lunes, 3 de noviembre de 2014

Åsögatan


Me puse a leer un libro de Henning Mankell que tenía en vista desde hacía un tiempo. “La Pirámide” se llama. Es una colección de cuentos policiales en los que interviene Kurt Wallander antes del 8 de enero de 1990, fecha en que comienza el primer libro con este personaje central, “Asesinos sin Rostro”.
En la portadilla del libro encuentro escrito "María Isabel", con la caligrafía de docente que tenía María Isabel. A poco de comenzar la lectura, la intriga creada por Mankell me hace olvidar el detalle.
Pero en el tercer cuento, “El hombre de la playa”, me encuentro con un subrayado bajo la oración: “Vivía solo en un apartamento situado en la calle de Åsögatan”. Y este subrayado, hecho con la misma lapicera de la firma, sí detuvo mi lectura.
Porque María Isabel recordó al leerlo lo mismo que yo recordé al ver el nombre Åsögatan. Es una calle, del barrio Sur de Estocolmo, situada atrás de la llamada Skattehuset, Casa de los Impuestos, la oficina central de la poderosa, eficaz y temida agencia nacional de impuestos, que no vaciló en meter preso a Ingmar Bergman, al terminar el estreno de una obra en el Teatro Dramaten, por haber evadido el pago de sus obligaciones fiscales. Y queda a pocos metros de la casa donde nació una muchacha estocolmeña llamada Greta Lovisa Gustafsson, conocida en el mundo entero como Greta Garbo.
Pero nada de esto es lo que explica el subrayado. Ocurre que en la calle Åsögatan, o calle de la Cresta de la Isla, como su textual traducción indica, fue nuestro primer hogar en Estocolmo. Durante casi un año vivimos, con nuestras hijas en uno de los monoblocs situados en esa calle y donde comenzamos a champurrear el idioma de Strindberg. En esa calle y, en ese entonces, populoso y plebeyo barrio Sur aprendimos a conocer a esos hombres serios y tímidos, esas mujeres extrañas y bellas, conocimos su hospitalidad y descubrimos sus borrachines tomando Explorer en la plaza, y nos encontramos definitivamente exilados.
En el patio de Åsögatan mis hijas comenzaron a hablar sueco con sus amiguitas del edificio, allí patinaron sobre el hielo por primera vez en sus vidas, allí comenzó una de ellas a concurrir al preescolar, allí empezó una historia de siete años de alejamiento, de nostalgias por cosas que nunca nos habían interesado, de develar el misterio de un país frío, hermoso, por momentos desangelado y, por momentos, lleno de amor y fraternidad.
Seguramente, María Isabel tuvo recuerdos parecidos a estos cuando descubrió la calle Åsögatan en el libro de Mankell y la subrayó. Un subrayado que resaltó el lugar que en nuestras vidas había tenido la calle Åsögatan.
Buenos Aires, 3 de noviembre de 2014.

viernes, 28 de febrero de 2014

Un viaje en ambulancia



De golpe, temprano a la mañana, un como chupón en la punta superior del abdomen. La necesidad de respirar profundamente y una transpiración fría y extraña. Al rato la sensación desaparece, pero hay algo que no está funcionando como de costumbre. Me ducho, me visto, saco el auto y hago una serie de trámites pendientes. La extrañeza no se va del cuerpo aunque tampoco empeora ni entorpece el resto de los sentidos. Así se va la mañana. Al llegar a la Casa del Bicentenario, la caminata de una cuadra para comprar fichas para el estacionamiento se hace interminable, agotadora. El bolso con libros y la computadora se vuelve la cruz del Gólgota y la vuelta a la máquina tickeadora, el cruce del Valle de la Luna sin cantimplora.
Llego, por fin, a mi oficina, me saco el saco, tomo un enorme vaso de agua helada, porque la sed se había vuelto insoportable e interrumpo una reunión en el despacho de la directora al quejido de:" ¿Tenemos algún servicio de ambulancia? Porque me siento mal..."
En ese momento la escena comienza a acelerarse. Se levantan los que estaban en la reunión. Todos corren a ayudarme. Me acompañan hasta un sillón. Me piden que me acueste. Aparece un ventilador, alguien me desabrocha el cinturón y todas esas cosas que tienen un doble efecto: descubrir la diligencia de los amigos en ayudar y considerar la seriedad de la situación que los mueve a semejante actividad. Y alguien llama a la ambulancia. Mientras tanto, me viene a la memoria algo que escuché al Chango Rodríguez hace muchos años, después de haber sufrido una agudo cuadro cardiológico. En una entrevista con Nicolás Mancera, le dice: "Tenía el corazón como pato en una bolsa". Algo así sentía, sin haber visto jamás un pato en una bolsa, pero pudiéndolo imaginar.
Llega por fin el servicio de ART contratado oportunamente. Un médico rubio y flaco y su escudero morocho y gordito. Me tocan, me sacan la camisa, me mete una aguja en el brazo y cuelgan una botella que parece que tuviera Absolut Vodka, por lo menos el color es parecido. La presión está bien. Aparece un aparato con la forma de un octopudus, ocho brazos de goma con chupetes en las puntas. Se inicia entonces el electrocardiograma, mientras casi todo el personal de la Casa Nacional del Bicentenario asiste a una escena de ER. “Tenés una arritmia” dice el médico con un tono que expresaba más preocupación que la mía.
En un momento se produce un conflicto de jurisdicciones respecto al electrocardiograma, ya que la directora de la Casa con fines exclusivamente de diagnóstico -su hermano es un distinguido cardiólogo- le pide el resultado del electro. El galeno le responde que él es el que está a cargo de la situación a lo que recibe como respuesta un golpe de chapa: Yo soy la responsable este lugar. "Yo soy el responsable de este señor en arritmia y con una una aguja en la vena desde donde le damos Absolut Vodka". Posiblemente haya dicho suero.
Después vino el debate sobre las jurisdicciones entre la ART y la obra social que demoró la decisión, mientras el pato seguía sacudiéndose a su antojo y sin criterio alguno. "Hablen con fulano y con mengano -dos buenos amigos que facilitarían el trámite-", dice el arrítmico, con voz languidecente, y ante el miedo que el pato se escape de la bolsa a raíz de cuestiones jurisdiccionales. Y ahora viene lo mejor.
Yo viajé dos o tres veces en helicóptero. Recorrí la costa del Mar Báltico en un velero. Anduve en trineo y en motos para nieve. Viajé montado en una autobomba radiante y colorada. Pero nunca había logrado realizar mi sueño: viajar en una ambulancia con la sirena a todo sonar y una voz metálica que gritaba a los distraídos: ¡A un lado! ¡A un ladol! o lo que sea que gritan las ambulancias.
Mientras tanto el médico rubio me contaba que en esa ambulancia había viajado gente famosa. "Recién vi un folleto sobre Leonardo Favio", me dice. "bueno, ahí donde va ud. viajó Leonardo Favio". "Y también Sandro".
Con voz trémula me atreví a preguntarle si había viajado algún otro que hubiera sobrevivido. No me pudo dar precisiones. Pero, por fin, viajaba en una ambulancia.
La entrada en la camilla al Sanatorio Anchorena me permitió además gozar del famoso plano camilla que aparece en todas las películas sobre médicos y hospitales. Esa imagen contrapicada, casi contracenital, en la que pasan rápido techo, luces, techo, luces, mientras alrededor se oyen voces de urgencia o, quizás, de desesperación.
Pero mi viaje fue muy corto. Entré en una prodigiosa sala de observación, en la que además de maravillosos aparatos se veían cajas de plástico con etiquetas donde se podía leer: Kit de parto, Kit completo de traqueostomía, Set urológico y otros equipos completos para las atrocidades que se cometen en una sala de guardia.
Y ahí estuve, nuevamente enchufado a una bolsa de Absolut Vodka y a una máquina que hacía un pertinaz y molesto pip pip pip, que al cabo de una hora uno desea que haga un ruido continuo y sostenido, aunque en ello le vaya la vida.
Me enchufaron el índice a esa extraña pinza que vaya a saber lo que te lee, quizás las impresiones digitales o el zódíaco chino. Me sacaron sangre y me visitaron dos o tres médicos. La doctora clínica me preguntó, después que yo le contara los remedios que tomaba, si tomaba alguna otra cosa. No pude evitarlo: "Mucho vino", le dije.
La cardióloga era una agraciada española, la doctora Inés Granada, que me hizo acordar a una película con José Sacristán, donde yo era José Sacristán. Me era difícil atender sus explicaciones porque su acento me producía otras lindas sensaciones.
En resumen, coño, que no tuve más que una arritmia supraventricular que, oye, no es nada maligno y, majo, no tiene consecuencias. Pero sería bueno que te hicieras algunos estudios para que sepamos, tú entiendes, de donde te ha salido este pato en la bolsa, recuerdo vagamente que me dijo y me dio el alta, mientras se alejaba displicentemente.
Y esto es todo, mis amigos. Me tendré que hacer un holster, parece, y una prueba de esfuerzo. Propuse una prueba del menor esfuerzo y no me lo aceptaron ninguno de los especialistas.


Buenos Aires, 28 de febrero de 2014