jueves, 30 de agosto de 2007

Los milongueros


Los milongueros

Son todos setentones. A todos les cubre la cabeza el zorro plateado. El de algunos de ellos, además, está quedando pelado. Blanco y pelado. Quien más, quien menos tiene una pancita hecha a base de mucho vino tinto e infinitas empanadas.

Alguno, como Daniel García, el “Flaco Dani”, conserva la silueta de sus años mozos, luce sacos y trajes de gran corte y se da el lujo de peinarse, a lo Cary Grant, una cabellera que la tintura hace rubiona, pero que conserva íntegra y saludable.

Otro, como Julio, un elegante y señorial anciano con pinta de abogado radical, ha perdido el pelo que se ha encanecido junto con el bigote, pero no ha permitido que la gula se lleve la prestancia. Sus oscuros trajes cruzados, su camisa blanca sin una arruga, su sobria corbata, parecen adaptarse como una piel a su reservada elegancia.

Está Tito Roca, eternamente joven, aunque de anteojos y una incipiente calvicie, cantor de fiestas y cumpleaños de amigos.

También integra la fila un hombre que se parece a Jack Palance en su vejez. Vivió gran parte de su vida en el Dock Sur, conoce todos los oficios de la vida rea, estuvo a bordo como marinero mercante, cuenta historias increíbles sobre su paso por Ciudad del Cabo, Bangkok y Hong Kong. Su sobrenombre es El Tigre y nadie conoce su nombre verdadero. A mí me lo dijo una noche. Pero no soy ningún buchón.

También el Teté Rusconi está en la fila. Disfruta orgullosamente de su panza y sobrelleva con estoicismo su disnea. No le preocupa la elegancia cajetilla y cuentan que deslumbró a Pina Bausch que lo lleva a Kuppertal para que comparta el secreto de sus giros en la pista con los bailarines de su compañía.

Y hay varios más. Los ha llamado a la pista de Porteño y Bailarín, la milonga céntrica de los martes, otro hombre como ellos. Es de mediana estatura. Con unos pocos kilos demás luce un traje de fino tropical azul noche. Camisa blanca y corbata de seda completan un atuendo al que no le falta una elegante traba de oro en la corbata, puesta exactamente a la altura del botón del centro de la chaqueta, el que se prende, para que no se vea sino un fugaz brillo, cuando la lleva cerrada. El zarzo en la mano izquierda forma parte de su linda pinta de muchacho de barrio que se fue para el centro. Es cuando habla que aparece “algo en vos que grita Chiclana”. Los giros de su conversación se remontan a suburbios de la década del cincuenta, a un modo entre respetuoso y plebeyo que revela su origen. Se llama Ricardo Maceiras y en la milonga se lo conoce como el Pibe Sarandí.

La noche de hoy es en su homenaje y él ha preferido compartirlo con los amigos que desde la adolescencia lo acompañan en las noches porteñas. Los ha ido llamando uno a uno.

Todos ellos llevan en sus rostros las huellas de una vida en la que han sobrado las experiencias. Puestos ahí, en fila, mirando al público, se asemejan más a una rueda de reconocimiento en sede policial que a un grupo de homenajeados. Dan la impresión que esa noche, por alguna razón burocrática, el comisario de la seccional dio la consabida orden: “Detengan a los sospechosos de siempre”.

Son los milongueros


Nacieron en los barrios suburbanos de una Buenos Aires mucho más estirada y pagada de sí misma que la de hoy, justamente devaluada por piqueteros, cartoneros y descamisados de toda índole. Son de la época cuando venir al centro significaba poder ponerse un traje y un sombrero, una camisa que no tuviera los puños deshilachados, una corbata decente y un par de tarros rigurosamente lustrados.

A los trece años, cuando el rito de iniciación viril de entonces, “ponerse los largos”, los convertía en aprendices de hombres, los amigos mayores los llevaban a la milonga.

No había en esa época clases de tango en algún Centro Cultural. La idea misma del centro cultural les hubiera resultado maricona.

Iban a lugares que se llamaban Rincón de Luna, Mi Ranchito o el Palmereñito, donde dos por tres caía la cana en un procedimiento de rutina.

Si vivían en el Dock Sur acudían al Salón Social Yugoslavo o al Salón Caboverdiano, el de los pocos negros que quedaron después que la guerra de la Independencia, la del Paraguay y la fiebre amarilla terminaron de llevarse a los que trabajaban en las casas de familia.

Y ahí, a los trece o catorce años tenían que mirar a los que bailaban para descubrir el arcano de esa danza cuyo dominio les prometía el dominio del mundo. Después, en el barrio, con los muchachos de la esquina practicaban. Los primerizos hacían de mujer y los mayores intentaban nuevos pasos, giros y dibujos.

Cuando a los veinte obtenían la inmensa libreta de enrolamiento, la papeleta como la llamaban los viejos que todavía recordaban las elecciones a punta de pistola en el atrio de una iglesia, aquel mamotreto marrón que contenía, además de los datos personales del portador, los símbolos patrios y la versión completa del Himno Nacional Argentino, obtenían un nuevo símbolo de su reciente estado: la llave de la puerta de casa y, con ella, el derecho a volver a la hora que quisieran.

Entonces, los sábados, con los pantalones bien planchados, se mandaban hasta los Bomberos Voluntarios de Echenagucía, milonga debute, donde se cuidaban de no mostrar la hilacha.
A los veinte ya habían aprendido a bailar. Entonces el mundo se les abría a las famosas milongas del centro, donde había minas que tenían su propio departamento. El sueño de pasar la noche con alguna de aquellas rubias, soñadas mil noches en la pieza del convoy, solía realizarse de cuando en cuando, como premio a su pinta juvenil y al arte increíble de sus pies.

Son los milongueros

Una madrugada decidieron que esa sería su vida. Toda otra aspiración humana, toda otra forma de realización se había consumido porque lo único que los mantenía vivos era ese insomnio bailado noche tras noche. Siempre habría algún trabajito para pucherear. Si era dentro de la ley, no digo mejor, pero, por lo menos, más tranquilo.

Y se hicieron adultos siguiendo a Di Sarli, a Caló, a D’Arienzo o a Pugliese. Y todos ellos se hicieron feligreses de un Buda alcohólico y bueno, Pichuco, el ejemplo de la amistad nocturna, de la hermandad del whiski y un poco de aquella cocaína de entonces, sin cortes ni pasta base.
Un día o, como dijo el Pibe Sarandí, un año, 1955, ese mundo desapareció. No el del whiski, la blanca y la mala vida. Ese siguió y creció. El mundo del tango, de las grandes orquestas, de las milongas de barrio y de los grandes salones del centro comenzaba a morirse junto con la Ciudad Infantil, el Pulqui y los Planes Quinquenales.

Son los milongueros


Cuando las grandes grabadoras comenzaron a llenar los surcos de los 33 y los 45 con material norteamericano, el tango inició su retirada. Se refugió en oscuros clubes barriales, en sótanos mal ventilados. Las orquestas fueron reemplazadas por grabaciones de aquellos éxitos populares. Y ahí estaban estos juramentados que ya nada podían hacer sino seguir bailando, noche tras noche, cada vez menos y, como siempre ocurre en la entropía, cada vez más cerrados sobre sí mismos.
Pero no aflojaron. Ninguna otra preocupación fue más importante para ellos que continuar ese culto al que fueron introducidos en su pubertad, como a un Jehová de suburbio. Sobrevivieron con laburos de mala muerte. Alguno de ellos seguramente tocó el piano en alguna comisaría, o se pasó unos meses con la comida pagada por el Estado.

Leyendo la historia me he encontrado, en la Francia de 1830, en la Italia de 1870, en la Alemania de la misma época y hasta en la Argentina de 1945, con personajes que habían tenido una destacada actuación veinte o treinta años atrás. Y que la bajamar de la historia los había mantenido ocultos, lejos de los primeros planos, hasta que un despertar popular, un levantamiento, una revolución los saca de la oscuridad y el anonimato.

Algo así les pasó a los milongueros


Refugiados en su fervor tanguero, marginados de los grandes medios, de los grandes salones y hasta de su propio barrio, aguantaron la mala racha. Continuaron bailando con las mismas viejas amigas los mismos viejos tangos de sus años mozos.
Y un día se abrieron, milagrosamente, las puertas del cielo.

Empezaron a encontrarse con pibes jóvenes que querían saber el secreto. Alguno viajó a París o a Nueva York. Y con tenacidad descubrió que la tradición de esa música, la más universal que creamos los argentinos, no había muerto. Que había gringas y gringos –los argentinos llamamos de esa manera a todos los que no son argentinos, como los griegos llamaban bárbaros a quienes no habían nacido en Hellas- que querían conocer esa danza, una de las últimas en las que el contacto físico entre un hombre y una mujer era la base de una acuerdo de tres minutos.

Los milongueros habían mantenido encendido el fuego de los dioses durante veinte o treinta años. El mundo y hasta su propio barrio quería bailar esa danza de la que todos volvían a hablar. Los bailarines de Rincón de Luna y Mi Ranchito estaban allí para que el mundo bailase al compás de viejas orquestas, de gastados discos de pasta que sólo existían en las colecciones de algunos maniáticos.

Estos hombres que están en la pista de Porteño y Bailarín, convocados por el Pibe Sarandí, son algunos de los que permitieron que el mundo vuelva a bailar el tango, que una nueva generación de bailarines milongueros haya cruzado sus saberes con la técnica de la danza académica y hoy se baile en Argentina y en el mundo el mejor tango de todos los tiempos.

Son setentones que viajan a Europa y a Estados Unidos. Nunca apostaron a ganar y hoy cobran en dólares y en euros. Sus nombres circulan en la internet y la vida les ha dado un changüí que nunca pidieron.

Ahí, en fila, representando a todos sus pares, reyes de la milonga, aplaudidos por muchachas de todas las latitudes, con esas caras de haber conocido todo, los milongueros son el desafío al olvido y la muerte.

Buenos Aires, 30 de agosto de 2007

domingo, 5 de agosto de 2007

El día que Josephine Baker suspiró por un argentino


El irish-argie Luis Alberto Murray fue un peronista, católico de firmes convicciones, con importantes incrustaciones anarquistas, admirador de León Trotsky y de Gilbert Keith Chesterton, poeta y cuentista, gran amigo de la Izquierda Nacional y un extraordinario bebedor de Old Smuggler.

Su relación con la Izquierda Nacional viene de su entrañable y nunca quebrantada amistad con Jorge Abelardo Ramos. En plena Década Infame, alrededor del año 33 o 34, se produjo una huelga de estudiantes secundarios. El pelirrojo Abelardo Ramos y el castaño claro Luis Alberto Murray, de marítimos ojos celestes, eran militantes ácratas, lectores de Eliseo Reclus y Rafael Barret. Ambos fueron expulsados del colegio al que concurrían y forjaron una amistad que duró hasta la partida del último en irse, Luis Alberto. Era imposible, so riesgo de una serie pelea a trompada limpia, hacer el más mínimo comentario crítico a Ramos en presencia de Murray. Algo parecido a lo que todavía hoy ocurre con Alberto Methol Ferré. Una amistad de acero basada en la admiración y en una profunda complicidad intelectual.

Fue por su amistad con Ramos que Luis Alberto llegó a ser Secretario de Redacción del periódico -una sábana que salía semanalmente- Política que Ramos publicó a principios de la década del 60.

Extraordinario periodista, escribió deliciosas notas históricas en la época en que Clarín era todavía un diario donde se podían apreciar buenas plumas, con buena cultura y una cierta inteligencia, dónde todavía no existían los egresados de las facultades de comunicación social incapaces de escribir una gacetilla o ignorantes de lo que no salga en CQC.

Tengo la sensación de que lo que voy a escribir a continuación ya lo he contado antes. Pero frente a la duda prefiero reiterarme.

Un día, en el living de su departamente en Catalinas Sur, Jorge Enea Spilimbergo me contó la leyenda que circulaba alrededor de Murray y a cuya verosimilitud aquél le ponía muchas fichas.

Luis Alberto Murray era en los años cincuenta un tipo de unos treinta y pico de años notablemente agraciado. Sus ojos, su mandíbula cuadrada -de la que ignoro sus virtudes erógenas, pero que, según todos los indicios, tiene un enorme atractivo sobre las damas-, su fina y recta nariz, su delgada elegancia, causaban estragos en el otro sexo y era motivo de constantes satisfacciones y húmedos pecados que sólo Dios sabe cómo pesaban en su irlandesa alma , siempre dispuesta a la confesión, el arrepentimiento y el propósito de enmienda.

En aquella época, y como producto de la contraofensiva política lanzada por el gobierno peronista contra la administración norteamericana, llegó al país como invitada oficial, al modo como Sean Penn acaba de ser recibido en Venezuela, la legendaria bailarina Josephine Baker. Ya había estado en Buenos Aires, a fines de la década del veinte, cuando el gobierno del presidente Yrigoyen, en medio de la campaña oligárquica que terminaría en el golpe del 30 de setiembre, prohibió que bailara, como solía hacerlo, con sus senos al aire. En su compañía de entonces no figuraba aún un hombrecito moreno, nacido en el Chaco, de madre indígena, y que la seduciría, unos años después, con el arte deslumbrante de sus dedos sobre las cuerdas de la guitarra y quién sabe sobre dónde más: el maravilloso Oscar Alemán.

Pero la Venus de Ebano no era ya, en los 50, “una diva del jazz europeo, con atávico síncopa de gene afro, que había tatuado pupilas con su cuerpo tallado en temblor de quásar y fibra de ónix”, como, con chirriante mal gusto, la describe un ignoto biógrafo. No era ya la veinteañera cimbreante, de grupas sobrenaturales, que con una faldita hecha con bananas, sacudía sus caderas en los grandes cabarets del mundo. La Baker era entonces una bella cuarentona, cuidada, sonriente y elegante. Tenía tan sólo unos kilitos más que cuando los grandes hoteles norteamericanos le cerraron sus escenarios por la supuesta promiscuidad de sus espectáculos. Ya había vuelto a Francia y adoptado la ciudadanía francesa. Ya se había convertido en heroína militar de su país de adopción, por su valiente participación en la Resistencia y su grado de teniente auxiliar de la Aviación Francesa. Ya podía, si lo deseaba, cubrir sus generosos pechos con la Legíon de Honor y la Medalla de la Resistencia recibidas al terminar la guerra.

Josephine Baker era en ese momento una luchadora contra la discriminación racial en su país y contra la pobreza. Había comenzado a adoptar niños desamparados de todas partes del mundo y lo hacía como parte de una campaña política por denunciar la miseria en que la plutocracia dominante en su país, EE.UU., imponía, no sólo en el resto del mundo, sino sobre su propia sociedad. Desde los EE.UU. la diva negra había proclamado su solidaridad con el gobierno peronista y había agradecido la ayuda que Eva Perón había enviado a los pobres de New York.

La Baker se alojaba en el Hotel Plaza.

Hacia allí marchó el periodista Luis Alberto Murray a cumplir con la misión que le había impuesto su jefe, en la agencia oficial de noticias: entrevistar a la visitante.

El reportero realiza su labor y vuelve a la redacción. Al llegar, el jefe lo llama a su oficina.

- ¿Qué paso?, ¿qué le hiciste a la negra?, le pregunta a boca de jarro.

El periodista no sabe de qué le están hablando.

-Nada, murmura.

- Acaba de llamar y pidió que le enviaramos nuevamente al reportero al hotel porque lo quiere conocer y charlar con él.

Y así fue, me contó aquel día Spilimbergo, que Murray volvió al Plaza y Josephine Baker pudo conocerlo como se debe.

Unos años después me invitaron al cumpleaños de Saúl Ubaldini, en la Federación de Cerveceros, en la calle Humahuaca. Allí me lo encontré a Luis Alberto y me senté a su lado durante la cena. Al terminar, sería la medianoche o la una de la mañana, salimos juntos y fuimos a tomar una copa a Las Violetas, antes de su reapertura. Obviamente no fue una copa sino una interminable serie de Old Smuggler que finalizó, ya de día, cuando cambió el turno de los mozos, y los dos, con paso inseguro, nos retiramos del lugar. Aquella noche, gracias a la confianza que genera saber que tanto uno como el interlocutor están completamente ebrios, le pregunté si la leyenda era cierta.

- Esas cosas hay que mantenerlas en la leyenda, me dijo. No deben ser ni desmentidas ni confirmadas.

La Baker, nacida Mc Donald y cuyo padre había vinculado sus genes con la verde Erin, seguramente se llevó a la tumba un buen recuerdo de dos argentinos tan distintos como fueron el negrito Alemán y el rubito Murray.

A la señora le gustaban los chicos de todas las razas.


Buenos Aires, 5 de agosto de 2007.