lunes, 6 de febrero de 2017

El Placard

Llegamos al aeropuerto de Arlanda, Estocolmo, más o menos a las 14.30 horas. Éramos un grupo de seis personas. Jorge Coscia, Guillermo Saura, Emilia Mazer, Norberto Díaz y Diego Bonacina, el director de fotografía. Era el mes de marzo de 1985. Habíamos viajado para filmar las escenas de Mirta, de Liniers a Estambul que transcurrían, justamente, en la capital sueca.
Al salir al lobby del aeropuerto encontramos un señor muy atildado que se dirigió a nosotros y dijo estar ahí para llevarnos a nuestro alojamiento, por orden de la embajada argentina en el Reino de Suecia. Dos Volvos de modelo reciente nos esperaban fuera del aeropuerto.

Era el final del invierno. Todavía había nieve sobre los campos y el aire era frío y cortante como pequeños alfileres de acero. Subimos a los autos y nos encaminamos hacia la ciudad. El viaje me trajo a la memoria otros viajes en años anteriores. La E4 nos llevaba directamente a Estocolmo pasando por delante de las distintas ciudades-dormitorios: Odenslunda, Rotebro, Sollentuna, Kista, hasta llegar a Solna y el parque de Haga. Me embargaban un profundo orgullo y una dulce satisfacción. 10 años antes había llegado a ese mismo aeropuerto con mi mujer y mis dos hijas, con una mano atrás y otra adelante. Corrido de mi país, con dos hijas de 5 y 3 años, sin un plazo cierto para el regreso, Suecia me acogió como refugiado político y pude rehacer mi vida, educar a mis hijas, estudiar en la universidad, viajar y leer. En esos años aprendí la ardua lengua de Strindberg, hice grandes amigos y amigas a quienes les contaba sobre Argentina y América Latina y cuyo corazón fraterno y solidario hizo más dulce el invierno sueco, largo, frío y oscuro. Volvía a Estocolmo, ya no como un expulsado de su patria, sin mucho para hacer, sino en autos de la embajada de mi país, para filmar, acompañado de directores y artistas, una película sobre aquellos años. Mis amigos suecos, uruguayos y chilenos que habían creído en mí, podrían ver ahora que mucho, sino todo, de lo que les contaba era cierto.
Llegamos a una linda pensión que nos había conseguido la embajada en el coqueto barrio de Östermalmstorg, el más elegante de la ciudad. Ocupaba todo un piso de un elegante edificio de amplias habitaciones, sobre la Strandvägen, con vista hacia el Mälaren, el bello lago que hizo a los antiguos llamar a Estocolmo la Venecia del Norte. Su dueña era una anciana, elegante y distinguida, simpática y acogedora. Ni bien estuve cerca de un teléfono llamé a mi amigo Leif Hansson, quien ya sabía de mi llegada pero no de mi paradero. Me dijo que salía para allá de inmediato. Mientras tanto comenzamos a instalarnos, a desempacar y a ordenar lo que sería nuestra residencia durante, por lo menos, quince días.


Al rato llegó Leif, a quien yo quería presentar a mis acompañantes, dado que lo consideraba, y lo sigo considerando, uno de mis mejores amigos, no solo de Suecia, sino del mundo. En la mano traía una botella de un litro de Grant's. Rápidamente aparecieron vasos e hielo y se formó una rueda de charla en español y en sueco, al que yo debía traducir para los argentinos. Emilia Mazer tenía entonces 18 años y había debido pedir autorización a su padre ante escribano público para poder viajar a Estocolmo. Rodeada de hombres jóvenes, pero mayores que ella, la pobre Emilia había quedado afuera de esta ingesta, conformándose con alguna gaseosa.
Al poco rato, vuelve a sonar la puerta y esta vez la visita es la del embajador Hugo Urtubey, representante del gobierno argentino en Suecia, ratificado por el gobierno de Alfonsín. El embajador Urtubey ya lo era durante la Guerra de Malvinas, oportunidad en que lo conocí personalmente, puesto que, ni bien iniciada la guerra, un grupo de argentinos nos dirigimos a la embajada a manifestar nuestra voluntad de colaborar con lo que fuese necesario y ofreciendo los contactos políticos y de prensa que habíamos logrado en nuestros años de exilio para explicar las razones, el carácter y la legitimidad de nuestra recuperación de las Islas Malvinas. Si bien Urtubey no sabía muy bien qué hacer con nosotros, utilizamos la embajada para redactar declaraciones, imprimirlas, usar los teléfonos y, en general, aprovechar su estructura burocrática. Pero aquellas jornadas habían creado un clima de acercamiento personal con una embajada que hasta ese momento había significado tan solo la representación de la dictadura cívico-militar que nos había arrojado al exilio. Diplomático de carrera, santiagueño y de simpatías radicales, Alfonsín lo ratificó en el cargo y ahí estaba en la puerta de nuestro alojamiento. Vestido de smoking, traía en una mano un paquete de bombones para Emilia y una botella de whisky para el resto de la delegación.
Justificó su extemporáneo atuendo contando que de ahí se iba para una recepción en la embajada de los EE.UU. Era un hombre simpático y campechano, como suelen ser los embajadores, homenajeó a Emilia Mazer, saludó a Jorge Coscia y a Guillermo Saura, directores del filme, y a Diego Bonacina. Diego había sido un militante del partido Comunista argentino, que tuvo en Chile, bajo el gobierno de Allende, un importante papel en la puesta en marcha de una estructura cinematográfica del estado. Había estado detenido en el Estadio Nacional y tenía el aspecto y la actitud reacia a todo tipo de formalismo protocolar que suelen caracterizar a los hombres y mujeres técnicos de cine. Un gran desgarbo en el vestir, pantalones amplios y muy por abajo de la cintura -que facilitan la célebre posición del plomero, que al agacharse deja a la vista del público el nacimiento de la raya del trasero- remeras y camisas flotantes y algún viejo gorro eran, más o menos, su atuendo predilecto y habitual. Su participación en la película y su viaje a Europa constituían, para Diego, un poco su vuelta al mundo de la cinematografía y a la vida normal. Todo esto tan solo para poder entender lo infinitamente ridículo que a Diego le resultaba el smoking de Urtubey y su leve amaneramiento palaciego.
Urtubey se sumó a la ronda y a la ingesta de whisky. La botella de Grant's falleció al poco tiempo y ocupó su lugar la que nos había obsequiado el embajador. No recuerdo si era Ballantines o Red Label. Se ha dicho que tomar una copa de whisky te hace otro hombre y que ese hombre te pide una copa de whisky y así... Si a ello se le suma la euforia de un largo viaje, el sentimiento de estar filmando un largometraje en un lugar tan lejano, la alegría haber logrado llegar adonde queríamos, todo ello derivó en una torrentosa conversación y una eufórica ebriedad en todos nosotros, a excepción de Emilia, cuyas endorfinas se movilizaban con el chocolate de los bombones.
Al cabo de una hora, la reunión estaba de lo más animada. Alguno proponía a Urtubey llamarlo Tío Hugo, mientras éste nos decía que determináramos en qué restaurante queríamos comer porque él nos invitaba, además de recordarnos que al día siguiente teníamos una recepción en la embajada organizada exclusivamente en nuestro homenaje, a donde concurrirían actores, actrices y escritores suecos.
A la elección de restaurante respondí de inmediato. Yo siempre había querido conocer el restaurante Den Gyllene Freden (La Paz Dorada), un exquisito sótano en la Gamla Stan, la ciudad Vieja, donde todos los jueves cenaban los miembros de la Academia Sueca de Letras, los mismos que entregan el Premio Nobel de Literatura. Pero eso es otra historia.
En resumen, todos estábamos en ese estado de ebriedad controlada, donde uno se siente feliz, poderoso, inteligente y brillante. De pronto, el embajador Urtubey miró su reloj, bajo el blanco y almidonado puño de su camisa, se puso de pie y nos anunció que debía irse, que el trabajo lo esperaba en una recepción diplomática.
Me levanté yo también para saludarlo y acompañarlo.
Urtubey dio media vuelta y se dirigió resueltamente, con paso firme hacia una puerta que tenía ante sí. Dio los cuatro o cinco pasos que había hasta la puerta, bajo mi mirada desconcertada. Sin hesitar la abrió mientras nos saludaba y se zambulló en un placard lleno de sobretodos, camperas, bufandas y abrigos propios del invierno sueco. Desapareció en su interior, mientras la puerta, por inercia volvía lentamente a cerrarse.
Corrí a abrirla y le tendí mi mano al embajador para ayudarlo a incorporarse y salir del revuelto de abrigos en que estaba confundido.
Se puso de pie. Se alisó las solapas brillantes del smoking. Volvió a saludar mientras le indicaba cuál era la verdadera puerta de salida. 

Se fue, derechito, hacia el ascensor. Desde allí, volvió a saludarme agitando su mano.

Buenos Aires, 6 de febrero de 2017