sábado, 23 de junio de 2018

Europa en ómnibus: de inmigrantes y policías

Viajamos desde París a Estocolmo en ómnibus. Fue una interesante y muy cansadora experiencia. Treinta y seis horas en un ómnibus de asientos bastante incómodos, un recambio en la ciudad de Colonia con una hora de espera a las seis y media de la mañana fue, insisto, una cansadora experiencia.
El primer dato a consignar es que el ómnibus, la opción más barata de viajar en Europa, es, por ello, la opción preferida por inmigrantes de todas las regiones del mundo y muchos estudiantes en plan aventura. Esto implica algo que para mí era desconocido. No existen en Europa las terminales de ómnibus, con el criterio con que existen en Argentina, es decir, un edificio construído con tal objetivo, con negocios de comidas, kioskos de diarios, revistas, libros y golosinas, baños, cajeros automáticos, salas de espera amuebladas para ello, etc. No, en Europa no se consigue, como decía aquel viejo chiste de la televisión.
Por empezar, la llamada estación terminal de Bercy, en Paris, no es otra cosa que un infecto y mal ventilado subsuelo, con dos pequeños baños en condiciones que avergozarían a un baño público de Benarés en la India, sin negocios ni kioskos, ubicada en el costado más plebeyo y menos refinado de la ciudad, junto a unos descuidados jardines que rodean el nuevo edificio de la Cinemateca Nacional. Está ubicada y enfrente, del otro lado del río, de los tremendos y feos edificios de la nueva Biblioteca Nacional François Miterrand y unidas ambas márgenes por un puente peatonal de madera bautizado Simone de Beauvoir.
Ok, todo esto es pura información de guía turístico. Lo importante es que esa estación terminal estaba llena de hombres y mujeres asiáticos, africanos, de Medio Oriente, de India y, en nuestro caso, de América Latina. Sólo había unos pocos chicos y chicas franceses con sus mochilas y algunos norteamericanos blancos y rubios. Esa conformación étnica o antropológica sería una constante durante todo el viaje.
Pese a todo el viaje fue por demás interesante ya que atravesamos Bélgica, entramos en Bruselas, seguimos por Lieja, cruzamos la frontera alemana y entramos en Aachen (llamada Aquisgrán por los latinos), la ciudad predilecta de Carlomagno, y Kerpen, antes de llegar a Köln, o Colonia. Cruzamos el Rin.
El aeropuerto de Köln es muy grande ya que durante los años que existió la República Federal de Alemania, separada de la República Popular de Alemania, entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro, Bonn, una pequeña aldea vecina a Köln, fue la capital de la también llamada Alemania Occidental. Es más, el aeropuerto fue bautizado Konrad Adenauer, en homenaje al canciller demócrata cristiano, creador de la Alemania Occidental y la Europa de posguerra e hijo de la ciudad de Köln. Disculpen, sigo escribiendo como un vulgar guía turístico.
Ahí, en el aeropuerto de Köln, cambiamos de ómnibus. A las siete y media de la mañana del día siguiente a nuestra salida de París, iniciamos la última etapa del viaje hacia la ciudad que hizo morir de frío a Descartes. Dusseldorf, Dortmund, Hannover fueron las ciudades que atravesamos antes de que el cruce del Elba nos anunciara que entraríamos en Hamburgo, la capital de la Liga Hanseática.
En una de las ciudades donde el ómnibus paraba, posiblemente en Essen -estamos hablando de la legendaria cuenca del Ruhr, el corazón industrial histórico de Alemana y el núcleo central de su poderío económico-, subió una pareja de ancianos vestidos con típicas ropas campesinas turcas o, posiblemente, kurdas. Amplias babuchas, tocado tipo árabe en la cabeza, grandes mostachos completamente blancos, el hombre, y una pollera en una tela pesada verde oscuro y brilante, y un pañuelo negro cubriendo su cabeza, la mujer. No hablaban ningún otro idioma que el propio. La mujer conversaba a menudo por su celular con, supongo por el sonido y los gestos, alguna de sus hijas o hijos, mientras el hombre con la rigidez de un príncipe casi no emitía palabra alguna.
El viaje continuó durante horas. Cruzamos el Elba y llegamos a Hamburgo. Seguimos rumbo al norte. Atravesamos el túnel de cuatro kilómetros bajo el mar que une al continente con la isla Fehmarn, isla alemana perteneciente al estado de Schleswig-Holstein. Me recuerdo que la región pertenecía a Dinamarca, y era motivo de un secular conflicto entre la monarquía danesa y las distintas casas alemanas, hasta que la revolución de 1848 logró generar un gran sentimiento hacia la unificación alemana. Finalmente, el gran Canciller, Otto Bismarck, entró en guerra con Dinamarca y Alemania sumó definitivamente esta región. Justamente ahí, en un lugar llamado Puttgarden, entramos en un ferry para atravesar el brazo de mar, conocido como Fehmarnbelt, que separa al continente de la isla, o grupo de islas, donde está situada Copenhague.
El ferry es una especie de gran buquebus, con confiterías, free shop y cubiertas para admirar el mar Báltico. Es un viaje de unos cuarenta minutos y en el gigantesco transbordador entra un tren. Volvimos a nuestro ómnibus y rápidamente salimos del ferry. La distribución para la entrada y salida de los vehículos está prodigiosamente concebida y se produce en muy pocos minutos. Salimos unos cientos de metros de la zona portuaria y llegamos a un puesto de aduana y migraciones de la policía danesa. Subió al ómnibus una rubia de uniforme, un poco gordita, que comenzó a pedir, con cordialidad los pasaportes. Los miraba, se fijaba básicamente en la fecha de validez del mismo y los devolvía. Pero, al llegar a la anciana kurda, vuelve a mirar el pasaporte y le dice, en inglés:
– Su pasaporte está vencido.
La mujer comienza a hablar en voz bastante alta, en su propio idioma, que, por supuesto, la mujer policía no entiende. Se acerca una joven, con aspecto de venir de la misma zona que la anciana, y le traduce lo que le dice la policía.
La mujer sube la voz aún más. El rostro de la mujer policía pierde la cordialidad que tenía hasta ese momento y con tono firme y siempre en inglés le ordena:
– Va a tener que bajar. Come on!
La anciana habla aún más alto. La joven que se había acercado a traducir no sabe muy bien qué hacer. Otro muchacho, con aspecto mesooriental se acerca. Trata de hablar con la mujer en un idioma que, al parecer no es exactamente el mismo en el que ésta se expresa. De pronto, nadie más habla el idioma de la anciana, mientras que la mujer policía insiste en tono seco:
– Bajé del ómnibus y acompañeme. Este pasaporte está vencido.
El anciano no sabe qué hacer. Mira la escena con desconcierto e intenta farfullar algunas palabras con la mujer. Gritando la anciana kurda baja del ómnibus, mientras la mujer policía la acompaña. En ningún momento, hay que decirlo, la policía danesa tocó o intento forzar a la mujer. Se limitaba a decirle en inglés que debía bajar, que no podía seguir con un pasaporte vencido.
Por los retazos de conversación que podía entender, en danés y en inglés, el miedo de estos ancianos era que los devolvieran a su país de origen. Cuando se enteraron que solo los enviarían de vuelta a Alemania se calmaron. El hombre bajó a acompañar a su mujer, mientras ésta intentaba hablar por su celular con alguien, seguramente con quien la esperaba donde fuese o con quien la había acompañado hasta el ómnibus en Essen.
Toda la situación fue bastante desagradable. No es un espectáculo grato a los ojos y, sobre todo, a la conciencia, que la policía baje imperativamente de un ómnibus lleno de gente, en su mayoría, de paseo o turismo, a dos ancianos que con su extraña, para los ojos locales, indumentaria, dan la sincera impresión de no entender exactamente qué es lo que está pasando. Es cierto que un pasaporte vencido carece de toda validez y es imprescindible saberlo cuando uno debe atravesar fronteras que, además, se han puesto especialmente duras y destempladas. Pero lo que convertía a la escena en algo acongojante era la distancia cultural, histórica, antropológica, entre esos dos ancianos de vaya a saber qué región de Anatolia, del monte Tauro o del monte Ararat, donde se asentó el arca de Noé, después del diluvio, y el lugar, el contexto, los policías y los demás pasajeros del ómnibus. ¿Por qué esos ancianos habían ido a parar a ese lugar? ¿A quien iban a visitar? ¿Qué mundo era este que obligaba a dos campesinos kurdos a bajar de un ómnibus en un puesto migratorio en Rödby, en Dinamarca, en una tarde lluviosa y gris de verano?
Por fin, con una desagradable sensación en la boca del estómago, seguimos viaje. Cruzamos la campiña danesa, sus prolijas chacras y recordé a mis compañeros de escuela llamados Henderson, Christiansen, Pedersen, Petersen y Bang, descendientes de dinamarqueses asentados en Tandil desde fines del siglo XIX, muchos de ellos campesinos que se había hecho ricos en el viejo país agroexportador y formaban parte de la sociedad local.
Llegamos después de más de dos horas a Copenhague rumbo al estrecho de Öresund. Frente a Copenhague se encuentra Malmö, la ciudad más importante del sur de Suecia, que los lectores de Henning Manskell conocerán de sus novelas. Yo había cruzado en alguna oportunidad el Öresund a principios de los '80. Un ferry transportaba coches y trenes de un lado al otro. En el año 2000 se inauguró un increíble puente de casi ocho kilómetros de largo y veinticinco metros de ancho que cruza todo el estrecho. No tengo la suerte de ser ingeniero, como otros, pero les aseguro que este puente es descomunal y ha integrado política y económicamente a la península escandinava con el resto del continente europeo.
Y al salir del puente, ya en territorio sueco ocurrió el segundo e inquietante hecho, sin trascendencia pero que refleja el grado de tensión que la cuestión migratoria ha generado en esta parte del mundo. A unos cientos de metros de la cabeza del puente hay un puesto sueco de policía y aduana. Subió un par de policías que nos pidieron nuevamente los pasaportes y fotografiaron cada uno de ellos. Luego subió una mujer policía acompañada por un perro para una revisión canina de la cuestión drogas. Bajaron. Nos quedamos esperando que dieran la orden de seguir viaje. Pero nada de ello ocurría. Pasaban los minutos y no pasaba absolutamente nada. Nadie daba una explicación y los propios choferes del ómnibus esperaban resignados la orden. Pasaron aproximadamente 50 minutos hasta que por fin un policía autorizo la continuación del viaje. En el interín había chequeado cada uno de los pasaportes, cuyas fotografías estaban en sus teléfonos, para constatar que ninguno tuviera nada raro. Jamás, en los años que viví en este país, había visto algo semejante.
Y por fin seguimos viaje. Con una demora de veinte minutos, en un viaje de treinta y seis horas llegamos a Estocolmo donde Petra y Pernilla nos estaban esperando, contentas, risueñas y amorosas para darnos una hermosa bienvenida.
Después, fue nada más que celebraciones y fiesta. Con una Suecia cubierta de nubes y lluviosa recibimos brindando y bailando al bendito verano.
Jakobsberg, 23 de junio de 2018


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