lunes, 2 de mayo de 2016

Esteban, el archivero

El día que Esteban Olofsson comenzó a trabajar en la redacción nadie reparó mucho en él. Alguno pensó o quizás llegó a comentar en voz alta y para sí mismo: “Medio raro el pibe nuevo, ¿no?” Pero no pasó de eso.
Esteban había venido a reemplazar al ayudante de archivo, un venerable anciano coleccionista de mariposas que había fallecido con la dignidad de un cardenal: en un hotel alojamiento, a caballo de una joven barragana, una correntina de piel suave y mano maestra. La poca atención que su llegada despertó estaba posiblemente causada por la extendida creencia en la moderada excentricidad de todos y cada uno de los miembros del meticuloso y paciente gremio de los archiveros. Su aspecto exterior tampoco era motivo de curiosidad, a excepción del hecho de que sus ojos celestes aguados no hacían juego con el negro reluciente de su cabello ondeado y de su hirsuta y tupida barba. Su ropa era humilde, pero de atildada prolijidad. No tenía, claro, la elegancia exhibicionista y afectada del jefe de redacción, ni el abandono estudiadamente bohemio y violento del jefe de cultura, pero en descargo de Esteban puede decirse que tampoco tenía la responsabilidad diaria de comer con directores de Relaciones Públicas del primero, ni la obligación nocturna de acostarse con pintoras objetivistas y poetas epilépticos del segundo. Pantalones de franela gris, un poco cortos y demasiado angostos en la bocamanga y un saco de paño verde claro, con solapas finitas y que seguramente venía usando desde hace unos ocho años a esta parte, constituían, junto con una antigua corbata bastante gastada a la altura del nudo, su indumentaria cotidiana. Su tan poco criollo apellido lo había heredado, al igual que los ojos aguachentos, de su padre, un sueco ingeniero y dipsómano, que había llegado al país durante la década del treinta. El cabello negro le venía a Esteban de una maestra jujeña, que alguna vez se había enamorado del castellano ingenuo y champurreado y del título de ingeniero del sueco y que, así, había llegado a ser su madre. Años después de su nacimiento, el ingeniero, obligado a elegir entre la fidelidad a Lucas Bols y a Luisa Cabrera, prefirió los placeres del holandés a los cuidados de su desilusionada esposa. De esa separación, Esteban sólo recordaba las mudanzas frecuentes de su madre y las esporádicas visitas de su lacónico padre.
La primera manifestación de Esteban lofsson que causó cierta impresión fue cuando le explicó a uno de los cadetes que vivía en un cine. Contó que alquilaba una piecita en la parte de atrás de una sala de barrio en Pompeya y que la entrada obligatoria era por la platea. Había que cruar el oscuro galpón y entrar por una puerta al costado del escenario -recuerdo de cuando el local recibía las visitas de las compañías radiales con obras tales como “Cantando amores y penas, ahí va el Tape Lucena” o “Historia de meta y ponga en una pensión mistonga”- y que hoy estaba ocupado por un telón y varias hileras de butacas rotas y en desuso. Confío también que el único problema era el hecho de la ducha, un calefón a alcohol, estaba en la parte de adelante, en el foyer, por así decir, y que a veces resultaba molesto interrumpir a los escasos y somnolientos espectadores para darse un merecido remojón.
Poco tiempo después comenzó a circular el rumor acerca de la memoria prodigiosa de Olofsson. Se comentaba que era capaz de tener archivados en su cabeza los datos más inverosímiles. No faltaron, por supuesto, las comparaciones con el memorioso Funes. Alguien sostuvo que Olofsson le había dicho sin equivocarse la producción anual de tractores en la Unión Soviética entre los años 1930 y 1956. Otro aseguró que el nuevo archivista era capaz de recitar sin el mínimo margen de error la exportación argentina anual de centeno, trigo y maíz y la cantidad de toneladas que cada país cliente había comprado a lo largo de las décadas del 40, del 50 y del 60.
A partir de ese momento comenzaron a hacerse apuestas sobre preguntas imposibles de contestar e, invariablemente, Olofsson evacuaba sin hesitar los interrogantes absurdos e inútiles de los apostadores.
-¿Cuántas toneladas de carne para el consumo entraron en la Capital Federal en 1974?
- 302.182.3 toneladas, distribuidas de la siguiente manera: 204.728,4 toneladas de carne vacuna; 3.781,4 toneladas de ovina y 92.672,5 toneladas de porcina, respondía Olofsson impertérrito. Las estadísticas eran su pasión y a ellas, o mejor dicho a su lectura, dedicaba su tiempo libre.
A raíz de esta faceta de su personalidad sus compañeros comenzaron a interesarse en él y, poco a poco, fueron descubriendo nuevos aspetos que Esteban confiaba con naturalidad. Desde hacía diez años estaba suscripto al Boletín Estadístico Trimestral, que leía con fruición, alegrándose con los aumentos periódicos en la producción de nuevos en la provincia de Entre Ríos y desconsolándose con la caída del tung en Misiones. Las inundaciones y las heladas tardías sumían su espíritu en una honda congoja, solidario con la perspectiva de una disminución en la existencia de vacunos en el partido de Las Flores o en la próxima cosecha papera en la zona de Balcarce. Durante el curso de estas conversaciones fue revelando también su desprecio profundo por el género novelístico y, en general, por cualquier tipo de literatura o, más aún, de expresión artística que no se limitase a la mera y concreta comunicación de datos. Según su propia confesión, el estilo que más le interesaba era el de las tablas ordenadas en rubros y años, seguido por el más pictórico de los diagramas y las curvas y, por último, lo que el mismo llamaba la prosa, o sea la enunciación de corrido de cifras, años, cantidades y porcentajes, sin orden ni tabulación.
Al cine, como espectador, había ido una sola vez en su vida, cuando tenía diecisiete o dieciocho años y, desde entonces, había prescindido sin ningún esfuerzo de invertir el costo de la entrada en un pasatiempo que, según sus propias palabras, “no le reportaba ningún conocimiento ansótico”.
Esta afirmación produjo, como era de esperar, una nueva sorpresa entre los compañeros de Esteban. Y dio lugar al descubrimiento de otra de sus características personales. Esteban Olofsson inventaba palabras, mejor dicho, adjetivos. Pero lo hacía sin caer en cuenta que estaba utilizando vocablos cuyo significado era absolutamente desconocido para el resto de la gente. Y cada vez que alguien le pedía una definición un poco más precisa de lo que realmente quería decir, miraba al confundido interlocutor con un disgustado reproche por la exigüidad de su vocabulario. Así una foto de un general requerida por la página de política podía ser loligante, en cuyo caso debía entenderse que el militar en cuestión había sido inmortalizado en alguna posición o gesto ridículo, en tanto que una instantánea que favorecía el mejor perfil del interesado se convertía, en la adjetivación de Esteban, en un retrato yinsamo.
A eta algura Olofsson se había convertido en tema permanente de conversación para los, entre intrigados y sorprendido, chupatintas del mensuario político y económico Analizado.
La revista atravesaba, entonces, uno de los peores momentos en su accidentada y penosa economía, lo que había tenido como consecuencia una pronunciada disminución en la ya escasa voluntad de trabajo del levemente supernumerario staff. Ello hacía que los ratos de ocio ajedrecístico y de conversación creativa hubieran aumentado sensiblemente. Durante esas interminables pausas las manías de Esteban acicateaban la curiosidad y la vena mordaz de los otros miembros de la redacción.
Fue en esa época que un nueva telefonista se integró a las filas de la revista, donde el número de hombres era inmensamente superior. En realidad, sólo tres chicas integraban el equipo permanente: la cajera, la cronista de modas y la nueva.
Esteban estaba sentado en la pequeña pieza donde funcionaba el bastante extenso archivo fotográfico, ordenando el fichero, como todas las mañanas, cuando la joven entró para saludar y presentarse:
- Hola. Me llamo Marta Gutiérrez y parece que vamos a ser compañeros, dijo con tono simpático y cálido.
Marta tendría alrededor de 25 años, de cabellos castaños y ojos de un marrón ámbar. Vestía como la mayoría de las oficinistas porteñas, con una mezcla de audacia y pudor, y su silueta, si bien agradable, no hubiera desencadenado las miradas turbias de deseo se encendían cuando alguna modelo de moda, tapa de Gente y comensal en los almuerzos de Mirtha, venía a conversar con el jefe de cultura, una vida dedicada a imitar a Norman Mailer.
Cuando la joven siguió su recorrida de presentación, Esteban salió de su jaula de vidrio y, dirigiéndose al escritorio más cercano, exclamó, con los ojos más fluviales que nunca:
- ¡Es impepinable!
Y volvió a sus fotos y fichas.
A partir de esas palabras misteriosas, comenzó a expresarse otro de los extraños rasgos de la personalidad de Esteban Olofsson.
Como en todas las redacciones del mundo o como en todos los lugares de trabajo del mundo, los periodistas de Analizado habían llenado las paredes de la oficina con recortes, títulos, fotos, afiches y ocurrencias del más variado tipo y gusto. Y como en todas partes donde el personal es predominantemente masculino había una gran profusión de fotos de mujeres bellas, vestidas y semivestidas, pero aún las más audaces hubieran pasado holgadamente los estrechos marcos de la censura criolla. Desde una perspectiva también varonil, podía decirse que eran elegantes y de buen gusto, aún cuando solían provocar un ácido comentario, en todo irónico, de la cajera, una estudiante de Ciencias Económicas, recientemente iluminada por la onda del feminismo.
De acuerdo a sus gustos, Esteban hasta ese momento había pegado algunos recortes de La Razón que daban cuenta de algunas cosechas récord de manzanas en Río Negro, de la zafra tucumana y de transistores en Japón. Pero a partir de la llegada de Marta Gutiérrez, el decorado de su oficina comenzó a sufrir transformaciones importantes. Primero pegó unas cinco o seis fotos de muchachas en traje de baño tomadas de viejos almanaques de la década del cuarenta. Los colores estridentes de las ilustraciones ponían algo de alegría a la gris atmósfera del archivo. Pero esta novedad pasó casi desapercibida para el resto del personal.
Después agregó a la decoración otra serie de mujeres, también de la misma época, a juzgar por los peinados. Pero estas ya estaban completamente desnudas, aunque en posiciones reposadas y discretas. El cambio fue observado ya por alguno de los redactores quien, con un chiste, comentó el hecho con el propio Esteban.
A los pocos días ya nadie pudo evitar la sorpresa, pues al entrar al cubículo de Oloffson, cada periodista era asaltado por un abigarrado mosaico de pechos, piernas, caderas, brazos y provocativas sonrisas femeninas, que, desde las dos paredes sin estantería, se abalanzaba sobre el visitante. No había un milímetro de revoque que no estuviera cubierto por una turgencia impresa en papel ilustración. Incluso el techo era una especie de Juicio Final de nalgas, muslos, cinturas y pubis de mujer en las más distintas posiciones, de pie, acostadas, sentadas, de frente, de costado, de atrás, haciendo gimnasia, bañándose, desayunando, en posturas yogas, rezando, sentadas en el inodoro, depilándose las axilas, andando a caballo y hasta confesándose en una iglesia.
También la conducta de Esteban Olofsson había cambiado. Más silencios y concentrado que habitualmente, se pasaba horas sentado junto al conmutador donde Marta Gutiérrez trabajaba,mientras rebuscaba eternamente en uno de los cajones con fotos y recortes.
Todos comprendieron que Olofsson estaba enamorado de la simpática, aunque seria, telefonista Marta Gutiérrez.
Poco a poco, el archivista no se limitó al reducido espacio de su oficina. Comenzó a pegar fotos sacadas de revistas francesas y alemanas en todas las paredes de la redacción. Y cada vez sus temas eran más audaces. Y la actitud de sus mujeres más desvergonzadas.
A los quince días de haber comenzado con esta insólita declaración de sentimientos, apareció na pequeña foto pegada al lado del conmutador. Representaba a un niño de unos seis o siete años y estaba tomada en algún lugar de veraneo de las sierras de Córdoba. Era un chiquito de pelo renegrido que miraba tímidamente a la cámara y no sabía que hacer con las manos. Al día siguiente apareció otra foto debajo de la primera. Ahora era un joven de unos dieciocho años, que tenía la misma mirada incolora de Esteban y a su lado una adolescente con el uniforme de una escuela de monjas. Ninguno de los dos sonreía. No tardó en aparecer una tercera fotografía, esta vez de un conscripto en una plaza, serio también y con los mismos ojos blancos de las estatuas.
Sin que nadie lo pudiera evitar la oficina central de la redacción se convirtió en el curso de unos pocos días en una galería pornográfica, donde no se podía reposar la vista sin que el distraído periodista se convirtiera en testigo de un coito anal, una escena de bestialismo o, simplemente, una masturbación femenina. Mientras tanto, Esteban se había vuelto tan callado e inaccesible que ninguno de sus compañeros se animaba a interrumpir su afiebrado romance.
Un día, durante el curso de este empapelamiento desenfrenado, Marta Gutiérrez, que hasta entonces era perfectamente ignorante las pretensiones románticas de Esteban y simulaba ignorar lo que las paredes gritaban,entregó a todo el personal de la redacción un sobre blanco dentro del cual una tarjeta de cartulina expresaba con delicada letra inglesa:
María Gutiérrez
Participa a Ud. de su matrimonio
con el contador público nacional
Norberto Rasso. La ceremonia religiosa
tendrá lugar el de agosto de 197 ,
en la iglesia de San Pedro Armengol,
Gerli, Lanús.
Los novios saludarán en el atrio.
Todos miraron hacia la oficina del archivo. Esteban Olofsson, con los ojos más inexpresivos que nunca, miraba hacia un horizonte inexistente, con la tarjeta entre las manos. Nadie se animó a conversar con él sobre el anuncia y él se mantuvo silencioso durante el resto de la tarde.
A la mañana siguiente, cuando uno de los cadetes llegó a la redacción encontró que las paredes estaban ennegrecidas y que un picante olor a papel y tinta quemados hacía el lugar virtualmente irrespirable. Alguien, durante la noche había prendido fuego a todas las fotos que ilustraban las paredes de la oficina central y del archivo. Nada de la revista se había estropeado, al margen del feo color que mostraban las paredes. Lo que hasta el día anterior había sido una bacanal gráfica se había convertido en un grueso hollín que se disolvía al más leve roce.
Esteban Olofsson nunca más volvió a la redacción. Y nadie se preocupó demasiado en denunciar lo ocurrido. Sobre el tablero del conmutador había dejado una foto 4x4 de él mismo. Una leve sonrisa se le entreveía debajo de la áspera barba.
Jakobsberg, 1980.

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