo de que se
hiciera una plaza que llevase el nombre de Doña Adela de la Mata.
Estuve en un anochecer en la plaza, acompañado de unos amigos, en un
viaje a Santa Rosa para una charla en el Concejo Deliberante. Pude
reconstruir para ellos la vieja estructura de la casa chorizo. Desde
la vereda se abría un portón que daba a un pequeño, muy pequeño
jardín, bastante descuidado. Unos pasos más adelante estaba la
puerta cancel que abría a una larga galería sobre la que daban
todas las habitaciones de la casa. La primera originariamente había
estado destinada a la recepción. Pero cuando la conocí estaba
abarrotada de diversos mobiliarios propios de una confitería:
carameleras, mostradores y vitrinas. Mi tía Evelia, solterona, fea y
con un permanente chichón en la frente, era una compradora
compulsiva en remates de objetos destinados a un negocio que jamás
abriría. La idea de poner una confitería era una de sus obsesiones.
La tía Evelia era, después de doña Adela, la otra figura dominante
en la casa de la calle Raúl B. Díaz, y en permanente y sorda
competencia con la otra hermana de mi padre, Pilar, una solterona
modista especializada, como en una telenovela, en vestidos de novia.
En la galería había varias pajareras muy grandes, que conocí con
pájaros, pero que, a medida que pasaban los años, se quedaban
vacías. Una sucesión de puertas daba a cada una de las habitaciones
que, a su vez, estaban comunicadas internamente. La última,
inmediatamente al lado del baño, era la de doña Adela. Era una
habitación imponente. Siempre a media luz, con una cama alta con
respaldares de hierro, un guardarropas de tres puertas, quejoso por
las noches, iluminaba con su luna la sala umbría. Un tocador con
cuatro cajones guardaba con decoro las enaguas y demás prendas de mi
abuela. Sobre el tocador, una misteriosa pieza cuyo origen fue motivo
de grandes fantasías: una botella acostada en cuyo interior había
un complicado navío de varios mástiles y amplios velámenes.
-Trabajo de preso-, decía mi papá, cuando la curiosidad infantil
hurgaba por su origen.
Después venía el baño, con antiguos mosaicos, frío en invierno,
fresco en verano. La disposición de sus artefactos carecía de toda
lógica y guardaba un secreto que en cada viaje mi padre revelaba. El
piso estaba cubierto por baldosas que tenían en su centro una flor
de lis. Una de esas baldosas había sido puesta al revés, por un
error de quien hizo el trabajo. Nunca fue cambiado. El placer de mi
padre era encontrarla y desafiarnos a encontrarla, para mostrarnos
que nada había cambiado.
Finalmente venía la cocina que era el centro social de la casa.
Tenía una enorme mesa de madera con cajones donde se guardaban los
cubiertos. Una cocina hecha en hierro, a leña, de las llamadas
económicas, era el lugar donde doña Adela cocinaba sus famosas
sopas de ajo. Una de esas grandes alacenas, con mármol negro sobre
la parte inferior y vidrios biselados en la superior era el otro
mueble que allí estaba desde hacía décadas. Era en la cocina donde
doña Adela recibía a sus amigos del barrio: al cura párroco, a
señoras a las que había ayudado a traer sus hijos al mundo. Doña
Adela era una respetada comadrona de toda aquella vecindad de Santa
Rosa, del otro lado de la vía, camino al Hogar Escuela.
Atrás de la cocina estaba el gallinero y el lugar para hachar la
leña. Ambas tareas eran de la incumbencia exclusiva y excluyente de
doña Adela. Con sus piernitas flacas y chuecas y un cuerpo que no
superaba los cincuenta kilos, doña Adela preparaba diariamente los
trozos de leña que alimentarían su cocina económica. Hablaba con
las gallinas, recogía tiernamente sus huevos, con una ternura con la
que, por lo general, era bastante avara, y les daba de comer.
Frente a la galería y separado de la casa por una cerca de plantas y
alambrada, había un enorme lote que formaba la esquina. Era la
quinta, también reino de doña Adela. Como he dicho, ya era grande
cuando la conocí. Recuerdo verla solo durante mis primeros viajes a
La Pampa, con la azada carpiendo los yuyos, doblada sobre esa tierra
bastante yerma. Lentamente tuvo que renunciar a esa tarea.
La estación entonces dividía a los pueblos. El otro lado de la
estación, con respecto a la plaza, era el suburbio que se mezclaba
con la pampa en aquellos pueblos de principios del siglo XX. De los
doce hermanos llegué a conocer a seis de ellos, incluído mi padre.
Nunca se habló en mi familia sobre qué había pasado con los otros
seis. La gran cantidad de hijos entonces se compensaba con una alta
tasa de mortalidad. Julio, mi padre, era el anteúltimo.
En los años cincuenta, los de la Mata eran ya una familia conocida y
de mucha presencia en el Territorio Nacional. La principal panadería
de Santa Rosa era de Martín, hermano de Adela, un anciano de cuidada
barba blanca a quien llegué a conocer en sus últimos años. La
principal confitería del pueblo, La Capital, era de Oscar de la
Mata, primo de mi padre. De grande aprendí el alto sentido político
institucional que tenía el nombre de la confitería. No había sido
sin conflictos y enfrentamientos que la aldea de Santa Rosa de Toay
se había convertido en capital del territorio nacional. Había
también algunos de la Mata en General Pico, el otro centro urbano de
La Pampa.
Recuerdo un viaje en avión a Santa Rosa. No puedo precisar en mi
memoria si fue antes o después de 1955. Pero fue alrededor de ese
año. Fue la primera vez que viajé en avión. Salimos de la Base
Aérea de Tandil, en un Douglas DC4 a hélice de la empresa Líneas
Aéreas del Estado, LADE. El recuerdo más vívido que tengo del
viaje es que nos daban chicles Adams para masticar, con el argumento
de que impedían el dolor de oídos. El ruido era desvastador. La
espera en la inhóspita Base Aérea se me hizo eterna. No había nada
para distraer el aburrimiento de un niño. La languidez de la pista,
la inmovilidad del paisaje, la aridez de las salas de espera, el
lentísimo transcurrir de los minutos tienen todavía para mí un
dejo de angustia que me recuerda a aquel viaje.
De aquel lejano viaje me quedó la imagen de una ciudad no muy
distinta al Tandil de entonces -donde aún no habían llegado la
propiedad horizontal y los edificios de varios pisos-, pero con
calles de tierra. Las veredas estaban a mayor altura y todas las
tardes, después de la siesta, pasaban unos camiones tanque con agua
y un cañito perforado en la parte de atrás, con los que regaban las
calles. Un olor a tierra mojada inundaba aquel pequeño pueblo con
aspiración a ciudad, capital de la nueva provincia Eva Perón, como
la llamó la convención constituyente convocada después que una ley
del Congreso Nacional, en 1951, la convirtiese en provincia. Evita
había impulsado, en el Senado Nacional, la provincialización del
territorio, y de ahí el homenaje. Aquella misma ley también
convirtió en provincia el antiguo territorio del Chaco, que pasó a
llamarse Provincia Presidente Perón. Toda esta nomenclatura y las
constituciones que ambas provincias se dieron a sí mismas fueron
borradas brutalmente por el golpe cívico militar de 1955. No debía
quedar rastro alguno del “regimen depuesto” como llamaba La
Nación y La Prensa al presidente derrocado.
Pero volviendo a aquellos atardeceres de verano, junto con el olor a
tierra mojada, el riego de las calles imponía una dulce frescura
sobre los rigores de un verano continental con siestas de 40 grados.
Y los vecinos volvían a pasear alrededor de la plaza y alrededor de
la manzana frente a ella, donde estaba ubicada la confitería La
Capital, en 9 de Julio y Bartolomé Mitre, en ese momento la más
importante de la ciudad. Siguiendo por 9 de Julio, entonces la
arteria más comercial, en la esquina con Pellegrini, se encontraba
Casa Galver, la sucursal de una cadena de grandes tiendas donde mi
padre conoció a mi madre y para la cual trabajó durante por lo
menos treinta años.
Este tipo de cadenas de grandes tiendas, donde se
compraba de todo, a excepción de comida, desde un botón o diez
centímetros de puntilla, hasta ropa de cama, lencería o ropa
interior para hombres habían crecido en el interior del país
durante la década del veinte y tuvieron una marcada presencia hasta
fines de los sesenta. Hubo varias: Galver, Aduriz, Arteta eran las
más conocidas y extendidas. La aparición de pequeños negocios
especializados, el crecimiento de la industria nacional, textil y de
la indumentaria, contribuyeron a su paulatina decadencia. La clase
media comenzó a preferir comprar en comercios de mayor refinamiento
o especialización, a los que la tilinguería, siempre presente, les
puso el nombre de boutiques.
Las grandes tiendas, con sus inmensos salones, sus secciones
perfectamente diferenciadas, sus empleados trajeados, atentos y
respetuosos comenzaron a transformarse en indiferenciados
supermercados, donde el autoservicio se impuso sobre el vendedor. Mi
padre entró a Casa Galver ni bien terminó su educación primaria. A
los 14 o 15 años comenzó a trabajar como cadete, ese muchachito que
en su bicicleta llevaba las compras al domicilio de los clientes.
Solía contar, cuando llegábamos a Santa Rosa en algún
viaje, sobre los voladizos médanos que habían sido esos modernos
barrios construidos donde hoy está la Casa de Gobierno y lo
dificultoso que resultaba conducir la bicicleta cargada en aquellos
arenales de otrora.
En la mitad de esa cuadra, con comercios y alguna oficina bancaria,
estaba la peluquería del gran amigo de mi papá, quizás el único
amigo que le conocí de sus años juveniles: Pichón Rodríguez.
Ambos tenían la misma edad, ambos eran hijos de españoles y ambos
habían ido juntos a la escuela. Pichón era un hombre bajo, delgado
y elegante. Era muy conversador como la tradición atribuye a los
barberos y tenía un estilo más suelto y desenfadado que el que mis
padres usaban con nosotros. Su esposa era muy bella y también tenía
un estilo desenfadado, tanto en el vestir como en el modo de
relacionarse con otros hombres. Tenían dos hijos, un chico y una
chica, ambos de más o menos mi edad. La muchachita era también muy
bella y fue ella la que produjo mi primer rubor preadolescente al
despedirla con un beso en la mejilla en alguno de los viajes.
Sobre la avenida Roca tenía su negocio el hermano menor de mi padre,
Herminio, el tío Petizo. Había entrado de joven a la policía del
territorio, cuando era el estado nacional el que se encargaba de la
administración. Esa actividad lo llevó por distintos lugares del
sur del país, a partir de la provincialización de La Pampa. Su
esposa, Maruca, era mi madrina de bautismo, una mujer también
pampeana de la localidad de Macachín. Con el grado de subcomisario o
comisario Petizo llegó a Ushuaia.
Era la época del presidente Arturo Frondizi y,
como fomento a la radicación en la Patagonia, se había creado al
sur del paralelo 48 una zona libre de impuestos para los productos
importados. En una época en que las mercaderías norteamericanas
comenzaban a reemplazar a las británicas -casimires y poplines que
habían sido las estrellas del consumo de la clase media-. Se
conseguían a bajos precios, al sur del famoso paralelo, desde autos
a lencería y medias importadas. El nylon,
el nuevo aporte norteamericano a la industria textil y de la
indumentaria, era la atracción principal. “Me lo trajeron del
paralelo” era la expresión ufana de quien mostraba un par de
calcetines de nylon, un
tejido brillante, caluroso, impermeable y desagradable al tacto, o
una caja de cigarrillos Chesterfield. Esos calcetines habian hallado
la solución a la preocupación que desveló a Roberto Arlt: no se
gastaban con la velocidad con que lo hacían los viejos calcetines de
algodón que obligaban al consabido zurcido en los talones. Esta
actividad, el zurcido de medias, solía ser la actividad propia de
las tardes de domingo de las esposas de la clase media. De la misma
manera, las enaguas y la lencería femenina hecha en nylon
se convirtieron
en el fetiche de la época. El tío Petizo había logrado, durante su
estancia en Ushuaia, al sur del paralelo 48, hacerse de un importante
stock de artículos importados, sobre todo hechos en el apreciado
nylon.
Con ello logró abrir, al jubilarse de la policía -en edad
relativamente temprana, dado su servicio en zona inhóspita-, un
negocio en pleno centro de Santa Rosa al que le puso el rutilante
nombre de La Casa del Nailon. Este contrabando interno fue su fuente
de ingresos, además de su jubilación policial, durante varios años.
Cuando la diferencia de precios se terminó, con la abolición de
aquella aduana seca del paralelo 48, la Casa del Nailón comenzó a
proveerse de la industria nacional que ya había comenzado a
incorporar la novedad textil de un nombre cuyo origen sigue siendo
objeto de multiples teorías.
El tío Petizo -Herminio era su nombre- fisonómicamente se parecía
mucho a mi padre. Había entre ellos una secreta rivalidad. Mi padre,
quien de alguna manera sentía que había ascendido socialmente,
miraba con desagrado algunos excesos plebeyos de su hermano, su afán
por negocios difíciles o imposibles, sus amistades más simples y
ramplonas. Petizo, a su vez, se molestaba con esta sutil, pero
evidente, pedantería y se reía, como un hermano menor y buscando
nuestra complicidad, de estas cosas.
Como he contado antes, la tía Evelia, la hermana mayor de mi padre,
era propietaria del más antiguo cine de Santa Rosa, que funcionaba
en el Club Español. Era entonces un edificio vetusto y bastante
abandonado, con la estructura típica de todos esos centros y clubes
que crearon los primeros inmigrantes para nuclear a sus
connacionales. Afortunadamente no ha sido demolido, sino que por el
contrario se encuentra en excelente estado de conservación, mejor
que cuando lo conocí en aquellos años. En cada función daban dos o
tres películas, la mayoría de ellas argentinas y bastante viejas.
No era raro que se cortasen en la mitad de la proyección, con el
consabido zapateo del público. Durante muchos años la tía Evelia
fue la empresaria cinematográfica más importante de Santa Rosa.
Viajaba habitualmente a Buenos Aires para conseguir sus películas y
conocía a los distribuidores que, entonces y por muchos años,
tenían sus locales sobre la calle Lavalle, entre Riobamba y
Ayacucho.
A unas cuadras de la plaza principal de Santa Rosa estaba el negocio
de la tía Lisignia o Licinia. Nunca vi su nombre escrito. Era la
única hermana de mi padre que se había casado y lo había hecho con
Juan Lambert, un descendiente de aquellos franceses que habían
llegado a poblar el territorio nacional. Tenía un pequeño negocio,
bajo el rubro de librería, donde vendía todo tipo de artículos
para regalo. Juguetes de poco valor, lápices, cuadernos, chafalonías
que deslumbraban mis ojos infantiles de entonces. La tía Lisignia
tenía tres hijos que, por alguna razón que nunca descifré, tenían
importancia en el sistema afectivo de mi padre. El mayor Juan Carlos
era considerado por la familia como una especie de genio, un muchacho
brillante al que cualquier futuro le estaba permitido. Jorge, el
segundo, por el contrario, era una especie de Daniel el Terrible,
cuya infancia y juventud había transcurrido entre graves quebraduras
de brazos, accidentes de moto y expediciones de caza de jabalí.
Mabel era la la hija menor y, como toda prima, fue motivo de furiosas
fantasías adolescentes. Mi padre siempre admiró, de alguna manera,
a su sobrino Juan Carlos, que había logrado viajar a Alemania y
convertirse en algo así como una especialista en servicios de
transporte urbano.
El tío Raúl y la tía Hilda, a su vez, tenían cuatro hijos. Uno de
ellos era mucho mayor que mi hermano y yo. Raulito era su nombre. Era
un muchacho robusto, entrado en kilos, que terminó como propietario
y conductor de un camión que hacía la ruta a la Patagonia. Horacio
era su hermano, con quien jugaba en aquellos veranos pampeanos, alto,
delgado y con estudios secundarios. La hermana menor, Hylda, era
conocida en la familia como La Cambicha. No había problemas sobre el
pensamiento políticamente correcto en las familias de entonces. La
Cambicha era morocha, criolla, hermosa y divertida. Su sobrenombre
derivaba del éxito discográfico de la época, El Rancho de la
Cambicha, cantado por Antonio Tormo. El aspecto criollo de mi prima,
su color de piel, su pelo renegrido -heredado de sus parientes
santiagueños- determinaron que sus padre y toda mi familia la
condenaran con ese sobrenombre. El desprecio por los criollos era
proverbial en la familia de la Mata. El otro
hijo del tío Raúl era Julio, posiblemente llamado así en homenaje
a mi padre. Era -es- menor que yo, serio y concentrado en sus cosas,
según lo recuerdo. Sesenta años después de aquellas visitas lo he
vuelto a encontrar en la Babel de Facebook, descubriendo con alegría
que compartimos los mismos anhelos políticos.
Horacio, Juan Carlos, Jorge, La Cambicha fueron mis compañeros de
juegos en aquellos veranos pampeanos. Del otro lado de la casa del
tío Raúl estaban las instalaciones del club del barrio. Una cancha
de básquet se convertía, en las noches estivales, en la pista de
baile donde la barriada se reunía para celebrar los carnavales. Las
mesas y las sillas de lata rodeaban la pista de baile. Un proscenio
medio improvisado alojaba a una orquesta de las llamadas
“características”. Su repertorio estaba formado por rancheras y
pasodobles, a los que se sumaban éxitos del momento que los músicos
convertían en rancheras o pasodobles, con sus despliegues de
acordeones a piano, violines y piano.
El Club All Boys era la antítesis del humilde club de la calle Raúl
B. Díaz. En la pileta y en los bailes de All Boys se encontraba la
clase media alta santarroseña, con sus pretensiones de clase
dominante, con sus chicas vestidas a la moda de la revista Claudia,
con sus madres teñidas de rubio y levemente obesas. Mis primos no
iban a All Boys. Mis padres me llevaban alguna vez, en verano, a la
pileta. Allí se pavoneaban de su relativa prosperidad con los socios
y socias que los habían conocido como sencillos empleados de Casa
Galver.
Otra visita obligada y que dejó gratos recuerdos en mi memoria,
sobre todo en la adolescencia, era a la Confitería La Capital de
Oscar de la Mata. Los sábados al atardecer había una tertulia para
los jóvenes y, por las tardes, a partir de las seis, era el lugar
de encuentro, de miradas cruzadas, de tímidas aproximaciones de
muchachas y muchachos en plena “edad del pavo”, como no sin un
cierto desprecio los adultos se referían a la adolescencia. No he
escuchado esa expresión en los últimos cuarenta años. O los
adolescentes ya no son tan pavos o los adultos han comenzado a
entender de otra manera esa difícil etapa.
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