lunes, 13 de mayo de 2024

Olegario V. Andrade y Eleuterio Tiscornia

Bueno, hoy encontré, en mi kiosco de la estación Río de Janeiro, un libro editado en 1943 por la Academia Argentina de Letras: Obras Poéticas, de Olegario V. Andrade, que comienza con un muy documentado prólogo de Eleuterio F. Tiscornia, un filólogo y romanista, entrerriano como el poeta y famoso por un aburrido y un tanto pretencioso, pero erudito, trabajo llamado La Lengua del Martín Fierro. Olegario Víctor Andrade, el poeta de la Confederación de Paraná nació – me entero por este prólogo – en Rio Grande do Sul en 1839, en la localidad de Alegrete, aunque a los cuatro años de edad ya estaba radicado con su padre y su madre en Gualeguaychú, que es también cuna de Tiscornia.



Por su parte, Alegrete fue también el lugar de nacimiento de dos grandes brasileños: de Osvaldo Aranha y de Mário Quintana. Osvaldo Aranha fue compañero de armas de Getulio Vargas en su alzamiento contra la Republica Velha, en 1930, su embajador en EE.UU., ministro de Relaciones Exteriores y presidente de la II Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1947, que acepto la partición de Palestina y dio origen al Estado de Israel. Aranha fue iniciado en el candomblé, la religión afroamericana de los “orixás” y las “iyalorixás”, e instó a Getulio a legalizar la actividad de los terreiros. Osvaldo Aranha era uno de los que acompañaban a Getulio en el momento final, cuando se dispara un balazo en el corazón, para evitar el golpe militar del Brasil “café con leche”. Mário Quintana fue un importante poeta brasileño, periodista y traductor, especialmente del francés.

El padre del poeta, un sencillo orfebre de nombre Mariano Andrade, tuvo que irse de Gualeguaychú por razones políticas. Tiscornia no lo dice pero deja entrever que era unitario y lo compara con otros emigrados como de clara filiación celeste. Me atrevo a sostener que, más que unitario, El recién casado Andrade era antirrosista, cosa que se entiende si se parte de comprender que la disputa en el litoral era el puerto de Buenos Aires vs. los puertos de Santa Fe y Entre Ríos. Al instalarse don Justo José de Urquiza como gobernador de Entre Ríos, los Andrade, ya con hijos, vuelven al terruño.

Y el libro es una hermosa recopilación del poemario que se editó al morir Olegario V. Andrade. A una serie de correcciones que se hicieron, pequeños errores de composición, hay una que vale la pena resaltar. En esta edición aparece con su verdadero nombre “Al General Ángel Vicente Peñaloza” el poema que Andrade le dedicara al héroe riojano, asesinado por Mitre. Y vale la pena porque cuando el Senado Nacional editó este poemario, Mitre logró que el poema apareciese con el falso nombre de “Al Jeneral Lavalle”. La trapisonda fue denunciada por un periodista de La Razón de Montevideo, en 1882. En un texto, que Tiscornia atribuye, con dudas, a Dermidio de María, un amigo juvenil de Andrade, se puede leer: “Una de sus mejores composiciones poéticas, de la juventud, es un Canto a la muerte del Chacho. Para hacerlo admirar en Buenos Aires hubo de publicarlo como Canto a la muerte de Lavalle, aun cuando fuese un contrasentido aplicar al veterano unitario lo que iba realmente dirigido al caudillo de las últimas montoneras federales”. No había sido decisión del poeta ponerle ese nombre, sino del falsificador Bartolomé Mitre.

Para terminar y siguiendo con la reflexión sobre el optimismo de Chesterton, Olegario Víctor Andrade le dedica un largo poema en verso mayor a Víctor Hugo. Ahí escribe algo que me hubiera gustado escribir y vale la pena traer a estos tiempos oscuros:

No hay noche sin mañana...
En el cielo, en la historia, dondequiera
La sombra es siempre efímera y liviana,
La nube por más negra, pasajera.

Buenos Aires, 13 de mayo de 2024

domingo, 5 de mayo de 2024

Una tarde nublada, Chesterton, Dickens y otros viejos amigos

Son las cuatro y media de una tarde de domingo nublada y tristona. Hace un par de meses compré, en mi inagotable cantera de joyas bibliográficas que es el kiosco de la estación Río de Janeiro, la biografía de Dickens, escrita por ese gordo genial, el mejor inglés de toda la historia –incluso mejor que Oliver Cromwell, que se cargó a un rey–, que fue Gilbert Keith Chesterton.


Me preparé un café. Me serví un Johnny Walker Double Black, ideal para leer al gordo. Tomé un corona con tapa cubana que le compro al griego Hermes. Puse todo en una bandeja, más una caja de fósforos y un cuter para el cigarro y lo llevé al balcón. Prendí el cigarro con todo el protocolo que corresponde: olerlo, apretarlo suavemente con los dedos, descabezar la punta, calentarlo con la llama del fósforo y, por fin, llevarlo a la boca y encenderlo al calor de la llama y no sobre la llama. Aspiré y exhale una bocanada dedicada a Manitú y comencé a leer a Chesterton.

Debo aclarar aquí que mi devoción por Chesterton no se la debo a mi educación primaria, secundaria y universitaria en escuela y universidad católicas –Gilberto era provocativamente católico papista en la Inglaterra anglicana–, sino a dos personas que poco tenían que ver con el Colegio San José de Tandil o la Universidad Católica Argentina de Monseñor Octavio Derisi. Una de esas personas fue Luis Alberto Murray, católico sí, pero impregnado de nacionalismo, peronismo, marxismo y anarquismo. Y el otro fue, ni más ni menos que, Jorge Enea Spilimbergo, declarado y documentado marxista, autor de un libro sobre el que vale la pena volver –en el día del onomástico del hechicero de Treveris– “La Cuestión Nacional en Marx”.

Spilimbergo tenía una gran admiración por Chesterton. Fue él quien me recomendó la lectura de “Pequeña Historia de Inglaterra”, una joya deslumbrante de erudición, ingenio, sencillez y una implacable mirada sobre sus compatriotas presentes y pasados. Fue gracias a él que superé mi distancia con Chesterton, basada en un juvenil prejuicio, producto de la ignorancia soberbia, típica de los veinte años.


La lectura de los dos o tres primeros capítulos de este “Dickens” me produjeron, junto con el café, el whisky y el habano, un placer infinito. Voy a citar algunas cosas que le encontré a Gilberto y que tienen una actualidad que despierta admiración.

“El optimista es mejor reformador que el pesimista: el que lo ve todo color de rosa es el que ejecuta en la vida más reformas. Esto parece una paradoja, y sin embargo la razón en que se funda es muy sencilla: el pesimista sabe rebelarse contra el mal, el optimista sólo sabe admirarse de él.. El reformador debe ser muy fácil a la admiración. Es preciso que posea la facultad de admirarse violenta y sencillamente. No basta que encuentre la injusticia aflictiva, es necesario que la encuentre absurda, que vea en ella una anomalía en la existencia, un sujeto de hilaridad abrazadora más bien que un jeremíaco”.

“El doctor Johnson1 encara el mundo demasiado tristemente, pero también es un conservador que se satisface muy fácilmente. Rousseau veía el mundo demasiado rosado, y sin embargo, es él el que conduce la Revolución. Swift2 es colérico, pero conservador. Shelley3 es feliz y revolucionario. Dickens, el optimista,ridiculiza la prisión por deudas y esa prisión desaparece. Gissing4, el pesimista, hace la sátira de Suburbia5 y Suburbia persiste.

Podemos, pues, explicar así el error que comete Gissing respecto a la època de Dickens: al llamarla´dura y cruel´ omite hacer resurgir el soplo de esperanza y de humanidad en que estaba inspirada”.

Todo esto no podía sino sonar como una encantadora melodía en alguien que, como yo, se considera un neurótico optimista.

Chupé una nueva bocanada del corona con capa cubana, dejé ir el humo en el aire de la tarde, tomé mi copa de whisky y brindé por el gordo Chesterton. La tarde del domingo se había iluminado.

Buenos Aires, 5 de mayo de 2024.

viernes, 3 de mayo de 2024

Las Hamacas Voladoras

 Ayer encontré en el kiosco de la estación Río de Janeiro, dirección Plaza de Mayo, el casi legendario primer libro del recordado Miguel Briante.


Conocí a Miguel en la redacción de Confirmado, la revista de Horacio Agulla, en 1975. Allí trabajé hasta julio de 1977, cuando, a sugerencia del propio Agulla -en gesto que lo honró- me aconsejó irme del país, porque estaba en las listas de la dictadura.

A mi vuelta, retomé la relación con Miguel, un periodista, escritor y crítico de arte de la vieja escuela. Eran largos whiskies a altas horas con prodigiosas conversaciones con su voz tosca, con definiciones tajantes y su rostro marcado por una juvenil cicatriz.

Las Hamacas Voladoras reúne relatos escritos entre sus 15 y 21 años y son, cada uno de ellos, una pequeña obra de arte. Volver a leerlo después de tantos años, tantos libros y tantos extrañamientos me produce un electrizante y dulce placer.