viernes, 20 de diciembre de 2024

Una generación

In memoriam a Héctor Recalde


Nacimos cuando la más horrible guerra llegaba a su fin,

cuando una ola de cópulas postergadas

repobló un mundo devastado,

cuando los ingleses se replegaban del Río de la Plata,

cuando las reses vendidas en Smithfield

se convertían en chimeneas, hiladoras y telares mecánicos.

En los años en que las cosas comenzaron

a volverse argentinas.

Los ferrocarriles, los barcos, los teléfonos, los casimires,

los manteles, los carreteles de hilos y las heladeras

se volvieron argentinas.

Y los trabajadores, los empleados de comercio,

las cocineras y las sirvientas,

los peones, los albañiles

y hasta los militares

se volvieron peronistas.

Nacimos cuando el país en el que nacimos

se volvió a dividir encarnizadamente.

Perón y Evita sonaba dulcemente

en las orillas, en las fábricas,

en los cañaverales y en la matera de las estancias.

El degenerado y la yegua sonaba odiosamente

en las mansiones,

en los nuevos chalets californianos,

en los estudios jurídicos, en los directorios,

en la Sociedad Rural.

Aprendimos a leer con El Alma Tutelar.

Y todas las noches escuchábamos

la radio que anunciaba:

“Son las ocho y veinticinco,

hora en la que Eva Perón

entró en la inmortalidad”.

Y un día nos dijeron que había que arrancar

esa página inicial e infamante de los libros

con la imagen del tirano prófugo.

Nuestros padres arrancaron gozosos

las páginas coloreadas con un Perón de cincuenta años

y una Evita joven para siempre

y su vestido evanescente.

Vimos, oímos, supimos, nos enteramos

que aviones argentinos, con pilotos argentinos,

habían ametrallado a argentinos de a pie,

que los habían matado, destrozado, amputado.

Y vimos

-yo lo vi personalmente-

que muchos aplaudían la masacre,

que solo lamentaban que en la cuenta de las víctimas

no estaba el degenerado,

el monstruo,

el engendro,

el que te dije,

Perón.

Y crecimos en un país sin elecciones,

con un tirano depuesto y proscripto.

Y vimos como el tango,

que había inundado las radios y los fonógrafos,

se iba apagando,

ya no estaba El Glostora Tango Club,

y en los bailes de carnaval

ya no estaban esas orquestas

de cuatro bandoneones,

cuatro violines,

un piano,

un contrabajo

y un cantor de traje oscuro y blanca camisa.

Pero nos llegó un cantor muy joven,

de patillas, pelo revuelto y labios carnosos

que cantaba en inglés

y rogaba que no le pisaran

sus zapatos de gamuza azul.

Aprendimos que eso era rock and roll.

Fuimos los primeros

que escuchamos Love Me Do.

Nuestras chicas usaban

conjuntos de banlon y “chatitas”,

botas y minifaldas.

Un día resolvieron abandonar

el portasenos, el sujetador, el brassier, el corpiño.

Los pechos de nuestras chicas

saltaban debajo de la remera.

Adoptamos un pantalón de trabajo

que inventaran dos sastres judíos en California

y durante un tiempo los llamamos Far West.

Íbamos a asaltos,

nos abrazamos, ávidos y pudorosos, con Ray Conniff.

Y aprendimos a tocar la guitarra

para cantar Zamba de la Candelaria

en fogones reales o supuestos.

De Literatura de cuarto año

descubrimos a Lorca y sus Heredias y Camborios,

platónicos gitanos que pedían ser recitados.

Cuando aún no habíamos terminado la secundaria

pasó algo que, por misteriosas razones,

signó sus vidas:

unos barbudos habían entrado en La Habana

para echar a un tirano que,

según los diarios y nuestros padres,

era como Perón.

Y un día descubrimos, por las nuestras,

a un negro cubano

que escribía sones críticos y musicales,

que por primera vez nos hacía evidente

que el mundo no era tan perfecto como parecía.

En mesas de cafés pueblerinos,

en bares de extramuros o del centro,

en los pueblos y en las capitales,

descubrimos el mundo de las palabras mágicas,

los textos que iluminaban,

los libros que superaban por lejos

la fantasía de El Tony o de Fantasía

o de la colección Robin Hood.

Y cuando llegamos a la libreta marrón

que habían llamado papeleta,

y que nos permitía, entre otras cosas,

votar, elegir al presidente, a los diputados,

al gobernador, al intendente,

muchos descubrimos que podíamos

hacer las otras cosas,

pero no votar.

Muchos ya lo habían descubierto cuando sus padres

les dijeron que no dijesen las palabras prohibidas,

que no podían decir Perón o Evita.

Descubrimos que cuando, en la radio,

sonaba la marcha Ituzaingo o Avenida de las Camelias,

esa libreta marrón carecía de todo otro valor

que no fuese ser incorporado a marchar

al ritmo de sus marciales acordes.

Y fue ahí que empezamos a existir de otra manera.

Junto con Zamba de mi Esperanza, cantada interminablemente,

descubrimos al Gallo Negro y al Gallo Rojo

de una guerra vieja, pero que seguía cantando.

Y empezaron a aparecer los libros y los autores.

Pasamos de Salgari a Herman Hesse,

de Rockwell y Louisa Alcott a Proust y Huxley.

En los diarios nos contaba de una guerra lejana,

en Indochina, decían, y para nosotros era un misterio.

Arrojaban bombas de fuego y quemaban niños

y los norteamericanos ya no nos parecían lo mismo

que cuando leíamos las memorias

de William F. Cody, ese cazador de búfalos

y dueño de un circo.

Y aquellos barbudos que habían echado

a un tirano como Perón

ya no eran tan elogiados por los diarios.

Y había un argentino entre ellos

cuyo nombre ya comenzaba a electrizarnos,

sin saber muy bien por qué.

Un Papa gordo y con fama de bueno

había llamado a una reunión

de obispos y cardenales.

Concilio lo llamaron y nos contaron

que hacía 90 años que no ocurría algo así.

La palabra aggiornamento conmovía

los ambientes católicos,

pacatos y conservadores como eran.

Y todo ese torrente de historia,

de acontecimientos, de libros y lecturas,

de barbudos y guerrilleros,

de golpes de estado y militares bigotudos,

de elecciones anuladas y de presidentes asesinados,

de Marilyn, de Morir en Madrid y de Ingmar Bergman,

se condensó en Perón Vuelve,

Patria sí, Colonia no,

Por un Gobierno Obrero y Popular,

Se siente, se siente

Perón, Perón

o Muerte,

lucha armada o insurrección popular,

socialismo nacional,

que estalló en Córdoba en 1969,

cuando empezamos a actuar

los que nacimos cuando la más horrible guerra

llegaba a su fin.

Vivimos los tiempos más revueltos

del siglo XX.

Pusimos a los trabajadores

como sujetos, centro y destino,

de toda la política.

Logramos el regreso del proscripto,

del esperado, el anhelado.

Escribimos, después de haber leído tanto,

Discutimos, discutimos y volvimos a discutir.

Cada asamblea,

en las universidades o en las fábricas,

eran apasionadas discusiones.

Llenamos hojas mimeografiadas,

periódicos impresos en viejas cabrentas,

conocimos las linotipos, las tituleras,

las planas y las rotativas,

solamente para cambiar la Argentina.

Acompañamos, poco después,

al antiguo proscripto,

al que la muerte le dio un golpe de estado.

Defendimos lo que quedaba

de voluntad popular

hasta que, una horrible noche,

se descargó la noche, la metralla,

el falcon verde, la picana,

la desaparición y la muerte clandestina.

Vivimos el exilio,

dentro o fuera de la patria.

Sin internet, sin whatsapp

el exilio era más intenso, más lejano.

Hicimos cola para hablar con Argentina

desde un teléfono público fallado

que permitía hacerlo

sin depositar las pesetas, las coronas o los francos.

Un día nos juntamos en Buenos Aires

y en París, en Ciudad México, en Madrid,

en Estocolmo, en Amsterdan y Copenhague,

para protestar contra los usurpadores,

contra los asesinos.

Y al día siguiente nos juntamos en Buenos Aires

y en París, en Ciudad México, en Madrid,

en Estocolmo, en Amsterdam y Copenhague,

para reivindicar que la Argentina

recuperaba las Islas Malvinas.

Y comenzamos a explicar,

en cada una de esas ciudades,

que nos habían recibido hospitalariamente,

que ante la agresión colonial,

que ante la provocación de Thatcher,

éramos patriotas, gobernase quien gobernase.

Después arreglaríamos las cuentas

con quien correspondiese.

Y lloramos la tristeza de la derrota.

Y empezamos a volver,

de afuera y de adentro

Y fuimos los protagonistas centrales

de un ejercicio largamente postergado,

entrar a un cuarto llamado oscuro,

elegir un papel impreso de entre muchos otros,

ponerlo en un sobre

y luego en una caja de cartón sellada.

Por primera vez la libreta marrón

tenía un uso desconocido hasta entonces:

votar y elegir presidente.

Ya teníamos hijos e hijas que iban a la escuela,

ya habíamos pasado los treinta años

y ya teníamos un pasado

con el que volver a construir

el viejo paraíso del que nos habían expulsado.

Y no fue fácil,

si es que era posible.

Muchos se ilusionaron con

la arcaica retórica

de un viejo boticario de provincia.

Muchos lo enfrentaron

con las viejas palabras

anteriores a la noche terrorífica.

Vimos cómo los mismos intereses,

que pugnaban tras el terror,

se consolidaban

tras un palíndromo.

Volvimos a poner muertos y palabras,

con viejas consignas que,

de pronto,

se hicieron multitudes.

Y nos volvimos a encender,

como en los viejos tiempos,

con nuevos caudillos,

con nuevas mujeres, ahora jefas,

con nuevas muchedumbres

que desplegaban,

como en nuestros mejores sueños,

una Patria Grande como nunca.

Y nosotros,

que impulsados por una idea de la historia

que era el pleno despliegue del hombre

de la necesidad a la felicidad,

nos habíamos lanzado a realizarla,

nos encontramos viviendo el infierno

de una historia cíclica

en hélices descendentes.

Nos queda, eso sí,

la esperanza en el futuro,

en que los mandatos históricos

son, por fin, cumplidos.

Hemos sido una generación

que quiso,

pero no pudo o no supo,

hacer una revolución.

Y, como en las murgas montevideanas,

cantamos una retirada

que sintetiza lo vivido

y pone un mandato

a lo por vivir.


Uno por uno se van

despidiendo los murgueros.

El siguiente Carnaval

nos tendrá como estandarte.

Algunos nos llorarán,

otros serán más austeros.

Todos se van, al final,

con la música a otra parte.

Buenos Aires, 20 de diciembre de 2024

domingo, 15 de diciembre de 2024

El Aleph de los lasallanos

Ayer tuve oportunidad de conocer un riquísimo proyecto estético y de contenido histórico. Mi nieto Gaspar me había comentado, semanas atrás, sobre un extenso y aún no terminado mural, en el Instituto La Salle de Florida, en el municipio de Olivos. La institución es hermana mayor del Colegio Lasalle de la ciudad de Buenos Aires y fue fundado en 1925 como un seminario para los Hermanos de las Escuelas Cristianas, tal como se llama la orden religiosa no sacerdotal creada por el francés Juan Bautista de Lasalle alrededor de 1680. Gaspar me invitó a conocerlo y tener una visita guiada por su creador, el artista plástico Mauro Buscemi.

Allí llegué, a Panamericana e Hipólito Yrigoyen, después de largo viaje con el 15, y tuve la grata sorpresa de que, además de mi nieto, su mujer Nuria, mi nieta Violeta y algunos amigos, también había sido invitada la compañera y amiga Felisa Miceli, a quien hacía tiempo que no veía.

Mi espíritu al entrar a la característica arquitectura de los colegios religiosos no es el óptimo. La primaria y la secundaria en el Colegio San José de Tandil, sus alumnos pupilos, sus maestros religiosos de sotana, el ancho cíngulo, como una faja, alrededor de unas cinturas con prominente abdomen, el baberito ese que usaban en el cuello, el olor a transpiración vieja son los primeros recuerdos que me aparecen, junto con una adolescente rebeldía a todo lo que de ahí pueda salir.

Pero los tiempos han cambiado, Julio, me dije. E inicie el recorrido con el mejor de los ánimos.

Y, debo reconocerlo, valió la pena tanto el viaje hasta Florida, como la larga caminata de dos horas por las galerías del colegio.

A iniciativa, como mencioné, de Mauro Buscemi, las amplias y extensas paredes de esas galerías han sido pintadas con figuras y hechos históricos, siguiendo una perfecta secuencia entre la historia europea y la argentina y latinoamericana. El pintor contó con la autorización, el beneplácito, la colaboración y la discusión histórica del Hermano Santiago Rodríguez Mancini y el Licenciado Carlos Díaz, ambos autoridades responsables del colegio. Santiago Rodríguez Mancini, por esas coincidencias de la vida, es hijo de Jorge Rodríguez Mancini, quien fuera mi profesor de Economía Política y Política Económica en la Facultad de Derecho de la UCA, allá por el año 1967 o 68. Era uno de los pocos profesores no liberales de la facultad, en la que enseñaban, entre otros, Alberto Rodríguez Varela, Luis María De Pablo Pardo, Luis Cabral, Santiago de Estrada o el insigne Fernando de la Rúa. En los pasillos se comentaba entonces que era medio peronista.

La tarea comenzó en 2012 y aún no se encuentra terminada o, mejor dicho, es motivo de permanentes precisiones. Se inicia en 1776 y finaliza, por propia decisión, con la caída del Muro de Berlín. La idea es que lo posterior no es aún historia, es contemporaneidad y continúa escribiéndose.



El resultado no puede ser más maravilloso, exhaustivo y riguroso. Quien haya leído a Hobswaum, a Jim Thompson o a Edward Hallett Carr se sentirá interpretado y quien haya sido alcanzado por las páginas de José María Rosa, José Luis Busaniche o Jorge Abelardo Ramos no podrá sino aplaudir la brillante ilustración de la historia argentina y de la región. La obra intenta, como el Aleph de Borges en una escala menor, poner ante el espectador lo qué ocurrió en determinado momento y aún incide sobre nosotros. Los autores, Mauro, Santiago y Carlos, deben haberse preguntado, como lo hizo Borges acostado en el sótano de la calle Garay: “¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?” Tan ambiciosa como esto es la obra propuesta y realizada. Ahí estaba la Revolución Francesa, que profanó la tumba de Lasalle, contada sin sectarismos. Ahí estaba representada la Libertad de Delacroix con su pecho desnudo, ahí había santos y científicos, revolucionarios y hombres de estado, el industrialismo, con su sobreexplotación y su progreso, la lucha de las mujeres y de los negros, la rebelión de los homosexuales en Stonewall, el campeonato mundial, los desaparecidos y hasta un Maradona diestro, pisando la pelota con su pie derecho, algo que nunca existió.

El recorrido resultó fascinante. Me quedó con el autor una deuda. En uno de los frisos, vinculado a la Guerra Civil Española, se ven sillas que vuelan desde un bar llamado Iberia, en una esquina, hasta el bar sin nombre de la esquina de enfrente. Me comprometí a encontrar el nombre de ese bar que servía de punto de reunión de los españoles franquistas que se tiraban sillazos con los españoles republicanos en el Buenos Aires de 1936.



Como decía, los tiempos han cambiado, Julio. Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, ni visitamos el mismo colegio religioso.

Con Felisa comentábamos la quijotesca locura de Mauro Buscemi y de los religiosos que lograron este pequeño aleph en el conurbano porteño. 

lunes, 28 de octubre de 2024

El antiguo diseñador gráfico y la némesis del bobocero

En el año 1991 hubo elecciones a gobernador en las provincia de Buenos Aires. Gobernaba Menem quien ya había comenzado su plan destructor. El candidato oficial del PJ era Eduardo Duhalde. Saúl Ubaldini tenía la voluntad de presentarse al cargo, pero carecía de un partido.

El pequeño Partido de la Izquierda Nacional, dirigido por Jorge Enea Spilimbergo, había logrado, con un gran esfuerzo militante, obtener una personería en la provincia con el nombre Acción Popular para la Liberación. Ofrecimos a Ubaldini esa personería y fue así como se presentó a esas elecciones. Obtuvimos la humilde cifra de 2,21 %, por razones que no es momento de comentar. 

El hecho es que, pasadas las elecciones, la justicia electoral nos llama para comunicarnos que, por la ley de financiamiento de los Partidos Políticos, nos correspondía cobrar una, para nosotros, interesante suma de dinero. Hicimos una consulta con Ubaldini, en caso de que tuvieran interés en cobrar algo y la generosa respuesta fue que la cobráramos nosotros que éramos los responsables del partido. 

Con ese dinero que, insisto, para un pequeño movimiento como el nuestro era una suma muy importante -recuerden que estábamos en el uno a uno-. Nuestra conclusión era que habíamos solucionado nuestros problemas financieros por un largo tiempo. 

La decisión que adoptamos fue abrir un negocio de diseño gráfico y de impresión de originales a color. Aún no existían las actuales impresoras a tinta y el único artefacto eran las gigantescas fotocopiadoras color Xerox, por medio de un costoso aparato que mediaba entre la computadora y la fotocopiadora. El único negocio que, en Buenos Aires, realizaba tal tarea era Taller 4, cuyas sucursales se habían multiplicado. La cuestión es que alquilamos un lindo local en Paraná y Lavalle, con nuestras manos lo pintamos y arreglamos e inauguramos un negocio al que se me ocurrió llamar Original & Copia. Ninguno de nosotros era, estrictamente hablando un diseñador gráfico. Nos podíamos defender en el viejo CorelDraw o en el antiguo Illustrator, pero no mucho más. Esta fue la razón que nos llevó a contratar a alguna persona que tuviese una formación de diseñador gráfico. 

Y ahí apareció @FabianWaldman. Un jovencito con un título universitario de diseñador gráfico, con notorias simpatías, digamos, de izquierda, trabajador, voluntarioso, inteligente y, por sobre todo, muy buena gente. 

El negocio duró unos años. Nos dio grandes satisfacciones y muchos dolores de cabeza. Entre las satisfacciones fue la de haber podido contactar a Hugo Chávez en su primer viaje a la Argentina y llevarlo a hablar a nuestro local en la calle Salta y México. Los dolores de cabeza nos costó unos años pagarlos. 

Pero he aquí que el tiempo pasa que es una barbaridad y un día aparece en la radio, en la televisión y en las redes un periodista, seguidor como perro de sulky, contestador y agudo que se ha convertido en un némesis del bobocero presidencial. Y esa voz y esa cara me resultaron conocidas. 

Fue Guadalupe, mi hija, cajera de aquel Original y Copia, quien me avivó.

- Pero, boludo, es Fabián, ¿no te acordás?, me dijo. 

Así que, es cierto, puedo dar fe de que Fabián ha usado siempre los productos MacIntosh.

28 de octubre de 2024

lunes, 14 de octubre de 2024

Décimas a un pícaro trotamundos

 


Anda recorriendo el mundo

un pícaro rosarino

que descarado y sin tino

bolacea inverecundo.

Ocultando que es oriundo

de una itálica aldea,

el rosarino alardea

de un hispánico orgullo.

Se llama Marcelo Gullo

y a los gallegos buitrea.


Este Gullo aquí nombrado

tiene una historia peruana.

Él dice que son macanas,

pero en Perú era buscado.

En su rumbo alocado,

pronto se hizo peronista,

para más, ¡revisionista!,

y así seguir ordeñando

cualquiera que fuese el bando:

¡Marcelo, el oportunista!


Agotada esta instancia

salió a buscar otro norte,

un gobierno, alguna corte,

para viáticos y estancia.

Eso intentó, sin prestancia,

con Maduro, en Venezuela.

Allí no encontró candela,

y con tremendo bloqueo

tuvo miedo al desempleo.

Se fue a España a buscar tela.

Por el lado de la izquierda

todo estaba muy cerrado.

Mucho argento había pasado,

ya no hay español que muerda.

En ese instante recuerda

viejos textos hispanistas.

Si defiende la conquista

que de América hizo España

podrá impedir la guadaña

del hambre que ya se avista.

Y así salió a toda vela,

sin el mínimo desgarro,

a defender a Pizarro,

a Cortés y hasta a Pezuela.

poniendole la sayuela

de inglés hasta a San Martín.

Nada detiene al golfín

para cobrar su salario.

Para ser un buen sicario

hay que ser traidor y ruin.

Esta es la breve historia

de un pícaro historiador

que sin rubor ni pudor

se ató a la dulce noria

de un amo triste y sin gloria.

Marcelo Gullo es el nombre.

Compañero, no se asombre

si en el medio de un camino

se lo encuentra a este ladino:

no tiene mucho de hombre.



Soneto a la paella

 


El arroz, el pollo y el langostino, el caldo, el calamar y el mejillón, el azafrán y su rubor diamantino, el tomate colorado y dulzón; el oliva untuoso y verdino; por fin, el ajo, fragante sansón que anuncia de lejos, en el camino, a la paella en ebullición.

Del valenciano alquimia notable que puso en la olla lo que tenía tornando a la pobreza en respetable, fina y exquisita gastronomía. Hoy celebro aquel momento inefable de la pobreza hecha alegría. Madrid, 9 de septiembre de 2024

martes, 17 de septiembre de 2024

Limónov, los treinta años que cambiaron a Rusia


Alguna vez, Jorge Enea Spilimbergo – no recuerdo a propósito de quien, posiblemente de Regis Debray – me dijo:

– Mire, cuando un bachiller francés se pone a escribir, larga 20 metros más adelante.

Ese pensamiento me vino a la memoria mientras leía Limónov, la biografía novelizada del novelesco Eduard Veniamínovich Savenko, conocido por su seudónimo literario y político como Eduardo Limónov.

Está maravillosamente escrito y no se limita a biografiar al extraño punk ruso, sino también a contar los últimos años de la Unión Soviética, el principio de la actual Federación Rusa, los tormentosos y desaforados años del dipsómano Boris Yeltsin, el pillaje lumpenburgués de los llamados “oligarcas”, la aparición de Putin y buena parte de la vida del propio narrador, Emanuel Carrère.

Ocurre que Emanuel es hijo de Hélène Zourabichvili, conocida como Helène Carrère d'Encausse, cuyos extraordinarios libros acerca del mundo musulmán en la URSS, o como ella lo llamaba El Imperio Soviético, ayudaron a la comprensión de lo que ocurría en el seno de del bloque socialista burocratizado. La hija de los aristócratas georgianos escapados del gran alzamiento de Octubre, con una notable investigación que la llevó a conocer personalmente los países caucásicos y asiáticos que quedaban ocultos bajo el paraguas de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), puso a la luz de los interesados la realidad histórica, política, social y cultural de esos países que hoy se llaman Azerbaján, Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y Kirguiztán. Fue gracias a esta señora que supe de la historia de Samarcanda, la ciudad de más de 2.700 años, un cruce de civilizaciones y culturas que contiene, entre otras maravillas, la tumba de Tamerlán, el gran unificador del Asia Central.

Sus análisis sobre el impacto de la Revolución de Octubre en el mundo asiático, donde un pequeño núcleo de obreros del ferrocarril o del petróleo difunden hojillas socialistas en un océano precapitalista que los consideraba ocupantes coloniales, pusieron – como he dicho – , una nueva luz a la comprensión de aquel complejo mundo del que solo conocíamos la insurrección de Petrogrado.

Obviamente, tal madre no puede no aparecer en el libro de su hijo, quien, al estudiar y seguir la vida y personalidad de Limónov, vuelve a aquellas largas ausencias maternas, a sus antepasados aristócratas del imperio zarista, a sus permanentes reflexiones sobre la actualidad rusa.

En algunos momentos del libro Emanuel Carrère deja entrever esa mirada sobre Rusia y su hinterland asiático, entre fascinada y despectiva, del etnógrafo y su misterioso nativo al que intenta describir. Uno siente, en algunos párrafos, en algunas expresiones que el autor comparte esa idea que transmite el poeta Alexander Blok en su poema Escitas que publiqué aquí:


¡Sí, somos escitas, sí, asiáticos,

una codiciosa tribu de ojos rasgados!

Para ti, son siglos, para nosotros, una sola hora.

Como esclavos, obedientes y despreciados,

hemos sostenido el escudo entre dos razas hostiles,

la de Europa y las feroces hordas mongoles.

Ha logrado periodizar la complicada y aventurera vida de Limónov, desde sus humildes orígenes en la hoy conocida ciudad de Jarkov, hijo de un oficial de rango inferior de la Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje, más conocida como Cheka, el aparato de inteligencia y policial fundado por el bolchevique Felix Dzerzhinsky, cuyo retrato aún hoy preside el despacho de Vladimir Putin. La lenta transformación de un adolescente al margen de la ley y el homeless neoyorquino que se hace penetrar por otro homeless afronorteamericano en un parque público, hasta el escritor y político que, junto con Alexander Duguin, funda el Partido Nacional Bolchevique y que, posteriormente, se alía con el gran maestro del ajedrez Garri Gaspárov para disputarle las elecciones presidenciales a Boris Yeltsin, Carrère se mete en la cabeza de su biografiado, en sus humores y sus pensamientos. Cierto es que la obra escrita de Limónov, que no tiene pelos en la lengua para contar su propia vida, le ha sido de una ayuda inestimable.

Limónov queda retratado como un enorme, un gigantesco perdedor, con permanentes e insatisfechas ansias de ser reconocido como un héroe, como un gran hombre, como un mesías guerrero e irreductible. Carrère, su biógrafo, trasluce, por momentos algo como una envidia por esa vida azarosa, por ese intelectual de lecturas mezcladas y sin sistema, donde Alan de Benoist y Julius Evola se entrevera con Lenin, Duguin y Stalin. La descripción de sus mujeres jóvenes, hermosas y quebradas y por los dos años de cárcel en una prisión rusa, donde logra recibir respeto y obtiene autoridad, son contadas por Carrère con un dejo de nostalgia y cierto desprecio por su vida de bachiller francés.

Finalmente, aparece el último personaje. Un hombre algo más joven que Eduardo Limónov, pero con un origen muy parecido y que ha sufrido igualmente los avatares de la implosión soviética: Vladimir Vladimirovich Putin. 

En la descripción de Carrère, Putin surge como un alter ego de Limónov, más equilibrado, más concreto, con menos extravagancias, pero de un espíritu similar, pese a que su biografiado lo tenga por su peor enemigo. Rusia, ese misterioso país asiático incrustado en Europa, sus pueblos y su gente, la impenetrable mirada del mujik, las borracheras arrasadoras, su experiencia socialista – la primera en la historia humana – y la implacable solidez de su densidad nacional – para citar a Aldo Ferrer – logró expresarse, en medio de un caos que parecía final, a través de ese hombre, mientras Limónov se desdibuja en una vida que fue, siempre, puro presente.

Limónov, un libro al que la realidad le ha dado una actualidad que lo hace inevitable.

Madrid, 17 de septiembre de 2024.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Madrid, un amigo, Piazzolla y una visión apocalíptica

Mi amigo Marcos Iaffa, un argentino residente desde hace 20 años en Madrid, me invitó a un recital del Astor Quintet, en un hermoso sótano cercano a la Plaza Santo Domingo que lleva el sugerente nombre de Café Berlín. 

Pero antes, quiero contarles quien es mi amigo Marcos Iaffa. 

Es un arquitecto porteño a quien conocí en la milonga hace 25 años. Su abuelo era un inmigrante de Odessa, con pasaporte ruso, y su padre fue un convencido y sincero comunista argentino que, en sus años mozos, vino a España a combatir junto a las Brigadas Internacionales por la República y contra los fascistas. En España se enamoró de una bella muchacha campesina y entre metrallas y canciones unieron sus vidas. Al caer Madrid, el hombre fue hecho prisionero de la morralla franquista, dejando a su compañera embarazada. La intervención del gobierno argentino, posiblemente del presidente Ortiz, permitió su libertad y su repatriación. Ya en la Argentina recién pudo reunirse con su española un par de años después. La muchacha llegó al puerto de Buenos Aires con un niño de la mano, quien por primera vez conoció a su padre. Era el hermano mayor de Marcos.

Marcos creció en un hogar comunista y sus primeras armas políticas fueron en la lucha entre “la libre” y “la laica”, en las calles porteñas, a fines de los años 50. Pasó por todas las divisiones de la izquierda socialista de la década del 60 y mantuvo con su padre y su madre una diferencia política esencial. Al contrario de ellos, obvia y casi necesariamente aferrados al mundo de la preguerra, nunca compartió una mirada lapidaria y cancelatoria del peronismo. Pasó por la CGT de los Argentinos y terminó en una militancia cercana al Partido Comunista Revolucionario. Hemos descubierto en Madrid que Chiche Perelman, Darío Lagos, Antonio Sofía y Ricardo Chornik -a destacados militantes y dirigentes de ese partido y con quienes compartí enfrentamientos y coincidencias- eran también sus amigos.

Pero a Marcos lo conocí en la milonga. A los cincuenta años se acercó, como yo, al baile y el caminar abrazado con una hermosa mujer al compás de un tango, de una milonga o un vals se convirtió en su segunda vida.

Y a principios del siglo se vino a Madrid para instalar una milonga. Y le fue bien. Logró continuar su profesión de arquitecto y, algunas noches a la semana, era el anfitrión de españoles y españolas que también caían bajo la seducción de Troilo, Di Sarli y Miguel Caló. Mi amigo cerró hace años su milonga, pero esa exitosa experiencia lo hizo un referente tanguero de esta ciudad.

Marcos, entonces, me invitó al Café Berlín. Y pude presenciar un recital de una hora y media del Astor Quintet. Son unos músicos fenomenales, grandiosos, que han logrado encontrar, como diría Julián Centeya, “el misterio profundo de la cosa” y suenan como si Piazzolla, López Ruiz, Kicho Díaz, Osvaldo Manzi y Baralis llenaran el escenario. Su repertorio es exquisito y recorren casi todas las etapas de Piazzolla, desde su inicial “Triunfal” que convenció a Nadia Boulanger que su alumno era antes que nada un bandoneonista de tango hasta el apabullante “Biyuya” de su etapa más avanzada.


Todo el recital me produjo una honda conmoción. Obviamente no era nostalgia. Hace dos días que estoy en Madrid y todo es estupendo. No hay nada de allá que, hoy, pueda extrañar. No soy de los que viajan y rápidamente extrañan el 60 o la pizza de Güerrín.

Mi pensamiento se vio brutalmente invadido por la idea que -quizás, quién dice, Dios no lo permita- esa Argentina que produjo a Astor y a estos músicos que estaban en el escenario, finos virtuosos de su instrumento, capaces de captar el espíritu, la textura del gran compositor, sean animales en peligro de extinción. Que la Argentina que los produjo -todos ellos estudiaron en la escuela pública, tres de ellos egresados de la Escuela de Música Popular de Avellaneda- desaparezca y los argentinos, talentosos, cultos, educados, un poco soberbios y algo prepotentes nos convirtamos en una especie de gitanos, sin país, con solo tradiciones, con una música y una cultura propia, dispersa por el mundo, sin asentamiento posible. Una raza basada en el recuerdo, en la literatura, en la música y en la memoria de hombres y mujeres que vivieron y crearon un paraíso perdido que desapareció de la faz de la tierra.

Porque así se ve la Argentina desde lejos. No es nostalgia, es casi desesperación. Una pandilla de vulgares e ignorantes charlatanes al servicio de una clase bastarda, inculta y sin arraigo, movidos tan solo por una miserable crematística, sin horizonte, sin futuro, sin civilización, destruye los cimientos humanos, económicos y sociales del país, mientras los argentinos discutimos sobre nuestro luminoso pasado.

Sé que suena apocalíptico y trágico. Pero Cartago dejó de existir.

Madrid, 8 de septiembre de 2024 

sábado, 31 de agosto de 2024

Este país, mi país, la Argentina, llevada y traída a lo largo de estos dolorosos 70 años, guarda en su seno la maravillosa capacidad de cumplir, posiblemente, un único mandato de los hombres del 53 cuando inscribieron en el preámbulo constitucional “para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.

Alguna vez, casi como un chiste, afirmé que cuando el periodismo vea a algún muchacho de origen coreano presidir el centro de estudiantes del Nacional Buenos Aires, del Carlos Pellegrini o del Mariano Acosta, que le ponga un ojo, porque posiblemente sea el primer presidente argentino de ese origen.

Acabo de escuchar en la radio sobre el estreno de una película dirigida por una compatriota de origen coreano. Me niego a hablar de argentino-coreana. Esa es la denominación usada en los EE.UU. donde sólo los americanos de origen anglo-sajón se consideran con el derecho a ser norteamericanos. Astor Piazzolla no es ítalo-argentino, ni Norman Briski es judeo-argentino. Acá somos todos argentinos de diferentes orígenes, algunos de acá, otros de allá.



La película se llama Partió de mí un barco llevándome, su directora, nacida en Buenos Aires, se llama Cecilia Kang y su protagonista es otra porteña, Melanie Chong. El argumento toma como punto de partida la brutal explotación sexual de mujeres coreanas por parte de los invasores japoneses que entre 1910 y 1945 ocuparon colonialmente el actual territorio de Corea del Norte y Corea del Sur. El destino de esas pobres mujeres no terminó con la expulsión de los japoneses. La sociedad coreana las relegó a un plano de inexistencia, como si hubieran sido cómplices del invasor. La directora toma como punto de partida el testimonio horroroso de una de esas mujeres, Kim Bok-dong, quien falleció en enero de 2019. A partir de ello se mete con aquellas voces que fueron durante mucho tiempo silenciadas y que hasta el día de hoy son escuchadas parcialmente, a través de su protagonista Melanie.

La directora ha dicho que desconocía esa historia y le impresionó en un viaje que realizó a Seúl. Las historias desconocidas de la tierra de los padres se mezclan con las desconocidas historias de la tierra en la que nació y encuentra el nombre para su filme en un poema de Alejandra Pizarnik:

“explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome”

Este país, mi país, La Argentina sigue incorporando a “todos los hombres (y mujeres) del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Y no hay argentino-coreanos. Hay argentinos con los ojos rasgados y una maravillosa gastronomía. Y la directora agrega, en una entrevista, para que no quepa duda de lo que estoy diciendo:  Hoy por hoy, con las políticas que estamos viviendo, siento que se hace aún más presente una película como ésta”.

Esa tontería me enorgullece y emociona.

La película se exhibe en el MALBA los sábados a las 18 horas.

jueves, 8 de agosto de 2024

Cateterismo

Hoy tuve un día lleno de emociones.

Como les conté, tenía que internarme a las 13 horas para una intervención médica. Pedí un coche para las 12 y, como Rivadavia estaba cortada por la manifestación de la UTEP, caminé hasta avenida La Plata a esperar el vehículo.

En esa esquina me encuentro con un lógico nudo de tránsito y un viejo típicamente caballitense hablando, con un conductor, de los "planeros, vagos y malentretenidos" que marchan por la avenida. Espero que se desocupe para que me alcance y lo miro. Cree ver en mí una mirada de complacencia con sus invectivas y me dice: 

--Este país de mierda.

Lo miré a los ojos y le respondo en vos alta y provocadora: 

-- Sí, este país hecho mierda por el hijo de puta de Milei.

-- Ya lo era desde antes. -- me responde el pobre anciano.

-- Calláte viejo de mierda, bien que lo votaste al insecto este.

Pretendió responderme algo que no escuché, pero me oí claramente decirle, ya en tren te rompo los dientes:

-- Sos un viejo de mierda gorila e hijo de mil putas.

Comenzó a retirarse, mientras el Dr. Baraibar, convertido ya en su otro yo, gritaba:

-- ¡Andá a la puta que te pario, viejo choto!

El geronte se retiró a paso redoblado perdiéndose en el tráfico y la multitud.

Llegué al sanatorio donde me esperaba mi hija. Me interné, me desnudé, me puse la pecherita esa que te dan en los nosocomios para taparte el rabo y me acosté, mientras miraba los juegos olímpicos, con mi hija de compañía.

Al rato entra el doctor y me informa que van a tener que postergar la intervención ya que los dos quirófanos que dispone el sanatorio estaban ocupados en casos de emergencia aguda y que no sabían a qué hora se desocuparían. Dado que yo estaba en ayunas me aconsejó suspender la internación para dentro de 15 días. Me pareció oportuna y prudente la medida y me volví a vestir y salí con mi hija para buscar algún lugar donde almorzar.

Estaba famélico.

Encontramos un restaurante llamado algo así como Las Delicias de Taiwan y entramos.

Ya en la entrada veo unos libros en cuyas tapas dice algo como La verdad sobre el Partido Comunista Chino. Nos sentamos a una mesa y, observando el entorno, vemos que pertenece a la secta china Falun y en las pantallas de televisión pasan vídeos atacando a la República Popular China. Mi hija y yo comentamos la situación y pedimos la comida que, por otra parte, era excelente. Comimos muy rico y pedimos la cuenta.

El tipo que nos atendía nos cobra e intenta darme un folleto explicativo sobre las actividades de la secta.

Le guiño un ojo a mi hija y le digo:

-- No, gracias, somos comunistas.

-- Yo solo quería explicarles quiénes somos.-- me dice el gil este.

-- Sí, -- le digo -- son la secta que creó la CIA contra el gobierno de la República fundada por el camarada Mao Tze Dong.

-- Acá todos nosotros pertenecemos a ese movimiento. -- me responde.

-- Lo sé, lo sé, ya los vamos a echar a la mierda de acá también.-- le dije, dando por terminado el agradable diálogo.

El día estaba salvado. Me había peleado con un gorila argentino y con agentes de la CIA chinos.

Y pensar que yo salí para que me pongan un catéter. 

martes, 2 de julio de 2024

La Vaca Atada

El domingo estuve, acompañado por Violeta, mi nieta, en el teatro El Portón de Sánchez. Fuimos a ver La Vaca Atada, una obra escrita y dirigida por Helena Tritek, una de las decanas contemporáneas del teatro porteño.


La obra es una delicia. En tono paródico y con una concepción escénica casi coreográfica, cinco actores exponen los preparativos de un viaje a París, por seis meses, y el propio viaje de una familia oligárquica de lo que Jorge Abelardo Ramos llamó “La Belle Époque”, el breve período argentino que se inicia en 1880 y finaliza con el triunfo de don Hipólito Yrigoyen en 1916, es decir el momento en que la estupidez liberal á la page supone que la Argentina era “una gran potencia”.

Mientras disfrutaba el espectáculo reflexionaba sobre esta notable capacidad que ha tenido nuestra patria en lograr que una notoria hija de inmigrantes, cuyos antepasados llegaron al país posiblemente ilusionados por la aparente prosperidad pampeana, ejecute una radiante vivisección de aquella vieja clase dominante y, sobre todo, de los hombres y mujeres a su servicio.

El primer acto de la obra es, justamente, del personal de servicio. Dos hombres y dos mujeres dedicados a mantener en orden, limpieza y perfección la residencia del matrimonio Paz Roca Anchorena y su hija. La compleja relación de sumisión y aprovechamiento, de ejercicio del poder del mayordomo (brillantemente interpretado por Miguel Alejandro Granado) sobre el resto del personal, el remedo admirativo, caricaturesco y sometido del estilo de vida de los patrones, es un verdadero hallazgo. Milagros Almeida encarna a la mucama, ansiosa por el viaje que iniciará con la familia a París en su largo viaje, mientras Granado fanfarronea en un francés champurreado sobre los sitios que ya ha visitado en viajes anteriores.

Es en el segundo acto que la pareja (Fito Yanelli y Silvina Quintadilla) toma un papel protagónico, mientras que la hija (la encantadora Julieta Raponi) sirve como un trait d'union (para seguir con las franchutadas) de la obra en su conjunto. En mi humilde opinión aquí el texto de Tritek baja en intensidad porque, aún considerando el tono paródico que ha elegido, la descripción de esos oligarcas prototípicos me sonó menos creíble que los anteriores. Les ha puesto un tono un tanto grandilocuente y ampuloso que, insisto, en mi humilde opinión, baja la intensidad de la parodia.

Pero es solo un detalle. Es un espectáculo obligado en estos tiempos en que pretenden retrotraernos a ese falso paraíso que nunca existió, ya no encandilados por Les Champs Elysées, sino por el Ocean Drive de la vulgar Miami. 

Vayan a verla, está los domingos a las 18 horas.

Buenos Aires, 2 de julio de 2024







 

jueves, 20 de junio de 2024

La lluvia seguirá cayendo

Anoche fui al teatro. Se daba, por segunda vez, La lluvia seguirá cayendo y Oscar Barney Finn, su director y coautor, había tenido la gentil deferencia de invitarme. Fui entusiasmado porque sabía de las grandes condiciones de Barney Finn como director y me iba a reencontrar con Osvaldo Santoro, como artista, después de los duros trances a los que lo sometió la vida en los últimos años.
A Osvaldo tuve el placer de conocerlo como vicepresidente de Radio y Televisión Argentina y me encontré con un tipo sensacional, de profundas convicciones políticas, de gran capacidad de gestión y lleno de propuestas renovadoras.
La obra es, de alguna manera una continuidad de Lejana tierra mía, de Eduardo Rovner, que se estrenó en el 2002 , también con la dirección de Barney Finn y la actuación de Osvaldo Santoro y Paulo Brunetti, que también actúa en la obra del Beckett.

Pero esto es solo información. Esta obra, escrita por Barney Finn y Marcelo Zapata, tiene total autonomía de aquella y, en todo caso, lo único que advierte es la cíclica reiteración de las crisis argentinas y su permanente efecto sobre nosotros, los argentinos. Un hijo (Paulo Brunetti) vuelve, después de 20 años de vida en EE.UU. con una exitosa carrera en el mundo de la computación. Lo recibe el padre (Osvaldo Santoro), un pintor reconocido pero en quiebra económica. La obra recorrerá sus enfrentamientos, sus miserias, sus fracasos, con el país y su errabundo devenir como fondo.
Pasé una hora y pico dejándome llevar por la notable interpretación de Osvaldo Santoro, la débil fortaleza de ese pintor soberbio, altivo y solitario en pugna con su hijo, también en muy feliz interpretación de Paulo Brunetti. Vale la pena la obra, la puesta y la actuación. La escenografía de Carlos Gómez Centurión, me reencontró con las telas del artista mendocino y su hermosa residencia al pie de los Andes.
Vayan a verla, realmente la actuación de Osvaldo Santoro, sus cambios, sus enojos y su desazón desgarran el alma.
La función terminó con un estruendoso y largo aplauso del público. A todos les había pasado lo mismo que a mí.