lunes, 28 de septiembre de 2015

Terrenal: La teogonía del dúo de la cachetada

Fui a ver “Terrenal”, la obra de Mauricio Kartun, en el Teatro del Pueblo. Fui porque lo que había leído sobre ella me había despertado la curiosidad y, sobre todo, porque trabaja en ella mi viejo amigo Claudio Rissi.


Pero primero quiero contar quien es Claudio Rissi.

Claudio ha sido actor durante toda su vida después de la adolescencia, que ha quedado por cierto bastante atrás. Lo conocí a través de Jorge Coscia, durante la filmación de “Cipayos”, aquella comedia musical que hicimos nada menos que a fines de 1989, cuando el mundo cambió de arriba para abajo -y nosotros quedamos abajo, sin haber estado nunca arriba-. En “Cipayos”, Rissi interpretó a un chofer hindú, que durante toda la película se la pasa afirmando que no es hindú, que ha nacido en Londres. Sobre el final, cuando se pasa al bando de los argentinos tangueros que se han rebelado contra el invasor inglés, Rissi hace uno de los mejores chistes del filme. Es cuando le explica su actitud a la periodista francesa: “I was born in London… Londres… Catamarca”, dice con un esdrújulo acento catamarqueño. Y agrega: “Como París, Texas”, en lo que constituye un guiño cinéfilo. Posteriormente, en “El General y la Fiebre”, prestó su voz y su acento al general Facundo Quiroga. Y también se lo puede ver en “Cómix, cuentos de amor de video y de muerte” y en “Canción Desesperada” de Coscia.

Durante todos esos años forjamos una amistad de muchas trasnoches y largas conversaciones a puro café y whisky, cuando Pernambuco, en Corrientes al 1500, era el centro de reunión de actores, actrices, insomnes y desvelados de todo pelaje y profesión, en los ’80. Claudio no era un triunfador fácil. Fueron años de correr la coneja sin alcanzarla, intentando preservar sus condiciones, sus habilidades y su aprendizaje para no caer en la tentación de la superficial fugacidad televisiva o, simplemente, soportando una fortuna esquiva que no reconocía sus condiciones. Esto lo obligó a cambiar muchas veces de domicilio, a postergar una vida más mullida. Era en esas noches que Claudio afirmaba, con un énfasis sobreactuado que él era el mejor actor de Buenos Aires.

“La vida, esas cosas, quien sabe lo qué” hizo que su compañera se fuera en larga gira y, por fin, Claudio se refugió de mucha penuria en el lejano sur del conurbano. Allá, en un yermo Monte Grande, siguió con tenacidad su vocación y, así como el gitano Melquíades llevó el hielo a Macondo, Claudio llevó el teatro a Esteban Echeverría, inició a cientos de chicos y chicas en la pasajera insania de creerse otro, en ese juego sagrado de inventarse un espacio propio, de imaginarse ser bello y querido o feo y despreciado, o feo y querido o bello y despreciado, que son las infinitas posibilidades que ofrece la memoria emotiva, o esa fina percepción de los incalculables matices que tienen los sentimientos y las sensaciones. Fueron esos años, en su exilio granbonaerense, cuando dejamos de vernos tan a menudo, mientras cada uno por su lado buscaba el lugar que la vida adulta le tenía destinado.

Tuve una gran alegría cuando lo vi en televisión haciendo hermosos papeles, papeles de interpretación, luciendo ese rostro de Jean Reno, que le descubrimos sus amigos cuando vimos “El perfecto asesino” de Jean Luc Besson. Y mucho más cuando me contaron y leí sobre la repercusión que su trabajo en “Terrenal”, la última obra de Kartun, había tenido sobre el público y la crítica, coincidentes esta vez en sus elogios.

“Terrenal” es una obra prodigiosa, tersa y crujiente como un pastelito de dulce de membrillo. Es un texto admirable, que se desmenuza como una cebolla en capa tras capa, hasta llegar a un centro luminoso y oscuro, donde la teología, el relato bíblico, la antropología, las luchas sociales y la pura naturaleza humana encuentran un vórtice revelador. El gran Mauricio Kartun ha logrado crear una pieza universal a partir de un paisaje referencial que solamente puede ser argentino, donde Dios y sus criaturas juegan, con un humor de teatro de variedades, con citas a lo más plebeyo de la cultura popular argentina -donde Luis Sandrini se da la mano con Pepe Marrone- con los textos consagrados de la cultura occidental, la culposa relación entre el hombre y su Creador.

Claudio Da Passano y Claudio Martinez Bel son esas abandonadas criaturas que inexorablemente -lo sabemos- protagonizarán el primer asesinato de nuestra cultura, Caín y Abel, los hermanos que expresan en el relato bíblico el paso de la cultura transhumante, recolectora y pastoril a la sedentaria y agrícola. Un Abel recolector de isocas, irresponsable, bebedor y noctámbulo, compite con un Caín cultivador de morrones, madrugador, laborioso y obsesionado por la propiedad privada, por el amor de Tatita, el Yahvé criollo, jodón, bailarín y mujeriego, interpretado por Claudio Rissi.

El resultado es desopilante y sobrecogedor. La actuación es deslumbrante y la maldición de Tatita será para siempre un ejercicio obligado en toda clase de arte dramático. Rissi logra con Tatita, un catamarqueño de bombachas y botas, carajeador y despótico, demostrarnos, por fin, lo que nos aseguraba hace dos o tres lustros, que es el mejor actor de Buenos Aires. Por supuesto no puedo decir cómo sería Terrenal sin él. Pero con él, con sus chistes de doble intención, con sus visajes al público, con sus ojos saltones de cómico de circo criollo, logra convertir la genialidad de Kartun en un clásico del teatro argentino de todos los tiempos.

Salí del viejo teatro de Barletta, como salimos todos los que colmábamos la sala, en estado de gracia. Habíamos sido testigos de uno de los misterios litúrgicos más milagrosos de la modernidad. Habíamos participado de la creación pura de belleza y perfección.

En la puerta lo abracé a Claudio emocionado de que la vida me haya permitido ser su amigo.

Buenos Aires 29 de septiembre de 2015.

sábado, 21 de marzo de 2015

El aniversario del arte del siglo XX

Eva Piwowarski nos recuerda que hoy se cumple el 120° aniversario del cine.


Gracias al maestro Ingmar Bergman por la Fuente de la Doncella que vi a los 17 años en el cine Avenida de Tandil, y cuyos primeros planos nunca pude apartar de mi memoria. 


Y por el juego de naipes entre el Hombre y la Muerte y por el largo viaje de ese anciano hacia el Rincón de la Frutillas Silvestres y por enseñarme, siendo muy joven, el misterio del dolor y de la muerte. 



Gracias a Lucchino Visconti por la desgarradora historia de Rocco y sus hermanos, la sangrante incorporación de Italia al mundo capitalista de posguerra, 



y por El Gatopardo, que puso en imágenes la desgarrante lucha por construir una nación -tan cercana a nosotros-. 




Y gracias a Jacques Demy y sus Paraguas de Cherburgo, que me hicieron llorar a la salida del Cine Arte en 1968. 



Y por Vittorio de Sica y su Ladrón de Bicicletas, con el primer plano final más apabullante de la historia del cine.



Y gracias a Leonardo Favio que, con su Crónica de un Niño Solo, me convenció a los veinte años que había un cine argentino que tenía mucho que decirle al mundo.



Y a Jorge Coscia, cuya confianza y amistad me permitió entrar en el mundo de las imágenes proyectadas en la pantalla de plata, para interpretar los sueños, como dijo Breton , de las multitudes.
Mi generación se formó con el libro y el cine. 



Que ambas notables creaciones humanas sigan formando a las nuevas generaciones no es solo un deseo, sino una necesidad “tan eterno como el viento, como el aire”.

sábado, 7 de febrero de 2015

El genio manco



Yo tendría unos diez años. Una noche, como de costumbre, mi padre volvió del trabajo a eso de las ocho. Pero, como no era costumbre, me dijo: 
-Copete (tal fue siempre mi sobrenombre familiar), vestite bien que vamos a salir.

Quienes conocen mi placer trasnochador se pueden imaginar mi alegría. Me preparé y mi papá, sin decirme qué íbamos a hacer, me llevó al Club Hípico de Tandil, sobre la calle Pinto, enfrente de la peluquería de Passo, nuestro peluquero y de las tres cuartas partes de los hombres de Tandil.
En el piso superior del Club estaban dispuestas las mesas, las arañas prendidas, como si fuera una noche de alguna gala fuera de lo común. De pronto se apagaron las arañas del salón, se encendieron las luces del escenario donde habitualmente se instalaba la orquesta de Don Vito para amenizar las fiestas y apareció un hombre joven, alto, delgado, vestido en negro frac y rematada su cabeza con una chistera, galera le llamábamos entonces, también negra. Un fino y cuidado bigote adornaba su labio superior. Y la mano derecha metida elegantemente en el bolsillo del impecable pantalón.Parecía la encarnación de Mandrake, el Mago, que salía en la página de las historietas del Eco de Tandil, y que con sus gestos hipnóticos realizaba proezas sin par.
Pero también noté que debajo del rutilante uniforme de mago estaba ese mismo señor que dos por tres pasaba por casa a conversar con mi padre y al que este llamaba Lavandera.
Andá a abrir, que debe ser Lavandera.
Siempre quedaba en mi la duda sobre si mi padre se había salteado el artículo determinante femenino -la lavandera- o realmente me decía la bandera. Porque ese muchacho, un poco menor que mi padre, no era ni lo uno lo otro. Y mi padre me explicaba entonces que el apellido era Lavandera, que trabajaba en el Banco Nación como cajero y que en un accidente había perdido su mano derecha.
 Tenés que ver cómo cuenta los billetes con una sola mano, me decía mi papá.
Y ahí lo tenía a Lavandera vestido de Mandrake, el Mago.
Esa noche descubrí que el héroe inventado por Lee Falk existía, vivía en Tandil y con una sola mano creaba un mundo fantástico donde los naipes volaban del mazo a un bolsillo y las monedas se multiplicaban con solo girar en sus dedos. Y que Narda y Lothar no existían, eran mentira.
Pero Mandrake sí, y se presentaba bajo el seudónimo de René Lavand y, como Clark Kent, disimulaba su personalidad detrás de los barrotes de la caja del Banco Nación.
Ese hombre fue la magia de mi niñez tandileña.
Ese mago, ese brujo manco, ese genio escondido en lo profundo de su chistera, ese convocador de sueños y fantasías se ha ido.
Al llegar, sacó una moneda de la boca de San Pedro. Y se sentó tranquilamente con los ángeles, que lo estaban esperando para ser fascinados por su mano omnipotente.