miércoles, 27 de febrero de 2008

El Manco de Teodolina

El Manco de Teodolina
Me ha llegado en un correo originado en La Gazeta Federal, una breve historia del juego de pelota paleta en la Argentina.
Deporte verdaderamente popular en la paisanada y el peonaje de los pueblos del interior de las provincias pampeanas, ha sido -ignoro cómo es ahora, con tanto Halloween y boludeces semejantes- una actividad habitual en Tandil, en los años en que viví en aquella ciudad. Yo mismo he practicado desde muy chico el deporte del frontón, y aun recuerdo la paleta marca Guastavino con la que le daba a la pelotita en la cancha del Club Hípico, vestido de blanco con una faja negra o colorada y corriendo para salvar los envenenados tambores que me tiraba el rival, evitando pegar bajo de la chapa cantarina que marca el error.
Y envió este pequeño texto porque ocurre que yo vi jugar al Manco de Teodolina, en la cancha del Hípico y al día siguiente en la cancha de Ferro Carril Sur, club que como podrán imaginar quedaba cerca de la Estación. Yo tendría unos once años y mi padre me llevó a ver al legendario Manco de Teodolina, cuya presencia se había anunciado en los diarios varias semanas antes. Todo el ambiente pelotari tandileño estaba movilizado alrededor de la visita.
El hombre tenía la mano derecho levemente deformada en la muñeca, lo que lo obligaba a jugar solamente con la zurda (en la pelota paleta está permitido usar ambas manos). Tendría unos treinta y cinco o cuarenta años, flaco y alto, con rostro de gringo chacarero. Jugaba asombrosamente y vivía de ello, puesto que la pelota paleta es un deporte vinculado al juego por plata. Se juega por plata y se apuesta a distintos jugadores o parejas. Y el Manco vivía de las apuestas y del ansia de ganarle que generaba en ciudades, pueblos y puestos camperos. Jugaba con una mano atada, o tomando la paleta del lado ancho y pegando con la empuñadura. Jugaba solo contra una pareja o cualquier tipo de dificultad, para poder extremar la apuesta y llevarse el contenido de los bolsillos de sus contendores y del público que apostaba en su contra.
Y después lo vi en un asado. Borracho como un cosaco era el centro de atención de todos los comensales. Contaba cuentos e historias de campo y, como dice la nota, recitaba esos notables dramones camperos de hijos que encuentran a su padre en el momento en que lo acaban de acuchillar en duelo criollo o versos picarescos de doble sentido que hoy hace conocer ese gran artista popular que es el Gato Peters, un recitador criollo de notable gracia y decir, que, según me informa Roberto Bardini es originario de Carhué, veterinario recibido en La Plata y casado y afincado en Las Flores, provincia de Buenos Aires.
Yo lo vi jugar al Manco de Teodolina y escuché sus recitados. No será mucho, pero tampoco es poco.
Buenos Aires, julio de 2007

domingo, 24 de febrero de 2008

Snabba Cash de Jens Lapidus

Llegaron a Buenos Aires, hace un par de semanas, tres matrimonios suecos, mayores que yo, médicos ellos a punto de jubilarse y jubiladas ya las damas. Todos de Gotemburgo. Una de las damas es amiga de mi entrañable Annagreta Segerberg, una indomable comunista de espíritu artesano, juntadora de cosas usadas a las que convierte en supuestas obras de arte. Fue, entonces, Annagreta quien me envió este contingente para que les hiciese conocer el tango y esas cosas.

Además de varias botellas de brännvin, condimentado con distintas especies, y unas cuantas latas de arenque en escabeche, también con distintos gustos -presentes que, advierto, ya han pasado a mejor vida- recibí una novela policial que se llama Snabba Cash, escrita por un joven autor, Jens Lapidus, que se ha convertido en la revelación literaria sueca de los últimos dos años.
El título podría ser traducido como Efectivo Rápido, y se refiere a lo que parece la primera necesidad de todos los protagonistas centrales, que son básicamente tres: la obtención urgente de dinero en efectivo y libre de impuestos.

Suecia tenía un gran novelista policial, que en realidad era una pareja: Maj Sjöwall y Per Wahlöö, y hasta la muerte del último, en 1975 -producto de una irreversible cirrosis causada por la excesiva ingesta de whisky, vodka, gin, coñac, aquavit y todo cuanto saliese de un alambique- escribieron una larga serie de novelas siempre con Martín Beck, como personaje central. Martín Beck es un inspector de la División Homicidios de la Central de Policía de Estocolmo. Divorciado, cincuentón, honesto y simple, como los suecos gustan de verse a sí mismo. Inteligente y despierto encarna los valores de una sociedad que pretendió hacer más suave y llevadera la vida sobre la tierra y a la que la tarea se le hace cada vez más difícil, según pasan los años. En el país de Sjöwall y Wahlöö, la gente es básicamente buena, los políticos hacen sus enjuagues y negocios con empresarios inmorales hasta que un asesinato obliga al viejo Beck a remover todo lo que se ha ido escondiendo bajo la alfombra. Pero subyace en sus novelas el espíritu del Välfärdstaten, el Estado de Bienestar. Su novela póstuma, Terroristerna (Los Terroristas) escrita en el año del fallecimiento de Wahlöö, describe un magnicidio: el asesinato de un primer ministro sueco, famoso por su oposición a la guerra de Vietnam, un socialdemócrata culto y refinado que convirtió el neutralismo sueco en una política activa de defensa de los movimientos de liberación nacional, Olof Palme. Diez años después, en 1985, los disparos de un revolver en manos de un hasta hoy desconocido asesino, acabaron con su vida en pleno centro de Estocolmo, a la salida de un cine y en los brazos de su esposa, Lisbet.

En una de sus novelas, no recuerdo cuál, una anciana sueca, con su característico sombrerito y su sobrio conjunto de falda, blusa y cárdigan, le dice, muy sorprendida, a alguien al entrar en su casa: “En el tranvía venía un señor hablando en inglés”. Tal era la estupefacción que en aquello dulces años causaba que en la calle hubiera gente que no hablase el sueco.

En la novela de Jens Lapidus muy poca gente habla un sueco correcto o decente. Los personajes son yugoslavos que se pasan el día en un gimnasio entrenando sus músculos para estar en condiciones de apretar gente por la noche. Mafiosos que ganan fortunas con la plata en negro de los guardarropas de los locales nocturnos, turcos que venden cocaína, chilenos que trafican con alcohol ilegal, asirios que manejan negocios para lavar dinero, suecos que se pagan su carrera vendiendo cocaína a las chicas y chicos ricos que gastan sus noches en las discotecas de Stureplan, patos vicas, rubios y de ojos celestes, que custodian las entradas de los lugares de moda, chicas de provincia que abandonan su aldea para convertirse en prostitutas de lujo en el Grand Hotel. Y la policía brilla por su ausencia. Snabba Cash es una novela policial sin policías.

Es otra la Estocolmo y la Suecia de Lapidus. La globalización, la Unión Europea y el neoliberalismo han arrasado con aquel concepto de folkhem (hogar popular) que caracterizó la política socialdemócrata desde los tiempos de Per Albin Hansson. Es una sociedad cruda, fría, indiferente y brutalmente escindida entre los que hablan el sueco debidamente y los que no saben hacerlo, tanto sea por su origen inmigratorio o su escaso nivel de escolaridad. No se necesita ser extranjero para hablar lo que el autor llama el sueco de Rinkeby. Rinkeby es una ciudad dormitorio situada al norte de Estocolmo y poblada por inmigrantes de todos los rumbos y suecos pobres. Toda persona, sueca o no, que haya nacido, se haya criado y viva en Rinkeby, va hablar un sueco mal pronunciado, con escaso vocabulario, expresivamente pobre y lleno de vulgaridades. Quien así hable seguramente no podrá entrar en las discotecas de moda ni en la universidad, habida cuenta que, con toda seguridad, ni siquiera terminó el secundario.
Y Lapidus ha logrado escribir esta notable novela en un idioma casi dialectal, con frases muy cortas, a veces sin verbo, lo que le da a la novela una electrizante tensión, una crudeza en el estilo que recuerda al Jim Thompson de “Población: 1280”.

La sociedad de clases ha impuesto su rigor en toda la línea, a excepción de un pequeño grupo de privilegiados que envían a sus hijos a estudiar en Londres y a sus hijas a Suiza, todo el mundo está buscando el Efectivo Rápido que le permita abandonar el frío infierno en que se ha convertido la ciudad que cobijó a Mirta, en viaje a Estambul.

Buenos Aires, 24 de febrero de 2008

martes, 19 de febrero de 2008

Conjuntos de Ban Lon y chatitas

 “Estamos prisioneros, carcelero, / yo de estos pobres barrotes, /tú del miedo. / Como el que se prende fuego / andan los presos de miedo, / de nada vale que corran / si el incendio va con ellos”.
Esos versos son de Armando Tejada Gómez, un poeta mendocino, del sistema cultural del partido comunista, que llegó a ser diputado provincial por la UCRI en las elecciones de 1958, en las listas que la UCRI abrió al PC.
Se presentaba con Alberto Mathus, el primer marido de Mercedes Sosa, un tucumano que según cuentan la cagaba a palos a la gorda -no era tan gorda entonces- cuando se machaba.
Cruza putativa de Neruda y Nicolás Guillén, Tejada Gómez impregnó con sus poemas la década del 60.
En 1964, yo cursaba quinto año del bachiller, en el Colegio San José de Tandil e integraba un grupo llamado Pequeño Teatro Experimental (PTE) en el que también participaban, entre otros, un gordito empleado de Metalúrgica Tandil llamado Osvaldo Soriano y el hijo del relojero del pueblo, estudiante de la escuela Industrial y tornero llamado Víctor Andrés Laplace.
El grupo lo dirigía Juan Carlos Gargiulo, el bohemio tandilense más redomado de aquellos tiempos. Se levantaba a las doce del mediodía y las malas lenguas decían de él que jamás de los jamases había trabajado.
Fue quien me hizo conocer obras como Los de la Mesa 10 de Osvaldo Dragún o Cuando los Indios estaban Cabreros, de Agustín Cuzzani. Por Juan Carlos Gargiulo supe de la existencia de Nuevo Teatro y de Pedro Asquini y Alejandra Boero.
Con él, con el gordo Soriano, con Víctor, con Juan Campagnolle me introduje en un mundo formado por una mesa de café, largas charlas sobre los más diversos temas, una aburrida tacita llena de puchos de cigarrillo y los ojos brillantes por el descubrimiento de un nuevo mundo cuya seducción aún no me ha abandonado.
En esa mesa provinciana de la Confitería Rex esperábamos los miércoles a que llegara la revista Primera Plana y la leíamos con devoción y meticulosidad de exégetas y en la espera nos leíamos unos a los otros los poemas o los cuentos que habíamos borroneado durante la semana.
Mi vida se había dividido en dos: por un lado el colegio de curas, la misa del domingo, la libreta semanal de calificaciones, los “asaltos” de los fines de semana con las chicas del colegio de la Inmaculada Concepción o del Normal, los módicos ensueños eróticos “chapando” al compás de Ray Conniff con niñas vestidas con conjuntos de Banlon color rosa o amarillo y unos zapatitos imperceptibles que se llamaban “chatitas”, cuya capellada dejaba ver el nacimiento de unos pequeñísimos y suaves dedos, como si fueran pequeños y multiplicados escotes (el fetichismo corre por mi cuenta), el pedido de algo de plata a mi viejo para tomar algo y comprar cigarrillos Chesterfield de contrabando -con respecto a mi padre y al Estado Nacional-.
Y por otro el de esta bohemia que me integraba a un mundo, como digo, hasta entonces desconocido.
Ahí hablábamos de Aldous Huxley, cuyo libro Punto y Contrapunto, me había fascinado, de El Lobo Estepario y Siddarta de Herman Hesse, de Stanislavsky, de Cortázar, de Sábato, de Marcos Ana, de León Felipe, comentábamos las pocas películas que llegaban a Tandil de Ingmar Bergman, o El General Della Rovere, de y con Vittorio de Sica, repetíamos una y otra vez los gags de las películas de Carlos Chaplin, que había dejado de ser el Carlitos Chaplin de nuestra niñez para convertirse en un ídolo estético al que le descubríamos la genialidad a través de un ejercicio intelectual y ya no con la ingenuidad sensorial de la infancia.
Y también, un día, hablamos de Armando Tejada Gómez y alguien trajo un disco con poemas suyos.
A partir de allí todos mis poemas comenzaron a parecerse a los de Tejada Gómez y cuando los recitaba lo hacía con la entonación y hasta la prosodia mendocina de éste.
Y un día, no sé como, lo trajimos a Tejada a dar un recital a Tandil. Fue en el Club Ferro Carril Sur, si no me equivoco, sobre la avenida que llevaba a la estación.
Al recital vinieron los comunistas conocidos del pueblo, Juan Antonio Salceda, Nigro y un médico que había sido el último candidato a intendente por el PC, un tal Webbe, que no era oriundo de Tandil. Allí Tejada desgranó todo su repertorio, más o menos el mismo de su disco.
Nos baño con su torrente de adjetivos tipo “raigal”, que usaba profusamente, nos llenó de buenas intenciones con sus niños en la calle y sus señoras “que cambian de médico esta tarde, / de amantes esta noche, / porque el tedio que tienen / no cabe en todo el mundo”, nos mostró el sudor de sus obreros, nos salpicó con el agua de la bomba con que lavan sus fragantes axilas, vimos el vientre “fecundo” de sus mujeres y pasamos revista, en suma, a todos los tópicos de la poesía social de entonces en la versión un tanto adocenada del mendocino.
A la noche, Salceda, presidente de la Cooperativa Eléctrica -Lenin había dicho que el comunismo en Rusia era “soviets más electrificación”: los comunistas de Tandil habían logrado ambas cosas en una sola institución-, nos invitó a todos en su casa para comer unas empanadas, tomar vino y charlar con el poeta.
Recuerdo que esa velada me permitió sacarme de encima el peso de su influencia deletérea. El tipo me cayó francamente mal.
Su admiración sin límites a la Unión Soviética, su simplona idea del comunismo como solución a los problemas del alma -los principales problemas en un adolescente de clase media como yo- me desilusionaron.
Me pareció vulgar y ramplón.
Recuerdo con precisión un diálogo o discusión que tuve con él. Presumía ante nosotros, pajueranos de un pueblo del centro de la provincia de Buenos Aires, de su estadía en Moscú junto con don Osvaldo Pugliese.
Y se reía al recordar la admiración que, decía, les producía a los rusos la tristeza de la música que interpretaba el maestro.
Le pregunté entonces por qué les producía esa admiración y la respuesta que me espantó fue: “Porque en el socialismo no hay lugar para la tristeza. La tristeza es producto de la sociedad de clases y al desaparecer ésta, como en la URSS, ya no hay lugar para la tristeza, es una cosa del pasado”.
El adolescente con granitos en la cara, que se deleitaba con la dulce tristeza de no tener una novia, o con la angustia de no saber cuál era la vida que su propia vida le deparaba, salió rampante en defensa de la tristeza, rechazando abierta y frontalmente toda interpretación clasista de tan personal y ensimismado sentimiento.
La idea misma de que un ordenamiento social fuese capaz de erradicarla le parecía sencillamente delirante.
No necesito aclarar que, ya adulto, le sigue pareciendo.
Tejada Gómez había terminado para mí.
Seguiría durante un tiempo recitando algunos de sus poemas que había memorizado, acompañado por los pocos acordes que aprendí a sacarle a una guitarra, por razones puramente de conquista femenina. Tejada era, en ese sentido, enormemente entrador.
Pocas niñas se resistían a que uno les dijera, mirándolas a los ojos, “Acuérdate esta noche y guárdame en tu día, muchacha, continente de pájaros”.
Todavía lo puedo decir con cierto éxito, porque esas mismas niñas de hoy ni siquiera oyeron hablar de Tejada Gomez.
No tendrá el perfume de una magdalena mojada en un té de tilo, pero tu mención de aquellos versos descerrajó este vendaval de recuerdos grato.
Agradezco a Tamara Di Tella la imagen que ilustra este texto. La tomé sin pedirle permiso de su blog http://weblogs.clarin.com/tamaraditella/archives/2007/09/ustedes-me-entrevistan-a-mi.html puesto que era la única que en toda la web recordaba esa ingenua parte de nuestra adolescencia.

Norberto Acerbi se quedó en el 2006

Hace dos años falleció un extraordinario argentino, el doctor Norberto Acerbi. En aquella oportunidad escribí estas líneas en su memoria, que recién hoy subo a este blog. Se habían perdido en el fárrago de las cosas que se escriben para la red y la Nac & Pop, de Martín García, ayudó a su conservación.


Se nos fue el querido, el entrañable flaco Acerbi.


Militante de la Izquierda Nacional desde su juventud, sumó su pasión política a su formación médica, convirtiéndose en un admirador y continuador de la acción y las ideas del gran Ramón Carrillo.

Pese a que la desventura le pegó con la temprana muerte de uno de sus hijos, el flaco mantuvo hasta dónde lo traté y conocí un indoblegable optimismo, un humanismo revolucionario y un desopilante sentido del humor.

Las anécdotas acerca de sus salidas y sus ocurrencias son abundantes y han circulado entre nosotros alegrándonos las conversaciones entre compañeros.

Sólo voy a mencionar una, que no escuché de primera mano, sino que me fue contada por Jorge Spilimbergo a poco que llegué de Suecia.

El Centro Jauretche, en plena dictadura, había organizado una charla o una mesa redonda con destadas figuras del peronismo. El presentador era el flaco Acerbi. Poco a poco, el salón se va llenando de importantes personalidades: Fermín Chávez, Julio Bárbaro, Estevez Boero, diversos dirigentes del socialismo. Y era tarea de Acerbi ir mencionando por el micrófono estas presencias.
De pronto entra al local y se sienta entre el público un conspicuo dirigente de extraña apariencia. En ese mismo momento se oye la voz del flaco que dice estentóreamente: "Y acaba de entrar también a este acto un bicho raro..."

La estupefacción en el público presente fue como una descarga eléctrica.


Efectivamente flanqueado por sus, entonces, abundantes y espesas patillas, enfundado en su ajustado traje y empinándose sobre su corta estatura acababa de llegar ni más ni menos que Carlos Saúl Menem, por entonces un lider del peronismo.

Cuando ya parecía que el papelón era inevitable se escucha nuevamente la voz del flaco Acerbi, con una risueña y cariñosa impronta que dice: "Sí, compañeros, un verdadero bicho raro, un gobernador provincial que ha sido elegido por su pueblo y no es como los actuales usurpadores que azotan los presupuestos provinciales".

La ovación y el aplauso fueron la respuesta debida a la inesperada, hilarante, provocativa y oportuna capacidad de improvisación del querido Flaco Acerbi.

Fue uno de los artífices e impulsores del Juicio Político a la Deuda Externa y en ese carácter le tocó hablar en un acto organizado por el MTA, junto a Hugo Moyano, en la plaza del Congreso.
Fue autor de un hermoso libro dedicado a la figura de otro médico como él, de otro humanista laico como él, de otro político como él: Eduardo Wilde, el ministro de Interior de la primera presidencia de Julio Argentino Roca.

Echado de la dirección del Hospital de Avellaneda, por obra de la infamia menemista-duhaldista, Acerbi supo dar, también, una batalla política en la cuestión central de la salud de nuestro pueblo.

Norberto Acerbi, el flaco Acerbi, fue un gran compañero, un extraordinario amigo y un revolucionario cabal.

Que su memoria viva entre todos los compañeros que conocimos sus virtudes y gozamos de su admirable humanidad.

Que su mujer, paciente y cariñosa, que su hijo y sus nietos sepan que una comunidad militante lo llevará para siempre en su recuerdo y en su afecto.

Y que te diviertas donde sea que vayas, querido Flaco.

sábado, 16 de febrero de 2008

Elvio Vitali no baila esta noche en El Beso

Solía sentarse en alguna de las mesas de la primera fila que rodea la pista de baile, junto a otros milongueros con los que conversaba en voz baja. 
Había conservado la manera de hablar del barrio de Wilde, donde había nacido, un poco arrabalera, con una “eses” convertidas en “eshes” que ya se han ido perdiendo en el habla popular porteña. Su rostro recordaba increíblemente a Al Pacino –parecido del que era plenamente conciente- y le encantaba sacar a bailar a hermosas italianas con las que conversaba en su idioma, heredado por tradición familiar y por una larga residencia en Italia. 
Elvio Vitali, ese buen amigo de voz ronca y de convicciones firmes, amante de la trasnoche y el whisky, ha muerto, después de darle pelea larga y cansadora a una enfermedad que lo obligó a alejarse de los largos vasos, del hielo tintineante y de la noche seductora. 
Elvio, el de Juventud Universitaria Peronista, el argentino que en su exilio en México había creado la Librería Gandhi, que junto con él trasladara a Buenos Aires, convirtiéndola en un foco de radiación cultural en esa región de la avenida Corrientes que va desde Callao hasta Libertad, amaba el tango en todas sus expresiones. Aprendió a bailarlo de grande, en las clases que se daban en su librería, y había conseguido un estilo especial y distintivo: un poco encorvado, de pasos lentos, amurado fuertemente al torso de su compañera de ocasión. 
Fue impulsor comprometido del Festival Internación de Tango. Fue uno de los responsables de que la avenida Corrientes se convirtiera una noche en una gran milonga a cielo abierto, en una babel de idiomas y estilos, donde la Orquesta Escuela era el atanor que mezclaba a todos los herederos del Cachafaz del ancho mundo en una sola multitud danzante. Y en la que la belleza de Geraldine hipnotizó a todos con el negro de su pelo, la desmesura de sus ojos y la voluptuosidad de su baile. 
Fue, justamente, Elvio el que insistió que fuera ella la que, desde un elevado escenario, se convirtiera por una noche en la Afrodita porteña, ante la cual el Obelisco parecía más erguido que nunca. 
Como ha recordado Leonardo Cofré, convirtió el bar de La Gandhi en un lugar de encuentro de tangueros que descubrieron, junto a sociólogos, antropólogos y toda la fauna académica que constituía su clientela, a Luisito Cardei, el cantor de la voz chiquita, de la entonación casera, de los tangos cantados en una cocina de extramuros con una enorme mesa de madera con cajones para guardar los cubiertos. 
Lo conocí en la milonga y en la milonga aprendí a quererlo. Siempre con alguna hermosa mujer a su lado, siempre con la sonrisa de Pacino. 
Elvio Vitali no va a caer esta noche de sábado por la Milonga de las Morochas, en El Beso, de Corrientes y Riobamba. 
Y todos los tangos sonarán con más tristeza que nunca. 
16 de febrero de 2008