lunes, 23 de abril de 2007

Manuel Vázquez Montalbán

Manuel Vázquez Montalbán
18 de octubre de 2003
Este sí era uno de los nuestros. Estoy verdaderamente triste. Manuel Vázquez Montalbán era el último de los mohicanos, un gran escritor, creador del único antihéroe que hablaba español de la novela negra, un artista e intelectual militante y lúcido. Tuve oportunidad de conocerlo en un viaje a Buenos Aires, cuando lo trajo Luis Barone, quien se proponía filmar una historia de Pepe Carvalho en Buenos Aires. Lo he admirado hasta el plagio. Daría años de mi vida a cambio de poder escribir cualquiera de sus novelas policiales. Excelente tomador de vino, un comunista que sabía y quería gozar de los pocos placeres que ofrece nuestra condición humana y nuestro fugaz paso por la vida, un escuchador intenso y silencioso, un gallego de esos que te reconcilian con los abuelos, Vázquez Montalbán fue el testigo calificado del paso del franquismo, inmobiliario y turístico, al de la España que renunció definitivamente a su destino hispanoamericano y decidió, quinientos años tarde, y cuando el capitalismo ya era financiero, a ser el solarium de Europa. Sus novelas policiales hablan mejor que ninguna crónica de la España de la desocupación permanente, del “pasotismo”, del destape y la movida, de la España que cambió sus canciones de la Guerra Civil -de ambos bandos- por Loco Mía y Ketchup (A serejé...). En algún lugar del mito se va a encontrar con Dashiel Hammet, con Raymond Chandler, con Ross Macdonald y el cielo y la reunión anual de los serafines y querubines será el escenario de algún sórdido crimen, que revele la cruel interna del Paraíso. Me resulta difícil, desde la admiración, pensar que Vázquez Montalbán no está más en la tierra, buscando escenarios para la comedia humana que describió como muy pocos. Me tomo en su memoria de gordo gozador el fondo de la botella de vino.

Danilo Devizia


Ignoro si el lector conoció a Danilo Devizia.

Danilo era actor. Pero era uno de los más geniales, tumultuosos y políticamente incorrectos actores argentinos. Su talento era explosivo, retorcido, intolerante e insoportable. Peronista inclaudicable, trotskysta de sólida formación, cristiano convencido, Danilo no tenía límites. Los pocos años que pasó en Buenos Aires lo hicieron centro en las mesas de los amaneceres en el Pernambuco de la calle Corrientes de la década del 80. Danilo tenía una amplia cultura, muy superior a la media entre sus colegas, estaba políticamente formado en la tradición del peronismo y de lo mejor de los escritos de León Trotsky. Era provocativamente gay y la experiencia vital, sin límites y sin claudicaciones, constituyó la materia prima de su arte.

Logró momentos culminantes en el escenario del teatro Alvear, junto a Alberto de Mendoza, interpretando a Juan Sombra, el demonio en la adaptación porteña del Don Juan. La prensa comercial no pudo ignorar su perversa y ambigua interpretación, su infinita delgadez discepoleana, su maligna mirada, su voz meliflua y seductora.

Pasó noches y noches de hambre y wisky, en su intento de no entregar su arte al becerro de oro de la televisión y los bolos en las tiras. Sólo hizo lo que quiso. Cuando no pudo más, cuando la angustia, la soledad, el hambre y la enfermedad lo abatieron se volvió a su pueblo natal, Necochea, con su madre y sus amigos de la infancia.

Lo conocí cuando filmamos Mirta de Liniers a Estambul. Después hicimos Chorros y la última vez que lo contraté fue para hacer un extraordinario y corrompido gerente gay de una disco, La Maga.

Danilo Devizia era intransigente, sensible e inadaptable.
Murió anteayer en Necochea. Fue uno de los más grandes actores argentinos: una especie de Klaus Kinsky rioplatense.

Estoy triste.


22 de Julio de 2002

Yuyo Pistarini

Gracias al compañero y amigo Eduardo Rotundo tuve oportunidad de conocer a ese tipo singular que fue el Yuyo Pistarini. Hijo de quien fuera el ministro más importante de las primeras presidencias de Juan Domingo Perón, el general Juan Pistarini, Yuyo vivió el peronismo desde las estructuras del poder y de las familias del poder y lo contó en el libro de memorias que le publicara, justamente Eduardo Rotundo. Conoció, entonces, como nadie las luces y las sombras del gran movimiento popular argentino, sus incontenibles peleas de palacio, sus cotilleos, las grandes obras públicas y las pequeñas miserias de sus personajes.

La vida de su padre, como diplomático representando al Ejército Argentino, hizo que Yuyo estudiara en la Alemania nazi, donde integró a los doce años la Hitlers Jugend y en Inglaterra, como adolescente, asistiendo a los umbrosos claustros de Oxford. Fue oficial de aviación de donde se retiró por no soportar la dura disciplina militar. Estudió en el legendario Massachussets Institute of Technology (MIT) y conoció Hollywood junto con su amigo de juergas, Fernando Lamas. Fue testigo del romance entre este y Lana Turner. Una tarde, después de un abundante asado y no pocas botellas de Malbec, me contó cómo había hecho Lamas para impresionar a la blonda diva.

Fue en la pileta de un hotel de cinco estrellas. El carilindo de Lamas, al cambiarse, puso en su entrepierna, bajo el pantalón de baño elástico que se usaba entonces, un pañuelo, de modo tal de ofrecer a la vista de quien se interesara una turgencia que exageraba sus propias dotes. Caminó lentamente hasta el trampolín, pasando por delante de la reposera de la Turner, subió la escalera y, con gran parsimonia, y haciendo evidente su inflacionado bulto, picó varias veces en la tabla y se lanzó a la pileta. Yuyo me aseguró que fue sólo salir del agua y la que luego sería amante de Johnny Stompanatto -a quien asesinó la hija de la Turner de varias cuchilladas mientras el ítalo americano fajaba a la rubia- ya estaba virtualmente pegada a su lado.

Yuyo Pistarini fue amante de estrellas de Hollywood y de Artistas Argentinos Asociados y amigo de play boys, ministros, presidentes, muchachas de vida alegre y dueños de cabarets. Como una especie de Isidoro Cañones, con quien uno no podía evitar identificarlo, integró la jeneusse doré de la posguerra y se dedicó a la venta de autos y lanchas de alta cilindrada.

Al caer el peronismo fue preso a Las Heras, junto con su padre, por cuya memoria luchó hasta el último momento de su vida. Inició diversas empresas comerciales. Fue, durante algunos años, dictador de la moda porteña y se casó, en los sesenta, con una conocida modelo que aún lleva su apellido.

Fue un amigo leal y afectuoso. Hablaba con esa pronunciación propia de las clases altas porteñas de hace unas décadas, levemente afectada y hasta el último momento de su vida, antes que la enfermedad lo postrase, gozó de todos los placeres que nos depara este valle de lágrimas: bailar en El Verde, escuchar jazz -hablaba de Horacio Armani y de Oscar Alemán como si esta noche tocaran en Gong-, frecuentar simpáticas y bien conservadas veteranas, disfrutar de un Johnny Walker de 25 años o de un Rutini. Ya no circulaba en un Thunderbird descapotable. Pero seguía comprando sus mocasines en Guido.

Esta noche voy a brindar por su imborrable recuerdo.Y todas las discotecas de Buenos Aires deberían haber puesto algún tema interpretado por el Rey Charol y Armando Rolón, de esmoquin y moño, debería haberlo despedido, aquella estúpida noche en que se murió Yuyo Pistarini.

Mario Granero


Todos los 8 de junio, desde hace veinte años, una llamada telefónica, alrededor de las 10 de la mañana, inicia mi día de cumpleaños. Mario Granero, el gordo Granero, llama para saludarme, así como lo ha hecho con todos sus amigos de quienes sabe y jamás olvida el día de su nacimiento. Ayer a la hora de siempre la inconfundible y algo aguardentosa voz del gordo me volvió a saluda. -¡Julito! ¡Feliz cumpleaños, querido!. El gordo Granero, Mario, confirmaba que efectivamente ayer era 8 de junio. Nos hicimos algunas bromas, hablamos mal de algunos y bien de otros, nos cambiamos unos chismes y nos prometimos una cena con amigos comunes.
A la noche, en otro cumpleaños, Mario Granero se desplomó, muerto para siempre.
Así como hay tipos que en una vida son capaces de acumular millones y millones de dólares, como Bill Gates, o millones y millones de enemigos, como Bush, el gordo solamente sabía acumular amigos. Era dueño de la más amplia, heterogénea y rica agenda, con datos que iban desde los agregados de las más ignotas embajadas, hasta presidentes de la Nación, senadores, gobernadores, periodistas y chicas generosas y divertidas.
Quien no estuviera en la agenda del gordo no formaba parte del campo nacional y popular, aún cuando en la misma se encontraban nombres de las más diversas tradiciones e historias.
Peronista de toda la vida, se había iniciado, como tantos otros, en las huestes peinadas para atrás a la gomina de Tacuara. Se contaba de él que una noche, a la salida de un restaurante, en los primeros sesentas, vació el cargador de una pistola entre los pies del ex presidente Arturo Frondizi, en un atentado que le habría costado una estadía en Devoto.
Mario Granero nunca ocupó el centro de la escena, pero siempre estuvo en la escena, como una especie de Zelig, de testigo permanente de los principales sucesos políticos posteriores a los setenta.
En su mesa, a la noche, en la Biela de la Recoleta uno podía encontrar, junto con una gran cantidad de vasos de whisky, a Cafiero, a Ginés García, al Tati Vernet, a Telerman, a Silvia Mercado, a algún periodista de Ambito y uno que otro juez. Alguna vez se lo presenté a Spilimbergo y a partir de aquel día el gordo lo integró definitivamente a su lista de amigos. El día que Spili falleció el gordo me llamó para expresarme su dolor y evocar algunos recuerdos, siempre festivos.
El gordo Granero era un incorregible bohemio, trasnochador y sibarita. Nunca ganó mucho dinero y tuvo una admirable capacidad para gastarlo. Al irse la política argentina ha perdido uno de sus encantos, se ha vuelto más aburrida, más gris.
Y ya no me despertaré el día de mi cumpleaños con su entrañable llamada, que ya he comenzado a extrañar.


Una Chacarera en memoria de un Amigo


Acabo de llegar de un singular homenaje a un muerto.
Vengo de la cena en homenaje y recuerdo a Mario Granero, el Gordo Granero.
Fue en un restaurante de Palermo Viejo con un nombre con resonancias criollas. Estaba repleto. Unas doscientas personas, hombres y mujeres entre los treinta y los setenta años, ocupaban la casi totalidad de las mesas.
Había de todo. Desde Ginés García hasta Radamés Marini. Desde quien esto escribe hasta el Mono Grassi Sussini. Incluyendo a la familia del homenajeado, su esposa y sus hijos.
Hace muchos años, cuando era un adolescente, leí una biografía de Louis Armstrong, el genial hijo de New Orleáns. Me sorprendió el relato de los entierros de los negros. Contaba el trompetista que las oportunidades para tocar su instrumento eran, entre otras, las procesiones rumbo a la Quinta del Ñato, acompañando con el estrépito del dixieland los restos del “brother” a su descanso eterno. Fue en esas dolorosas y festivas columnas donde nació y se hizo célebre el clásico “When the saints go marching in”, convertido, gracias a la creatividad de los descendientes de esclavos, en una de las representaciones arquetípicas de la cultura popular norteamericana.
Ese recuerdo apareció en mi memoria en la cena en homenaje y recuerdo al Gordo Granero.
Leopoldo Marechal, el vate de la alegría combativa que, como el homenajeado, supo enlazar la pasión de la Patria con la de su pueblo y el futuro, definió, con un chiste, ese oscuro paso:

Cierta vez, en un ancho cañadón de Maipú,
le pregunté a una rana que tañía
su vihuela de junco
si era dable y sensible comparar a la muerte
con un sistema refrigerador.
Y ella me dijo, punteando
su cordaje verdecaña:
“Morir es partir un poco.”
Luego, Elbiamor, no es justo dedicar elegías
a lo que apenas es un motivo de vals.

Y no hubo, pese a la supuestamente llorosa naturaleza de nuestros compatriotas, elegías esta noche. Hubo vino, alegría de compañeros, música y canto.
Un tipo cuyo tarea en la vida fue hacerse de amigos, e intentar hacer amigos a quienes muchas cosas enfrentaban, fue despedido, a dos meses de su partida, con una fiesta inolvidable, en la que la zambas y chacareras, los poemas de amor de las zambas y las cuartetas zumbonas de las chacareras, daban combate a la melancolía, a la irreparable pérdida, con la alegría que el divertido muerto brindó a sus seres queridos, su familia y sus amigos. Había algo de indoblegable argentinidad en el ambiente. Devolver al ausente lo que éste había repartido a manos llenas en su fugaz, como el de todos, paso por la vida.
Muchas reflexiones cruzaban mi aturdida cabeza. Entre ellas, una que me acompañó hasta la computadora: el amor a la patria, a su pueblo y su tierra es capaz de generar tantas pasiones como la solidaridad con los desposeídos, con su lucha milenaria por su incorporación al género humano.
En una y en otra visión del mundo la muerte, esa desconocida, es capaz de convertirse en alegría de los que quedan en el campo de lucha. La muerte se puede convertir, sino en vals como pedía Marechal, en zambas seductoras y en festivas chacareras.
Y esto es una ventaja que tenemos con el enemigo.

La ley quieta

Yo tendría entonces unos veinte años y comenzaba a descubrir que había un mundo que imperiosamente mi generación tenía que cambiar, que había un país dominado por un sistema que, descubría entonces, se llamaba oligárquico imperialista, y que había un gobierno militar ilegítimo cuyo principal objetivo era impedir la candidatura de Perón y el triunfo del peronismo.

En esa época, estoy hablando de los fines de la década del 60, cuando una llamada revolución argentina nos explicaba que tenía objetivos pero no plazos, apareció una película documental dirigida por dos tipos que entonces andarían por los treinta años: Pino Solanas y Octavio Getino. Se llamaba La Hora de los Hornos, se daba clandestinamente, en proyecciones que podían ser interrumpidas por la policía, con el resultado de que sus espectadores y organizadores terminaban presos.

Obviamente para los jóvenes de mi generación ver esa película se convirtió en una obligación que nos autoconvencía de nuestro total enfrentamiento al régimen militar usurpador. La concurrencia a su exhibición estaba llena de liturgias conspirativas: ir solo, dar una contraseña cifrada, fijarse que nadie lo siguiese, retirarse de a uno, no provocar desconfianza en el policía de rondín que, en cualquier momento, podía llamar a Coordinación Federal e interrumpir la proyección a la voz de “Manos arriba, todo el mundo contra la pared”.

Por supuesto, después vinieron tiempos mucho peores, en los cuales ni siquiera podíamos sentarnos a una mesa de café, sin que interrumpieran fieros policías o más fieros miembros de las Fuerzas Armadas, pidiendo documentos, palpándonos de armas, preguntado sobre que hacíamos o por qué estábamos ahí sentados. Vinieron tiempos de desaparecidos y fálcones sin patente. Pero no es de esos tiempos que quiero hablar, sino de aquellos, cuando concurrir a la proyección de La Hora de los Hornos era un acto de definición personal frente al “régimen”.

Y el recuerdo viene a cuento porque esta noche he ido a bailar tango, como solía hacerlo semanalmente antes del 30 de diciembre del 2004, y me he convertido por ello, junto con unos doscientos bailarines argentinos y extranjeros, en un transgresor, en un ciudadano que ha violado la ley, el decreto o la resolución que establece la prohibición absoluta de bailar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como consecuencia de la serie de desaguisados y corrupciones que culminaron con la tragedia de República Cromañón, donde no se bailaba, sino que se presenciaba un conjunto de rock en un recinto ocupado por tres veces más personas que lo que su capacidad permitía.

Mi padre, un pampeano de cuando la actual provincia era tan sólo territorio nacional, solía decir de algunas personas presumidas y excesivamente formales que “cuando se arremangan se les ve el culo”. Quería decir con esto que pasaban con extrema facilidad de una actitud a la simétricamente contraria. Algo de eso pasa, creo, con el progresismo porteño. De la anomia corrupta, de la permisividad extrema e irresponsable, han pasado, de la mañana a la noche, y con la carga de culpabilidad que significa la muerte de 191 jóvenes, a su arbitrario opuesto. Han decretado por tiempo indeterminado que no hay más vida nocturna en la ciudad de Buenos Aires, que quienes quieran concurrir a un centro bailable, a un café con show musical, tengan que viajar hasta Vicente López, Avellaneda, Lomas de Zamora u Olivos, ya que en la orgullosa ciudad autónoma esa actividad está prohibida. Poco importa si en esos municipios los lugares cumplen con las normas de seguridad o, siquiera, si existen normas de seguridad. Lo importante para la conducta culpable es actuar, sin fundamentos jurídicos, sin medir las consecuencias, sin pensar en la totalidad del problema, de una manera que parezca que ahora “la cosa va en serio”.

Eran aproximadamente las dos y media de la mañana, estábamos bailando al compás de Angel D’Agostino y alguien apareció en el medio de la pista y pidió que nos sentáramos. Todo el mundo obedeció la consigna. Viejos tangueros, un grupo de bailarinas de tango ucranianas, varias parejas japonesas, o sea, la totalidad de la fauna que puebla desde hace años las milongas porteñas, acató la orden como si se tratara de conjurados.

La música cesó por completo y alguien empezó a leer desde el micrófono cuentos y poemas de un libro de Eduardo Galeano. Éramos doscientos conspiradores que intentábamos evitar que alguna autoridad –la policía, el gobierno de la ciudad, vaya uno a saber- clausurase el local y nos llevase a todos a la comisaría más cercana. Durante veinte minutos las palabras de Galeano fueron escuchadas como en misa por una concurrencia que se había citado para abrazarse al compás de Juan D’Arienzo o de Osvaldo Pugliese. Pude verlo a Miguel Angel Zoto, el bailarín de tango más famoso del mundo, haciéndose el otario y poniendo atención a las palabras de Galeano como si fuera su mayor pasión.

Toda la situación me llevó a aquellas proyecciones de La Hora de los Hornos. De golpe y por obra de la estólida razón burocrática, el tango se había convertido, como en esa película que hicimos con Jorge Coscia, en un baile prohibido. El amigo organizador de la milonga tomó el micrófono e informó que por razones de fuerza mayor esta reunión poética había terminado o de lo contrario la fuerza de la ley la terminaría de otra manera. No pude evitar una carcajada. A este límite había llegado el progresismo a cargo del gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires.

Siempre me pregunté cómo había sido posible que una cosa tan ridícula como la llamada Ley Seca en los EE.UU. pudiera pasar los mecanismos institucionales. ¿Cómo era posible que tomar una cerveza, en una sociedad acostumbrada a tomar cerveza, se convirtiese en un delito mayor? Que el simple hecho de vender una medida de whisky lo convirtiese a uno en un delincuente comparable a un proxeneta, a un extorsionador, a un traficante de heroína.

Hoy he descubierto el mecanismo Un oscuro muchacho de Hurlingham ha impuesto la ley seca, amparado en la indignación que veinte o treinta años de corrupción institucional han provocado en la ciudadanía. Ha instaura la ley quieta. Quien baile en Buenos Aires violenta gravemente la mala conciencia de sus administradores. Y eso es reprimido con toda la fuerza de ley.

Buenos Aires, 27 de enero de 2005

Ha muerto Alberto Castillo


El cantor "grasa", el de los enormes nudos en la corbata, el ídolo de la plebe peronista entre el 45 y el 55, ha muerto.

Una sola cosa me llena de satisfacción. Murió muchos años después que Julio Cortazar, quien se fue a vivir a Paris, según su propia confesión, para no oír los tangos de Alberto Castillo. Pero antes, otra situación me había llenado de satisfacción histórica. Fue cuando Alberto, lo que quedaba de aquel cantor, que según Aníbal Troilo, jamás desafinó una nota, cantó ante una multitud pequeño burguesa en la plaza Julio Cortázar.


Escuchar sus grabaciones con Ricardo Tanturi sigue siendo una experiencia estética inigualable. Tenía una voz privilegiada. Tenía una entonación que nadie pudo igualar. Y, repito con Pichuco, jamás, ni de viejo, erró una nota.


Vengo del velorio, merecidamente realizado en la Legislatura de la ciudad a la que le cantó los cien barrios porteños. Eran las cinco de la mañana y la guardia de honor de Alberto eran unos 25 pibes y pibas de 18 años de edad. Esa era la gente que se merecía. Esa era la gente que volvió a descubrir a un artista popular sin igual. Los Auténticos Decadentes lo sumaron a su “Siga, siga, siga el baile, al compás del tamboril” y, me consta porque tuve la oportunidad de entrevistarlo en aquella época, Alberto estaba feliz de seguir cantando a su manera con las nuevas generaciones.


Lo vi y lo escuché muchas veces en estos últimos años. Seguía, ya con voz escasa, sin desafinar una nota.


Nadie, pero nadie ha cantado Ninguna, de Dames y Manzi, como Alberto Castillo. Quien dude de su valor que escuche ese tango. Castillo lo ha convertido en un "lied" porteño.


Su voz, su estilo, su repertorio nos lleva a una época gloriosa de la Argentina. Su fama es, simplemente, la aparición de los trabajadores como demanda cultural. Alberto Castillo se lleva con él la mejor Argentina. La de la prepotencia de los trabajadores. La de los grasas con poder adquisitivo. La Argentina cuyo norte era la grandeza de la nación y el bienestar del pueblo.


Nunca podré escuchar El Pescante cantado por Alberto Castillo sin emocionarme.


Nunca podré olvidarme de un cantor popular que murió a los 87 años, muchos años después de Julito Cortázar.


Esto último me compensa la pena de ver a Alberto en el jonca de pino, con el cuello de la camisa grande, con el nudo de su corbata exagerado.


“Está igual”, me dijo el Tigre, un gomía de la milonga. Claro, vivió todo lo que quiso. Fue leal a su gente y amó lo que hacía.

Pepe Libertella: Un tano genial, bueno y porteño

Pepe Libertella: Un tano genial, bueno y porteño
Buenos Aires, 8 de Diciembre de 2004.

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París y no me corro

tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

César Vallejo

Era un tano por dónde se lo mirara.

Más bien petizo, con varios kilos de más, con una pelada misteriosamente encubierta con largos cabellos del costado de su cabeza y mucha gomina, con setenta años y pico y con una cantidad de madrugadas, de humo de cigarrillos, de volver en el colectivo con la “jaula” entre las piernas, que sobraban para repartir y dejar cansados a un batallón de recolectores de basura. Pero bastaba que a Pepe Libertella le hablaran del tango, le propusieran una presentación en Buenos Aires, para que su conversación se desbordase incontenible en proyectos, en recuerdos, en cariñosos reproches a viejos colegas que ya se han ido, en sabios consejos a los que seguían su huella y en el deseo de hacer escuchar su inolvidable, su único sonido, en Buenos Aires, a su gente.

Pepe, el incansable, el inagotable conversador, estaba cansado, harto ya de recorrer infatigablemente el mundo para juntar los dólares, los euros o los yenes necesarios para poder pasarse unos meses entre los suyos, sus paisanos, y poder presentar el increíble, el portentoso Sexteto Mayor que armara con ese otro tano, viejo dulce y amigable, que hoy debe sufrir como un hermano, Luisito Stazzo.

Estos dos italianos, salidos de una película de Roberto Rosellini o de Victorio de Sica, elevaron esa musiquita de conventillo y organito, ese modesto sonsonete de casa de citas en un maravilloso sonido sinfónico que desataba en las almas de quienes lo escuchaban todo el vendaval de la pasión, el dolor del olvido, la desesperación de la soledad, el regocijo del amor y la amistad. Verlos tocar juntos, Pepe a la derecha del escenario y Luisito a la izquierda, ha sido inolvidable. Codo a codo, los dos tanos llevan con el fuelle la melodía, mientras el ruso del violín despliega todo el venero romántico de su instrumento. Pero de pronto es el momento en que toda la orquesta, todo el torrente sonoro se concentra en estos dos viejos tocadores del fuelle. Se miran apenas. Luisito tranquilo y concentrado en la partitura como si fuera la primera vez –y llevan treinta años haciendo lo mismo-, Pepe, apasionado, rojo el rostro mofletudo por la energía que su cuerpo transmitirá al misterioso sistema de botones y lengüetas, dispuestos arbitrariamente sobre los costados de la jaula, estira, absurdo gusano sonoro, el fuelle con disnea y entre los dos conversan vaya a saber de qué lejanos recuerdos, de qué noches olvidadas o de qué tristes historias del paese lejano.

Y la música vuela cuando Pepe, el tano gordo, sonríe mientras toca, porque nada le gusta más, y Luis, el más flaco y canoso, serio se reconcentra en una nota que no quiere morir. Pero hay un momento en que ya no pueden seguir sentados. El gordo, Pepe, se incorpora casi de un salto sorprendente, pone el bandoneón sobre el muslo de la pierna izquierda que apoya en la silla, abre los brazos para rodearnos a todos con la infinita cinta de Moebius del fuelle, el rostro bañado por el sudor del esfuerzo y el gusto. Y entonces el tango abre las puertas del cielo sobre las que nos precipitamos los simples mortales a descubrir los infinitos placeres del néctar y la ambrosía. Pero el otro italiano no quiere ir a menos, y con mayor lentitud y parsimonia –la que corresponde a su espíritu sereno y sedentario- se pone de pie, levanta su pierna izquierda para desplegar desde allí el arcano de su liturgia concelebrada: sumos sacerdotes, místicos druidas, cuyo puñal de obsidiana es este maldito tango que arranca nuestro corazón del pecho y se lo entrega a los ángeles negros del deseo, a los oscuros pájaros de la nostalgia, a los demonios de los amores perdidos para siempre, a los duendes perversos de la culpa y el olvido.

Pepe murió en París, como presintió Vallejo. Aunque fuera lunes y en invierno.

“Les trottoirs de Buenos Aires”, aquel boliche legendario de los años en que muchos argentinos habían quedado anclados en París por cuenta y orden de una patria sometida al tormento y el saqueo, hizo memorables las veladas del Sexteto Mayor, con las erres guturales de Cortázar y su extraña añoranza por el país que abandonó, con la belleza serena de Chunchuna Villafañe, con la mirada soberbia y melancólica de Pino Solanas, y convirtió a la orquesta de este tano aporteñado y de su amigo Luis en la mejor orquesta de tango del mundo.

Luisito Stazzo se ha quedado muy sólo con el recuerdo entrañable de Pepe.

Pero cada vez que un fuelle se estire hasta el límite mismo de su extensión, cada vez que un nuevo sacerdote de este rito inevitable vuelva a arrastrar las notas, haciendo eterna su momentánea fugacidad, volverá a presentarse este duende de Buenos Aires, este genio metido en los pliegues del bandoneón que es el querido, el inolvidable Pepe Libertella.

Tete: el tango como una eterna y pícara juventud


Tete: el tango como una eterna y pícara juventud


29 de diciembre de 2004

Seguramente no hay nadie en la milonga que no conozca al Tete. Y esto por muchas razones.
Una de ellas es que el Tete frecuenta las pistas desde hace muchos años, desde cuando era un pibe veinteañero y, junto con la milonga, descubría el delirio del rock and roll. Todos los viejos sabios coinciden en afirmar que el Tete era un maravilloso, incomparable bailarín del ritmo que Little Richard, Fats Domino, Billie Halley y, por supuesto, Elvis Presley, imponían en la muchachada de la segunda mitad de los años cincuenta. Hay algunos que tan sólo por bajarle el precio, por desprestigiarlo un poco, dicen, cuando oyen mencionar su nombre, que es un gran bailarín del rock.
Pero todo esto no son más que maledicencias de milongueros, injurias vanas y, posiblemente, envidiosas, que pretenden disminuir el arte, la alegría, la pasión y la belleza que el Tete despliega cuando baila el tango.
Ya ha pasado seguramente los sesenta. No llama la atención ni por su elegancia ni por su físico. De estatura media, de anteojos -que se quita para bailar-, canoso y panzón, suele sufrir de una molesta disnea, pero nada de esto le impide desplegar en la milonga la simpatía de un eterno adolescente. El Tete es considerado por todos como un gran amigo. Leal, sincero y generoso recorre las mesas de la milonga recibiendo el respeto de los hombres y la fascinación de las mujeres. Baila y frecuenta los bailes desde que tiene memoria. Siempre tiene un requiebro para una hermosa jovencita o un suspiro para una madura alemana que ha venido a tomar sus clases desde que se enteró que Pina Bausch, la expresionista coreógrafa de danza contemporánea, lo eligió como entrenador de tango para su compañía, mundialmente célebre.
Su baile no tiene, si se lo examina con atención, ni arabescos ni artificiosidades. El Tete baila con la naturalidad de quien camina, siempre pegado al suelo, sin pasos complejos ni inútiles revoleos de pierna, pero pone en su desplazamiento una juvenil pizca de alegría, un cambio de rumbo que sorprende, unos giros que marean, una jovial energía que hipnotiza a su pareja. Es cierto, mueve sus pies con la picardía intencionada y exhibicionista del bailarín de rock. Va corriendo por el piso, apurando un paso en tres tiempos, y, de pronto, se detiene, levanta su pie izquierdo y el derecho da vuelta sobre el eje, imprimiendo a su compañera, siempre bella, siempre joven, un sorpresivo giro que confunde sus pensamientos, pero da ala a la improvisación de sus pies. Su compañera siempre sabe que el Tete jamás exigirá de ella lo que no sabe, jamás intentará demostrarle que baila mejor que ella. Sabe que bailar con el Tete es lograr sacar de ese simple caminar a su lado las infinitas posibilidades de dividir el tiempo, estirar los silencios y dejarse llevar por su brazo eternamente joven.
Y hay que verlo bailar el vals.
Confundido en el abrazo con la mujer, el Tete convierte esa, a veces, ramplona musiquita de carrusel, en una verdadera fiesta. Corre por la pista como si estuvieran, él y su pareja, sobre patines. Y cuando la orquesta empieza a desplegar la armonía de esa romántica música creada en la corte de Francisco José y cruzada con el ritmo inventado en los conventillos porteños, el Tete inicia su ciclo de vueltas y vueltas, impulsando a su pareja en figuras jamás pensadas, dominando una pista que se ha convertido ya en el escenario de su vida. El Tete inventa el vals cada vez que lo baila. Y la muchacha que lo acompaña descubre que lo está inventando con ella. Que ella también participa, por la habilidad creadora de su efímero compañero, en la evanescente, fugaz hermosura de dos cuerpos que crean al desplazarse un sentido a la brevedad de la vida: el de la belleza compartida.

Carlos Copello: Un rito nupcial



9 de enero de 2005


He estado más de dos horas navegando en Internet para encontrar un mapa que registre la localidad de Tintina. Tan sólo la National Geographic Magazine pudo satisfacer mi curiosidad. Ningún mapa de la Provincia de Santiago del Estero registra este pueblo situado en el departamento de Moreno a doscientos kilómetros de la capital provinciana en medio del monte de quebracho. Ahí, en Tintina, donde los campesinos del MoCaSE hoy se movilizan exigiendo tierras, nació hace medio siglo Carlos Copello, posiblemente uno de los más maravillosos bailarines de tango de su generación.
Su apellido familiar no es, por supuesto, Copello. Su verdadero apellido se remonta a los tiempos de los fundadores de la ciudad más antigua de nuestro país, a aquellos españoles rudos, corajudos y brutos que no dudaron en matar a los ocupantes nativos y en casarse con sus mujeres hospitalarias para crear una nueva raza, la americana. Carlos Copello es, con su pinta lustrosa, con su pelo renegrido y siempre peinado a la gomina, con su piel aceitunada, con el brillo de los ojos más negros e inteligentes de la milonga, la idea platónica de un criollo. Alguno de sus abuelos habrá sido lanza de Ibarra, el caudillo santiagueño, alguna abuela habrá, seguramente, tejido ponchos a la sombra de un tala. Lo que sí me ha contado es que su padre volteó quebrachos en el monte santiagueño y que sus primeros recuerdos de la infancia están poblados de pobreza y penuria. Porque Copello además de bailar el tango sabe contar historias y encuentra tanto placer en un arte como en el otro.

-Íbamos en un carro, en el medio del monte -me ha contado- mi viejo y toda la familia. Seguramente mi viejo andaba buscando trabajo y se nos hizo la noche. De repente se larga una tormenta de truenos, rayos y agua como si el mundo se viniera abajo. Porque, así como me ves, yo soy “cabeza” –me aclara por décima vez en la noche, pretendiendo explicarme que su origen es el de un “cabecita negra”, un provinciano pobre, y convirtiendo, por obra de su ironía, este origen en una especie de orgullosa heráldica- y ahí, en el medio de la noche, mi viejo suelta al caballo del carro, echa el carro hacia atrás de modo que las varas apunten al cielo, y ahí abajo nos cobija a todos. Con sus manos armó unas improvisadas paredes a los costados para que la lluvia no nos mojase. Y así pasamos la noche. Mirá si soy cabeza.

Copello ha bailado y baila en los mejores teatros de Buenos Aires y del mundo. Alguna vez me contó cuando desde el roof garden de un hotel de cinco estrellas en Tokio contemplaba la ciudad iluminada a sus pies. Y, me dijo, se acordaba de Tintina, de su viejo y de aquella noche en el medio del monte bajo el aguacero. Pero quien quiera admirar el verdadero arte de Copello debe verlo en la milonga, porque si en el escenario despliega un increíble virtuosismo, una elegancia resplandeciente y una simpatía arrasadora, todo eso lo hace para seducir al monstruo de mil cabezas que es el público. En la milonga no. En la milonga baila tan sólo para seducir a la muchacha que lo acompaña, que ha decidido entregarse al irresistible encanto de su cadencioso y preciso caminar. En la milonga Copello se olvida que lo están mirando, limita los infinitos recursos de su arte a la estrechez de una pista llena de bailarines y encuentra en el laberinto móvil de las parejas bailando el ínfimo espacio para que su compañera, los ojos siempre cerrados, se vuelva maleable, obediente y aérea. Y ahí va Carlos Copello, pantalones de hilo con una raya marcada como si recién se los hubiera puesto, zapatos de gamuza negros y una camisa relucientemente blanca. Ahí va el “cabeza” con una muchacha en sus brazos desplegando el modo de bailar más sensual y seductor que ha visto la milonga en los últimos veinte años.

-En la época de Perón nos vinimos a Buenos Aires –me contó una noche Copello-, a una villa en Núñez, donde vivía un tío. Un día, mi tío viene a casa y le cuenta a mi viejo que Evita va ir al estadio de River, que quedaba cerca de casa. Y le dice que prepare una carta para entregársela a ella, pidiéndole lo que necesita. Me acuerdo de esa noche. Mi viejo, que debe haber escrito dos veces en su vida, sentado frente a una hoja de cuaderno y con un lápiz tratando de redactar el pedido. Al día siguiente van, mi viejo y mi tío, a la cancha de River. Cuando Evita se está retirando se acercan y mi tío le da un empujón a mi viejo que logra entregarle la carta a un tipo del cortejo. Los dos vuelven a casa, un poco desilusionados porque no habían logrado dársela en mano a la propia Evita. Quince o veinte días después unos tipos golpean las manos en la puerta de la casa. Eran de la Fundación y dejan un papel donde dice que la señora Eva Duarte de Perón lo espera tal día a las 9 de la mañana en la Fundación. No sabés… Mi viejo y mi vieja se pasaron toda la noche anterior a la reunión conversando sobre lo que le iban a decir. Y allá fue mi viejo que, vas a ver, era más cabeza que yo –insiste Copello con su autoironía-. Evita lo recibe y le pregunta qué es lo que quiere. “Un puesto en el Ferrocarril”, le dice mi viejo. “No creo que haya problema”, le dice Evita. “Y dónde le gustaría trabajar”, le pregunta nuevamente. ¿Y sabés lo que le respondió mi viejo?, mirá si será cabeza… En la estación de Tintina, le dijo. Y a la semana estábamos volviendo al pueblo, pero ahora como empleado ferroviario. Y a partir de ese momento la vida de mi familia cambió.

Copello no le cuenta estas cosas a todo el mundo. Lo suyo es, fundamentalmente, bailar el tango lo que lo ha convertido en una figura de fama mundial.

Pero, insisto, prefiero verlo en la milonga: su blanquísima y criolla sonrisa, sus guiños intencionados y su capacidad de convertir este baile, que nació entre hombres, en un rito nupcial sin ceremonia, en un llamado de amor al que responden algunas de las mujeres más hermosas de Buenos Aires.

Carlos Gavito: el bailarín inmóvil

Carlos Gavito: el bailarín inmóvil
27 de diciembre de 2004
Carlos Gavito es delgado y alto. A sus sesenta años largos mantiene una envidiable elegancia. Siempre viste como lo que es, un caballero: ambo oscuro, camisa de gemelos y corbata al tono; zapatos, a veces de gamuza, a veces negros de cuero, lustrados siempre con meticulosidad. De piernas largas, cintura estrecha, luce una barba suave y recortada. Gavito –como lo llaman en las milongas de Buenos Aires y de Nueva York- tiene un rostro bello y armónico, una fina nariz, unos ojos negros y brillantes que miran con profundidad, unas cejas oscuras, ni muy pobladas, ni muy ralas, lo necesario para darle a los ojos el marco adecuado. Con esa cara podría haber sido galán de telenovelas o senador de la República. No ha sido ni lo uno ni lo otro. Carlos Gavito es un maravilloso, singular, bailarín de tango.
Su llegada a la milonga, a las dos de la mañana, es recibida con alegría y respeto por todos. El “maitre” sale a su encuentro para indicarle la mesa que tiene reservada. Algunas de las meseras lo saludan con un beso en la mejilla. Los milongueros experimentados le hacen un ademán desde sus mesas. Gavito se acerca a alguna de ellas y da un beso en la mejilla a alguno de sus amigos de años o a alguna muchacha, joven y bella, que espera bailar con él esa noche.
Una milonga a la que cae Gavito se convierte en una milonga debute, importante, con chapa. Porque Gavito, dicen, viene de la vieja bohemia milonguera. Salió de algún barrio, recorrió las pistas de las épocas en que el baile del tango perdía espacio en los grandes salones y se refugiaba en canchas de básquet, en milongas ignotas, en clubes cuyo único capital era un salón amplio. Pero Gavito siguió de largo. Se fue a Nueva York e impuso su modo de bailar en un salón que queda enfrente mismo de la Columbus Square, donde Donald Trump construyó su rascacielos. Gavito se sienta a la mesa con algunos, no muchos, amigos, todos milongueros. Pide un champagne y charla con ellos y atiende, discreto y sin llamar la atención, a las muchas amigas que se acercan a darle un beso y a decirle, en voz baja, que están dispuestas a bailar con él.
Recién cuando la pista comienza a tener espacios en blanco, cuando los novatos se han retirado, cuando nadie baila a contramano ni hace pasos que molesten a las otras parejas, a eso de las tres y media de la mañana, Gavito sale a bailar.
Y en ese momento, la pista se convierte en otra cosa.
Ya no hay decenas de hombres que circulan con una mujer en sus brazos y sortean, algunos con elegancia, otros torpemente, las infinitas alternativas del baile. Sin que nadie vuelva a su mesa, la pista se llena sólo de Gavito y su pareja, siempre una bella muchacha que lo sigue embelesada, los ojos cerrados y entregada por completo a su encanto, a su baile, a ese hombre que la lleva, sin despegar del piso, a un cielo sin tiempo, sin presente ni pasado.
Gavito baila sin bailar. Gavito baila el tango, erguido en su elegancia, moviéndose apenas, impulsando con su torso y sus brazos a la compañera que, quizás sin saberlo, hace arabescos con sus pies, inventa nuevas figuras que salen del silencioso mandato de ese hombre que apenas se ha desplazado en la pista, que con sólo un medio giro de su torso, logra en la mujer una hermosa figura que realza sus piernas y su grupa. Gavito baila los silencios, reteniendo el movimiento y el abrazo, hasta el momento mismo en que se hace insoportable, casi procaz, para aflojarlo en un leve ocho hacia atrás de la muchacha que todavía ignora cómo lo ha hecho, porque su compañero casi no ha movido los pies del suelo.
El tango de Gavito es un tango sin adjetivos, es un tango sin adverbios. Sus pies y su cuerpo casi inmóviles transmiten al cuerpo y a los pies de la compañera una energía que viene de su interior, de las cuerdas que la música, por simpatía, tocan en su espíritu. No hay espectacularidad en Gavito, pero el tiempo se detiene cuando baila. Un halo de luz lo rodea y lo sigue en los escasos movimientos de su cuerpo, que mantiene una erguida elegancia, un refinadísimo sentido del ritmo y una admirable sensibilidad plástica. Gavito ha logrado resolver la paradoja y su tango, su maravilloso tango, es inmóvil como la voluntad creadora del Dios de los creyentes.

No me digas adiós

No me digas adiós

Había viajado a Copenhague para visitar a unos amigos que habían ido a parar al país de Andersen y el señor de tenebroso apellido, Søren Kierkegaard. Paseamos, bajo una llovizna pertinaz, nos mareamos con cerveza “elefant” y recorrimos librerías. En una de ellas me encontré con un libro en cuya tapa decía:



Osvaldo Soriano

Jeg siger ikke farvel
En række fantastiske og dramatiske forviklinger opstår, da en argentinsk forfatter tager til Hollywood for at lære om Gøg og Gokke.
Ovs: Uffe Harder. Gyldendal, 1980

Al regresar, los recuerdos de años adolescentes en Tandil me encontraron escribiendo este cuento. Ninguno de los personajes que aquí aparecen tienen que ver con los hombres en que se transformaron.
Jakobsberg, 1980


Porque es así como me pongo a escribir. A la noche, cuando me voy a la cama, me entra a trabajar el mate. Y se vienen todos como en manifestación. Los personajes, digo. Siento la cabeza como el 60, con la diferencia que ninguno de los pasajeros pagó boleto. Se colaron, viajan de garrón. Y dicen cosas. Chamuyan entre ellos, están alborotados y todos quieren salir en el cuento. Cierro los ojos, pero no para dormirme. Para que no se me vayan, para que se queden ahí, dando vueltas como en una calesita. Y es difícil pararlos y decirles, por ejemplo, a vos, Gordo, te tengo que contar.



No puede ser que nadie sepa que yo, nada menos que yo, te corregía las faltas de ortografía de esos cuentos medio como de Ray Bradbury que escribías con la secreta esperanza de que El Eco de Tandil te los publicara. Pará, Gordo, sentate un cacho. Tomate algo. Llevame de nuevo en la Gilera y gritale al cura Actis, cara de cardenal putañero: ¡A Cuba, cura, a Cuba! Hacé que me dé vergüenza de nuevo, pará, Gordo, no seas boludo, que yo voy al colegio de curas y me lo tengo que aguantar todos jueves en la capilla, no seas pelotudo, no ves que me juna. Y cagate de risa de nuevo, Gordo, Falstaff provinciano. Hacé de cuenta que estamos en la puerta de casa y nos quedamos, sin apuro, acá nomás en la vereda. Todavía te emocionás con eso de di, camarada sol, no te parece una tremenda burrada regalarle este día al patrón, Prevert viejo y peludo. ¿Cómo era que escribías siempre? ¿Si yo tendría, era? Analfa, tananai. En la Industrial no te enseñaron el subjuntivo. Cada huevada que me traés escrita para que te la corrija, te tengo que explicar que se dice si yo tuviera…

Vení, Gordo, aguantame un cacho, contame, ¿ya escribiste de nuevo las Crónicas Marcianas con prólogo de Borges y todo? No, yo no tengo mucho que hacer. Ya sé que hay gente, pero que esperen, los escribo otro día. Nadie los manda a venirse todos juntos, a tomar el mismo colectivo. Hoy te quiero escribir a vos, porque no puedo dejar de inventarte desde que te encontré en una mesa de novedades en una librería de Copenhague. Me chamuyabas en danés, Gordo. ¿Cómo hiciste? En ese idioma inconcebible me decías algo así como que yo no te digo adiós. ¿En qué andás? ¿Le querés cazar la parola al viejito Juan Fugl? ¿Querés que te lean en su idioma las dinamarquesas de la calle Chacabuco, esos chacareros colorados que se llamaban Eric o Ronald y los peones les decían Enrique o Rolando, para hacerla fácil?

Y claro que no me decís adiós si yo quiero inventarte, campeón de moto en Cipoletti, pero ¿a quién le ganaste?, ¿era una carrera de no videntes? Esperá, Gordo, que quiero escribir un cuento un poco más largo, si te piantás me quedo sin material narrativo y además quiero que me digas la verdad. Dejá que los otros personajes vengan otro día, que hagan cola, que saquen número, que llamen por teléfono, pero hoy vos no te me escapás. Por ahí me quedo dormido y andá a saber cuando te vuelvo a ver. Con lo transitada que tengo la sabiola. En la sala de espera hay una multitud. Pero a vos, Gordo, te juné enseguida y te hice pasar primero. Porque vos tenés que explicarme cómo fue el asunto aquel del cuento de la araña. Vamos, Gordo, no te hagás el fesa. El cuento ese que te publicó Nario que siempre tuvo berretines artísticos y hasta llegó a sacar algo sobre el Tata Dios en Todo es Historia… ¿Que si Nario era de Amigos del Arte? No jodás, Gordo. Después de cómo veinte años y más guita tirada en análisis que la mierda vengo a entender que los Amigos del orto –¡que sutileza, Gordo, para los chistes teníamos en Tandil, eh!- habían sido ni más ni menos que los chivos emisarios que los bufarrones del Club Hípico tenían para aguantarse su ocio de terratenientes –los pocos- y pelagatos –los muchos-.
¿Vos creés que no se puede escribir de esto porque a nadie le importa un pito lo que pasó en Tandil en aquella época? No me embarullés, pará. Es probable, Gordo, pero me importa a mí, y a vos. Y si te encuentro en una librería de Copenhague, hablándome en danés desde la solapa de un libro, tengo todo el derecho del mundo de convertirte en personaje de un cuento y a la vez tener con vos una serie de sobreentendidos y chistes secretos. Pero, pará la mano con esto. Vos me querés desviar de mi pregunta anterior.

Decime, el cuento de la araña esa que sube y se resbala y vuelve a subir y se vuelve a resbalar y, vuelta la burra al trigo, comienza nuevamente la ascensión y así como diez veces, pero el lector, que es un boludo, no se aviva que se trata de una araña y entonces después de contar en dos carillas las dificultades de la vida se viene sobre el personaje, la araña, algo así como un aguacero, pero de la gran puta, una especie de catarata que arrastra todo lo que encuentra, personaje incluido, hasta un agujero negro y tenebroso y aparece una vocecita, que sos vos mismo imitando a una nena, que dice mamá, ¡volvieron las arañas a la pileta del baño! Y el lector, yo, se da cuenta que era una araña, ¡oh!, ese cuento, Gordo, lo escribiste vos o era cierto que lo plagiaste de un libro de inglés, como dijo ese otro hijo de su madre que mandó una carta al diario con una traducción de un cuento que era demasiado parecido al que vos mismo habías escrito.

¿Qué hacés, gordo?

Sos capaz de irte y dejarme sin respuesta. ¡Qué quilombo que se armó! Pero no seas tonto, Gordo, no te lo tomés así. A mí qué me importa si un personaje me sale plagiario. No son cosas mías y a esta altura del campeonato no me voy a hacer la virgencita pudorosa. Además, sinceramente, no creo para nada que un personaje mío puede ser tan poca cosa. Yo creo en el personaje, viste. Tapame la boca con la carta de Julito Cortázar que tenías colgada en un marquito al lado de la catrera. Así yo aprovecho y te muestro la que me mandó Perón, escrita a máquina, eso sí, porque no éramos tan amigos como para que me mandara una manuscrita.
Pero, cortala. Después cambiamos figuritas, si querés. Lo que te quiero decir es esto. Vos no tenías la más puta idea de dónde quedaba Bélgica o, para ser más exactos, Bruselas. Pero en el único lugar del mundo en que soñabas vivir era en Bruselas, porque Julito había nacido allá. Y el Julito había tenido un rato libre, habiendo nacido allá y trabajando, pobre, como traductor de la UNESCO, para mandarte una cartita a… Tandil.

¡Qué personaje que sos, Gordo! Sí, ya sé que te tenés que ir, pero esperá que te relate un poco. Disculpame, estaba pensando, ahora que me saludás en danés, podés aprovechar a escribir los cuentos de Andersen o las obras completas de Kierkegaard. No te chivés, si sos un personaje simpático, como todos los gordos. Pero nos enojamos con aquellos chanchos que dudaban de tu honestidad y te defendimos en todo momento. Mandamos unas cartas furibundas al matutino pequeño burgués de izquierda tandilense. Y no te dejamos de dar manija en ningún momento. No faltó el que llegó a usar un argumento irrefutable: si hubiera querido plagiar, en vez de usar la misma araña en el mismo baño, el Gordo hubiera usado una hormiga en un picnic. Y tenía razón, Gordo, tan boludo no eras, ¿no?

Pero, perdoname, ¿te quedó algún complejo con el idioma a raíz de esa experiencia traumática en plena crisis juvenil? No, te pregunto porque me da la impresión que en otro relato en que te encontré como personaje insistías demasiado en convencernos a los giles que pagamos un vagón de mangos después de Rodrigo para ver tus andanzas rodeado de gente importante, que ha hecho películas y todo, y convencernos, digo, de que no sabías inglés. Pero antes que te vayás, tengo gente esperando, personajes, buenos tipos, viste, y andá a saber cuando nos volvemos a encontrar, explicale al lector cómo termino la cosa. Contale, dale, decile el versito al señor, nene. Explicale que el cuento de la pobre arañita, que pongo las manos en el fuego lo escribiste vos solito, mientras la vieja te traía unos mates, te permitió largar la Metalúrgica y no volver a ver más al colorado Selvetti, que todavía anda buscando un André Gorz que lo pinte, y se te acabaron los madrugones y el salir medio dormido en la Gilera, con ese frío ojetudo que hace en Tandil en invierno, y pasaste de obreracho raso que cada mañana de primavera repetía en la puerta de la fábrica di, camarada sol, no te parece una tremenda burrada regalarle este día al patrón, a la categoría de periodista de tiempo completo. Y pudiste comenzar a hacer las crónicas del clásico Santamarina-Ferro Carril Sur y hasta alguna reseña del tradicional enfrentamiento entre El Solcito y Napaleofú por el campeonato de la Liga Agraria, en el mismo diario que te había publicado aquella milonga de la arañita trepadora.

Gordo, que hacés, ¿te ofendiste? Pucha que estás cambiado como personaje. Si te vas a poner así te podés ir un poquitito a la mierda. No, ya no sos el mismo. Y bueno, disculpame, no fue mi intención, pero sabés que pasa, últimamente todos los personajes me vienen medio cambiados. Chau, Gordo.

Decime adiós, aunque sea, Gordo…

La primera nevada del invierno


La fecha de hoy, la melancolía silenciosa de la tarde, con pocos autos en la calle, "la vida, esas cosas, quién sabe lo qué" me empujaron a enviar este cuentito. Fue escrito hace veintiséis años y a miles de kilómetros de Buenos Aires. Me gustó releerlo, conserva cierto espíritu, cierto sabor, que todavía permiten traer al presente aquellos años.

Jakobsberg, 1980


Tomaste el tren de las ocho y trece, en la estación Jakobsberg. En la noche había caído la primera nevada del invierno. Lentamente, durante horas, había crecido una gruesa capa blanca que había nivelado todos los contrastes, cubierto las abolladas latas de cerveza, los papeles, la pertinaz hierba del verano pasado, la carretera, los techos, las balaustradas de los balcones, los rellanos de las ventanas; igual que en los dibujos de las historietas, pero sin color, cada saliente, cada superficie estaba decorada con una algodonosa puntilla.

Tu tren era el último que corría cada cuarto de hora. Lo tomabas muy seguido, cada vez que tenías que viajar hasta Estocolmo, porque te daba el tiempo justo para llegar hasta la agencia, dejas los dibujos y volver al departamento a las diez de la mañana. Como de costumbre la estación se iba llenando con las caras serias y ensimismadas de siempre. Pero la gente no se había acostumbrado aún a esos fríos primerizos, todavía conservaba en la piel la suavidad del eterno y fugaz sol del verano y se había amontonado en la sala de espera, después de los molinetes. Como de costumbre, miraste el reloj de la pared –algo que habías descubierto era que no necesitabas reloj pulsera; por doquier encontrabas los malditos aparatos que denunciaban cuántos minutos tarde ibas a llegar-.

Tenías tiempo para tu primer cigarrillo del día. Buscaste alguna cara conocida, algún chileno o uruguayo con quien pudieras conversar sin mayores esfuerzos durante el viaje. No viste a nadie. Por lo menos a nadie que te justificara el gasto de la charla. En una segunda etapa trataste de encontrar algún sueco que reuniera las dos condiciones esenciales: que lo conocieras y que fuera lo suficientemente locuaz como para mantener quince minutos de conversación. También esta búsqueda te resultó infructuosa. Te decidiste a fumar apoyado sobre el ventanal de la sala de espera, mientras mirabas un grupo de fornidos rubios que a diez grados bajo cero trabajaban en los últimos arreglos del nuevo andén. Ocho y diez saliste de la sala e espera y trataste de buscar el lugar en la plataforma que te permitiera quedar exactamente al lado de la puerta del tren, cuando éste se detuviera. Todos los días jugabas una apuesta similar. Si hubiese sido punto y banca hubieras perdido una fortuna. La mayoría de las veces, cuando llegaba el tren, quedabas en el medio de dos vagones, lo que según tus cálculos, muy a grosso modo, era el punto más lejano posible de una puerta. Ello te significaba diecisiete minutos de parado, rodeado de portafolios, cochecitos de bebé y adormilados viajeros. Pero tuviste suerte. Las puertas se abrieron delante mismo de tu nariz, rápidamente subiste al vagón y ocupaste uno de los pocos lugares libres, el espacio del medio en un asiento para tres personas. El tren partió. La cara de solterona prematura de Sylvia, la alemana de Brasil, prometía explicarte las enormes dificultades de ser mujer, madre y reina en un mundo de cambios. El aviso aclaraba: Exklusivt samlag med drottningen. La propuesta te sobresaltó un poco. Volviste a leer más cuidadosamente, Exklusivt samtal med drottningen
[1]. El orden volvió a imperar. Todo era como tenía que ser. Lentamente te entredormiste. El retazo de conciencia despierta iba contando las estaciones, mientras jirones de los sueños de la noche te volvían a asaltar. Eran pedazos de fotos que no podías ordenar. Escenas como congeladas y quebradas, llenas de lógica y miedo, pero sin sentido. Algo extraño en vos hacía que sintieras una especie de placer en recordarlas y un poco voluntariamente tratabas de repetir la ensoñación, aunque el resultado era cada vez diferente, si bien en pequeños detalles. Pero las diferencias te irritaban incomprensiblemente. En tu semivigilia, una mano violenta e invisible arrancaba una a una las exasperantes diapositivas, sólo para que una nueva apareciera en su lugar.

Calculaste que estabas llegando. Te despertaste completamente. El tren salía del corto túnel que hay cerca de la estación Central. Te levantaste. Miraste hacia el asiento para asegurarte que no olvidabas nada y te paraste al lado de la puerta para descender. Por la ventana viste como el andén iba poco a poco frenando, hasta detenerse completamente. Durante un corto pero intenso instante contemplaste las caras impertérritas que del otro lado del vidrio esperaban para entrar. Por fin se abrieron las puertas.

Bajaste.

Afortunadamente desde la estación Once no tenías necesidad de tomar nada para llegar hasta las oficinas del partido. La multitud te llevó hasta la punta del andén. Decidiste salir por el lado que da a la plaza Miserere.

La noche anterior te habías acostado bastante tarde. Habían estado conversando sobre el nuevo gabinete, después de la caída de López Rega. Al recordarlo, te llevaste la mano a la cintura para comprobar por centésima vez el peso y la forma del pequeño revólver que desde hacía unos meses incluía tu vestuario habitual. Se había dado la orden de que todos los que tuvieran alguna tarea de responsabilidad y fueran más o menos conocidos debían llevar un arma. Y vos estabas en esa categoría difusa. Y como cada vez que volvías a tomar conciencia de que estabas armado te asaltó el recuerdo de la peluquería. Había sido un mes atrás. Habías salido de una reunión a eso de las tres de la tarde y decidiste cortarte el pelo. Fuiste a una de las peluquerías del centro. Puede haber sido Basile, en Esmeralda. Afuera hacía frío y vos andabas muy abrigado. Entraste, te sacaste el sobretodo. Miraste a tu alrededor. Las maquilladas manicuras, con sus coquetos uniformes, mostraban las piernas y el escote a sus clientes en mangas de camisa. Todos daban la impresión de estar sentados en una terraza en un hotel del Caribe. Decidiste sacarte el saco. Y en ese momento reparaste que tenías el revólver encima. El haberte mostrado en un lugar público atestado de gente con un arma en la cintura daba alas a tu apenas reprimido exhibicionismo. Pero las indecibles consecuencias que ello podía acarrear frenaban un tanto tu primer impulso. Pero además hacía calor. Y esta situación no había sido nunca contemplada en las conversaciones que sobre el uso del arma habías tenido en la dirección. Y resolviste hacerte cortar el pelo con el grueso saco de tweed puesto y la camisa empapada en transpiración. Tres veces le tuviste que explicar al peluquero que no, que efectivamente no deseabas sacarte el saco.

Sonreíste.

Después de la reunión, Carlos te había contado sobre Pamela. Sobre Pamela y él. Sobre Pamela, él y su mujer. Y Carlos tenía miedo. No sólo de que su mujer se enterara. Al fin y al cabo estaba casi seguro que ella lo sabía. Tenía más bien miedo de que Pamela lo atrapara. Lo obligara a decidir. Y él no quería elegir entre las dos. Y vos lo escuchaste sin saber qué decirle. Sin entender bien su miedo. Y te explicó durante horas que estaba enamorado de las dos mujeres. Y que su sueño más íntimo era poder vivir con las dos. Y se rieron. Se despidieron a la una de la mañana, cansados y con la boca pastosa de cigarrillos.

Cruzaste Pueyrredón hasta la recoba. El pegajoso olor a fritanga te hizo eructar. Algunos pajueranos salían del hotel para cumplir las diligencias que los habían traído hasta Buenos Aires. Dos santiagueños jóvenes estaban baldeando uno de los bares. Con los pantalones arremangados y los zapatos rezumando agua, escurrían un caldo grisáceo y espeso de puchos, servilletas y aserrín. Esquivaste con pequeños saltos los charcos de ese líquido infame. En el kiosco de la esquina de Pueyrredón y Rivadavia te detuviste a mirar las tapas de las revistas, hasta que cambiara la luz del semáforo. Cuando levantaste la vista hacia la vereda de enfrente recordaste que el Gran Jefe te había contado que en uno de esos edificios vivía o había vivido el Astrólogo de los Siete Locos. Que allí ejercía ilegalmente la odontología, su verdadera y prohibida pasión. El Gran jefe no dejaba de impresionar a todos con su cantidad de anécdotas, que invariablemente incluían personajes hoy famosos con ínfimos soñadores de trasnoche, charlatanes y tipos raros. Y como las contaba en el medio de las más serias discusiones, en las circunstancias más graves, los interlocutores quedaban normalmente azorados por la libertad asociativa de Palma, su irónico y a veces cruel sentido del humor.

Seguiste caminando por Jujuy y entonces viste los coches de la policía. Cuatro patrulleros obstruían el tráfico en el cruce con Alsina. Cincuenta o sesenta personas se habían reunido en actitud de curiosos. Se movían de un lado al otro sin alejarse del lugar. En la puerta del hotel alojamiento viste a dos presuntas mucamas que miraban hacia la esquina y conversaban entre sí.

Nuevamente recordaste que estabas armado.

Te metiste en La Perlita para ver si había algún compañero que te contara lo que pasaba. Los mozos te conocían pues allí solías almorzar a menudo. Uno de ellos te indicó que en el fondo del salón estaban tus amigos. Te dirigiste hacia ellos. El restaurante estaba casi vacío. Cuando llegaste a la mesa Roberto te dijo:

- Metieron dos bombas en el local. Carlos se había ido a dormir ahí, porque parece que tenía un quilombo en la casa. La explosión lo partió en dos.

Inevitablemente pensaste en Pamela y en la mujer de Carlos. La frivolidad de la asociación te avergonzó. Apresurado saliste del bar para ver lo que había quedado. Ya en la calle notaste que nuevamente había comenzado a nevar. Con suavidad caían sobre Wasagatan copos enormes y estériles. Te pareció que este año el invierno había empezado más temprano.

[1] Juego de palabras intraducible basado en la similitud entre las palabras suecas samlag y samtal. La primera frase afirma: Exclusivo coito con la reina. La segunda, Exclusiva conversación con la reina.

Marie-Claire descubre América

Mi amiga quedó en la fría y bella Estocolmo, su chileno se fue por el oscuro sendero sin retorno y en esta noche cálida de otoño, en el familiar septentrión, la he vuelto a recordar. Esta historia no es la suya, por supuesto, pero se parece mucho a la que me contó en alguna larga noche boreal.

Jakobsberg, junio de 1982.


A Antonella Dolci


Marie-Claire no tiene la menor idea de quién es Héctor Gagliardi. Puede recitar de memoria dos o tres sonetos de Rimbaud, en un francés que no tiene nada de parisino. A Mallarmé lo leyó a los quince años en una primera edición, tomada de la biblioteca de uno de los abuelos, un severo pastor protestante, admirador de Pascal y de Blanca de Aquitania. Proust no tiene secretos para ella y los bizcochos Madeleine eran el obvio ingrediente a la hora del té en la Provenza de los tíos. Pero de Gagliardi no sabe lo que se dice un corno.

Ahora bien, resulta que Marie-Claire se enamora perdidamente de José Ignacio. Chileno, inmenso, desbordante, entrador y guitarrero. Marie-Claire dice que lo conoció en un seminario de Lucien Goldman. Eran los años sesenta, Ho Chi Minh, por dos, por tres, por muchos más Vietnam, cuando cada becario latinoamericano era un Che Guevara venidero en la graciosa fantasía de todas las Marie-Claire de Europa. Como digo, Marie-Claire se enamora perdidamente de José Ignacio. Viven dos años en París, mientras el chileno termina su doctorado en ciencias sociales y Marie-Claire su licenciatura en Letras. En aquella época descubre la novela latinoamericana y aprende a recitar largos párrafos del Canto General, en un español que no tiene nada de santiaguino.

Pero Gagliardi, nones.

Y ocurre que su José Ignacio debe volver a Chile. Con el diploma en la mano ya no quedan excusas para recibir los cheques mensuales. Marie-Claire cuenta que viajaron a Lisboa, que pasaron una semana despidiéndose por las callecitas del Alfama, llorando con los melancólicos fados y desorientándose, un poco borrachos, entre tanto funicular, escalerita y placita. Un mediodía José Ignacio sube a un barco enorme, anclado cerca de la tumba de Camoens –dice Marie-Claire-, y se va hacia el mar por ese Tejo lento y asimétrico, en una orilla la capital más occidental de Europa y en la otra el campo, la más absoluta ausencia de ciudad. Y en el puerto se queda Marie-Claire con la promesa de viajar a Santiago, donde se casarán.

Dos meses después Marie-Claire cruza el Atlántico en un barco que la dejará en Buenos Aires. Una gramática española la prepara para su diálogo con el continente de los tucanes y las orquídeas. Sueña con ese mar frío y tumultuoso del que le hablaba José Ignacio. Desea probar el gusto extraño de esos mariscos gelatinosos y palpitantes que José Ignacio exaltó cuando comían unas almejas saltadas en ajo y vino blanco a orillas del Mediterráneo. Fue cuando Marie-Claire quería apaciguar el exacerbado chovinismo gastronómico del chileno. José Ignacio las había comido complacido y le había explicado: “Claro que están buenas. Pero es por la fritura, es gracias al producto de siglos de cocina, por el agregado de hierbas, condimentos, aceites. Están buenas por la cultura, Marie-Claire. Las almejas en sí mismas no tienen gusto a nada. Nosotros las comemos crudas, recién desenterradas y la boca se te llena con todo el yodo del Pacífico”. Y había comenzado con una larga enumeración de las distintas variedades y sus distintos nombres regionales, mientras con las manos, con la cara, con todo su cuerpo le explicaba la sensación, o el recuerdo de la sensación, que el amargo y blando molusco, aún vivo, había dejado en su alma.

Hasta que Marie-Claire llega a la dársena de Puerto Nuevo con sus dos valijas y el equipo estereofónico que constituye su único mobiliario. De aquí en más comienza América Latina. Recuerda fugazmente que Isadore Ducasse había nacido muy cerca de allí, en la otra orilla del río. La primera vez en su vida que estaba sola y tan lejos de tíos y abuelos, en un mundo donde aún sobrevivían los antiguos ritos solares, donde una nueva sociedad podría nacer por la acción de hirsutos parteros armados de machetes.

Pero, como digo, Marie-Claire no había leído, entonces, ni leería jamás a Héctor Gagliardi.

Eran las diez de la mañana. A las cinco de la tarde salía de Ezeiza su avión para Santiago. Tomó un destartalado Di Tella, con las gomas lisas y un feo abollón en una de las puertas delanteras. Un morocho de pelo crespo y largas patillas la miraba de reojo desde el espejito retrovisor, cuando Marie-Claire, con el corazón rebalsado de expectativas, se acomodó en el asiento trasero. Marie-Claire me dice que había decidido ya en el barco hablar italiano durante su breve estancia en Buenos Aires. Claro que es difícil de todas maneras pronunciar la breve fórmula “A Ezeiza” con algún tipo de acento no español, no obstante lo cual el tachero le preguntó, siempre a través del espejo:

- La señorita ¿es francesa?

Y Marie-Claire le explicó de dónde venía, qué hacía, adónde iba.

- Perdone la curiosidad, pero ¿a qué va a Chile? -, le preguntó el morocho.

Y Marie-Claire le habló de su José Ignacio, su chileno que la esperaba desde hacía dos meses en Santiago, con una promesa de matrimonio.

Ante esta revelación, el taxista –Marie-Claire dixit- volvió por primera vez la cabeza con un gesto de verdadera preocupación en la cara.

-Pero, señorita… ¿Usted confía en un chileno? ¿Usted está segura de que la van a estar esperando en Chile? … No sé. Pero yo no confiaría nunca en la promesa de un chileno. Y menos en la promesa que le hacen a una mujer.

Marie-Claire dice que en un principio no entendió nada. Y no por el idioma, porque el tachero le hablaba muy lentamente. José Ignacio le había contado de la hermandad de los pueblos latinoamericanos, le había hablado de O’Higgins, de San Martín, de Bolívar. Ante sus ojos levemente grises, habían desfilado, casi como en una superproducción yanqui, desarrapados ejércitos de argentinos, chilenos, uruguayos, peruanos, peleando con lanzas y de a caballo contra atildados oficiales españoles. José Ignacio le hablaba de la unidad de todos los latinoamericanos, le decía: “tuvimos un pasado común y estamos creando un futuro común, Marie-Claire”. Y ella compraba todo lo que su chileno propio le vendía con adjetivos resonantes, con ademanes grandilocuentes y con los ojos encendidos por el apasionamiento y unas botellas de Cotes du Rhone.

Y el tachero continuaba, paternal y escasamente heroico:

-Y sus padres ¿la han dejado venirse hasta acá, sola, a encontrarse con un chileno? Usted no sabe lo que son. Sobre todo con las mujeres. Muy distinto a nosotros. Los argentinos, mire, tenemos a la mujer en un altar, qué quiere que le diga. Cada mujer es, qué sé yo, como una hermana, como una madre para nosotros. Pero en Chile es otra cosa. Son mentirosos, engañadores. Borrachos. En Buenos Aires, por ejemplo, todos los carteristas son chilenos…

E insistía, mientras el tránsito de las calles céntrica hacía el viaje eterno:

- ¿Se habrá garantizado, por lo menos, el viaje de vuelta? Porque, como que hay Dios, que el chileno ese que usted dice está casado y se quiere aprovechar de usted.

Pero Marie-Claire hacía ya varios años que había comenzado a dudar de la existencia de Dios.

- Así que estudió literatura… ¿Sabe cómo me llamo?

No, Marie-Claire no tenía la menor idea.

- Víctor Hugo. Víctor Hugo Palavecino-, dijo satisfecho mientras sonreía a Marie-Claire con ojos de iniciado.- Víctor Hugo, como su compatriota.

Y Marie-Claire cuenta que la mirada del taxista la hacía sentirse obligada a manifestar su extrañeza ante la enorme coincidencia de que una licenciada francesa en literatura italiana se encontrara en Buenos Aires sentada en un taxi conducido por un chofer de veintiocho años de edad de nombre Víctor Hugo.

- Y, por supuesto, escribo-, agregó Víctor Hugo. – Hago versos, poesías…

El taxi ya había tomado la avenida del Trabajo y se dirigía, ahora con menores demoras, hacia la autopista. Y en este momento, por primera y única vez en su vida, Marie-Claire tomó contacto con el discurso gagliardiano, a través de uno de sus más afamados discípulos. Porque Marie-Claire cuenta que bastó que ella dijera algo así como “¡qué interesante!” para que Víctor Hugo tomase un grueso cuaderno Laprida –Marie-Claire, en realidad, ignora, si era un cuaderno Laprida, pero la he convencido de la necesidad de que lo fuera- de la guantera del Di Tella, se lo alcanza a Marie-Claire, mirando obviamente por el espejito, y le dice:

- Por favor, hágame el honor de leerlos en voz alta.

Marie-Claire dice que le hizo el honor. Y durante varios kilómetros leyó sin entender largos poemas en octavas, mientras su Víctor Hugo asentía satisfecho, siempre mirando por el espejito. Después dice que le habló de su sentimiento poético, de tangos y cantores que Marie-Claire jamás había oído nombrar. Y sus ensoñaciones selváticas, sus expectativas heroicas se iban lentamente mezclando con el paisaje sencillo de Víctor Hugo, con las madres buenas de sus poemas, con las novias eternas de sus octavillas, y los tucanes se confundían con grises gorriones de otoño y las orquídeas con los simples malvones de un patio con pajarera.

Y llegaron a Ezeiza. Como aún faltaban unas horas para su avión a Santiago, Víctor Hugo exigió en hacerle compañía. Durante las dos o tres horas de espera Marie-Claire recibió las más variadas advertencias sobre el carácter de los hombres chilenos. Se tuvo que negar varias veces a la propuesta de volverse a Europa y renunciar a su aventura, que Víctor Hugo consideraba a todas luces descabellada, y aceptó con resignación la compasión benevolente del taxista poeta cuando la despidió en el hall central del aeropuerto. El viaje, por supuesto, no le costó nada, puesto que Víctor Hugo se negó terminantemente a convertirse en cómplice del engaño del que iba a ser objeto mi cálida amiga, cobrando el viaje.

Como ya dije, Marie-Claire no sabe quien es Gagliardi. Pero conoció a Víctor Hugo Palavecino. Y para su sensibilidad provenzal, Buenos Aires es una ciudad de taxistas que recitan melancólicos poemas a sus pasajeros. A esta altura de nuestra amistad sabe que su imagen es, por lo menos, escasa. Pero, me resigno, le ayuda a matizar la visión mitológica con que llegó a nuestras playas.

Y El Triste sonreirá desde su cielo de trenzas y percal.

Quisiera saludar a la señora







Jakobsberg, 1980


a J.E.B.que fue mi amigo hace como veinte años


Te acordás que viniste y me dijiste:
- Esta noche vamos al quilombo. Mi primo me pasó el dato de una puta. Cobra ciento cincuenta mangos. Pasame a buscar que vamos en el coche.
No. No necesito recordarte que eso pasó hace siglos, en Tandil, que vos eras mi mejor amigo y que teníamos dieciséis años. Teníamos un montón de negocios en común. Bah, un montón… estábamos de novio –salíamos- con dos hermanas. Vos con la mayor, yo con la menor. Eso y que nos sentíamos bien juntos, eran todos nuestros negocios. Y, quizás, el hecho de que tanto vos como yo teníamos una ganas locas de coger. La madre de las hermanitas, tan cariñosa ella, tan comprensiva, tenía una especie de letanía o de conjuro para iniciar una conversación con nosotros:
- Yo no puedo entender cómo dos muchachos tan (y recalcaba el tan con su voz finita e hinchapelotas), tan distintos pueden llevarse tan bien. Distinto carácter, distintos gustos y, sin embargo, ahí están Cacho y Copete (nuestros nombres de guerra de entonces), inseparables…
Y se quedaba mirándonos angelicalmente, satisfecha como si hubiera podido formular el insondable misterio de la cuadratura del círculo.Y la respuesta era tan sencilla, tan evidente, tan notoria que, justamente por ello, no se podía enunciar: queríamos garchar. A sus hijas, a las amigas de sus hijas, a ella, a una mujer. Queríamos pegar el salto cualitativo (tranquilizate, esto del salto cualitativo lo aprendí muchos años después de nuestra adolescencia tandilense) que significa pasar de las tetas abundosas y desbordantes de Jayne Mansfield en el Radiolandia, encerrado con dos vueltas de llave en el baño, a una mujer de carne y hueso (y lo de los huesos lo podés tachar, si te parece). Por eso, Cacho, qué carajo importaba que no tuvieras ni la menor idea de quien era Dostowieski o que aceptarás con resignación que te llevara al cine a ver “El General della Rovere” o “La Fuente de la Doncella” (aunque la escena de la violación nos dio alas comunes a nuestra módica fantasía de entonces), si lo que importaba era otra cosa.


Los domingos, Cacho, los domingos… Nos caíamos a la casa de las hermanitas, tipo las dos y media de la tarde. Con las chicas ya nos habíamos encontrado a la mañana, después de misa. Habíamos paseado un rato por el centro, tomados de las manos, tratando de que todos vieran que nosotros estábamos de novio con ellas. Pero por la tarde era el número fuerte de la semana. Los viejos de las pibas eran del tipo comprensivo o quizás las pendejas tenían cara de mosquitas muertas o nosotros no dábamos la impresión de galanes impetuosos, pero la cuestión es que el padre y la madre se iban y nos dejaban solos en la casa toda la santa tarde. Bailábamos (“Echale la culpa a la bossa nova” giraba ciento cincuenta veces en el Winco) y después buscábamos reparo para la actividad que nos había hecho soñar toda la semana en el colegio, en la mesa a la hora de comer, en la noche en la cama: apretar, franelear, manosear a las doncellas (entonces decíamos chapar, Cacho). Vos y María Luisa (tu hermanita, y de la que yo en secreto estaba enamorado) eran más rápidos y se ubicaban en el escritorio del viejo, que dicho sea de paso, poseía el único sofá, verdadero sofá de tres cuerpos de la casa. Y yo me resignaba con Merceditas, la suave, tímida, inexperta hermanita que me había tocado en el reparto (había sido ella en realidad la que me había hecho saber que gustaba de mi y yo no estaba en condiciones de dejar pasar la oportunidad. En realidad, Cacho, y al margen, nadie estaba en esas condiciones en aquella época).


Me sentaba en uno de los pretenciosos sillones del living, carpetitas de macramé en los posabrazos y Merceditas, pollera gris y conjunto de banlon, un par de chatitas negras en los pies, que dejaban ver el nacimiento de los aterciopelados pliegues entre los dedos, recostaba sus quince años sobre mis rodillas y así pasábamos la tarde, abrazados, cerrando los ojos con fuerza y besándonos en la boca, oyendo e imaginando a ustedes que intentarían posiciones similares y similares actividades. Hasta que el temprano crepúsculo invernal oscurecía lentamente toda la casa. A eso de las siete y media, las chicas prendían algunas luces, tomábamos distancia, quebrábamos nuestros prudentes cuerpo a cuerpo, y esperábamos con caras de chicos buenos a los progenitores. Después nos íbamos juntos, ¿te acordás? Nos acompañábamos el uno al otro, durante horas, por calles frías, desiertas y aburridas. Y era entonces cuando dábamos rienda suelta a la imaginación. Y compensábamos nuestras vacilaciones y temores con el relato detallado y aumentado de nuestras experiencias amatorias del día. Y vos me explicabas como eran los pechos de María Luisa y yo trataba de contarte sobre la suavidad de los muslos de Merceditas y nos calentábamos, parados en una esquina ventosa, sin ganas de separarnos, esperando, quién sabe, que la charla, que nuestras mentiras, que las palabras conjuraran, realizaran, cristalizaran nuestro obvio, acumulado, semanalmente postergado anhelo: coger. Y entonces, cuando ese viernes, en el colegio, viniste con tu, al parecer, firme decisión, no pude menos que envidiarte. Y allá nos fuimos, Cacho, vos y yo. Nos fuimos a pie, porque el auto lo usaría tu primo, que en realidad era el dueño.


Quedaba en el culo del mundo. Rodríguez arriba, para el lado de la estación. Caminamos en silencio. Si dijimos algo, fue sobre alguna otra cosa que no tenía un carajo que ver con tu próxima responsabilidad. Muertos de frío y con los abrigos húmedos llegamos al quilombo. En realidad, era un bar miserable, medio de ciudad y medio de campo, desierto a esa hora, con una luz como amarilla que producía más sombras que otra cosa. Nos sentamos a una mesa cerca de la puerta y pedimos dos ginebras. ¿Qué otra cosa íbamos a tomar, considerando el lugar y la situación?


Cuando el tipo del boliche vino con las bebidas, le dijiste:


- Quisiera saludar a la señora.


Creéme, Cacho, eso fue lo que dijiste. En serio. Serio. Con la misma cara con que le hubieras dicho mi más sentido pésame. Nunca supe si te habían contado que ese era el santo y seña o si vos solito habías acuñado esa fórmula admirable. La cuestión es que el tipo te relojeó y dijo, también serio, algo así como:


- Enseguida lo va a recibir.


Y se fue para la trastienda.


Al ratito, a tus espaldas, entró al bar una mina grandota, morocha, de pelo largo y, al parecer, áspero. Tendría, que sé yo, la edad de la madre de nuestras hermanitas. Podía ser tía nuestra. Y no te digo madre, porque con la vieja no se jode. Vos no la veías pero nos sonrió con cancha. Le faltaba uno de los dientes de adelante. El agujero era como un enorme lunar, negro como el pecado, en el medio de una sonrisa, amarillenta quizás por influencia de la iluminación del local. La aparición se esfumó, tragada por una de las puertas.


El tipo se acercó a la mesa y, dirigiéndose a vos, dijo:


- La señora lo espera.


Te levantaste y desapareciste vos también por la puerta. Y ahí me quedé, esperando. Como si hubieras ido al baño a mear, mientras tomaba la ginebra con tragos cortitos para que ardiera menos. Traté de imaginarte, acostado con la señora. Se me ocurrían las cosas más boludas. Por ejemplo, si la tratarías de usted o de vos. Si estarían a oscuras o con la luz prendida. Si la mina sería la esposa del tipo del mostrador. Y en eso volviste. Como si vinieras del baño. La ropa ordenadita como cuando entraste, peinadito, al pelo, ningún cambio visible. ¿Te acordás, Cacho? Me dijiste sin vueltas:


-Vamos.Me puse el sobretodo y salimos, callados.


Cuando habíamos dado unos pasos en la vereda, sale el tipo y nos llama:
- ¡Muchachos!


Carajo, Cacho, qué pasa. Esta complicación no estaba en los planes. Nos volvimos gentiles, con nuestra más educada sonrisa.


-¿Qué le pareció la señora?, te preguntó.


-Muy bien, gracias.Eras sensacional, Cacho, para los diálogos.


-Y… las ginebras… ¿a quién tengo que cobrárselas?


Atropelladamente pagamos. Y sin darnos vuelta una sola vez, nos alejamos de Sodoma y Gomorra. Ya era bien de noche. Caminamos como diez cuadras sin abrir la boca. Y te envidiaba, Cacho, como la gran puta.