lunes, 23 de abril de 2007

Tete: el tango como una eterna y pícara juventud


Tete: el tango como una eterna y pícara juventud


29 de diciembre de 2004

Seguramente no hay nadie en la milonga que no conozca al Tete. Y esto por muchas razones.
Una de ellas es que el Tete frecuenta las pistas desde hace muchos años, desde cuando era un pibe veinteañero y, junto con la milonga, descubría el delirio del rock and roll. Todos los viejos sabios coinciden en afirmar que el Tete era un maravilloso, incomparable bailarín del ritmo que Little Richard, Fats Domino, Billie Halley y, por supuesto, Elvis Presley, imponían en la muchachada de la segunda mitad de los años cincuenta. Hay algunos que tan sólo por bajarle el precio, por desprestigiarlo un poco, dicen, cuando oyen mencionar su nombre, que es un gran bailarín del rock.
Pero todo esto no son más que maledicencias de milongueros, injurias vanas y, posiblemente, envidiosas, que pretenden disminuir el arte, la alegría, la pasión y la belleza que el Tete despliega cuando baila el tango.
Ya ha pasado seguramente los sesenta. No llama la atención ni por su elegancia ni por su físico. De estatura media, de anteojos -que se quita para bailar-, canoso y panzón, suele sufrir de una molesta disnea, pero nada de esto le impide desplegar en la milonga la simpatía de un eterno adolescente. El Tete es considerado por todos como un gran amigo. Leal, sincero y generoso recorre las mesas de la milonga recibiendo el respeto de los hombres y la fascinación de las mujeres. Baila y frecuenta los bailes desde que tiene memoria. Siempre tiene un requiebro para una hermosa jovencita o un suspiro para una madura alemana que ha venido a tomar sus clases desde que se enteró que Pina Bausch, la expresionista coreógrafa de danza contemporánea, lo eligió como entrenador de tango para su compañía, mundialmente célebre.
Su baile no tiene, si se lo examina con atención, ni arabescos ni artificiosidades. El Tete baila con la naturalidad de quien camina, siempre pegado al suelo, sin pasos complejos ni inútiles revoleos de pierna, pero pone en su desplazamiento una juvenil pizca de alegría, un cambio de rumbo que sorprende, unos giros que marean, una jovial energía que hipnotiza a su pareja. Es cierto, mueve sus pies con la picardía intencionada y exhibicionista del bailarín de rock. Va corriendo por el piso, apurando un paso en tres tiempos, y, de pronto, se detiene, levanta su pie izquierdo y el derecho da vuelta sobre el eje, imprimiendo a su compañera, siempre bella, siempre joven, un sorpresivo giro que confunde sus pensamientos, pero da ala a la improvisación de sus pies. Su compañera siempre sabe que el Tete jamás exigirá de ella lo que no sabe, jamás intentará demostrarle que baila mejor que ella. Sabe que bailar con el Tete es lograr sacar de ese simple caminar a su lado las infinitas posibilidades de dividir el tiempo, estirar los silencios y dejarse llevar por su brazo eternamente joven.
Y hay que verlo bailar el vals.
Confundido en el abrazo con la mujer, el Tete convierte esa, a veces, ramplona musiquita de carrusel, en una verdadera fiesta. Corre por la pista como si estuvieran, él y su pareja, sobre patines. Y cuando la orquesta empieza a desplegar la armonía de esa romántica música creada en la corte de Francisco José y cruzada con el ritmo inventado en los conventillos porteños, el Tete inicia su ciclo de vueltas y vueltas, impulsando a su pareja en figuras jamás pensadas, dominando una pista que se ha convertido ya en el escenario de su vida. El Tete inventa el vals cada vez que lo baila. Y la muchacha que lo acompaña descubre que lo está inventando con ella. Que ella también participa, por la habilidad creadora de su efímero compañero, en la evanescente, fugaz hermosura de dos cuerpos que crean al desplazarse un sentido a la brevedad de la vida: el de la belleza compartida.

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