miércoles, 28 de marzo de 2018

1 + 1 = Santiago Cúneo



Ayer estuve en el programa de Cúneo. Pese a que no pude hablar, fue toda una experiencia.
El programa y el propio Cúneo tienen un carácter bastante abigarrado. En primer lugar, Cúneo habla permanentemente y sin parar. Los invitados son casi una ilustración a su propio discurso, que se puede definir como opositor, nacionalista, antibritánico y provocativo al presidente de la República y a Clarín. Hay una especie de mesa de panelistas, son como siete personas, que actúan como ratificadores de las opiniones de Cúneo, ofreciendo, a pedido de éste, algún comentario irónico, gracioso o ingenioso que consolida el punto de vista de Cúneo. A esta mesa se le agrega una muchacha, fuertemente maquillada, que hace comentarios no se sabe bien a propósito de qué.
El estudio está lleno de gente, dispuesta también de manera bastante curiosa. Ayer se sumaron a los siete panelistas, unos siete u ocho invitados, entre los que estábamos Daniela y yo, de los cuales hablaron sólo tres o cuatro, una senadora nacional, un diputado nacional y una delegación de unos veinticinco policías en protesta. Si a eso se le suma una actriz cómica que tiene una intervención de unos cinco miniutos en el medio del programa y no nos olvidamos del permanente stand up de Cúneo, el resultado es la hegemonía completa del discurso del conductor del programa.
A este nutrido elenco de rarezas circenses me olvidé de agregar la presencia de una delegación de norcoreanos campeones de Tae Kwon Do, con un “intérprete” que hablaba un castellano inexpugnable. Eran como ocho tipos, también y entre ellos un negro que nunca supimos de que parte de Corea era.
Este Cúneo, como se sabe es un ex agente de inteligencia del ejército, vinculado a los carapintadas. De origen radical, fue el encargado de tomar la sede de la UCR durante el levantamiento carapintada durante el alfonsinismo. Después transitó por distintas formaciones políticas: fue candidato de de Narvaez, anduvo cerca del massismo, recaló en el PRO y terminó como el actual agitador periodístico que se entrevista con Lula, visita la Venezuela de Maduro, es un declarado antimacrista, defiende al kirchnerismo y, sobre todo, un malvinero que plantea la necesidad de tener Fuerzas Armada.
Sobrevuela en todo esto el espíritu Crónica y Placas Rojas que caracteriza al Canal creado por Hector Ricardo García. Tienen una gran precisión y velocidad en poner zócalos a lo que dice el conductor y los invitados, siempre con un estilo entre provocativo, cómico e impactante. Ayer, mientras hablaba uno de los policías en conflicto, un tipo joven, muy buen mozo, pusieron en el zócalo: Alto policía.
Bueno, este fue el programa al que he vuelto a ser invitado para el día de hoy y veremos si el conductor me permite interrumpir brevemente su continuum discursivo.
Buenos Aires, 28 de marzo de 2018.

domingo, 25 de marzo de 2018

Ha muerto el skald de los peronistas



Ha muerto Alfredo Carlino. La noticia me llega como una trompada, una trompada esperada y para la que uno tensó los abdominales. Pero la trompada me dobla igual, me quita el resuello.
Ha muerto Alfredo Carlino. Busco a Alfredo Gobbi, el Violín Sentimental del Tango, un nombre, una orquesta y una época a la que Carlino estaba irremediablemente atado. Y escuchando Racing Club me pongo a pensar en Carlino, en el petizo Carlino, en el duende de la noche peronista, en ese gnomo encantado de pueblo argentino, de Perón, de Evita, de 17 de Octubre, de Gatica, de los mitos de la Resistencia, de los caños, del Retorno.
-¡Pero, querido!, me vuelve a sonar en el oído mudo de la memoria la voz carraspienta de Alfredo, con su disnea y su inolvidable, excepcional, única, imbatible e insuperable energía de vivir, de pelear, de discutir, de imponerse sobre el olvido gorila, sobre los fusilamientos, sobre los crímenes de la oligarquía. ¡Querido!, me vuelve a gritar en el oído mudo, son todos gorilas, eso es lo que pasa, ¡querido!
Alfredo fue lo más parecido a un antiguo skald vikingo que pudo haber dado nuestra epopeya argentina. Cantaba con voz gruesa y metáforas transparentes a las sagas populares, a los héroes anónimos de la mersa, a las victorias de su tribu y lloraba por las derrotas, por los muertos en combate, por la desmemoria y el silencio.
El viejo boxeador, el vendedor de libros de psicología, el enamorado de todas las psicólogas -lacanianas o no- de Buenos Aires, fue uno de los últimos argentinos vivos que podía dar testimonio personal de esa tarde única, con el solcito de octubre, en la Plaza de Mayo.
-¡Yo estuve en la Plaza, querido!, decía Alfredo y setenta años de historia pasaban por su relato alborotado, a pura fuerza de un corazon que empujó torrentes de sangre, cataratas de alegría, agitadas tropillas de palabras exaltadas, apasionadas, calientes y turbias, como las multitudes que habitaban su memoria.
-¡Yo lo conocí, querido!, decía Alfredo cuando surgía el nombre de algún viejo peronista, de algún antiguo dirigente gremial, para elogiarlo o para putearlo. Y de nuevo aparecían los años de la lucha resistente, de la proscripción, de fugaces reuniones en olvidados cafés, de encuentros murmurados, sin nombres propios, en sindicatos o en casas de familia convertidas en unidad básica.
Alfredo Carlino fue nuestro poeta, lo quisimos y lo admiramos como nuestro poeta, el hombre destinado por los dioses a contar la saga de nuestra realización como pueblo y como nación. Ocupaba con honor y dignidad ese lugar y sabía que su tarea era para que nada de esto, nada de nuestra epopeya cayese en el olvido.
La ceguera social de Jorge Luis Borges le impidió conocer al gran skald del siglo XX que gestó nuestra ciudad de Buenos Aires, tan ajena, a veces. Este enorme hijo de Buenos Aires, este porteño empedernido, heredero directo de José Hernández, llenó con su palabra, con su irresistible empuje, con su humanidad desbordante, los momentos de gloria y de dolor de la militancia peronista. Su poesía será para siempre el testimonio de varias generaciones argentinas que dedicaron su vida, su inteligencia y su voluntad a la construcción de un país independiente, justo y soberano. Y se las aguantó hasta el día siguiente de que todos saliéramos a la calle a gritarle a estos cajetillas que este pueblo no se olvida de quienes son y lo que hicieron.
Nuestro bardo se ha ido. Todos los atorrantes, todos los trasnochados y todos los madrugadores, todos los insomnes, las putas y las fabriqueras, las muchachas del servicio doméstico, los obreros de la UOM y de la curtiembre, los cartoneros y recicladores, los monotributistas a la fuerza y los pibes que la pucherean como pueden, todos nosotros, en suma, vamos a brindar por vos Alfredo, esta noche.
Que la tristeza no empañe el honor y la alegría de haberte tenido con nosotros, de haber oído tu voz inolvidable, y repetir como si estuvieras delante y haciéndote un poco de burla:
-¡Querido!
Buenos Aires, 25 de marzo de 2018

miércoles, 21 de marzo de 2018

Mis viejos amigos, los jóvenes Karl y Freddy



Anoche me vi una hermosa, cautivante película: El Joven Marx, de Raoul Peck.
Peck es un director negro, haitiano, criado en el Congo, Francia, con una peculiar formación educativa. Hizo su escuela primaria en Kinshasha, luego estudió en Nueva York y en Orléans, donde obtuvo su bachillerato. De ahí estudió ingeniería industrial en la Universidad Humboldt de Berlin. Trabajó un año como chofer de taxi en EE.UU., para luego ser periodista y fotógrafo, hasta que, en 1988, se recibió de director de cine en la Academia de Televisión y Cine de Berlín Occidental.
La película es excelente. Los primeros tres minutos constituyen, posiblemente, la mejor síntesis expresiva de la crisis y contradicción entre el capitalismo y el viejo régimen de los miserables principados, condados y ducados de la Alemania anterior a Bismarck.
Cito a César Rendueles, crítico de cine de El País:
Al principio de El joven Karl Marx se ve un bosque en el que unos campesinos alemanes recogen leña. Un anciano reprende a un niño que estaba intentando arrancar una rama de un árbol, pues solo se llevan la leña caída. En ese momento aparecen a caballo unos soldados armados que masacran a los campesinos. Mientras, se oye una voz en off que resulta ser la de un Marx veinteañero leyendo un manuscrito en la redacción de un periódico de Colonia en 1843, inmediatamente antes de que el ejército irrumpa para clausurar la publicación. Se trata del Rheinische Zeitung, un diario liberal crítico con el absolutismo prusiano en el que Marx publicó una serie de artículos denunciando los cambios legislativos que criminalizaron el derecho consuetudinario a recoger leña de los campesinos de la región de Mosela. Es un tema del que Marx prácticamente no se volvió a ocupar hasta que lo recuperó en El capital,donde relaciona el origen del mercado de trabajo capitalista con la expropiación violenta de los bienes comunes tradicionales. Del mismo modo, durante mucho tiempo los intérpretes de Marx apenas prestaron atención a esta cuestión. En cambio, en las últimas décadas, los “comunes” ocupan un lugar crucial tanto en la práctica política como en la obra de autores marxistas como David Harvey, economistas como Elinor Ostrom o historiadores como Peter Linebaugh o Silvia Federici.
Y ese es solo el primer minuto de la película”.
Pero para quienes, cuando teníamos la edad de esos dos muchachos, engreídos, sabelotodos, románticos y generosos, los leímos y descubrimos una manera de encontrar un hilo conductor, brillante y vibrante, que nos permitiese comprender, dar sentido e interpretar el mundo al que empezábamos a entrar, la película tiene el sabor de encontrarse con viejos amigos.
No sólo con el joven Karl, bohemio fumador, de sonrisa sarcástica, de ironía fácil y mirada sobradora, sino con el burguesito cajetilla de Freddy. Y con la refinada Jenny, que extraña su Lenschen, la niña de su edad que fue su amiga y mucama y partera y hasta, dicen las malas lenguas, la madre del hijo varón de Marx, Edgar, que murió en Australia. Y con la gran hija del glorioso proletariado irlandés, como la llamó Franz Mehring a la pelirroja Mary Burns, la mujer, la concubina de Freddy. Pero también con Arnold Ruge, del que no teníamos su rostro, o de Steiner y Bruno Bauer y los críticos críticos a los que Karl desprecia con sorna y malevolencia.
Me encontré con viejos amigos y fui testigo de anécdotas que ya había leído, que me conocía de memoria, como cuando el joven Moro, pobre, con una mujer hermosa, una hija bellísima y otra en camino, le pregunta al gendarme que lo echa de Francia, si la orden de expulsión es del Rey de Francia o de Prusia.
La película es mucho más que una biopic, como se ha dado en llamar a este tipo de obras biografícas. El haitiano -¿no es maravilloso que sea un haitiano, el país más pobre de América Latina, el país que nació del único levantamiento esclavo triunfante en la historia de la humanidad, el que haya logrado filmarla?- logra una perfecta relación dialéctica entre la acción y el pensamiento, entre la necesidad de la práctica y la necesidad de la teoría, y presenta el momento en que el pensamiento más alto y deslumbrante de la Europa moderna comienza a conformarse y encontrar su camino.
La película termina con los cuatro jóvenes, tienen todos alrededor de treinta años, escribiendo a la luz de una vela, con los dedos entintados, y bebiendo vino, cubiertos de manuscritos y cuartillas que se confunden, el Manifiesto del Partido Comunista, un partido que no existía aún.
Su texto, sobre imágenes que llegan hasta la actualidad y con Bob Dylan cantando Like a Rolling Stone, es el mismo que leímos cuando, como decía, teníamos la misma edad que esos muchachos. Y lo hemos seguido haciendo año tras año, junto con muchas cosas más que nos enriquecieron esa lectura.
Buenos Aires, 21 de marzo de 2018