En
la oficialidad del ejército de Simón Bolívar había muchos
europeos. Alemanes, ingleses, franceses, irlandeses, oficiales que
habían luchado en las guerras napoleónicas y que habían trasladado
su espada, su inquietud y su sed de aventuras a estas tierras
convulsionadas y vírgenes en su mayor extensión. Entre esos
hombres, que habían conocido todos los grandes campos de batalla
europeos, desde Marengo hasta Waterloo, había un joven de apenas
veinte años totalmente ajeno a la profesión de la guerra. Era un
químico, especializado en minas, que Simón Bolívar había
contratado para una explotación minera en Venezuela. La tentación
de la inmensa América hispana fue una invitación a la aventura que
los veinte años de Boussingault no pudieron rechazar. En sus
andanzas de trabajo descubre, en Mérida, un nuevo mineral al que
llama "gaylussita", en homenaje a su compatriota, el
científico Gay Lussac, el de las leyes de los gases, que llevan su
nombre. Por fin abandona su actividad específica y se une al
ejército del Libertador y, junto con él, recorre todo el norte del
continente suramericano. Ecuador, Perú, Bolivía, Venezuela, Nueva
Granada o Colombia son los mundos que el francesito va descubriendo
junto con los miles de hombre que conforman el ejército.
En
esa situación de proximidad con los grandes jefes de la
Independencia, Jean Baptiste es testigo de la más potente,
excepcional y revoltosa historia de amor de todo el siglo XIX, los
amores entre Simón Bolívar y Manuelita Saenz (quien quiera conocer
más sobre esta historia le recomiendo este vídeo.)
Terminadas
las guerras de la Independencia con la batalla de Ayacucho, el
francesito vuelve a su tierra, se casa e inicia una carrera
científica y profesional destacadísima tanto en la industria
química como en la ciencia agrícola, actividad que lo tuvo casi
como su fundador. De ideas republicanas moderadas llegó a ser
diputado por el distrito de Alsacia, donde residía y tenía sus
emprendimientos agrícolas. Fue miembro de la Academia de Ciencias de
Suecia y en 1851 fue destituido de todos sus cargos e inhabilitado
para todo desempeño público como consecuencia de sus opiniones
políticas y de un brote reaccionario contra la ciencia y los
científicos. Murió en 1887, a la entonces poco alcanzada edad de 86
años. Y con su muerte comienza la otra parte de la historia de Jean
Baptiste Boussingault.
En
1887, en América nadie, pero absolutamente nadie recordaba que había
existido una mujer llamada Manuela Sáenz. Después de la muerte del
Libertador, la Libertadora -como se la conocía- desaparece de la
historia. Es expulsada de Bogotá, recala en Quito, donde tampoco
quieren saber nada con ella, y la muchacha nacida bajo la sombra del
Chimborazo, y tan volcánica como él, se pierde en un puerto
ballenero en el Perú, el puerto de Paica. Acompañada de Jonatás,
la última de sus dos asistentes negras, que habían sido desde que
todas eran niñas, sus esclavas, y que con Nathán habían hecho
vibrar la fantasía y el deseo de quienes las vieron cabalgar
vestidas de húsares por las calles de Quito, Manuela pasó sus
últimos veinte años haciendo cigarros y vendiéndolos a los marinos
balleneros que recalaban en la inhóspita y pobre Paica. Se sabe que
tres hombres vinieron a visitarla a lo largo de esos años. el
italiano José Garibaldi no quiso irse de América sin antes saludar
a la Libertadora. Simón Rodríguez, el legendario Samuel Robinson,
el maestro de Bolívar, el hombre que le hizo jurar en la Roma de los
Césares que dedicaría su vida a la independencia de América, uno
de los hombres más geniales que haya dado esta tierra, fue a verla
sabiendo que se acercaba su propio fin y un capitán de un buque
ballenero se enteró que en ese puerto dejado de la mano de Dios
vivía la mujer que unas décadas atrás había sido la Libertadora
del Libertador, la más poderosa del continente. El capitán era
norteamericano, se llamaba Herman Melville y unos años después
entregaría a la imprenta una novela llamada Moby Dick.
Pero
nadie más recordaba que había habido una Manuelita Sáenz de
trenzas untuosas, de suave bozo y mano firme.
Entre
los papeles que dejó Boussingault había un diario de su estadía
americana, un minuciosos reporte sobre sus actividades, sobre lo que
veía y sobre los acontecimientos que estaba viviendo. Y en esos
diarios estaba radiante como una mañana, contada con detalles
exquisitos, con minuciosidad de científico, Manuelita Sáenz y su
enloquecido amor por el caraqueño, sus peleas y sus reencuentros,
tan tórridas y pasionales, las unas como los otros. Y estaban
contados los bailes procaces y descarados de Jonatás y Nathán, su
ambigua cercanía afectiva a Manuela, sus escándalos y los múltiples
servicios políticos que les encomendaba Manuela.
Y
esas viejas hojas manuscritos hicieron resucitar a Manuelita. Y
nuevamente, como había ocurrido en Quito, en Lima, en 1825, el
escándalo volvió a rodear a esta mujer, muerta hacía ya más de
cincuenta años. La aparición en francés de los diarios de
Boussingault pusieron una nueva luz, realista, hecha de carne y
tibias caricias brindadas en una hamaca a la luz de la luna de
Ecuador. El biógrafo oficial de Bolívar, Augusto Mijares, llegó a
quemar, en 1949, una edición de 5.000 ejemplares del diario del
francés, que se publicó en castellano, en Venezuela, en el afán de
defender la idea angelical del héroe.
Hasta
que el ecuatoriano Alfonso Rumazo González publicó a fines de los
cuarenta del siglo pasado su libro definitivo: La Libertadora del
Libertador, basado en los recuerdos del doctor Jean Baptiste
Boussingault, cuya tumba en el Père Lachaise tuvo el gusto de
encontrar por casualidad y sin proponérmelo. Aquí lo tienen. A él
le debemos que Manuelita Sáenz siga entre nosotros como una especie
de Evita del siglo XIX.
3
de febrero de 2019
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