domingo, 18 de noviembre de 2012

Un bellísimo recuerdo a Néstor Kirchner en un riguroso homenaje a Leonardo Favio


El estreno en el Luna Park

Un bellísimo recuerdo a Néstor Kirchner en un riguroso homenaje a Leonardo Favio


Después de sus películas El Vestido y Juan y Eva -ambas de ficción, aún cuando en el segundo caso se basa en figuras históricas-, Paula de Luque ha tenido la responsabilidad de dirigir un proyecto que podría caracterizarse como una difícil carrera de obstáculos.

Se trataba de narrar en imágenes básicamente documentales, la vida privada y política de un presidente argentino fallecido sólo hace dos años, cuyo paso por la presidencia duró sólo cuatro años y cuya desaparición generó la más multitudinaria y apasionada movilización popular, con un alto contenido juvenil, solo comparable a la dolorosa despedida al general Juan Domingo Perón. No había lugar para un relato ficcionado y el material audiovisual debía ser, en todo lo posible, el recopilado por la familia, los noticieros, los organizadores de los actos públicos y el pueblo en general, con cámaras de última generación, cámaras digitales, cámaras VHS y hasta viejos filmes en 16 y 8 mm. Pero, además, Paula de Luque sucedió al intento que otro reputado cineasta había iniciado, con la consecuencia de suspicacias, comentarios maledicentes y chismes tan propios del ambiente cinematográfico -y de todos los ambientes, por otra parte-. Según ha contado la directora en diversos reportajes, reinició todo el trabajo. Hizo, desde el principio, otra película a la propuesta por Israel Caetano, el primer director, y, con gran delicadeza, omitió todo comentario sobre ese proyecto.

Todas estas dificultades estaban presentes al momento de ver la proyección en la avant premiere del Luna Park, el sábado 17 de noviembre.

Y todas estas dificultades se disolvieron a los pocos minutos de iniciarse la proyección. Paula de Luque ha hecho una película muy bella, impregnada de un sentimiento y una emoción que logra no desbordarse por un eficaz y certero uso del propio lenguaje cinematográfico. Los duros paisajes patagónicos adquieren una nueva luz y sirven, junto con hermosas secuencias de flores y trigales, como trazos de unión entre los distintos momentos del documental. No tiene un tratamiento rigurosamente cronológico, sino que el relato avanza y retrocede como suelen hacerlo los recuerdos. El uso de la cámara lenta le permite, con acierto y sin exageración, resaltar algunos gestos, algunos momentos que el ojo suele no ver. La selección de reportajes y voces en off colaboran, sin superponerse ni reiterarla, con la imagen, evitando uno de los puntos más aburridores del cine documental.

Uno puede, desde una mirada más exclusivamente política, intentar alguna crítica sobre la ausencia de testimonios de trabajadores sindicalizados, de nuevos trabajadores fabriles que se incorporaron a la producción y una relativa reiteración de testimonios vinculados a los movimientos sociales y las cooperativas. Pero es posible que este aspecto no sea del todo atribuible a la directora.

Pero lo que sí se hace evidente en la película Néstor Kirchner es el espíritu, la estética y el sentimiento que el gran director argentino Leonardo Favio puso en cada una de sus películas.
Hace unos días, con motivo de su fallecimiento, escribí:

...cómo concebía Leonardo Favio al peronismo y a sus enemigos: como un milagroso enfrentamiento entre el amor y el odio. Esta convicción fue la columna vertebral que organizó su mundo y su arte prodigioso”.

La película de Paula de Luque logra expresar justamente el amor como el motor inmóvil de toda la pasión que movía a Néstor Kirchner en su vida privada y en su vida pública, en su amor conyugal y filial y su amor a la causa que abrazó a los veinte años. Y si en las películas de Leonardo Favio el sentimiento popular, el sentido de la belleza de los argentinos se transmite en imágenes cargadas de sentido, Paula de Luque logra recrear con precisión ese certero mecanismo para movilizar la emoción de sus espectadores. No hay golpes bajos, como dijo CFK. Hay un exacto manejo de la sensibilidad popular mezclada con un inteligente uso de los instrumentos retóricos del cine. Ello ha dado como resultado una notable película, que evita la propaganda sin renunciar a una visión militante y comprometida.

Néstor Kirchner tiene un merecido homenaje en la cinematografía argentina y Leonardo Favio ha encontrado una continuadora de su arte, tan argentino como universal.

Buenos Aires, 18 de noviembre de 2012

domingo, 11 de noviembre de 2012

El escultor de los sueños argentinos

Ha muerto Leonardo Favio
El escultor de los sueños argentinos
El muchacho del interior, de origen inmigrante, que en sus películas expresó sin filtros ideológicos el mundo de historias e imágenes que bullían en la cabeza del pueblo argentino, ya no está con nosotros.

Un joven carilindo y atrevido, al que Leopoldo Torre Nilsson le sacó su mejor perfil actoral, llegó a Buenos Aires, dejando atrás un hogar en el que la radio -los macarrónicos radioteatros de Héctor Bates y Juan Carlos Chiappe- y el cine nacional que llegaba a la plateada pantalla de Luján de Cuyo lo habían introducido en una mitología nacional que circulaba en lo más profundo del pueblo argentino. Nada de eso dejaba traslucir el joven de negra y sedosa melena, de rostro apolíneo y mirada profunda. Posiblemente ignoraba que su contacto con la producción cinematográfica, como actor buen mozo, lo convertiría, en el correr de los años, en el mejor director de cine que vio esta tierra, pletórica de engreídos, altisonantes y pretenciosos directores de cine.

Empezó a filmar para ganarse el amor de una hermosa muchacha veinteañera, María Vaner. Le hizo creer -él mismo lo contó- que tenía un proyecto. Y la lealtad a sus propias palabras le hizo filmar su primer corto, en el que Marilín, por supuesto, era la protagonista.

A partir de ese momento se inició la carrera del realizador más trascendente de la historia del cine argentino.
Nuestra actividad cinematográfica empezó muy temprano. Entre las acartonadas y escolares imágenes de Mario Gallo, con los chicos y chicas de la alta sociedad del Buenos Aires del Centenario, hasta los experimentos de los jóvenes egresados de la miríada de escuelas de cine que han brotado en los últimos veinte años, las películas de Leonardo han conformado el álbum de las historias, las imágenes y la estética del pueblo argentino profundo. 

Desde Crónica de un niño solo, sus películas han expresado en imágenes el momento histórico, la cotidianeidad, la sensibilidad, la preocupación y la angustia de su permanente y único interlocutor: esos argentinos sin nombre y sin rostro, sin pretenciones y sin dinero en el bolsillo, con los cuales conversó a lo largo de casi cincuenta años.

La historia de ese niño de correccional espejaba su infancia de carencias y encierros, pero reflejaba también la creciente preocupación social que brotaba de una Argentina proscripta en los años '60. El encuadre expresionista, los matices irremplazables del blanco y negro, los angustiantes planos-secuencia, el ojo crítico y penetrante de una cámara impiadosa, la mirada de ese pibito pobre que desesperadamente descubre el mundo de la injusticia y del sexo fueron recibidos, en aquellos años, por un público juvenil que se debatía en un “barullo de ideas delirantes”.

Nadie como Leonardo Favio, una especie de Ingmar Bergman plebeyo y periférico, reflejó los romances dolorosos, machistas y trágicos de esos muchachos y muchachas pobres y provincianos, en los que un tango en una noche de carnaval clavaba la estaca de la infidelidad, de la pasión, del abandono y el desprecio. 
El melodramatismo de los folletines radiales, la sobrecarga de sentido, como alguien definió el arte popular, peyorativamente denominado “kitsch” por esos críticos académicos, le dio al cine de Leonardo Favio una impronta única, singular, en la que la composición meticulosa del fotograma se integraba a una forma determinada por su contenido: el arte concebido desde la fusión cultural del sentimiento popular.

Juan Moreira, el folletín de fines del siglo XIX, le sirvió para expresar cien años después, la rebelión que hervía en cientos de miles de jóvenes, que en esos años '70 formaban las largas columnas de la “juventud maravillosa”. Las antenas de la prodigiosa sensibilidad de Favio habían establecido una impalpable comunicación entre aquel cuchillero de extramuros, rodeado por la partida en brazos de un amor alquilado, y la amenaza que el regímen oligárquico cernía sobre aquellas juveniles huestes.

En el momento en que extrañas y oscuramente sobrenaturales teorías impregnaban una parte del poder popular -aquel rasputinismo que definió Jorge Abelardo Ramos-, la rara percepción de su genio artístico le permitió encontrar en la leyenda del lobizón y el descenso a un infierno criollo y reconocible una versión poética del averno en el que pronto se despeñaría la sociedad argentina.

La trayectoria dramática de José María Gatica, el boxeador paradigmático del primer peronismo, hizo entrar a Favio, con ternura y afecto, en los claros y oscuros de un muchacho de provincia, pobre y simple, que se convierte, con la fuerza de sus puños y la resistencia de su mandíbula, en un ídolo millonario y engreído. El apogeo y la caída del Mono Gatica se transformó, por el genio de Favio, en la paráfrasis del gran movimiento popular al que fue leal hasta el último momento de su vida. Le permitió también imaginar y filmar de modo sobrecogedor el velorio más trascendental de la memoria argentina: el de Evita.

La historia del peronismo, Sinfonía de un Sentimiento, constituye no sólo el más elocuente documento de lo que las dos primeras presidencias de Perón significaron para la Argentina y, sobre todo para su pueblo. Fue también, en su contenido y en su forma, el testimonio de cómo concebía Leonardo Favio al peronismo y a sus enemigos: como un milagroso enfrentamiento entre el amor y el odio. Esta convicción fue la columna vertebral que organizó su mundo y su arte prodigioso. Incluso su paso por la canción -que lo convirtió en un ídolo popular en toda Latinoamérica- estuvo signada por esa concepción amorosa, una especie de romanticismo autóctono, que empapó toda su obra.

El argentino Leonardo Favio fue nuestro cineasta universal. Su cine, la fantasmagoría de sus imágenes, la lealtad a ese expresionismo popular de los viejos radioteatros y del circo, la sobrecarga de sentido de muchos de sus encuadres, los primeros planos de sus personajes, su modo de dirigir a los actores, sin Stanislavsky ni memoria sensorial, han expresado y cristalizado lo que los argentinos tenemos en nuestra imaginación, en nuestra fantasía, en nuestro modo de entender la vida y la belleza.

Ni más ni menos que eso fue Leonardo Favio.

Buenos Aires, 11 de noviembre de 2012.

martes, 30 de octubre de 2012

Un extraño despertador erótico

Un extraño despertador erótico

No llegué tan tarde como suelo hacerlo. No eran más de las dos de la mañana. Ciertas citas de la noche habían fracasado, la gente no estaba donde había dicho que estaba y dos y media después de la medianoche y yo ya estaba acostado mirando el final de una película con Gerard Philippe en la TV Pública. Era un gran actor y un tipo de una pinta espectacular. Pero era imposible descubrir la trama. Solo faltaban algunos minutos y, más allá de reconocer al actor, era imposible desentrañar de qué se trataba.
Pasé al 9 donde Viviana Canosa y el hijo de Martín García, entre otros, hablaban no sé qué del programa de Tinelli, que ignoro de qué se trata.
Al cabo de quince minutos decido que es suficiente y que habida cuenta de todo lo que tengo que hacer al día siguiente mejor es tratar de dormir. Había tenido un día lleno de buenas situaciones, de alentadoras reuniones. No había habido nada que empañara un hermoso día de primavera.
Como todo despertador me resulta agresivo y psicópata, desde hace años programo el televisor para que se encienda, con el volumen bajo y envolvente, a la hora en que quiero despertarme. Me ahorro así del agresivo chillido del teléfono o del reloj. El televisor comienza a hablar, en voz baja, con alguna propaganda o alguno de esos programas de la mañana que, supongo, la gente usa para despertarse sin violencia.
Lentamente voy entrando en el sueño. Mi cabeza pasa revista a las cosas que he vivido a lo largo del día. Voy rememorando, con los ojos cerrados, las entrevistas, las discusiones, las conversaciones, amistosas unas, menos amistosas otras, que he logrado enfrentar en la jornada. Y todo comienza a rodearse de una agradable y hospitalaria bruma hasta que, sin saberlo me duermo.
Si algo no ha cambiado radicalmente a lo largo de los años es la actividad durante el sueño. Sí, claro, es cierto, las poluciones nocturnas desaparecieron hace años -digamos, con el casamiento-, pero la actividad imaginaria de los sueños no es distinta hoy a la de hace cuarenta años. Hay, por supuesto, una marcada diferencia en quien sueña. Todas esas imágenes y situaciones, dramáticas, patéticas, ridículas y, sobre todo, viejas, ya no me generan la angustia, el sobrecogimiento o el miedo que solían producirme en años más mozos e inexpertos. Todavía sueño con mi madre.
Son en general los mismos sueños que a los veinte años me angustiaban. Ya no me angustian. Me despierto en el medio de la noche y, plácidamente, vuelvo a dormirme a poco que recapitulo la escena onírica.
Afortunadamente sigo teniendo sueños eróticos en los que distintas mujeres que he conocido -la madre de mis hijas suele aparecer a menudo- me despiertan un delicioso deseo, que nunca deja de sorprenderme, dado los años y la vida que han pasado. La infancia, enfrentamientos con mi padre y mi madre, odio, remordimiento, dolor y amor se mezclan en un sueño que se disipa como en un fundido a blanco, en el momento de despertarme.
Esa noche no fue distinta a otras. Todo eso me pasó por la dormida cabeza, más otras cosas que debo haber olvidado o que no pude reconstruir al despertar, como dicen que funciona el mecanismo de los sueños.
La cuestión es que una voz me arranca de mis fantasías y mis culpas. Suavemente, sin chillidos, comienzo a escuchar una voz femenina, cálida, jóven, bien modulada que dice:
- … también puede acariciar el clítoris con sus dedos y usar un gel lubricante que la vaya excitando para estar preparada para el acto sexual...
A medio camino entre el sueño y la vigilia lo que oía parecía una broma increíble. ¿Cómo era que mi televisor había decidido despertarme con esas imágenes? ¿A quién se le ocurre sacar a un hombre del sueño con semejante situación?
Rápidamente recapitulé la situación. Había dejado el televisor en Canal 7, a esa hora hay un programa dedicado a cuestiones de salud.
Una sexóloga, joven y bella, como pude ver, se había convertido en una extraña Scherezade matutina, con su lenguaje antiséptico y su impudicia técnica.
Comencé el día con una estruendosa y solitaria carcajada.

sábado, 11 de febrero de 2012

10 de febrero: 1912

La Primera Inclusión Política:

La ley Saenz Peña


Cuando el 10 de febrero de 1912 el presidente Roque Saenz Peña sanciona la ley 8.871 -que lleva su nombre- e impone el sufragio secreto, universal y obligatorio, había recorrido ya un largo camino en la política argentina. Había nacido en 1851, en el seno de una familia de federales de la provincia de Buenos Aires, y desde muchacho tuvo una activa y destacada actuación política, opuesta frontalmente al mitrismo porteño.

El partido que enfrentaba en la provincia de Buenos Aires -recuérdese que la ciudad de Buenos Aires formaba parte de la misma y era su capital- a Bartolomé Mitre era el encabezado por Adolfo Alsina, el Partido Autonomista, heredero de los llamados chupandinos, los liberales nacionales que en la década del 60 se enfrentaban con los “pandilleros” de la secesionista burguesía comercial porteña. Don Adolfo era hijo de Valentín Alsina, pero no pensaba igual que su padre, expresión destilada y pura del unitarismo liberal de la ciudad puerto. Su público se reclutaba en los sectores humildes de la ciudad, en las pulperías de la campaña y en las viejas familias de tradición federal. A este partido se unió el joven Roque Saenz Peña, después del conato de golpe de Estado de Mitre en 1874.

Y es en ese partido donde conoció a otro joven porteño un año menor, plebeyo, silencioso y astuto: Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Irigoyen Alem, don Hipólito, sobrino de otro autonomista, Leandro N. Alem.

General Roque Sáenz Peña Lahitte
Héroe del Morro de Arica

Ambos serán los personajes centrales y excluyentes en la lucha y gestación de esa Ley del 10 de febrero de 1912.

Como tantos políticos de la época, Saenz Peña también empuñó la espada -y el fusil- cuando fue menester. En 1879 Chile declaró la guerra a Bolivia y Perú, por la zona del desierto de Atacama, rica en yacimientos de guano y salitre. Saenz Peña, en crisis con la política del autonomismo, ofreció sus servicios al Perú, en cuyo ejército actuó con el grado de teniente coronel. Fue herido en combate y cayó prisionero de los chilenos. Su entrega a la causa peruana le valió un lugar de honor en el país andino que lo ha considerado un héroe patrio.

Ya de vuelta en una Argentina que ha federalizado el puerto y la ciudad de Buenos Aires, Roque Saenz Peña tuvo una destacada actuación en la Conferencia de Washington, en 1889, en la cual se opuso a la Doctrina Monroe, con su célebre “América para la humanidad”. El enfrentamiento a la Doctrina que justificaba el expansionismo yanqui sobre el continente le valió la admiración de los países más amenazados por esta política. El mexicano Carlos Pereyra escribió: “La corriente de los estadistas profundos, que tienen la prudencia de los hombres prácticos y la videncia de los poetas, Su numen es Bolívar; su hombre de Estado, Sáenz Peña. Ellos saben que los norteamericanos no llevan a la América del Sur sino el propósito de la absorción económica y de la dominación política, y que ayudarles en esta obra es un suicidio...”. Que el Imperio Británico protegiese a la Argentina de entonces no impidió que latinoamericanos patriotas reconociesen la importancia de las palabras de Saenz Peña.

Este era el hombre que sancionó la ley que estableció la democracia de masas en la República Argentina. Don Hipólito Yrigoyen había confrontado con el “régimen falaz y descreído”, en varias revoluciones cívico-militares. Sus artes de conspirador, la atracción irresistible que su fama provocaba en los argentinos excluídos de la política, su astucia táctica y sus inflexibilidad estratégica habían creado las condiciones para que uno de los hombres más sinceros y justos del viejo patriciado permitiese, con la ley, lo que el caudillo venía exigiendo con las armas y la abstención. El voto secreto, universal y obligatorio permitió el triunfo de Yrigoyen y un nuevo país comenzaba. Los antiguos peones federales y los nuevos ciudadanos hijos de la inmigración habían encontrado un lugar.

Publicada en Telam el 10 de febrero de 2012

viernes, 10 de febrero de 2012

Las colinas de España están sembradas de muertos

Las colinas de España están sembradas de muertos

España, obviamente, está muy cerca de los argentinos. Además de los lazos seculares y los derivados de la inmigración, de la que tantos somos descendientes, la facilidad de los viajes y una cierta democratización del turismo han hecho que la llevemos no sólo en el corazón, sino en la memoria de sus paisajes y su gente.

Todo lo cerca que está de nuestro corazón lo pude experimentar este jueves al presenciar el estreno de la obra “Granos de uva en el paladar””, interpretada por Arantza Alonso, Lucía Andreotta, Marta Cuenca, Clara Díaz, Sauce Ena y Ruth Palleja y dirigida por Susana Hornos y Zaida Rico, todas ellas españolas.

Y experimenté, con una emoción contenida para que no desbordase en llanto, lo malditamente cerca que la Guerra Civil Española, ese drama irresuelto que la actual crisis española y europea ha vuelto abrir con toda su espantosa parafernalia de espectros y banderas irrealizadas, está de nuestra conciencia. Mi generación y la generación anterior a la mía y la anterior a ésta tuvimos con la Guerra Civil y con la Revolución Española algo como una iniciación. Formó parte del ingreso a la vida política conciente, a la militancia y a un afán de cambiar el mundo, que a muchos no nos ha abandonado.

Si me quieres escribir

ya sabes mi paradero

en el frente de Gandesa

primera línea de fuego.

En el tren que va a Madrid

se agregaron dos vagones

uno para los fusiles

y otro para los cojones

cantábamos también aquí en los '60, junto con Zamba de mi Esperanza y Tonada del Viejo Amor. Y las fechas de nacimiento que los personajes de la obra recitan al presentarse hacen evidente a la conciencia que esos muertos, esos jóvenes fusilados, esas muchachas violadas, tenían -días más, días menos- la edad de nuestros padres.

La obra, con un desarrollo coral de gran inteligencia y con una notable precisión escénica, cuenta varias historias de amor, de revolución y de muerte que tienen su inicio en los días revueltos de la República.

Las actrices, de ascético vestuario -esas mujeres de negro que poblaban los campos de España, sentenciosas, secas, de amargo realismo- se transforman, a lo largo de un poco más de una hora, en jóvenes parejas, en madres imperativas y asexuadas, en furtivos y adolescentes amantes prohibidos, en presas republicanas, en pelotones de fusilamiento, en hombres y mujeres concretos, víctimas y victimarios de una guerra que está para siempre en nuestra memoria y en nuestra congoja.

A los largo de esas escenas, fuertes, sobrecogedoras, de una casi insoportable carga emocional, un cuerpo caído e inmóvil en un costado del escenario acompaña la historia con una presencia ominosa. Sobre el final, el muerto, uno de los miles de los muertos sin lápida y sin tumba de aquellos años que han quedado inmortalizados en himnos y poemas, se levanta, con notable prestación corporal de actriz. El encuentro con los que lo sobrevivieron, con las mujeres que fueron su madre y sus hermanas, es de una belleza arrasadora y vincula aquel pasado, tan reciente y tan lejano, con el presente.

La dirección y la puesta de Susana Hornos y Zaida Rico es impecable. Las actrices, todas y cada una de ellas, actúan con una precisión y un convicción que nos llevan, tan sólo con recursos interpretativos a los campos de Soria de Machado, a los olivares altivos de Hernández, a la Cataluña de Nin, regados de sangre plebeya que aun clama por su memoria.

Del modo de morir, del modo de dormir por toda la eternidad habla esta pieza formidable que se siente nombrada en la vieja canción popular

"Cuando yo me muera tengo ya dispuesto

en el testamento que me han de enterrar

en una bodega, dentro de una cuba

con un grano de uva en el paladar"

Granos de uva en el paladar, interpretada por Arantza Alonso, Lucía Andreotta, Marta Cuenca, Clara Díaz, Sauce Ena y Ruth Palleja, se presentará a partir del próximo jueves y durante dos meses, todos los jueves a las 21 en la Sala Raúl González Tuñón del Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543, Capital).

martes, 31 de enero de 2012

Coronel de Artillería Martiniano Chilavert: traidor a la facción y leal a la patria

Coronel de Artillería Martiniano Chilavert: traidor a la facción y leal a la patria El coronel Martiniano Chilavert había nacido en Buenos Aires, aunque su infancia transcurrió en España. En 1812, a los catorce años de edad, volvió al Río de la Plata junto con su padre. Dos oficiales españoles integraban el pasaje. Uno era porteño como él y el otro había nacido en las Misiones. Carlos María de Alvear y José de San Martín -de ellos se trataba- serían sus jefes militares en una patria que recién comenzaba.

En los Granaderos creados por el correntino, Chilavert obtuvo su primer grado militar en la Artillería y peleó a las órdenes de Alvear en las tropas artiguistas, enviadas por el caudillo para enfrentar al director Rondeau.

Los enfrentamientos civiles que sucedieron a la derrota de Artigas lo obligaron a buscar refugio en Montevideo. Allí obtuvo su título de ingeniero y volvió a su ciudad natal. Participó en la guerra con el Brasil a las órdenes de Juan Galo de Lavalle. Ello fue determinante para que en las luchas civiles de los años '30 se pusiese del lado de los unitarios, contra Rosas, y enfrentase a Oribe a las órdenes del Pardejón Rivera.

Don José de San Martín, desde su exilio, le había escrito al gobernador de Buenos Aires: “lo que no puedo concebir es el que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su Patria y reducirla a una condición peor que la que sufríamos en tiempos de la dominación española: una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer...”

El soldado Martiniano Chilavert no era hombre de partidos y banderías. La batalla de la Vuelta de Obligado, el valor de esos compatriotas que enfrentaban al invasor, hizo sonar un clarín en su alma patriota. El corazón de Chilavert vibraba en la misma frecuencia que el del viejo correntino que había liberado medio continente. Contra la opinión, el deseo y hasta la orden de los exiliados antirrosistas, vuelve a Buenos Aires para poner sus conocimientos bélicos al servicio de las armas de la Confederación y su jefe, el odiado don Juan Manuel.

Y en la noche posterior a la batalla de Caseros se produjo uno de esos hechos trágicos, signados por el destino fatal de un enfrentamiento entre hermanos.

Chilavert había sido el último en rendirse con su batería cuando ya no disponía de munición para seguir combatiendo a las tropas de Urquiza. Dicen que la resistencia había sido heroica, que cuando se había terminado el agua para enfriar los cañones, los hombres orinaban sobre el enrojecido hierro para seguir luchando. Había tropas extranjeras entre las que dirigía en entrerriano. Eran los mismos imperiales contra los que Chilavert había peleado en Ituzaingo. Y por no soportar su patria hollada por tropas extranjeras, había declinado su enfrentamiento con Rosas. Y hasta el último momento les dio batalla.

Solo, al lado de su ya inútil batería, el rostro tiznado por la pólvora, el uniforme oscurecido por el polvo del combate y su sudor guerrero, Chilavert esperaba. El capitán Alamán, desde su caballo, le pidió la rendición sin saber con quien hablaba. Dicen que el coronel Martiniano Chilavert le respondió con voz disfónica que buscara a un oficial de mayor graduación ante el cual pudiera rendirse. Y también dicen que fue un coronel Virasoro, seguramente correntino, el que lo condujo detenido hasta San Benito de Palermo, la residencia de Rosas convertida en cuartel general del entrerriano Urquiza.

Horas estuvo Chilavert esperando a su vencedor. No había dejado de pensar que el federalismo alborotaba los pueblos en alzamientos permanentes, como todo ese combate lo demostraba. No le gustaba Urquiza por federal, pero mucho menos le gustaba por haber traído a los “cambá” del emperador para pelear contra don Juan Manuel. Por eso se había alejado de los hombres de Montevideo, de los Varela y los Alsina, los hombres de levita que habían empujado a Lavalle a asesinar a su primo Dorrego.

Sobre esas cosas debe haber pensado en su espera, herido, sucio y agotado, hasta que lo condujeron en presencia del entrerriano.

Toda la noche hablaron. Historiadores y dramaturgos han escrito distintas hipótesis de ese diálogo que la historia se llevó para siempre. Los dos hombres, como en un cuento del porteño Borges -nacido del lado bueno del Arroyo del Medio-, habrán hablado sobre la traición y la lealtad, sobre las ideas abstractas de los juristas y el agudo dolor “que aún no sabe su nombre”, como Marechal define la Patria. Cuentan los testigos que, de a ratos, se oían los gritos destemplados e iracundos de don Justo y algún puñetazo sobre la mesa.

Al amanecer, Urquiza llamó a la guardia y dio la seca orden de que fusilaran al prisionero.

Y la escena final de la tragedia comenzó cuando don Justo, quien sabe si indignado por la altivez del prisionero, por su irreductible voluntad, ordenó en voz baja que fuese fusilado por la espalda, como a un traidor.

El mayor Modesto Rolón fue quien tuvo a su cargo la orden de Urquiza. Se preparó Chilavert para entregar su alma al Dios en el que creía. Cuentan que le dio el reloj a Rolón con el encargo de entregárselo a su hijo, en Buenos Aires.

Se sacó el tirador, donde había unos billetes y tabaco. Se los dio a los soldados, para que lo repartieran.

E hizo frente al pelotón.

No pudo creer lo que oía cuando el mayor Rolón le ordena que se pusiese de espalda a los fusiles, como mueren los traidores. También cuentan que sonó una estrepitosa bofetada en la cara de Rolón. Los soldados comenzaron a acercarse para cumplir con la orden. A cada uno de ellos los recibía con fieros puñetazos. No iba a morir como un traidor, porque no lo era. Simplemente se había alejado del “indigno espíritu de partido”, como había pedido el exiliado ilustre.

El acero de un puñal reflejó, artero, la pálida luz de la madrugada y se perdió varias veces en la carne del coronel rendido. Mientras caía, seguía gritando, con los gallos de la mañana, su valor y lealtad a la Patria.

Cayó ensangrentado y con el rostro al cielo el coronel Chilavert. Rolón cumplió a medias la orden terrible del señor de San José. Descerrajó su revolver en el pecho del artillero que seguía gritando su derecho a ver la muerte de frente, como los héroes.

Un poncho blanco tapaba el cuerpo de Martiniano Chilavert con sus rosas de sangre en el pecho, nunca en la espalda, cuando su esposa, de negro, seria y enjuta, lo recogió esa mañana espantosa del 4 de febrero de 1852.

31 de Enero de 2012

domingo, 22 de enero de 2012

El camino al poder del gran caudillo haitiano Toussaint-L'Ouverture

El abuelo de François Dominique Toussaint-L´Ouverture se llamaba Gaou Guinou. Era de sangre real y había nacido en la colonia francesa de Dahomey, que recién en 1960 obtuvo su independencia para pasar a llamarse, años después, República de Benin. Secuestrado por los esclavistas franceses, fue enviado con su hijo a una plantación en la parte francesa de La Española o Santo Domingo.

Un amo impregnado de humanismo iluminista enseñó a François a leer y escribir y lo nombró capataz de la plantación. Se casó, tuvo dos hijos y, en 1776, fue manumitido y se convirtió en un pequeño campesino libre.

Una población de 12.000 blancos franceses mantenía en un brutal sometimiento a unos 300.000 esclavos africanos. La cruel economía de plantación azucarera había destruido la
diversidad productiva de Haití, convirtiéndola en uno de los más lucrativos negocios de la época. Si se ha dicho que la Revolución Francesa tuvo influencia en los procesos independentistas de la América hispánica -una teoría que soslaya el alzamiento del pueblo español contra el invasor francés-, en la parte francesa de la isla el hecho adquirió una enorme repercusión. La caída de la monarquía liberó las distintas fuerzas en pugna en el enclave colonial y los pequeños propietarios se enfrentaron a los grandes, los propietarios negros y mulatos a los blancos, los negros esclavos a sus amos y una gran parte de todos ellos a la política de la metrópoli que pretendía mantener el status colonial.

En 1791 comenzó una rebelión negra que se convirtió en el primer grito independentista de la América colonial. Encabezada por un esclavo de unos cincuenta años, los rebeldes se lanzan a la quema de plantaciones y a un directo ajuste de cuentas con sus propietarios. Ante la respuesta de los colonialistas franceses, los rebeldes cruzan la frontera hacia la parte española de la isla y entran en negociaciones con sus autoridades, quienes, enfrentados a Francia en Europa, ven la oportunidad de darle un golpe en su mejor colonia.


Toussaint se unió a estas tropas, recibió formación militar de los españoles y se convirtió al poco tiempo en uno de los principales y más exitosos oficiales del ejército de esclavos alzados. Su nombre comenzó a hacerse conocido entre los cientos de miles de combatientes, quienes lo llamaban L´Ouverture, El Iniciador. Fue el nombre con el que al final entró en la historia. Y con el título de General del Ejército de España, obtenido en esa época.

No obstante, Toussaint, que ya se había convertido en uno de los líderes de la revolución, llegó a la conclusión de que no estaba en el interés de los españoles la abolición de la esclavitud -objetivo central y excluyente de la revuelta- sino tan sólo debilitar el poderío francés en la región. “Uníos, hermanos, y luchad conmigo por la misma causa. Arrancad de raíz conmigo el árbol de la esclavitud”, sostuvo en su proclama de 1793, el mismo día en que los delegados de la República en la isla declararon la liberación de los esclavos para que se unieran a la Revolución.

Es necesario decir que no fue del todo generosa esta declaración. Haití se encontraba invadido por tropas españolas y británicas a las que se habían unido no pocos monárquicos franceses. Para que los 300.000 esclavos lucharan por la República debían ser liberados. Al año siguiente, y por acción de un grupo de diputados haitianos negros, la Asamblea Constituyente abolió la esclavitud en todo el territorio francés, tanto europeo como de ultramar.


No obstante ello, la lucha contra la esclavitud y por la independencia se extendió varios años más. Toussaint rompió con los españoles y los hizo replegarse en su propia frontera y comenzó a ser reconocido por los propios franceses, quienes lo ascendieron a General de División de la República.
El talento militar y político de Toussaint L`Ouverture logró dar una batalla permanente sobre los tres frentes: los españoles, los británicos y los propios franceses.

En 1798, este descendiente de la dinastía dahomeyana logra sus objetivos: mientras los españoles abandonan el territorio haitiano, los británicos capitulan y se alejan de la isla. A su vez, logra sacarse de encima los comisarios franceses, con lo que se convierte en el jefe político y militar absoluto de un Haití, sin esclavos y, en lo formal, miembro, en pie de igualdad, de la República Francesa.


El 22 de enero de 1801 François Toussaint L`Ouverture obliga a capitular a los españoles y, según lo acordado en el Tratado de Basilea que puso punto final al enfrentamiento franco-español, la totalidad de la isla de Santo Domingo quedaba bajo control del caudillo negro. Se iniciaba entonces otra etapa de la gran rebelión
de los afro-haitianos, la única rebelión de esclavos triunfante en la historia de la Humanidad.

Publicado en Telam