miércoles, 11 de mayo de 2016

Carola y el Bocha, una historieta de amor

Revolviendo viejos papeles me encuentro con este relato escrito bajo otros cielos, cuando el futuro era aún un sueño a vivir y los años no nos habían enseñado que la vida es esto, hermosos recuerdos que dan luz a un presente que, afortunadamente, no termina de escribirse.


-Pero ¿es que no te das cuenta, pibe, que vos estás enamorado de la mina esa, le dije al Bocha, como a las cuatro de la mañana, un primero de enero, con la voz pastosa y una muy dudosa articulación.
Un primero de enero, repito, para justificar las botellas de vinmo vacías que hacen guardia sobre la mesa del living de casa, mientras un anciano Floreal Ruiz frasea morosamente desde el estereofónico.
Llevamos días hablando.
Y tomando. Ha venido desde Copenhague a pasar las fiestas a Estocolmo. Lo cual es sólo una manera de decir. Porque levamos ya una semana sin salir de Jakobsberg, haciendo diarias visitas, higiénicas diría para acertar con el carácter carcelario que tienen, al almacén de bebidas alcohólicas del pueblo (almacén que, como se sabe, es monopolio del estado sueco y que constituye la única empresa de ventas del mundo cuya finalidad es vender cada año, cada mes, cada semana, cada día, menos que el anterior y que, recurriendo a las modernas técnicas de mercado hace publicidad en contra de los productos que ofrece al consumo. En las vidrieras se pueden ver exhibidos diversos tipos de bebidas alternativas llamadas vinos sin alcohol -como si dijéramos bife de chorizo sin carne- y coloridos avisos alentando al consumidor a evitar la ingestión de los nocivos brebajes que allí se despachan), celebrando nuestro encuentro, recordando una Argentina lejana, en la que todavía vivía Perón y en la que generales de gorra, imbéciles y fanáticos, todavía no estaban lanzados a una matanza ciega y absurda. Y ocurre que este Bocha -que existe, que es real, que cualquiera se lo puede encontrar en una calle de Buenos Aires cualquier atardecer- es el protagonista de una historia de amor que empezó hace años, pero que se catalizó, digamos, cuando yo pronuncié las palabras cabalísticas que dan inicio a este relato.
El Bocha me contaba de su vida en la provincia, en el norte, en una ciudad pequeña y tranquila, con siestas hasta las cinco de la tarde, con noches cálidas, cuando los vecinos sacaban las sillas a la vereda y la cuadra se convertía en un ágora con cielo estrellado para comentar las novedades del día en un español lleno de agudos giros en guaraní. Me contaba de su vida con la Graciela, como intelectual de izquierda en una capital de frontera, del restaurante del padre, de las largas sobremesas con el gobernador y el jefe de la CGT, de las discusiones sobre Bergson y Heidegger con el senador nacional peronista. El Bocha era feliz entre los suyos. Durante el día era el redactor político y de actualidades en el diario local. Por la noche alternaba las amables tertulias con reuniones del sindicato de prensa, del que era secretario general, y del partido, en el que ocupaba el mismo cargo. Las ardorosas polémicas de Buenos Aires le sonaban misteriosas e histérica, obsesiones lejanas que lo tenían sin cuidado.
Porque fue en esos días que aprovechamos la nieve y el frío para pasar revista a nuestros últimos diez años. Y así fue como me contó de su clandestinidad de dos años y su destierro de cuatro, antecedentes estos necesarios para comprender la arquitectura del destino del Bocha.
En el año 75, un coronel a cargo del destacamento militar de la provincia es sorprendido por un ataque terrorista al cuartel, mientras se encontraba disfrutando de las refrescantes bondades de la pileta de natación del casino de oficiales en una provincia vecina. Demás está decir que la lejanía del coronel del lugar de los hechos fue simétrica al furor represivo que dos días después desató sobre el conjunto de los, hasta ese entonces, afables vecinos. Dos inocentes ciudadanos, sin filiación política conocida, totalmente ajenos a la provocación armada, fueron las víctimas de la ira del guerrero. Y el Bocha saca al día siguiente una declaración protestando contra la arbitrariedad represiva. Una declaración redondita, delimitándose del ataque armado, defendiendo el gobierno constitucional, repudiando loa métodos elitistas -como se decía por aquel entonces- pero, claro, defendiendo la vida y la seguridad de los ciudadanos. Y el coronel le chumba los perros. No quiero entrar en los detalles acerca de la cobardía y el cinismo del desprevenido oficial porque, entre otras cosas, el Bocha me ha prometido contarlos él mismo, pero la cuestión es que ese día y de repente cambió su vida tan radicalmente como la del gaucho Cruz aquella noche fatal en los pajonales de la pampa. Un decreto fulminante los pone a él y a su mujer, la Graciela, a disposición del Poder Ejecutivo. El Bocha se zafa y la Graciela va a parar a Villa Devoto, embarazada de cuatro meses. Martín y Cristina, los hijos mayores se quedan con los abuelos. La impotencia bélica del coronel se convierte en omnipotencia burocrática.
El Bocha y la Graciela se vuelven a encontrar dos años después en Copenhaghe, ella “optada”y él, simplemente, escapado, después de haber vivido sin nombre ni domicilio en varias decenas de los cien barrios porteños. Y como ha pasado tantas veces en esta vieja historia de exilios, fugas y arrancamientos que vivimos los latinoamericanos, no se reconocen, sus cuerpos han adquirido huellas que ya no son comunes, la imagen de la memoria ya no coincide con esa máscara nueva y extraña. Han vivido una vida distinta y son distintas las condiciones de su relación. No deciden separarse, me dice el Bocha, sería ridículo.
- Ya lo decidió por nosotros un oscuro y siniestro coronel. Más bien decidimos no volver a juntarnos.
Y así llegamos al momento en que, mientras prepara una pata de cordero al horno, el Bocha la nombra a Carola. Mejor dicho empieza a hablar sobre los hijos de Carola y la importancia que, según él, tuvieron para sobrellevar aquellos dos años de inexistencia.
Diecisiete años tenía Carola cuando se casó. Acababa de salir del Mallincrodt, iba a las misas del padre Mujica, enseñaba en catecismo en no sé qué cotolengo de extramuros y decía “¡Qué bárbaro!”, cuando algún iluminado amigo de su novio le explicaba los ocultos mecanismos de la renta diferencial en la acumulación de excedentes del sector agrario. Sabía hacer petit point, pero no había tenido nunca la oportunidad de ir a la feria a comprar lechuga o batatas. Porque Carola era una bacancita. Su familia se remontaba a los tiempos de Juan de Garay y contaba con ministros, jueces, cancilleres y generales, nutridos durante centurias por la feracidad de las pampas y la virilidad de los toros. Inexperta como pocas en las tristes penurias de los hombres y las mujeres que vivían del otro lado de las avenidas Santa Fe y Pueyrredón -límite catastral para su mundo afectivo- Carola era dulce, alegre y leal. Amaba a su abuela y a su padre y tenía un extraño sentimiento hacia su madre, una severa y enjuta presidenta de varias organizaciones de beneficencia.
A los diecinueve años, Carola tenía dos hijos y su matrimonio destruido. En su departamentito de un ambiente, atiborrado de elegantes regalos de casamiento -entre los que se contaba una bandeja de plata firmada por el presidente militar de la época de su boda-, Pedro, su marido, le confiesa que ha dejado de quererla -Carola nunca supo si a ella o a su matrimonio-, que hay otra mujer, que se va y que, bueno, que lo perdone. Y el mundo de Carola, esa noche, parecía el Palacio de Invierno de Petrogrado después que Antonov-Ovseienko, revólver en mano, interrumpió la bizantina intimidad de los Romanof. Eran alfombras persas pisoteadas por bastas botas de madera, gobelinos colgando desgarrados, porcelanas hechas astillas contra la pared. Un mundo en derrumbe. Una insurrección de la realidad.
El Bocha me cuenta que la encontró a Carola y a los chicos en el garete de sus primeros años de naufragio en Buenos Aires. De inmediato decidió tomar a la familia bajo su protección. Esperaba a los chicos a la salida de la escuela. Los llevaba a pasear. Le bancaba los mambos a Carola cuando los bajones la tiraban a la cama durante dos días seguidos. Pero más me contaba de los pibes. Del petisito que se largó a caminar con él una tarde de primavera bajo la estatua de Rubén Darío. Del mayor, que pretendía jugar al padre y al novio de una Carola que atravesaba el enardecido tirar de chancleta propio de toda recién separada.
En la helada tristeza del invierno boreal el Bocha me contó cómo los pibes de Carola habían llenado el agujero inmenso que le habían dejado los suyos. Les enseñaba malas palabras en guarní. Se quedaba en casa cuando alguno de ellos se enfermaba se alegraba con cada éxito en el jardín de infantes.
La pata de cordero se va asando lentamente, mientras la cocina se llena de un fuerte aroma a ajo. Camina, el Bocha, de un lado al otro y gesticula, se ríe, espanta el recuerdo de una Graciela pariendo a su hijo menor en la enfermería de Devoto, resucita la imagen de un encuentro con sus hijos en un taxi, el agujero en el pecho, cuando los despide en el Aeroparque, hasta quien sabe cuando. Y el refugio en la casa de Carola, el hogar prestado, la mano de Carola en el hombro,
- Un poco de chocolate, loco, si no te morís.
Pero todo su relato no es más que la justificación para introducir a Carola, como una figura secundaria, presentarla, decirle a los espectadores: aquí está, véanla, este personaje me lo guardo para el final, la entrego de a cachitos, van a ver cómo ella sola se hace cargo de la escena cuando menos se lo esperan.
Y cuando ya entramos en el año 82, y los recuerdos de los pibes comienzan a agotarse, irrumpe Carola, con la majestuosidad de una prima donna, cosa que sucede, vuelvo a decir, en el momento en que, gran demiurgo de almas ajenas, le reprocho al Bocha por no advertir su verdadero sentimiento.
Los ojos se te pusieron más saltones que nunca, te quedaste mirando el negro infinito que bostezaba en la ventana y el gallego Floreal Ruiz nos explicaba:
Yo soy aquel muchacho soñador
que hallaste tú, cargado con la anemia
de su vida bohemia de ensueño y de dolor”
con tono compadre y canchereando la voz para que no se noten los años. Sería hacer ejercicio ilegal de la medicina si me pusiera a explicarte las cosas que te pasaron por la cabeza, pero estoy seguro que la viste a Carola, que en la negra pantalla de la ventana, apareció el rostro redondo de Carola, sus ojos grandes y oscuros, sus largas pestañas barriendo el humo del living, que la viste tal como te la habías imaginado en tus sueños, tal como nunca te lo habías permitido antes, como una mujer con la que podías encontrar la ternura que estabas buscando desde el día que el coronel te la expropió. Apagaste el televisor de la ventana, me miraste sonriendo y me dijiste:
- Sabés que tenés razón, flaco, estoy enamorado de Carola. ¡Uy, qué grande, y no me había dado cuenta!
El Bocha le escribe a Carola desde Copenhaghe a los pocos días. El poder ejecutivo le ha levantado la captura. Puede volver cuando quiera, cosa que hará en el término de cinco meses para casarse con ella. A los tres meses no ha recibido ninguna respuesta.
-No ves que soy siempre el mismo boludo, me dice por teléfono. Me largo a la pileta sin preguntar si tiene agua. Me trabajo la croqueta, me engrupo yo solo. Un gil, un gil a cuadros, eso es lo que soy.
Y yo, sintiéndome cómplice de su berretín, le pido paciencia, le explico que son decisiones que no se toman de un día para el otro, y la puteo mentalmente a Carola por su frivolidad y su falta de consideración hacia mi amigo, sin animarme a confesarle la simplista generalización de que las argentinas son todas unas reventadas con las que no podés jugar de blandito.
En el sobre decía bien claro: Tacuarí 578, cuarto piso, Buenos Aires. Si no hubiera sido una declaración de amor, si no se hubiera traado de un documento con el que alguien se jugaba un sueño, una ilusión, una fantasía esperanzada de una noche de copas, la carta hubiera llegado puntualmente a las manos de Carola, con la diligencia de una boleta de la luz. Pero, porque la carta era todo eso para el Bocha, y era para Carola el reencuentro con su mitad perdida, el fin de sus días de desasosiego, soledad y neurosis, la empresa nacional de correos y telecomunicaciones la envió a la provincia de Buenos Aires, a cualquier pueblo que tuviera una calle Tacuarí. El rectángulo de papel recorrió las somnolientas oficinas de Rauch, General Villegas, Cacharí y la travesía podría haberse prolongado durante años.
Alguien se apiadó de nuestros héroes y la remitió por fin al domicilio correcto. Tres meses habían pasado entre la tarde que el Bocha despachó su transatlántica proposición matrimonial y la mañana en que Carola la leyó y, de inmediato, pidió una comunicación de larga distancia a Copenhaghe, Dinamarca.
Te miro, Carola, después de cinco años de ausencia. Seguís teniendo tu casa, algo más grande, atiborrada de regalos de casamiento. Ya no es Floreal Ruiz, como en Jakobsberg, es León Giecco el que desafina. Me estás haciendo un embarullado resumen de estos cinco años de tu vida. Ya no hay más misas del padre Mujica y no catequizás más a niños discapacitados. Tenés un consultorio con diván y foto del tio Sigmund. Seguís diciendo ¡Qué bárbaro! y tus pestañas siguen agitando el rayo de sol que irresistiblemente brilla entre tu sillón y el mío. De pronto, tu voz pronuncia palabras conocidas.
- Pero es que no te das cuenta, pibe, que vos estás enamorado de la mina esa, me decís que te contó el Bocha que le dije, como a las cuatro de la mañana, un primero de enero, con la voz pastosa y una muy dudosa articulación.

Jakobsberg, 1983

lunes, 2 de mayo de 2016

Esteban, el archivero

El día que Esteban Olofsson comenzó a trabajar en la redacción nadie reparó mucho en él. Alguno pensó o quizás llegó a comentar en voz alta y para sí mismo: “Medio raro el pibe nuevo, ¿no?” Pero no pasó de eso.
Esteban había venido a reemplazar al ayudante de archivo, un venerable anciano coleccionista de mariposas que había fallecido con la dignidad de un cardenal: en un hotel alojamiento, a caballo de una joven barragana, una correntina de piel suave y mano maestra. La poca atención que su llegada despertó estaba posiblemente causada por la extendida creencia en la moderada excentricidad de todos y cada uno de los miembros del meticuloso y paciente gremio de los archiveros. Su aspecto exterior tampoco era motivo de curiosidad, a excepción del hecho de que sus ojos celestes aguados no hacían juego con el negro reluciente de su cabello ondeado y de su hirsuta y tupida barba. Su ropa era humilde, pero de atildada prolijidad. No tenía, claro, la elegancia exhibicionista y afectada del jefe de redacción, ni el abandono estudiadamente bohemio y violento del jefe de cultura, pero en descargo de Esteban puede decirse que tampoco tenía la responsabilidad diaria de comer con directores de Relaciones Públicas del primero, ni la obligación nocturna de acostarse con pintoras objetivistas y poetas epilépticos del segundo. Pantalones de franela gris, un poco cortos y demasiado angostos en la bocamanga y un saco de paño verde claro, con solapas finitas y que seguramente venía usando desde hace unos ocho años a esta parte, constituían, junto con una antigua corbata bastante gastada a la altura del nudo, su indumentaria cotidiana. Su tan poco criollo apellido lo había heredado, al igual que los ojos aguachentos, de su padre, un sueco ingeniero y dipsómano, que había llegado al país durante la década del treinta. El cabello negro le venía a Esteban de una maestra jujeña, que alguna vez se había enamorado del castellano ingenuo y champurreado y del título de ingeniero del sueco y que, así, había llegado a ser su madre. Años después de su nacimiento, el ingeniero, obligado a elegir entre la fidelidad a Lucas Bols y a Luisa Cabrera, prefirió los placeres del holandés a los cuidados de su desilusionada esposa. De esa separación, Esteban sólo recordaba las mudanzas frecuentes de su madre y las esporádicas visitas de su lacónico padre.
La primera manifestación de Esteban lofsson que causó cierta impresión fue cuando le explicó a uno de los cadetes que vivía en un cine. Contó que alquilaba una piecita en la parte de atrás de una sala de barrio en Pompeya y que la entrada obligatoria era por la platea. Había que cruar el oscuro galpón y entrar por una puerta al costado del escenario -recuerdo de cuando el local recibía las visitas de las compañías radiales con obras tales como “Cantando amores y penas, ahí va el Tape Lucena” o “Historia de meta y ponga en una pensión mistonga”- y que hoy estaba ocupado por un telón y varias hileras de butacas rotas y en desuso. Confío también que el único problema era el hecho de la ducha, un calefón a alcohol, estaba en la parte de adelante, en el foyer, por así decir, y que a veces resultaba molesto interrumpir a los escasos y somnolientos espectadores para darse un merecido remojón.
Poco tiempo después comenzó a circular el rumor acerca de la memoria prodigiosa de Olofsson. Se comentaba que era capaz de tener archivados en su cabeza los datos más inverosímiles. No faltaron, por supuesto, las comparaciones con el memorioso Funes. Alguien sostuvo que Olofsson le había dicho sin equivocarse la producción anual de tractores en la Unión Soviética entre los años 1930 y 1956. Otro aseguró que el nuevo archivista era capaz de recitar sin el mínimo margen de error la exportación argentina anual de centeno, trigo y maíz y la cantidad de toneladas que cada país cliente había comprado a lo largo de las décadas del 40, del 50 y del 60.
A partir de ese momento comenzaron a hacerse apuestas sobre preguntas imposibles de contestar e, invariablemente, Olofsson evacuaba sin hesitar los interrogantes absurdos e inútiles de los apostadores.
-¿Cuántas toneladas de carne para el consumo entraron en la Capital Federal en 1974?
- 302.182.3 toneladas, distribuidas de la siguiente manera: 204.728,4 toneladas de carne vacuna; 3.781,4 toneladas de ovina y 92.672,5 toneladas de porcina, respondía Olofsson impertérrito. Las estadísticas eran su pasión y a ellas, o mejor dicho a su lectura, dedicaba su tiempo libre.
A raíz de esta faceta de su personalidad sus compañeros comenzaron a interesarse en él y, poco a poco, fueron descubriendo nuevos aspetos que Esteban confiaba con naturalidad. Desde hacía diez años estaba suscripto al Boletín Estadístico Trimestral, que leía con fruición, alegrándose con los aumentos periódicos en la producción de nuevos en la provincia de Entre Ríos y desconsolándose con la caída del tung en Misiones. Las inundaciones y las heladas tardías sumían su espíritu en una honda congoja, solidario con la perspectiva de una disminución en la existencia de vacunos en el partido de Las Flores o en la próxima cosecha papera en la zona de Balcarce. Durante el curso de estas conversaciones fue revelando también su desprecio profundo por el género novelístico y, en general, por cualquier tipo de literatura o, más aún, de expresión artística que no se limitase a la mera y concreta comunicación de datos. Según su propia confesión, el estilo que más le interesaba era el de las tablas ordenadas en rubros y años, seguido por el más pictórico de los diagramas y las curvas y, por último, lo que el mismo llamaba la prosa, o sea la enunciación de corrido de cifras, años, cantidades y porcentajes, sin orden ni tabulación.
Al cine, como espectador, había ido una sola vez en su vida, cuando tenía diecisiete o dieciocho años y, desde entonces, había prescindido sin ningún esfuerzo de invertir el costo de la entrada en un pasatiempo que, según sus propias palabras, “no le reportaba ningún conocimiento ansótico”.
Esta afirmación produjo, como era de esperar, una nueva sorpresa entre los compañeros de Esteban. Y dio lugar al descubrimiento de otra de sus características personales. Esteban Olofsson inventaba palabras, mejor dicho, adjetivos. Pero lo hacía sin caer en cuenta que estaba utilizando vocablos cuyo significado era absolutamente desconocido para el resto de la gente. Y cada vez que alguien le pedía una definición un poco más precisa de lo que realmente quería decir, miraba al confundido interlocutor con un disgustado reproche por la exigüidad de su vocabulario. Así una foto de un general requerida por la página de política podía ser loligante, en cuyo caso debía entenderse que el militar en cuestión había sido inmortalizado en alguna posición o gesto ridículo, en tanto que una instantánea que favorecía el mejor perfil del interesado se convertía, en la adjetivación de Esteban, en un retrato yinsamo.
A eta algura Olofsson se había convertido en tema permanente de conversación para los, entre intrigados y sorprendido, chupatintas del mensuario político y económico Analizado.
La revista atravesaba, entonces, uno de los peores momentos en su accidentada y penosa economía, lo que había tenido como consecuencia una pronunciada disminución en la ya escasa voluntad de trabajo del levemente supernumerario staff. Ello hacía que los ratos de ocio ajedrecístico y de conversación creativa hubieran aumentado sensiblemente. Durante esas interminables pausas las manías de Esteban acicateaban la curiosidad y la vena mordaz de los otros miembros de la redacción.
Fue en esa época que un nueva telefonista se integró a las filas de la revista, donde el número de hombres era inmensamente superior. En realidad, sólo tres chicas integraban el equipo permanente: la cajera, la cronista de modas y la nueva.
Esteban estaba sentado en la pequeña pieza donde funcionaba el bastante extenso archivo fotográfico, ordenando el fichero, como todas las mañanas, cuando la joven entró para saludar y presentarse:
- Hola. Me llamo Marta Gutiérrez y parece que vamos a ser compañeros, dijo con tono simpático y cálido.
Marta tendría alrededor de 25 años, de cabellos castaños y ojos de un marrón ámbar. Vestía como la mayoría de las oficinistas porteñas, con una mezcla de audacia y pudor, y su silueta, si bien agradable, no hubiera desencadenado las miradas turbias de deseo se encendían cuando alguna modelo de moda, tapa de Gente y comensal en los almuerzos de Mirtha, venía a conversar con el jefe de cultura, una vida dedicada a imitar a Norman Mailer.
Cuando la joven siguió su recorrida de presentación, Esteban salió de su jaula de vidrio y, dirigiéndose al escritorio más cercano, exclamó, con los ojos más fluviales que nunca:
- ¡Es impepinable!
Y volvió a sus fotos y fichas.
A partir de esas palabras misteriosas, comenzó a expresarse otro de los extraños rasgos de la personalidad de Esteban Olofsson.
Como en todas las redacciones del mundo o como en todos los lugares de trabajo del mundo, los periodistas de Analizado habían llenado las paredes de la oficina con recortes, títulos, fotos, afiches y ocurrencias del más variado tipo y gusto. Y como en todas partes donde el personal es predominantemente masculino había una gran profusión de fotos de mujeres bellas, vestidas y semivestidas, pero aún las más audaces hubieran pasado holgadamente los estrechos marcos de la censura criolla. Desde una perspectiva también varonil, podía decirse que eran elegantes y de buen gusto, aún cuando solían provocar un ácido comentario, en todo irónico, de la cajera, una estudiante de Ciencias Económicas, recientemente iluminada por la onda del feminismo.
De acuerdo a sus gustos, Esteban hasta ese momento había pegado algunos recortes de La Razón que daban cuenta de algunas cosechas récord de manzanas en Río Negro, de la zafra tucumana y de transistores en Japón. Pero a partir de la llegada de Marta Gutiérrez, el decorado de su oficina comenzó a sufrir transformaciones importantes. Primero pegó unas cinco o seis fotos de muchachas en traje de baño tomadas de viejos almanaques de la década del cuarenta. Los colores estridentes de las ilustraciones ponían algo de alegría a la gris atmósfera del archivo. Pero esta novedad pasó casi desapercibida para el resto del personal.
Después agregó a la decoración otra serie de mujeres, también de la misma época, a juzgar por los peinados. Pero estas ya estaban completamente desnudas, aunque en posiciones reposadas y discretas. El cambio fue observado ya por alguno de los redactores quien, con un chiste, comentó el hecho con el propio Esteban.
A los pocos días ya nadie pudo evitar la sorpresa, pues al entrar al cubículo de Oloffson, cada periodista era asaltado por un abigarrado mosaico de pechos, piernas, caderas, brazos y provocativas sonrisas femeninas, que, desde las dos paredes sin estantería, se abalanzaba sobre el visitante. No había un milímetro de revoque que no estuviera cubierto por una turgencia impresa en papel ilustración. Incluso el techo era una especie de Juicio Final de nalgas, muslos, cinturas y pubis de mujer en las más distintas posiciones, de pie, acostadas, sentadas, de frente, de costado, de atrás, haciendo gimnasia, bañándose, desayunando, en posturas yogas, rezando, sentadas en el inodoro, depilándose las axilas, andando a caballo y hasta confesándose en una iglesia.
También la conducta de Esteban Olofsson había cambiado. Más silencios y concentrado que habitualmente, se pasaba horas sentado junto al conmutador donde Marta Gutiérrez trabajaba,mientras rebuscaba eternamente en uno de los cajones con fotos y recortes.
Todos comprendieron que Olofsson estaba enamorado de la simpática, aunque seria, telefonista Marta Gutiérrez.
Poco a poco, el archivista no se limitó al reducido espacio de su oficina. Comenzó a pegar fotos sacadas de revistas francesas y alemanas en todas las paredes de la redacción. Y cada vez sus temas eran más audaces. Y la actitud de sus mujeres más desvergonzadas.
A los quince días de haber comenzado con esta insólita declaración de sentimientos, apareció na pequeña foto pegada al lado del conmutador. Representaba a un niño de unos seis o siete años y estaba tomada en algún lugar de veraneo de las sierras de Córdoba. Era un chiquito de pelo renegrido que miraba tímidamente a la cámara y no sabía que hacer con las manos. Al día siguiente apareció otra foto debajo de la primera. Ahora era un joven de unos dieciocho años, que tenía la misma mirada incolora de Esteban y a su lado una adolescente con el uniforme de una escuela de monjas. Ninguno de los dos sonreía. No tardó en aparecer una tercera fotografía, esta vez de un conscripto en una plaza, serio también y con los mismos ojos blancos de las estatuas.
Sin que nadie lo pudiera evitar la oficina central de la redacción se convirtió en el curso de unos pocos días en una galería pornográfica, donde no se podía reposar la vista sin que el distraído periodista se convirtiera en testigo de un coito anal, una escena de bestialismo o, simplemente, una masturbación femenina. Mientras tanto, Esteban se había vuelto tan callado e inaccesible que ninguno de sus compañeros se animaba a interrumpir su afiebrado romance.
Un día, durante el curso de este empapelamiento desenfrenado, Marta Gutiérrez, que hasta entonces era perfectamente ignorante las pretensiones románticas de Esteban y simulaba ignorar lo que las paredes gritaban,entregó a todo el personal de la redacción un sobre blanco dentro del cual una tarjeta de cartulina expresaba con delicada letra inglesa:
María Gutiérrez
Participa a Ud. de su matrimonio
con el contador público nacional
Norberto Rasso. La ceremonia religiosa
tendrá lugar el de agosto de 197 ,
en la iglesia de San Pedro Armengol,
Gerli, Lanús.
Los novios saludarán en el atrio.
Todos miraron hacia la oficina del archivo. Esteban Olofsson, con los ojos más inexpresivos que nunca, miraba hacia un horizonte inexistente, con la tarjeta entre las manos. Nadie se animó a conversar con él sobre el anuncia y él se mantuvo silencioso durante el resto de la tarde.
A la mañana siguiente, cuando uno de los cadetes llegó a la redacción encontró que las paredes estaban ennegrecidas y que un picante olor a papel y tinta quemados hacía el lugar virtualmente irrespirable. Alguien, durante la noche había prendido fuego a todas las fotos que ilustraban las paredes de la oficina central y del archivo. Nada de la revista se había estropeado, al margen del feo color que mostraban las paredes. Lo que hasta el día anterior había sido una bacanal gráfica se había convertido en un grueso hollín que se disolvía al más leve roce.
Esteban Olofsson nunca más volvió a la redacción. Y nadie se preocupó demasiado en denunciar lo ocurrido. Sobre el tablero del conmutador había dejado una foto 4x4 de él mismo. Una leve sonrisa se le entreveía debajo de la áspera barba.
Jakobsberg, 1980.