lunes, 11 de junio de 2018

Lenin, Suiza, un “chalet” en la montaña y un vino del Rin





Después del congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, del año 1903, llevado a cabo en una iglesia de Londres -y en el cual se crearon las dos grandes fracciones conocidas por la historia como bolcheviques y mencheviques-, el abogado ruso Vladimir Ulianov, conocido por sus seguidores como Lenin, un “nom de guerre” derivado del río Lena que atraviesa San Petersburgo, encaminó sus pasos, en compañía de Esperanza, su mujer, a Suiza. Las arduas y enojosas discusiones del congreso, cuya preparación había llevado más de un año, lo habían agotado y decidió tomarse un descanso en Suiza, en la región cercana a Ginebra.
Recordaba esto cuando en la tarde de hoy nuestro generoso amigo Bruno, un geógrafo con una larga experiencia de trabajo social en América Latina, nos llevó a conocer su “chalet” en lo alto de una de las montañas que rodean el hermoso valle de Charmey.
Comenzamos a ascender en su auto mientras nos alejábamos algo de la aldea de Charmey. La conversación giró alrededor de la “edad de oro del queso”, cuando la región de Gruyere se convirtió en la principal exportadora de quesos del mundo. Era el siglo XVII y los campesinos de las laderas de los Alpes franco-suizos, con sus vacas friburguesas, fueron descubiertos por las cortes de toda Europa por el sabor y la calidad de sus quesos. La región había encontrado una “comodity” que enriqueció a esos campesinos y a sus afamadas queserías. Los pastos de las laderas alpinas daban a sus productos un sabor irremplazable. De todo eso veníamos conversando cómodamente instalados en su auto, cuando nos avisó que aquí terminaba el camino y que a partir de ese momento deberíamos seguir caminando, dando la vuelta de todo un cerro, hasta llegar a su chalet.
Era como si estuviéramos en medio de la filmación de Heidi o de La Novicia Rebelde, pero sin actores ni equipo de filmación. Altos pastizales, florcitas silvestres, onduladas laderas de verdes cerros que tendríamos que subir a pie, chapoteando un poco sobre un suelo que rezumaba agua, ya que me olvidé de mencionar que aquí, en verano, llueve casi todos los días. Ok, pensé, si Lenin lo había hecho, ¿por qué no intentarlo? Al fin y al cabo no era de las cosas más difíciles que Lenin había hecho.
Y allá nos dirigimos. Subimos y subimos durante unos quince minutos, hasta llegar a un bosque de coníferas, umbrío y húmedo. Los rayos del sol se filtraban por entre las altas copas de los árboles y el estrecho sendero a veces casi desaparecía al borde de una profunda quebrada boscosa. Por un momento, recordé nuestras infantiles aventuras en el Parque Independencia de Tandil. Ese bosque alpino tenía un cierto olor a aquellas módicas ascenciones, pero como con una producción multimillonaria, pensaba, mientras intentaba con dificultad recuperar el aliento.

Por fin salimos del bosque y desde allí pudimos ver, a unos cien metros, el “chalet”. Una construcción en piedra y madera, con techo a dos aguas, construido con pequeñas piezas de madera que, a modo de escamas, permiten que se escurran las frecuentes lluvias, había sido anteriormente establo de vacas. En esta región, la Gruyere, el centro mundial del queso, se practica aún el secular sistema de pastura, por la cual, durante el invierno los animales viven en establos alimentados a forraje, hecho con las pasturas del lugar, y en verano el rebaño de vacas emigra hacia la altura - “l'alpage” se llama la operación- a comer los pastos frescos, mientras los pastos de abajo son cortados y guardados para ser usados en el invierno. Todo ese sistema se denomina la “poya”, igual que el cuadro que adorna cada frente de un chalet de la región, ilustrando el ascenso de las vacas hacia la altura. Cosas que me contó mi amigo Bruno, que también es un defensor de todas estas costumbres tradicionales.
El campesino, hace unos años, decidió desprenderse de ese establo y, previa desafectación como propiedad agraria, se lo vendió a mi amigo. Lo de la desafectación también vale la pena de contar. En esta región de Gruyere, en el Cantón de Friburgo, la propiedad inmobiliaria agraria no puede cambiar de finalidad. Es decir, no se pueden vender casas y tierras dedicadas a la agricultura y a la ganadería lechera para hacer casas de fin de semana o, ni siquiera, para residencia. Además de evitar la especulación sobre la tierra, la legislación tiene como finalidad mantener la producción agraria, evitar tanto el abandono de las actividades campesinas tradicionales, como la sobreexplotación turística. Es decir, todo bien con el paisaje, pero, como solía decir Spilimbergo, primero los dientes, después los parientes.
Por lo tanto, si alguien quiere vender algún pedazo de su propiedad, debe justificar que no le resulta economicamente útil su conservación y, luego, desafectarla como propiedad agraria, para poder ser utilizada simplemente como residencia, sin finalidad económica.
Llegamos por fin al “chalet”, el paraíso que Bruno se ha prometido cuando se jubile. Sus paredes de roca tienen unos cuarenta centímetros de espesor, recibe electricidad de una placa solar y es muy amplio, con una cocina económica a leña, otra estufa también a leña y amplios espacios que aún no ha logrado terminar de arreglar, pero que convertirán al “chalet” en una magnífica vivienda de unos doscientos metros cubiertos y con una vista sobre todo el valle de Charmey que corta el aliento.
Por primera vez en mi vida tuve el placer de cocinar en una cocina a leña. Un risotto con hongos fue el menú que habíamos previamente elegido, que acompañamos con un vino rosado del Rin que Bruno guardaba en la sombra y el fresco de la casa.
Bien, hasta aquí, la historia que comenzó con un recuerdo de Lenin paseando con Nadezhda por las cercanías de Ginebra y terminó escanciando un espumante fresco y burbujeante a más de mil metros de altura, mientras la lluvia cubría toda la región.
Como ven, Suiza no es tan solo el lugar de las cuentas secretas. Es también el lugar de mis cuentos públicos.
Charmey, 11 de junio de 2018

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