Ha muerto
Leonardo Favio
El
muchacho del interior, de origen inmigrante, que en sus películas
expresó sin filtros ideológicos el mundo de historias e imágenes
que bullían en la cabeza del pueblo argentino, ya no está con
nosotros.
Un joven
carilindo y atrevido, al que Leopoldo Torre Nilsson le sacó su mejor
perfil actoral, llegó a Buenos Aires, dejando atrás un hogar en el
que la radio -los macarrónicos radioteatros de Héctor Bates y Juan
Carlos Chiappe- y el cine nacional que llegaba a la plateada pantalla
de Luján de Cuyo lo habían introducido en una mitología nacional
que circulaba en lo más profundo del pueblo argentino. Nada de eso
dejaba traslucir el joven de negra y sedosa melena, de rostro
apolíneo y mirada profunda. Posiblemente ignoraba que su contacto
con la producción cinematográfica, como actor buen mozo, lo
convertiría, en el correr de los años, en el mejor director de cine
que vio esta tierra, pletórica de engreídos, altisonantes y
pretenciosos directores de cine.
Empezó a
filmar para ganarse el amor de una hermosa muchacha veinteañera,
María Vaner. Le hizo creer -él mismo lo contó- que tenía un
proyecto. Y la lealtad a sus propias palabras le hizo filmar su
primer corto, en el que Marilín, por supuesto, era la protagonista.
A partir
de ese momento se inició la carrera del realizador más trascendente
de la historia del cine argentino.
Nuestra
actividad cinematográfica empezó muy temprano. Entre las
acartonadas y escolares imágenes de Mario Gallo, con los chicos y
chicas de la alta sociedad del Buenos Aires del Centenario, hasta los
experimentos de los jóvenes egresados de la miríada de escuelas de
cine que han brotado en los últimos veinte años, las películas de
Leonardo han conformado el álbum de las historias, las imágenes y
la estética del pueblo argentino profundo.
Desde
Crónica de un niño solo, sus películas han expresado en
imágenes el momento histórico, la cotidianeidad, la sensibilidad, la
preocupación y la angustia de su permanente y único interlocutor:
esos argentinos sin nombre y sin rostro, sin pretenciones y sin
dinero en el bolsillo, con los cuales conversó a lo largo de casi
cincuenta años.
La
historia de ese niño de correccional espejaba su infancia de
carencias y encierros, pero reflejaba también la creciente
preocupación social que brotaba de una Argentina proscripta en los
años '60. El encuadre expresionista, los matices irremplazables del
blanco y negro, los angustiantes planos-secuencia, el ojo crítico y
penetrante de una cámara impiadosa, la mirada de ese pibito pobre
que desesperadamente descubre el mundo de la injusticia y del sexo
fueron recibidos, en aquellos años, por un público juvenil que se
debatía en un “barullo de ideas delirantes”.
Nadie como Leonardo Favio, una especie de Ingmar Bergman plebeyo y
periférico, reflejó los romances dolorosos, machistas y trágicos
de esos muchachos y muchachas pobres y provincianos, en los que un
tango en una noche de carnaval clavaba la estaca de la infidelidad,
de la pasión, del abandono y el desprecio.
El melodramatismo de los folletines radiales, la sobrecarga de
sentido, como alguien definió el arte popular, peyorativamente
denominado “kitsch” por esos críticos académicos, le dio al
cine de Leonardo Favio una impronta única, singular, en la que la
composición meticulosa del fotograma se integraba a una forma
determinada por su contenido: el arte concebido desde la fusión
cultural del sentimiento popular.
Juan Moreira, el folletín de fines del siglo XIX, le sirvió
para expresar cien años después, la rebelión que hervía en
cientos de miles de jóvenes, que en esos años '70 formaban las
largas columnas de la “juventud maravillosa”. Las antenas de la
prodigiosa sensibilidad de Favio habían establecido una impalpable
comunicación entre aquel cuchillero de extramuros, rodeado por la
partida en brazos de un amor alquilado, y la amenaza que el regímen
oligárquico cernía sobre aquellas juveniles huestes.
En el momento en que extrañas y oscuramente sobrenaturales teorías
impregnaban una parte del poder popular -aquel rasputinismo que
definió Jorge Abelardo Ramos-, la rara percepción de su genio
artístico le permitió encontrar en la leyenda del lobizón y el
descenso a un infierno criollo y reconocible una versión poética
del averno en el que pronto se despeñaría la sociedad argentina.
La trayectoria dramática de José María Gatica, el boxeador
paradigmático del primer peronismo, hizo entrar a Favio, con ternura
y afecto, en los claros y oscuros de un muchacho de provincia, pobre
y simple, que se convierte, con la fuerza de sus puños y la
resistencia de su mandíbula, en un ídolo millonario y engreído. El
apogeo y la caída del Mono Gatica se transformó, por el genio de
Favio, en la paráfrasis del gran movimiento popular al que fue leal
hasta el último momento de su vida. Le permitió también imaginar
y filmar de modo sobrecogedor el velorio más trascendental de la
memoria argentina: el de Evita.
La historia del peronismo, Sinfonía de un Sentimiento,
constituye no sólo el más elocuente documento de lo que las dos
primeras presidencias de Perón significaron para la Argentina y,
sobre todo para su pueblo. Fue también, en su contenido y en su
forma, el testimonio de cómo concebía Leonardo Favio al peronismo y
a sus enemigos: como un milagroso enfrentamiento entre el amor y el
odio. Esta convicción fue la columna vertebral que organizó su
mundo y su arte prodigioso. Incluso su paso por la canción -que lo
convirtió en un ídolo popular en toda Latinoamérica- estuvo
signada por esa concepción amorosa, una especie de romanticismo
autóctono, que empapó toda su obra.
El argentino Leonardo Favio fue nuestro cineasta universal. Su cine,
la fantasmagoría de sus imágenes, la lealtad a ese expresionismo
popular de los viejos radioteatros y del circo, la sobrecarga de
sentido de muchos de sus encuadres, los primeros planos de sus
personajes, su modo de dirigir a los actores, sin Stanislavsky ni
memoria sensorial, han expresado y cristalizado lo que los argentinos
tenemos en nuestra imaginación, en nuestra fantasía, en nuestro
modo de entender la vida y la belleza.
Ni más ni menos que eso fue Leonardo Favio.
Buenos Aires, 11 de noviembre de 2012.
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