domingo, 4 de septiembre de 2016

El comienzo de una memoria

 El recuerdo más antiguo que aparece en mi memoria es una casa de altos, en un primer piso, con una escalera que tenía en la parte superior una pequeña puerta o tranquera. Tenía prohibido por mis padres salir de mi cuarto si esa tranquera no estaba cerrada. Me recuerdo gritando desde mi cama a voz en cuello que cerraran la escalera porque quería ir al baño.
Yo tendría poco más de dos años, porque también recuerdo que por esa época nació mi hermano, 26 meses menor que yo.
Era Tandil, en el año 1949. Mis padres alquilaban ese departamento a don Manuel Villar, un vasco grande y ya anciano, en mi recuerdo, casado con doña Eduvigis. Siempre se la nombró así. Habían sido gente de campo, vinculados a la producción láctea de la región y tenían una amplia casa en la calle Alem, entre Garibaldi y Las Heras, pasando la avenida España. El amplio comedor estaba dominado por un cuadro del pintor vasco Manuel Flores Kaperotxipi: una típica pareja vascuence, muy parecida a los dueños de casa, con un paisaje donostiarra de fondo. Arriba de su propia casa, que disponía de un amplio parque, habían construido un departamento con una amplia cocina, dos o tres dormitorios, que habían alquilado a mi padre cuando llegó a Tandil.


En el año 1946 mi padre tenía exactamente 30 años. Había nacido el 16 junio de 1916 -muchos años después me enteré que era la misma fecha en que transcurre la aventura de Leopoldo Bloom en Dublin, en el Ulises de James Joyce- en la localidad de Copetonas, cerca de Tres Arroyos, en la provincia de Buenos Aires. Nunca me quedó muy claro por qué. Pero la explicación que recuerdo tenía que ver con que iban rumbo a Santa Rosa, la capital del Territorio Nacional de La Pampa, donde los de la Mata se habían establecido en la primera década del siglo y, al parecer, habían prosperado.
Doña Adela y los de la Mata
Su madre, mi abuela, Adela de la Mata, venía, como todos los de la Mata, de la provincia española de León, de la aldea llamada Salientes, que tenía una característica. Estaba dividida en la de Arriba y la de Abajo. Entre las dos, Salientes de Arriba y Salientes de Abajo, no llegan hoy a los 43 habitantes. De todos modos, ella provenía con orgullo de la de Arriba, puesto que siempre hablaba con un dejo de desprecio sobre los “de abajo”.
Tengo ante mis ojos un acta de nacimiento firmada en Palacios del Sil, el 31 de mayo de 1883, por un juez municipal de nombre ilegible. Consta en ella que el labriego José Mata Fernández, de 36 años, oriundo de Valseco y residente en Salientes, calle Real pide que se inscriba a su hija legítima Adela, cuya madre es María García González, de 30 años y oriunda de Salientes. También informa que Adela nació en la casa del compareciente el 29 de mayo del mismo año. En el acta consta igualmente que José es hijo de Martín Mata y de Concepción Fernández, ambos de Valseco, también labradores. De la misma manera consta que María García González es hija de Pascual García y de Catalina González, ambos labradores y de Valseco, ya difuntos.
Ahí está Doña Adela, recién nacida, hija de padres jóvenes y labradores, hombres y mujeres radicados por siglos en las aldeas de Valseco y Salientes. 
Se casó con un hombre oriundo “de abajo” de apellido Escudero. Esto tiene que haber ocurrido posiblemente en los últimos años del siglo XIX. Con este hombre “de abajo” tuvo a mi tío Raúl, quien de niño me llamaba la atención ya que era hermano de mi padre pero tenía otro apellido.
Mi abuela era anciana cuando la conocí. Tendría ya unos setenta años. Viajó a Tandil, desde Santa Rosa, para conocernos a mi y a mi hermano. Era una mujer enjuta, seca, de pequeña estatura, siempre vestida de negro. Los recuerdos más nítidos que tengo de ese viaje son una visita al estudio de fotografías Rembrandt de Tandil, donde mi hermano y yo nos sacamos una foto con ella, que aún conservo, y un susto que aún hoy me aparece en las pesadillas. Una noche me llevaron a su pieza para que la saludara antes de acostarme y en un vaso lleno de agua vi una espantosa dentadura postiza abierta como una trampa amenazante. Verla y ponerme a llorar fue todo uno. Aún hoy las dentaduras moldeadas que suelen adornar el consultorio de los dentistas me traen el recuerdo de ese miedo infantil.
Doña Adela, como la solía llamar mi mamá, era de un carácter diabólico. Era testaruda, fría y mandona, según los fragmentarios recuerdos de conversaciones familiares. Mi padre no sentía un afecto especialmente amoroso hacia ella. En sus sentimientos se mezclaban el obvio amor filial y un oscuro miedo, un amargo recuerdo de sus despóticas actitudes, un vago maltrato a su padre, el carpintero Fernández, y un deseo de mostrarle que había progresado en la vida.
Después del nacimiento de Raúl, murió el primer marido, Escudero. La familia de la Mata había iniciado desde unos años antes, posiblemente en el cambio de siglo, la inmigración a América. Eran muchos hermanos, tantos que casi no podría enumerarlos.
El mayor de ellos, Jesús, se había ido a Cuba, posiblemente antes de la independencia de la isla. El tío Jesús era todo un personaje en Santa Rosa. Después de su estancia en Cuba, viajó a reencontrarse con su familia. Trajo consigo una hermosa y rotunda cubana de tez broncínea, a la que no conocí, porque, al parecer, no se adaptó ni a la seca geografía pampeana ni, posiblemente, a la maledicencia de la familia de su hombre. El tío Jesús era, en los cuentos familiares, la paráfrasis del conversador, del contador de anécdotas, del seductor de palabra fácil e hiperbólica. Ante cualquier historia que de niño le contara a mis padres, si el relato se extendía en palabras y gestos, recibía a modo de correctivo:
- Ah, calláte, ¡parecés el tío Jesús!
Lo recuerdo, en los pocos viajes veraniegos que hicimos a Santa Rosa, como un anciano calvo, parecido a mi abuela, pero vestido con un impecable palm beach, tocado con lo que se llamaba un “rancho de paja” o canotier -un sombrero pajizo, de copa y ala rígidas y redondas, con una ancha cinta negra- y un delgado bastón de caña malaca. Parecía, después lo supe, un cubano, de la época de Machado, paseando por el malecón de La Habana a las seis de la tarde. Era un soltero empedernido, alegre y vivaz. Nunca supe de qué vivía. En secreto se contaba que había quedado alguna familia en Cuba. Falleció pasados los 90 años, elegante y dicharachero. Todos los de la Mata fueron longevos y sanos. Siempre fantasée sobre que ese componente del adn familiar me hubiera llegado intacto.
Los otros hermanos habían emigrado a la Argentina y, por razones que desconozco, se fueron asentando en el villorrio que, en 1900, era Santa Rosa de Toay: un pueblo azotado por el viento pampeano, cubierto de polvo, con largas sequías, en cuyas calles de tierra rodaban los cardos rusos que venían de un campo extenso y todavía salvaje.
Doña Adela, mi madre, La Negra, mi hermano José Luis y un servidor.

Santa Rosa de Toay
El general Remigio Gil era un tucumano que había participado en las últimas contiendas civiles al mando de su paisano Julio Argentino Roca. Había nacido en 1849 y era veterano de Pavón. Su participación en la Campaña del Desierto le permitió convertirse en propietario de unas veinte mi hectáreas de campo en el territorio recientemente incorporado al estado nacional.
En 1882, el devenido latifundista Remigio Gil se casó con Malvina Magdalena Mason, una muchacha porteña de veinte años, hija de Tomás Mason, descendiente de irlandeses, y Rosa Agustina Funston, de origen inglés, ambos bautizados en la religión anglicana.
Después de recibir su educación en un colegio londinense, Tomás -nacido en 1842- creó, con otros parientes irlandeses, una línea de paquebotes a lo largo del Paraná y el Paraguay, lo que le permitió abastecer a las tropas argentinas durante la horrible Guerra de la Triple Alianza. Terminada la contienda, Mason era ya un instalado comerciante porteño, dedicado a los negocios inmobiliarios y a la bolsa que, desde 1854, era el nuevo negocio de la ciudad puerto. El general Gil encontró en Tomás Mason -sólo siete años mayor-, no solo un suegro, sino un apellido que vinculaba su origen provinciano con la burguesía comercial porteña -a la que habían derrotado política y militarmente en 1880- y consideró que Tomás Mason sería el mejor administrador de sus tierras.
Mason se trasladó a La Pampa y levantó la estancia La Malvina, en honor a su hija, la esposa del dueño de esas inconmensurables extensiones. La Malvina se convirtió, entonces, en el centro operativo de aquellas propiedades y Tomás Mason en su señor, lo que implicaba, como era costumbre en la época, ser jefe militar del Regimiento IV de Caballería de las Guardias Nacionales, jefe de policía y juez de paz. En esos años nació una curiosa competencia entre los distintos jefes militares del nuevo ejército nacional: fundar pueblos para asentar la capital de la nueva provincia a crearse. Así aparecieron los pueblos de General Acha, General Pico y Toay. Tomás Mason no quedó al margen del desafío. Se propuso crear una ciudad, en la tranquera misma de la estancia, a la que desde el principio pensó como la capital del territorio.
Mason era la ley y el orden en aquellos confines. Se cuenta en las crónicas fundacionales que en esos días apareció por la estancia un sulky conducido por un joven de 26 años, oriundo de una pequeña aldea de Aquitania, en el departamento de los Pirineos Atlánticos, Prechacq Josbaig. Su nombre era León Safontas y era uno de los miles de vascos franceses que habían comenzado a llegar a mediados del siglo XIX y habían prosperado en las actividades agrícolo-ganaderas en la provincia de Buenos Aires. Las leyendas locales han intentado cristalizar ese momento.
El vasquito venía, dicen, con sus ropas, un libro de gramática española, uno de matemáticas y un tercero de contabilidad. Con ellos, una Biblia en francés completaba su biblioteca. Hablar y escribir lo mejor posible el idioma local, llevar sus cuentas y orarle a su Dios eran las tareas que se proponía en el nuevo y áspero país. Don Tomás lo invitó -o lo conminó- a que instalase su rancho en donde él había pensado instalar el nuevo pueblo. Al parecer, León no tuvo -o no pudo- presentar muchas objeciones y se convirtió en el primer habitante del pueblo.
En 1892, don Tomás Mason fundó formalmente, con una modesta ceremonia, que incluyó bombas de estruendo, asado, vino y profusión de colores patrios, el pueblo de Santa Rosa de Toay. Al año siguiente, la villa contaba con ochocientos habitantes, casi todos oriundos de otras provincias o, incluso, de otros países.
Uno de esos europeos, el brandemburgués Bernardo Graff, se instaló en un lote en la localidad de General Acha para ejercer su profesión de carpintero. Allí se casó con una muchacha oriunda de Pergamino, en la provincia de Buenos Aires, Alejandra Chavero. Pergamino tuvo, en aquellos años, otro hijo con el mismo apellido, Héctor Chavero, conocido internacionalmente como Atahualpa Yupanqui. Es muy posible que el alemán se casase con alguna tía de nuestro gran trovador. La llegada del siglo XX le trajo al alemán Bernardo Graff una nueva profesión, gracias a la cual entró en esta historia. Se hizo fotógrafo y en esa condición retrató la protohistoria de aquel pueblito, tan lejano y distinto a la aldea de Spremberg, donde había nacido.



El Día de Reyes de 1895, Bernardo Graff sacó una foto en la chacrita de Safontás. Se trata de un grupo de unas 25 personas. A la derecha y comenzando con el dueño de casa se puede ver a todos los vecinos de origen europeo, mirando afirmativamente a la cámara de don Bernardo. Son veinte hombres, mujeres y niños, vestidos con sus mejores galas. Dos de los niños tienen esas grandes ruedas que se pueden ver en uno de los cuadros de Brueghel y que eran desde hacía siglos uno de los más típicos juegos infantiles. A la derecha están los criollos. Están identificados como El Indio Pancho (Francisco) y su familia. Ninguno de ellos mira a la cámara. El Indio Pancho mira al suelo, vestido con chiripá y botas de potro. Su familia,mujeres y niños, mira fijamente a los europeos. Todos ellos están de perfil en la foto. La instantánea pone en evidencia ante la historia la naturaleza de las relaciones sociales entre aquellos vascos y la población nativa. Casi todos los integrantes del grupo fueron identificados por un hijo de Graff radicado en Europa. Allí figuran sus nombres y apellidos. Está identificada, incluso, quien fue la primera maestra de aquellos niños. Sin embargo, ni un apellido ha quedado del Indio Pancho y su familia para la posteridad.
Pero no fue la actual y progresista capital de la provincia de La Pampa lo único que dejó don Tomás Mason a las futuras generaciones. Su bisnieto sería uno de los más terribles verdugos de la oligarquía reinstalada en el poder en 1976: el carnicero del Olimpo, Carlos Guillermo Suárez Mason.
Menos de diez años después de esa foto, los leoneses de la Mata ya se habían radicado en Santa Rosa, ese pueblo perdido en un inmenso medanal recientemente integrado a una Argentina que se aprestaba a celebrar su primer centenario.
Santa Rosa recibió un fuerte impulso al cambiar el siglo, cuando, en 1903, Julio Argentino Roca, en su segundo mandato, la designó capital del territorio y residencia del gobernador nombrado por el presidente de la República. Atrás quedaron las pretensiones de los pueblos de Toay y de General Acha, y del gobernador General Eduardo Pico, de ser la capital administrativa. Incluso cuentan las memorias locales que la decisión del Poder Ejecutivo Nacional se basó en un pequeño fraude de Tomás Mason. Descartado el pueblo de General Acha, los preferidos eran Toay y Santa Rosa de Toay -muy cercanas entre sí-. Alguien fijó que la decisión debía recaer en aquella que tuviera mejor agua, para lo que se enviaron a Buenos Aires sendas pruebas de ambos lugares. Como era vox populi que el agua de Toay era de mejor calidad que la de Santa Rosa, las memorias cuentan que don Tomás cambió la etiqueta de las muestras y logró que el presidente de la República asignase calidad de capital a Santa Rosa, sobre la base del agua extraida en Toay.
La decisión significó el alejamiento del general Eduardo Pico -un típico militar roquista, al igual que Remigio Gil, con la misma carrera militar que su jefe y con sus mismas virtudes y defectos- de La Pampa. Unos años después, se produjo un alzamiento de las fuerzas vivas de la localidad de General Acha en reivindicación de sus derechos como capital pampeana. Obviamente el alzamiento terminó con algunos destacados vecinos presos y conducidos, para su humillación, a Santa Rosa y, posteriormente, amnistiados.
En los años '50 la población de Santa Rosa estaba formada por comerciantes, algunos pequeños terratenientes, fundamentalmente ganaderos -los grandes vivían en Buenos Aires-, agentes inmobiliarios, algunos intermediarios en el comercio del ganado, comerciantes, empleados públicos -docentes, guardiacárceles, administrativos, policías-, la multitud de pequeños talleres ligados a la explotación agraria y el criollaje de las orillas, en el barrio de La Laguna, cuyas mujeres trabajaban en el servicio doméstico y sus hombres alternaban en trabajos rurales y changas urbanas.
Los de la Mata habían prosperado en el lejano territorio nacional. Uno de ellos puso una panadería. Otros se dedicaron a diversas actividades inmobiliarias y, posiblemente, alguno de ellos fuese prestamista, lo que hasta la aparición del capitalismo financiero a fines del siglo XX, era una actividad de bajo prestigio social.
Adela, la hermana viuda que había quedado en la aldea leonesa, inició también el camino a América. Venía con su nuevo marido, también “de abajo”, un carpintero de apellido Fernández, de quien mi padre tenía los mejores recuerdos y de quien había heredado el gusto por el trabajo con la madera.
El carpintero y Adela tuvieron doce hijos, en dos oportunidades mellizos. Todos ellos crecieron en una vieja casona sobre la calle Raúl B. Díaz, del otro lado de la estación. El tío Raúl era el hijo mayor. Vivió siempre en la casa de al lado de mi abuela. Era un hombre corpulento, simple, de modos campesinos. Había sido comisario y cuando lo conocí ya estaba retirado. Hablaba con voz muy alta y le gustaba la huerta y el trabajo en la casa. Sufría de un leve síndrome de Diógenes. Guardaba en su galponcito todo tipo de cosas que encontraba, que se rompían, que sobraban, desde motores de camión hasta trozos de alambre de diez centímetros de largo, con el argumento de que podrían servir, lo que en mi padre producía una gran irritación. Raúl se había casado con Hilda Carrizo, una criolla de origen santiagueño, grande y maciza, maestra en el Hogar Escuela que quedaba a algunas cuadras de su casa, sobre la misma calle Raúl B. Díaz, hacia afuera de Santa Rosa. Había sido creado por la Fundación Eva Perón y se inauguró unos meses antes del golpe de estado de 1955. Se llamaba, para indignación de mi padre, Hogar Escuela General Juan D. Perón. Cerca de mil niños humildes de la provincia, con problemas familiares, huérfanos o abandonados, se albergaban en él y la tía Hilda llegó a ser su directora. Mi padre y mi madre, ambos hijos de inmigrantes, guardaban una cierta distancia hacia Hilda Carrizo o, como solía decir mi padre, “las Carrizo”, pues habían sido varias hermanas. Siempre anidó en mis padres un poco disimulado desprecio hacia los criollos, que estaban en el país antes que llegaran sus padres. Había algo de repulsión a lo sucio, lo feo, lo haragán, lo gozoso en sus comentarios dichos a media voz, con miradas de inteligencia entre ellos, cuando se referían a quienes, a veces, con ofuscación, llamaban “los negros”. Había una rara ambivalencia en estos sentimientos, porque a este resquemor hacia los argentinos de muchas generaciones, se le sumaba una también desconcertante aversión hacia los españoles y, sobre todo, a su modo de hablar.
-Este gallego hace cincuenta años que está acá y todavía habla como si recién hubiera bajado del barco. Hablan con la boca cerrada y no se les entiende nada, solía comentar a espaldas de algún “gallego” con sus elles, sus eses sibilantes y sus zetas.
De grande entendí, sin participar de ellos, ambos sentimientos. Por un lado, la ideología que la inmigración encontró en su nuevo país estaba impregnada de ese desprecio al criollaje que caracterizó a los próceres de nuestra organización nacional, como Mitre y Sarmiento. Ellos, los inmigrantes, venían a imponer la limpieza, la belleza, el trabajo y el rechazo a la molicie atribuida a los criollos. Estos campesinos leoneses, según el sistema ideológico dominante, traían a ese lejano oeste que era La Pampa un aire de civilización, de orden, de progreso. Estos españoles del norte, con una piel blanca lechosa, llena de lunares y fácilmente irritable por la exposición al impiadoso sol pampeano, disciplinados por la dureza de una sociedad campesina a medio camino entre el medioevo y el capitalismo, se sentían superiores frente a unos argentinos, mesturados con indios, a los que el ejercicio de la soberanía nacional en la Patagonia -y en el resto del país, por otra parte- había olvidado por completo. No habían podido, siquiera, adquirir la rutina madrugadora, con su secuencia de actividades cotidianas, propia de la vida campesina, y que José Hernández describe en las primeras estrofas de su Martín Fierro que comienzan con la añoranza de un mundo desaparecido:
Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía
y sus hijos y mujer.
Si era una delicia ver
cómo pasaban sus días.
Habían sido arrojados a los confines de los pueblos, sin tierra y sin otra perspectiva laboral que la que el servicio doméstico podía ofrecer a sus mujeres.
Pero también, estos nuevos argentinos habían sentido algo que es casi insostenible para un niño: hablar diferente, ser diferente. En un país que tenía la urgencia de incorporar a esos millones de recién llegados, de convertirlos en argentinos hechos y derechos, y en el que la escuela pública ejercía su notable papel homogenizador, para estos niños, sus padres y tíos que hablaban diferente eran, en la intimidad de la conciencia infantil, una vergüenza, un motivo de diferenciación. Rápidamente olvidaron la pronunciación y hasta el léxico traído por sus padres. Cuando empezaron la escuela ya hablaban como se hablaba en el país, o sea, hablaban como todos. Ya no eran diferentes. La contumacia de los viejos en seguir hablando como en la aldea era -fue a lo largo de la vida de mi padre, según interpreto- una oscura sombra de ser ajenos, de no ser de acá, al fin y al cabo. Algo parecido pude vivir personalmente durante el exilio en Suecia. Mis hijas eran muy pequeñas cuando llegamos. Rápidamente, por medio de la escuela o de la guardería infantil, comenzaron a hablar sueco. Contrariamente a los adultos, los niños tienen la facilidad de poder hablar un idioma sin ninguna dificultad de pronunciación. Todavía no han terminado de aprender su propia lengua y la incorporación de una nueva es un proceso natural y sin complicaciones. No existe para los niños una cristalización en el modo de pronunciar, determinada por la fonética del idioma materno. De modo tal que se encuentran ante el nuevo idioma en la misma situación que los nativos. Así, mis dos hijas hablaban al poco tiempo de llegar un sueco con acento regional de Estocolmo perfecto y el alcance de su lenguaje tenía el de cualquier chico nativo de su edad. Mientras nosotros, su madre y yo, si bien éramos capaces de adquirir más palabras que ellos, nuestra pronunciación adolecería siempre de la imperfección, muy difícil de superar, de una lengua extraña aprendida en edad adulta. La inmediata actitud de mis hijas fue comportarse, con una absoluta naturalidad, de la misma manera que los demás niños suecos. El ser diferentes, el hablar otro idioma, comer otras comidas, no era algo que les resultase, espontáneamente, ventajoso. Recuerdo haber dado una pequeña charla sobre la Argentina ante un público sueco interesado y que mi hija Guadalupe, después de la charla, me marcara, con cierta molestia y amistosamente, mis defectos en la pronunciación. Y esto estaba planteado en una familia celular en 1980, con un fluido contacto entre padres e hijos, con una ausencia del respeto reverencial que caracterizaba a las viejas familias de principios del siglo XX. En ese momento pude imaginar lo que esto pudo significar para mi padre. Y entendí, en parte, alguna de sus fobias.
Al fallecer el último de sus hermanos, mi padre donó la vieja casona a la municipalidad de Santa Rosa con el cargo de que se hiciera una plaza que llevase el nombre de Doña Adela de la Mata. Estuve en un anochecer en la plaza, acompañado de unos amigos, en un viaje a Santa Rosa para una charla en el Concejo Deliberante. Pude reconstruir para ellos la vieja estructura de la casa chorizo. Desde la vereda se abría un portón que daba a un pequeño, muy pequeño jardín, bastante descuidado. Unos pasos más adelante estaba la puerta cancel que abría a una larga galería sobre la que daban todas las habitaciones de la casa. La primera originariamente había estado destinada a la recepción. Pero cuando la conocí estaba abarrotada de diversos mobiliarios propios de una confitería: carameleras, mostradores y vitrinas. Mi tía Evelia, solterona, fea y con un permanente chichón en la frente, era una compradora compulsiva en remates de objetos destinados a un negocio que jamás abriría. La idea de poner una confitería era una de sus obsesiones. La tía Evelia era, después de doña Adela, la otra figura dominante en la casa de la calle Raúl B. Díaz, y en permanente y sorda competencia con la otra hermana de mi padre, Pilar, una solterona modista especializada, como en una telenovela, en vestidos de novia.
En la galería había varias pajareras muy grandes, que conocí con pájaros, pero que, a medida que pasaban los años, se quedaban vacías. Una sucesión de puertas daba a cada una de las habitaciones que, a su vez, estaban comunicadas internamente. La última, inmediatamente al lado del baño, era la de doña Adela. Era una habitación imponente. Siempre a media luz, con una cama alta con respaldares de hierro, un guardarropas de tres puertas, quejoso por las noches, iluminaba con su luna la sala umbría. Un tocador con cuatro cajones guardaba con decoro las enaguas y demás prendas de mi abuela. Sobre el tocador, una misteriosa pieza cuyo origen fue motivo de grandes fantasías: una botella acostada en cuyo interior había un complicado navío de varios mástiles y amplios velámenes.
-Trabajo de preso-, decía mi papá, cuando la curiosidad infantil hurgaba por su origen.
Después venía el baño, con antiguos mosaicos, frío en invierno, fresco en verano. La disposición de sus artefactos carecía de toda lógica y guardaba un secreto que en cada viaje mi padre revelaba. El piso estaba cubierto por baldosas que tenían en su centro una flor de lis. Una de esas baldosas había sido puesta al revés, por un error de quien hizo el trabajo. Nunca fue cambiado. El placer de mi padre era encontrarla y desafiarnos a encontrarla, para mostrarnos que nada había cambiado.
Finalmente venía la cocina que era el centro social de la casa. Tenía una enorme mesa de madera con cajones donde se guardaban los cubiertos. Una cocina hecha en hierro, a leña, de las llamadas económicas, era el lugar donde doña Adela cocinaba sus famosas sopas de ajo. Una de esas grandes alacenas, con mármol negro sobre la parte inferior y vidrios biselados en la superior era el otro mueble que allí estaba desde hacía décadas. Era en la cocina donde doña Adela recibía a sus amigos del barrio: al cura párroco, a señoras a las que había ayudado a traer sus hijos al mundo. Doña Adela era una respetada comadrona de toda aquella vecindad de Santa Rosa, del otro lado de la vía, camino al Hogar Escuela.
Atrás de la cocina estaba el gallinero y el lugar para hachar la leña. Ambas tareas eran de la incumbencia exclusiva y excluyente de doña Adela. Con sus piernitas flacas y chuecas y un cuerpo que no superaba los cincuenta kilos, doña Adela preparaba diariamente los trozos de leña que alimentarían su cocina económica. Hablaba con las gallinas, recogía tiernamente sus huevos, con una ternura con la que, por lo general, era bastante avara, y les daba de comer.
Frente a la galería y separado de la casa por una cerca de plantas y alambrada, había un enorme lote que formaba la esquina. Era la quinta, también reino de doña Adela. Como he dicho, ya era grande cuando la conocí. Recuerdo verla solo durante mis primeros viajes a La Pampa, con la azada carpiendo los yuyos, doblada sobre esa tierra bastante yerma. Lentamente tuvo que renunciar a esa tarea.
La estación entonces dividía a los pueblos. El otro lado de la estación, con respecto a la plaza, era el suburbio que se mezclaba con la pampa en aquellos pueblos de principios del siglo XX. De los doce hermanos llegué a conocer a seis de ellos, incluído mi padre. Nunca se habló en mi familia sobre qué había pasado con los otros seis. La gran cantidad de hijos entonces se compensaba con una alta tasa de mortalidad. Julio, mi padre, era el anteúltimo.
En los años cincuenta, los de la Mata eran ya una familia conocida y de mucha presencia en el Territorio Nacional. La principal panadería de Santa Rosa era de Martín, hermano de Adela, un anciano de cuidada barba blanca a quien llegué a conocer en sus últimos años. La principal confitería del pueblo, La Capital, era de Oscar de la Mata, primo de mi padre. De grande aprendí el alto sentido político institucional que tenía el nombre de la confitería. No había sido sin conflictos y enfrentamientos que la aldea de Santa Rosa de Toay se había convertido en capital del territorio nacional. Había también algunos de la Mata en General Pico, el otro centro urbano de La Pampa.
Recuerdo un viaje en avión a Santa Rosa. No puedo precisar en mi memoria si fue antes o después de 1955. Pero fue alrededor de ese año. Fue la primera vez que viajé en avión. Salimos de la Base Aérea de Tandil, en un Douglas DC4 a hélice de la empresa Líneas Aéreas del Estado, LADE. El recuerdo más vívido que tengo del viaje es que nos daban chicles Adams para masticar, con el argumento de que impedían el dolor de oídos. El ruido era desvastador. La espera en la inhóspita Base Aérea se me hizo eterna. No había nada para distraer el aburrimiento de un niño. La languidez de la pista, la inmovilidad del paisaje, la aridez de las salas de espera, el lentísimo transcurrir de los minutos tienen todavía para mí un dejo de angustia que me recuerda a aquel viaje.
De aquel lejano viaje me quedó la imagen de una ciudad no muy distinta al Tandil de entonces -donde aún no habían llegado la propiedad horizontal y los edificios de varios pisos-, pero con calles de tierra. Las veredas estaban a mayor altura y todas las tardes, después de la siesta, pasaban unos camiones tanque con agua y un cañito perforado en la parte de atrás, con los que regaban las calles. Un olor a tierra mojada inundaba aquel pequeño pueblo con aspiración a ciudad, capital de la nueva provincia Eva Perón, como la llamó la convención constituyente convocada después que una ley del Congreso Nacional, en 1951, la convirtiese en provincia. Evita había impulsado, en el Senado Nacional, la provincialización del territorio, y de ahí el homenaje. Aquella misma ley también convirtió en provincia el antiguo territorio del Chaco, que pasó a llamarse Provincia Presidente Perón. Toda esta nomenclatura y las constituciones que ambas provincias se dieron a sí mismas fueron borradas brutalmente por el golpe cívico militar de 1955. No debía quedar rastro alguno del “regimen depuesto” como llamaba La Nación y La Prensa al presidente derrocado.
Pero volviendo a aquellos atardeceres de verano, junto con el olor a tierra mojada, el riego de las calles imponía una dulce frescura sobre los rigores de un verano continental con siestas de 40 grados. Y los vecinos volvían a pasear alrededor de la plaza y alrededor de la manzana frente a ella, donde estaba ubicada la confitería La Capital, en 9 de Julio y Bartolomé Mitre, en ese momento la más importante de la ciudad. Siguiendo por 9 de Julio, entonces la arteria más comercial, en la esquina con Pellegrini, se encontraba Casa Galver, la sucursal de una cadena de grandes tiendas donde mi padre conoció a mi madre y para la cual trabajó durante por lo menos treinta años.
Este tipo de cadenas de grandes tiendas, donde se compraba de todo, a excepción de comida, desde un botón o diez centímetros de puntilla, hasta ropa de cama, lencería o ropa interior para hombres habían crecido en el interior del país durante la década del veinte y tuvieron una marcada presencia hasta fines de los sesenta. Hubo varias: Galver, Aduriz, Arteta eran las más conocidas y extendidas. La aparición de pequeños negocios especializados, el crecimiento de la industria nacional, textil y de la indumentaria, contribuyeron a su paulatina decadencia. La clase media comenzó a preferir comprar en comercios de mayor refinamiento o especialización, a los que la tilinguería, siempre presente, les puso el nombre de boutiques. Las grandes tiendas, con sus inmensos salones, sus secciones perfectamente diferenciadas, sus empleados trajeados, atentos y respetuosos comenzaron a transformarse en indiferenciados supermercados, donde el autoservicio se impuso sobre el vendedor. Mi padre entró a Casa Galver ni bien terminó su educación primaria. A los 14 o 15 años comenzó a trabajar como cadete, ese muchachito que en su bicicleta llevaba las compras al domicilio de los clientes. Solía contar, cuando llegábamos a Santa Rosa en algún viaje, sobre los voladizos médanos que habían sido esos modernos barrios construidos donde hoy está la Casa de Gobierno y lo dificultoso que resultaba conducir la bicicleta cargada en aquellos arenales de otrora.
En la mitad de esa cuadra, con comercios y alguna oficina bancaria, estaba la peluquería del gran amigo de mi papá, quizás el único amigo que le conocí de sus años juveniles: Pichón Rodríguez. Ambos tenían la misma edad, ambos eran hijos de españoles y ambos habían ido juntos a la escuela. Pichón era un hombre bajo, delgado y elegante. Era muy conversador como la tradición atribuye a los barberos y tenía un estilo más suelto y desenfadado que el que mis padres usaban con nosotros. Su esposa era muy bella y también tenía un estilo desenfadado, tanto en el vestir como en el modo de relacionarse con otros hombres. Tenían dos hijos, un chico y una chica, ambos de más o menos mi edad. La muchachita era también muy bella y fue ella la que produjo mi primer rubor preadolescente al despedirla con un beso en la mejilla en alguno de los viajes.
Sobre la avenida Roca tenía su negocio el hermano menor de mi padre, Herminio, el tío Petizo. Había entrado de joven a la policía del territorio, cuando era el estado nacional el que se encargaba de la administración. Esa actividad lo llevó por distintos lugares del sur del país, a partir de la provincialización de La Pampa. Su esposa, Maruca, era mi madrina de bautismo, una mujer también pampeana de la localidad de Macachín. Con el grado de subcomisario o comisario Petizo llegó a Ushuaia.
Era la época del presidente Arturo Frondizi y, como fomento a la radicación en la Patagonia, se había creado al sur del paralelo 48 una zona libre de impuestos para los productos importados. En una época en que las mercaderías norteamericanas comenzaban a reemplazar a las británicas -casimires y poplines que habían sido las estrellas del consumo de la clase media-. Se conseguían a bajos precios, al sur del famoso paralelo, desde autos a lencería y medias importadas. El nylon, el nuevo aporte norteamericano a la industria textil y de la indumentaria, era la atracción principal. “Me lo trajeron del paralelo” era la expresión ufana de quien mostraba un par de calcetines de nylon, un tejido brillante, caluroso, impermeable y desagradable al tacto, o una caja de cigarrillos Chesterfield. Esos calcetines habian hallado la solución a la preocupación que desveló a Roberto Arlt: no se gastaban con la velocidad con que lo hacían los viejos calcetines de algodón que obligaban al consabido zurcido en los talones. Esta actividad, el zurcido de medias, solía ser la actividad propia de las tardes de domingo de las esposas de la clase media. De la misma manera, las enaguas y la lencería femenina hecha en nylon se convirtieron en el fetiche de la época. El tío Petizo había logrado, durante su estancia en Ushuaia, al sur del paralelo 48, hacerse de un importante stock de artículos importados, sobre todo hechos en el apreciado nylon. Con ello logró abrir, al jubilarse de la policía -en edad relativamente temprana, dado su servicio en zona inhóspita-, un negocio en pleno centro de Santa Rosa al que le puso el rutilante nombre de La Casa del Nailon. Este contrabando interno fue su fuente de ingresos, además de su jubilación policial, durante varios años. Cuando la diferencia de precios se terminó, con la abolición de aquella aduana seca del paralelo 48, la Casa del Nailón comenzó a proveerse de la industria nacional que ya había comenzado a incorporar la novedad textil de un nombre cuyo origen sigue siendo objeto de multiples teorías.
El tío Petizo -Herminio era su nombre- fisonómicamente se parecía mucho a mi padre. Había entre ellos una secreta rivalidad. Mi padre, quien de alguna manera sentía que había ascendido socialmente, miraba con desagrado algunos excesos plebeyos de su hermano, su afán por negocios difíciles o imposibles, sus amistades más simples y ramplonas. Petizo, a su vez, se molestaba con esta sutil, pero evidente, pedantería y se reía, como un hermano menor y buscando nuestra complicidad, de estas cosas.
Como he contado antes, la tía Evelia, la hermana mayor de mi padre, era propietaria del más antiguo cine de Santa Rosa, que funcionaba en el Club Español. Era entonces un edificio vetusto y bastante abandonado, con la estructura típica de todos esos centros y clubes que crearon los primeros inmigrantes para nuclear a sus connacionales. Afortunadamente no ha sido demolido, sino que por el contrario se encuentra en excelente estado de conservación, mejor que cuando lo conocí en aquellos años. En cada función daban dos o tres películas, la mayoría de ellas argentinas y bastante viejas. No era raro que se cortasen en la mitad de la proyección, con el consabido zapateo del público. Durante muchos años la tía Evelia fue la empresaria cinematográfica más importante de Santa Rosa. Viajaba habitualmente a Buenos Aires para conseguir sus películas y conocía a los distribuidores que, entonces y por muchos años, tenían sus locales sobre la calle Lavalle, entre Riobamba y Ayacucho.
A unas cuadras de la plaza principal de Santa Rosa estaba el negocio de la tía Lisignia o Licinia. Nunca vi su nombre escrito. Era la única hermana de mi padre que se había casado y lo había hecho con Juan Lambert, un descendiente de aquellos franceses que habían llegado a poblar el territorio nacional. Tenía un pequeño negocio, bajo el rubro de librería, donde vendía todo tipo de artículos para regalo. Juguetes de poco valor, lápices, cuadernos, chafalonías que deslumbraban mis ojos infantiles de entonces. La tía Lisignia tenía tres hijos que, por alguna razón que nunca descifré, tenían importancia en el sistema afectivo de mi padre. El mayor Juan Carlos era considerado por la familia como una especie de genio, un muchacho brillante al que cualquier futuro le estaba permitido. Jorge, el segundo, por el contrario, era una especie de Daniel el Terrible, cuya infancia y juventud había transcurrido entre graves quebraduras de brazos, accidentes de moto y expediciones de caza de jabalí. Mabel era la la hija menor y, como toda prima, fue motivo de furiosas fantasías adolescentes. Mi padre siempre admiró, de alguna manera, a su sobrino Juan Carlos, que había logrado viajar a Alemania y convertirse en algo así como una especialista en servicios de transporte urbano.
El tío Raúl y la tía Hilda, a su vez, tenían cuatro hijos. Uno de ellos era mucho mayor que mi hermano y yo. Raulito era su nombre. Era un muchacho robusto, entrado en kilos, que terminó como propietario y conductor de un camión que hacía la ruta a la Patagonia. Horacio era su hermano, con quien jugaba en aquellos veranos pampeanos, alto, delgado y con estudios secundarios. La hermana menor, Hylda, era conocida en la familia como La Cambicha. No había problemas sobre el pensamiento políticamente correcto en las familias de entonces. La Cambicha era morocha, criolla, hermosa y divertida. Su sobrenombre derivaba del éxito discográfico de la época, El Rancho de la Cambicha, cantado por Antonio Tormo. El aspecto criollo de mi prima, su color de piel, su pelo renegrido -heredado de sus parientes santiagueños- determinaron que sus padre y toda mi familia la condenaran con ese sobrenombre. El desprecio por los criollos era proverbial en la familia de la Mata. El otro hijo del tío Raúl era Julio, posiblemente llamado así en homenaje a mi padre. Era -es- menor que yo, serio y concentrado en sus cosas, según lo recuerdo. Sesenta años después de aquellas visitas lo he vuelto a encontrar en la Babel de Facebook, descubriendo con alegría que compartimos los mismos anhelos políticos.
Horacio, Juan Carlos, Jorge, La Cambicha fueron mis compañeros de juegos en aquellos veranos pampeanos. Del otro lado de la casa del tío Raúl estaban las instalaciones del club del barrio. Una cancha de básquet se convertía, en las noches estivales, en la pista de baile donde la barriada se reunía para celebrar los carnavales. Las mesas y las sillas de lata rodeaban la pista de baile. Un proscenio medio improvisado alojaba a una orquesta de las llamadas “características”. Su repertorio estaba formado por rancheras y pasodobles, a los que se sumaban éxitos del momento que los músicos convertían en rancheras o pasodobles, con sus despliegues de acordeones a piano, violines y piano.
El Club All Boys era la antítesis del humilde club de la calle Raúl B. Díaz. En la pileta y en los bailes de All Boys se encontraba la clase media alta santarroseña, con sus pretensiones de clase dominante, con sus chicas vestidas a la moda de la revista Claudia, con sus madres teñidas de rubio y levemente obesas. Mis primos no iban a All Boys. Mis padres me llevaban alguna vez, en verano, a la pileta. Allí se pavoneaban de su relativa prosperidad con los socios y socias que los habían conocido como sencillos empleados de Casa Galver.
Otra visita obligada y que dejó gratos recuerdos en mi memoria, sobre todo en la adolescencia, era a la Confitería La Capital de Oscar de la Mata. Los sábados al atardecer había una tertulia para los jóvenes y, por las tardes, a partir de las seis, era el lugar de encuentro, de miradas cruzadas, de tímidas aproximaciones de muchachas y muchachos en plena “edad del pavo”, como no sin un cierto desprecio los adultos se referían a la adolescencia. No he escuchado esa expresión en los últimos cuarenta años. O los adolescentes ya no son tan pavos o los adultos han comenzado a entender de otra manera esa difícil etapa.

lunes, 25 de julio de 2016

Verso satírico al modo de Quevedo, dedicado a un mandatario de estos lares


Érase un hombre de ignorancia crasa,
Érase un no saber superlativo,
Érase un jumento medio vivo,
Érase una larva de mente escasa,

Era una vacía y poco usada taza.
Érase un suelo yermo y sin cultivo,
Érase un vacío grande y esquivo,
Un Francisco Sabio de inversa raza.

Érase el saber de una ternera,
Érase un monumento al caballito,
La Santa Biblia de ignorancia era;

Érase un burrísimo infinito,
Basto percherón, ciega lumbrera,
Inculto garrafal zonzo y ahíto.

Buenos Aires, 25 de julio de 2016.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Carola y el Bocha, una historieta de amor

Revolviendo viejos papeles me encuentro con este relato escrito bajo otros cielos, cuando el futuro era aún un sueño a vivir y los años no nos habían enseñado que la vida es esto, hermosos recuerdos que dan luz a un presente que, afortunadamente, no termina de escribirse.


-Pero ¿es que no te das cuenta, pibe, que vos estás enamorado de la mina esa, le dije al Bocha, como a las cuatro de la mañana, un primero de enero, con la voz pastosa y una muy dudosa articulación.
Un primero de enero, repito, para justificar las botellas de vinmo vacías que hacen guardia sobre la mesa del living de casa, mientras un anciano Floreal Ruiz frasea morosamente desde el estereofónico.
Llevamos días hablando.
Y tomando. Ha venido desde Copenhague a pasar las fiestas a Estocolmo. Lo cual es sólo una manera de decir. Porque levamos ya una semana sin salir de Jakobsberg, haciendo diarias visitas, higiénicas diría para acertar con el carácter carcelario que tienen, al almacén de bebidas alcohólicas del pueblo (almacén que, como se sabe, es monopolio del estado sueco y que constituye la única empresa de ventas del mundo cuya finalidad es vender cada año, cada mes, cada semana, cada día, menos que el anterior y que, recurriendo a las modernas técnicas de mercado hace publicidad en contra de los productos que ofrece al consumo. En las vidrieras se pueden ver exhibidos diversos tipos de bebidas alternativas llamadas vinos sin alcohol -como si dijéramos bife de chorizo sin carne- y coloridos avisos alentando al consumidor a evitar la ingestión de los nocivos brebajes que allí se despachan), celebrando nuestro encuentro, recordando una Argentina lejana, en la que todavía vivía Perón y en la que generales de gorra, imbéciles y fanáticos, todavía no estaban lanzados a una matanza ciega y absurda. Y ocurre que este Bocha -que existe, que es real, que cualquiera se lo puede encontrar en una calle de Buenos Aires cualquier atardecer- es el protagonista de una historia de amor que empezó hace años, pero que se catalizó, digamos, cuando yo pronuncié las palabras cabalísticas que dan inicio a este relato.
El Bocha me contaba de su vida en la provincia, en el norte, en una ciudad pequeña y tranquila, con siestas hasta las cinco de la tarde, con noches cálidas, cuando los vecinos sacaban las sillas a la vereda y la cuadra se convertía en un ágora con cielo estrellado para comentar las novedades del día en un español lleno de agudos giros en guaraní. Me contaba de su vida con la Graciela, como intelectual de izquierda en una capital de frontera, del restaurante del padre, de las largas sobremesas con el gobernador y el jefe de la CGT, de las discusiones sobre Bergson y Heidegger con el senador nacional peronista. El Bocha era feliz entre los suyos. Durante el día era el redactor político y de actualidades en el diario local. Por la noche alternaba las amables tertulias con reuniones del sindicato de prensa, del que era secretario general, y del partido, en el que ocupaba el mismo cargo. Las ardorosas polémicas de Buenos Aires le sonaban misteriosas e histérica, obsesiones lejanas que lo tenían sin cuidado.
Porque fue en esos días que aprovechamos la nieve y el frío para pasar revista a nuestros últimos diez años. Y así fue como me contó de su clandestinidad de dos años y su destierro de cuatro, antecedentes estos necesarios para comprender la arquitectura del destino del Bocha.
En el año 75, un coronel a cargo del destacamento militar de la provincia es sorprendido por un ataque terrorista al cuartel, mientras se encontraba disfrutando de las refrescantes bondades de la pileta de natación del casino de oficiales en una provincia vecina. Demás está decir que la lejanía del coronel del lugar de los hechos fue simétrica al furor represivo que dos días después desató sobre el conjunto de los, hasta ese entonces, afables vecinos. Dos inocentes ciudadanos, sin filiación política conocida, totalmente ajenos a la provocación armada, fueron las víctimas de la ira del guerrero. Y el Bocha saca al día siguiente una declaración protestando contra la arbitrariedad represiva. Una declaración redondita, delimitándose del ataque armado, defendiendo el gobierno constitucional, repudiando loa métodos elitistas -como se decía por aquel entonces- pero, claro, defendiendo la vida y la seguridad de los ciudadanos. Y el coronel le chumba los perros. No quiero entrar en los detalles acerca de la cobardía y el cinismo del desprevenido oficial porque, entre otras cosas, el Bocha me ha prometido contarlos él mismo, pero la cuestión es que ese día y de repente cambió su vida tan radicalmente como la del gaucho Cruz aquella noche fatal en los pajonales de la pampa. Un decreto fulminante los pone a él y a su mujer, la Graciela, a disposición del Poder Ejecutivo. El Bocha se zafa y la Graciela va a parar a Villa Devoto, embarazada de cuatro meses. Martín y Cristina, los hijos mayores se quedan con los abuelos. La impotencia bélica del coronel se convierte en omnipotencia burocrática.
El Bocha y la Graciela se vuelven a encontrar dos años después en Copenhaghe, ella “optada”y él, simplemente, escapado, después de haber vivido sin nombre ni domicilio en varias decenas de los cien barrios porteños. Y como ha pasado tantas veces en esta vieja historia de exilios, fugas y arrancamientos que vivimos los latinoamericanos, no se reconocen, sus cuerpos han adquirido huellas que ya no son comunes, la imagen de la memoria ya no coincide con esa máscara nueva y extraña. Han vivido una vida distinta y son distintas las condiciones de su relación. No deciden separarse, me dice el Bocha, sería ridículo.
- Ya lo decidió por nosotros un oscuro y siniestro coronel. Más bien decidimos no volver a juntarnos.
Y así llegamos al momento en que, mientras prepara una pata de cordero al horno, el Bocha la nombra a Carola. Mejor dicho empieza a hablar sobre los hijos de Carola y la importancia que, según él, tuvieron para sobrellevar aquellos dos años de inexistencia.
Diecisiete años tenía Carola cuando se casó. Acababa de salir del Mallincrodt, iba a las misas del padre Mujica, enseñaba en catecismo en no sé qué cotolengo de extramuros y decía “¡Qué bárbaro!”, cuando algún iluminado amigo de su novio le explicaba los ocultos mecanismos de la renta diferencial en la acumulación de excedentes del sector agrario. Sabía hacer petit point, pero no había tenido nunca la oportunidad de ir a la feria a comprar lechuga o batatas. Porque Carola era una bacancita. Su familia se remontaba a los tiempos de Juan de Garay y contaba con ministros, jueces, cancilleres y generales, nutridos durante centurias por la feracidad de las pampas y la virilidad de los toros. Inexperta como pocas en las tristes penurias de los hombres y las mujeres que vivían del otro lado de las avenidas Santa Fe y Pueyrredón -límite catastral para su mundo afectivo- Carola era dulce, alegre y leal. Amaba a su abuela y a su padre y tenía un extraño sentimiento hacia su madre, una severa y enjuta presidenta de varias organizaciones de beneficencia.
A los diecinueve años, Carola tenía dos hijos y su matrimonio destruido. En su departamentito de un ambiente, atiborrado de elegantes regalos de casamiento -entre los que se contaba una bandeja de plata firmada por el presidente militar de la época de su boda-, Pedro, su marido, le confiesa que ha dejado de quererla -Carola nunca supo si a ella o a su matrimonio-, que hay otra mujer, que se va y que, bueno, que lo perdone. Y el mundo de Carola, esa noche, parecía el Palacio de Invierno de Petrogrado después que Antonov-Ovseienko, revólver en mano, interrumpió la bizantina intimidad de los Romanof. Eran alfombras persas pisoteadas por bastas botas de madera, gobelinos colgando desgarrados, porcelanas hechas astillas contra la pared. Un mundo en derrumbe. Una insurrección de la realidad.
El Bocha me cuenta que la encontró a Carola y a los chicos en el garete de sus primeros años de naufragio en Buenos Aires. De inmediato decidió tomar a la familia bajo su protección. Esperaba a los chicos a la salida de la escuela. Los llevaba a pasear. Le bancaba los mambos a Carola cuando los bajones la tiraban a la cama durante dos días seguidos. Pero más me contaba de los pibes. Del petisito que se largó a caminar con él una tarde de primavera bajo la estatua de Rubén Darío. Del mayor, que pretendía jugar al padre y al novio de una Carola que atravesaba el enardecido tirar de chancleta propio de toda recién separada.
En la helada tristeza del invierno boreal el Bocha me contó cómo los pibes de Carola habían llenado el agujero inmenso que le habían dejado los suyos. Les enseñaba malas palabras en guarní. Se quedaba en casa cuando alguno de ellos se enfermaba se alegraba con cada éxito en el jardín de infantes.
La pata de cordero se va asando lentamente, mientras la cocina se llena de un fuerte aroma a ajo. Camina, el Bocha, de un lado al otro y gesticula, se ríe, espanta el recuerdo de una Graciela pariendo a su hijo menor en la enfermería de Devoto, resucita la imagen de un encuentro con sus hijos en un taxi, el agujero en el pecho, cuando los despide en el Aeroparque, hasta quien sabe cuando. Y el refugio en la casa de Carola, el hogar prestado, la mano de Carola en el hombro,
- Un poco de chocolate, loco, si no te morís.
Pero todo su relato no es más que la justificación para introducir a Carola, como una figura secundaria, presentarla, decirle a los espectadores: aquí está, véanla, este personaje me lo guardo para el final, la entrego de a cachitos, van a ver cómo ella sola se hace cargo de la escena cuando menos se lo esperan.
Y cuando ya entramos en el año 82, y los recuerdos de los pibes comienzan a agotarse, irrumpe Carola, con la majestuosidad de una prima donna, cosa que sucede, vuelvo a decir, en el momento en que, gran demiurgo de almas ajenas, le reprocho al Bocha por no advertir su verdadero sentimiento.
Los ojos se te pusieron más saltones que nunca, te quedaste mirando el negro infinito que bostezaba en la ventana y el gallego Floreal Ruiz nos explicaba:
Yo soy aquel muchacho soñador
que hallaste tú, cargado con la anemia
de su vida bohemia de ensueño y de dolor”
con tono compadre y canchereando la voz para que no se noten los años. Sería hacer ejercicio ilegal de la medicina si me pusiera a explicarte las cosas que te pasaron por la cabeza, pero estoy seguro que la viste a Carola, que en la negra pantalla de la ventana, apareció el rostro redondo de Carola, sus ojos grandes y oscuros, sus largas pestañas barriendo el humo del living, que la viste tal como te la habías imaginado en tus sueños, tal como nunca te lo habías permitido antes, como una mujer con la que podías encontrar la ternura que estabas buscando desde el día que el coronel te la expropió. Apagaste el televisor de la ventana, me miraste sonriendo y me dijiste:
- Sabés que tenés razón, flaco, estoy enamorado de Carola. ¡Uy, qué grande, y no me había dado cuenta!
El Bocha le escribe a Carola desde Copenhaghe a los pocos días. El poder ejecutivo le ha levantado la captura. Puede volver cuando quiera, cosa que hará en el término de cinco meses para casarse con ella. A los tres meses no ha recibido ninguna respuesta.
-No ves que soy siempre el mismo boludo, me dice por teléfono. Me largo a la pileta sin preguntar si tiene agua. Me trabajo la croqueta, me engrupo yo solo. Un gil, un gil a cuadros, eso es lo que soy.
Y yo, sintiéndome cómplice de su berretín, le pido paciencia, le explico que son decisiones que no se toman de un día para el otro, y la puteo mentalmente a Carola por su frivolidad y su falta de consideración hacia mi amigo, sin animarme a confesarle la simplista generalización de que las argentinas son todas unas reventadas con las que no podés jugar de blandito.
En el sobre decía bien claro: Tacuarí 578, cuarto piso, Buenos Aires. Si no hubiera sido una declaración de amor, si no se hubiera traado de un documento con el que alguien se jugaba un sueño, una ilusión, una fantasía esperanzada de una noche de copas, la carta hubiera llegado puntualmente a las manos de Carola, con la diligencia de una boleta de la luz. Pero, porque la carta era todo eso para el Bocha, y era para Carola el reencuentro con su mitad perdida, el fin de sus días de desasosiego, soledad y neurosis, la empresa nacional de correos y telecomunicaciones la envió a la provincia de Buenos Aires, a cualquier pueblo que tuviera una calle Tacuarí. El rectángulo de papel recorrió las somnolientas oficinas de Rauch, General Villegas, Cacharí y la travesía podría haberse prolongado durante años.
Alguien se apiadó de nuestros héroes y la remitió por fin al domicilio correcto. Tres meses habían pasado entre la tarde que el Bocha despachó su transatlántica proposición matrimonial y la mañana en que Carola la leyó y, de inmediato, pidió una comunicación de larga distancia a Copenhaghe, Dinamarca.
Te miro, Carola, después de cinco años de ausencia. Seguís teniendo tu casa, algo más grande, atiborrada de regalos de casamiento. Ya no es Floreal Ruiz, como en Jakobsberg, es León Giecco el que desafina. Me estás haciendo un embarullado resumen de estos cinco años de tu vida. Ya no hay más misas del padre Mujica y no catequizás más a niños discapacitados. Tenés un consultorio con diván y foto del tio Sigmund. Seguís diciendo ¡Qué bárbaro! y tus pestañas siguen agitando el rayo de sol que irresistiblemente brilla entre tu sillón y el mío. De pronto, tu voz pronuncia palabras conocidas.
- Pero es que no te das cuenta, pibe, que vos estás enamorado de la mina esa, me decís que te contó el Bocha que le dije, como a las cuatro de la mañana, un primero de enero, con la voz pastosa y una muy dudosa articulación.

Jakobsberg, 1983

lunes, 2 de mayo de 2016

Esteban, el archivero

El día que Esteban Olofsson comenzó a trabajar en la redacción nadie reparó mucho en él. Alguno pensó o quizás llegó a comentar en voz alta y para sí mismo: “Medio raro el pibe nuevo, ¿no?” Pero no pasó de eso.
Esteban había venido a reemplazar al ayudante de archivo, un venerable anciano coleccionista de mariposas que había fallecido con la dignidad de un cardenal: en un hotel alojamiento, a caballo de una joven barragana, una correntina de piel suave y mano maestra. La poca atención que su llegada despertó estaba posiblemente causada por la extendida creencia en la moderada excentricidad de todos y cada uno de los miembros del meticuloso y paciente gremio de los archiveros. Su aspecto exterior tampoco era motivo de curiosidad, a excepción del hecho de que sus ojos celestes aguados no hacían juego con el negro reluciente de su cabello ondeado y de su hirsuta y tupida barba. Su ropa era humilde, pero de atildada prolijidad. No tenía, claro, la elegancia exhibicionista y afectada del jefe de redacción, ni el abandono estudiadamente bohemio y violento del jefe de cultura, pero en descargo de Esteban puede decirse que tampoco tenía la responsabilidad diaria de comer con directores de Relaciones Públicas del primero, ni la obligación nocturna de acostarse con pintoras objetivistas y poetas epilépticos del segundo. Pantalones de franela gris, un poco cortos y demasiado angostos en la bocamanga y un saco de paño verde claro, con solapas finitas y que seguramente venía usando desde hace unos ocho años a esta parte, constituían, junto con una antigua corbata bastante gastada a la altura del nudo, su indumentaria cotidiana. Su tan poco criollo apellido lo había heredado, al igual que los ojos aguachentos, de su padre, un sueco ingeniero y dipsómano, que había llegado al país durante la década del treinta. El cabello negro le venía a Esteban de una maestra jujeña, que alguna vez se había enamorado del castellano ingenuo y champurreado y del título de ingeniero del sueco y que, así, había llegado a ser su madre. Años después de su nacimiento, el ingeniero, obligado a elegir entre la fidelidad a Lucas Bols y a Luisa Cabrera, prefirió los placeres del holandés a los cuidados de su desilusionada esposa. De esa separación, Esteban sólo recordaba las mudanzas frecuentes de su madre y las esporádicas visitas de su lacónico padre.
La primera manifestación de Esteban lofsson que causó cierta impresión fue cuando le explicó a uno de los cadetes que vivía en un cine. Contó que alquilaba una piecita en la parte de atrás de una sala de barrio en Pompeya y que la entrada obligatoria era por la platea. Había que cruar el oscuro galpón y entrar por una puerta al costado del escenario -recuerdo de cuando el local recibía las visitas de las compañías radiales con obras tales como “Cantando amores y penas, ahí va el Tape Lucena” o “Historia de meta y ponga en una pensión mistonga”- y que hoy estaba ocupado por un telón y varias hileras de butacas rotas y en desuso. Confío también que el único problema era el hecho de la ducha, un calefón a alcohol, estaba en la parte de adelante, en el foyer, por así decir, y que a veces resultaba molesto interrumpir a los escasos y somnolientos espectadores para darse un merecido remojón.
Poco tiempo después comenzó a circular el rumor acerca de la memoria prodigiosa de Olofsson. Se comentaba que era capaz de tener archivados en su cabeza los datos más inverosímiles. No faltaron, por supuesto, las comparaciones con el memorioso Funes. Alguien sostuvo que Olofsson le había dicho sin equivocarse la producción anual de tractores en la Unión Soviética entre los años 1930 y 1956. Otro aseguró que el nuevo archivista era capaz de recitar sin el mínimo margen de error la exportación argentina anual de centeno, trigo y maíz y la cantidad de toneladas que cada país cliente había comprado a lo largo de las décadas del 40, del 50 y del 60.
A partir de ese momento comenzaron a hacerse apuestas sobre preguntas imposibles de contestar e, invariablemente, Olofsson evacuaba sin hesitar los interrogantes absurdos e inútiles de los apostadores.
-¿Cuántas toneladas de carne para el consumo entraron en la Capital Federal en 1974?
- 302.182.3 toneladas, distribuidas de la siguiente manera: 204.728,4 toneladas de carne vacuna; 3.781,4 toneladas de ovina y 92.672,5 toneladas de porcina, respondía Olofsson impertérrito. Las estadísticas eran su pasión y a ellas, o mejor dicho a su lectura, dedicaba su tiempo libre.
A raíz de esta faceta de su personalidad sus compañeros comenzaron a interesarse en él y, poco a poco, fueron descubriendo nuevos aspetos que Esteban confiaba con naturalidad. Desde hacía diez años estaba suscripto al Boletín Estadístico Trimestral, que leía con fruición, alegrándose con los aumentos periódicos en la producción de nuevos en la provincia de Entre Ríos y desconsolándose con la caída del tung en Misiones. Las inundaciones y las heladas tardías sumían su espíritu en una honda congoja, solidario con la perspectiva de una disminución en la existencia de vacunos en el partido de Las Flores o en la próxima cosecha papera en la zona de Balcarce. Durante el curso de estas conversaciones fue revelando también su desprecio profundo por el género novelístico y, en general, por cualquier tipo de literatura o, más aún, de expresión artística que no se limitase a la mera y concreta comunicación de datos. Según su propia confesión, el estilo que más le interesaba era el de las tablas ordenadas en rubros y años, seguido por el más pictórico de los diagramas y las curvas y, por último, lo que el mismo llamaba la prosa, o sea la enunciación de corrido de cifras, años, cantidades y porcentajes, sin orden ni tabulación.
Al cine, como espectador, había ido una sola vez en su vida, cuando tenía diecisiete o dieciocho años y, desde entonces, había prescindido sin ningún esfuerzo de invertir el costo de la entrada en un pasatiempo que, según sus propias palabras, “no le reportaba ningún conocimiento ansótico”.
Esta afirmación produjo, como era de esperar, una nueva sorpresa entre los compañeros de Esteban. Y dio lugar al descubrimiento de otra de sus características personales. Esteban Olofsson inventaba palabras, mejor dicho, adjetivos. Pero lo hacía sin caer en cuenta que estaba utilizando vocablos cuyo significado era absolutamente desconocido para el resto de la gente. Y cada vez que alguien le pedía una definición un poco más precisa de lo que realmente quería decir, miraba al confundido interlocutor con un disgustado reproche por la exigüidad de su vocabulario. Así una foto de un general requerida por la página de política podía ser loligante, en cuyo caso debía entenderse que el militar en cuestión había sido inmortalizado en alguna posición o gesto ridículo, en tanto que una instantánea que favorecía el mejor perfil del interesado se convertía, en la adjetivación de Esteban, en un retrato yinsamo.
A eta algura Olofsson se había convertido en tema permanente de conversación para los, entre intrigados y sorprendido, chupatintas del mensuario político y económico Analizado.
La revista atravesaba, entonces, uno de los peores momentos en su accidentada y penosa economía, lo que había tenido como consecuencia una pronunciada disminución en la ya escasa voluntad de trabajo del levemente supernumerario staff. Ello hacía que los ratos de ocio ajedrecístico y de conversación creativa hubieran aumentado sensiblemente. Durante esas interminables pausas las manías de Esteban acicateaban la curiosidad y la vena mordaz de los otros miembros de la redacción.
Fue en esa época que un nueva telefonista se integró a las filas de la revista, donde el número de hombres era inmensamente superior. En realidad, sólo tres chicas integraban el equipo permanente: la cajera, la cronista de modas y la nueva.
Esteban estaba sentado en la pequeña pieza donde funcionaba el bastante extenso archivo fotográfico, ordenando el fichero, como todas las mañanas, cuando la joven entró para saludar y presentarse:
- Hola. Me llamo Marta Gutiérrez y parece que vamos a ser compañeros, dijo con tono simpático y cálido.
Marta tendría alrededor de 25 años, de cabellos castaños y ojos de un marrón ámbar. Vestía como la mayoría de las oficinistas porteñas, con una mezcla de audacia y pudor, y su silueta, si bien agradable, no hubiera desencadenado las miradas turbias de deseo se encendían cuando alguna modelo de moda, tapa de Gente y comensal en los almuerzos de Mirtha, venía a conversar con el jefe de cultura, una vida dedicada a imitar a Norman Mailer.
Cuando la joven siguió su recorrida de presentación, Esteban salió de su jaula de vidrio y, dirigiéndose al escritorio más cercano, exclamó, con los ojos más fluviales que nunca:
- ¡Es impepinable!
Y volvió a sus fotos y fichas.
A partir de esas palabras misteriosas, comenzó a expresarse otro de los extraños rasgos de la personalidad de Esteban Olofsson.
Como en todas las redacciones del mundo o como en todos los lugares de trabajo del mundo, los periodistas de Analizado habían llenado las paredes de la oficina con recortes, títulos, fotos, afiches y ocurrencias del más variado tipo y gusto. Y como en todas partes donde el personal es predominantemente masculino había una gran profusión de fotos de mujeres bellas, vestidas y semivestidas, pero aún las más audaces hubieran pasado holgadamente los estrechos marcos de la censura criolla. Desde una perspectiva también varonil, podía decirse que eran elegantes y de buen gusto, aún cuando solían provocar un ácido comentario, en todo irónico, de la cajera, una estudiante de Ciencias Económicas, recientemente iluminada por la onda del feminismo.
De acuerdo a sus gustos, Esteban hasta ese momento había pegado algunos recortes de La Razón que daban cuenta de algunas cosechas récord de manzanas en Río Negro, de la zafra tucumana y de transistores en Japón. Pero a partir de la llegada de Marta Gutiérrez, el decorado de su oficina comenzó a sufrir transformaciones importantes. Primero pegó unas cinco o seis fotos de muchachas en traje de baño tomadas de viejos almanaques de la década del cuarenta. Los colores estridentes de las ilustraciones ponían algo de alegría a la gris atmósfera del archivo. Pero esta novedad pasó casi desapercibida para el resto del personal.
Después agregó a la decoración otra serie de mujeres, también de la misma época, a juzgar por los peinados. Pero estas ya estaban completamente desnudas, aunque en posiciones reposadas y discretas. El cambio fue observado ya por alguno de los redactores quien, con un chiste, comentó el hecho con el propio Esteban.
A los pocos días ya nadie pudo evitar la sorpresa, pues al entrar al cubículo de Oloffson, cada periodista era asaltado por un abigarrado mosaico de pechos, piernas, caderas, brazos y provocativas sonrisas femeninas, que, desde las dos paredes sin estantería, se abalanzaba sobre el visitante. No había un milímetro de revoque que no estuviera cubierto por una turgencia impresa en papel ilustración. Incluso el techo era una especie de Juicio Final de nalgas, muslos, cinturas y pubis de mujer en las más distintas posiciones, de pie, acostadas, sentadas, de frente, de costado, de atrás, haciendo gimnasia, bañándose, desayunando, en posturas yogas, rezando, sentadas en el inodoro, depilándose las axilas, andando a caballo y hasta confesándose en una iglesia.
También la conducta de Esteban Olofsson había cambiado. Más silencios y concentrado que habitualmente, se pasaba horas sentado junto al conmutador donde Marta Gutiérrez trabajaba,mientras rebuscaba eternamente en uno de los cajones con fotos y recortes.
Todos comprendieron que Olofsson estaba enamorado de la simpática, aunque seria, telefonista Marta Gutiérrez.
Poco a poco, el archivista no se limitó al reducido espacio de su oficina. Comenzó a pegar fotos sacadas de revistas francesas y alemanas en todas las paredes de la redacción. Y cada vez sus temas eran más audaces. Y la actitud de sus mujeres más desvergonzadas.
A los quince días de haber comenzado con esta insólita declaración de sentimientos, apareció na pequeña foto pegada al lado del conmutador. Representaba a un niño de unos seis o siete años y estaba tomada en algún lugar de veraneo de las sierras de Córdoba. Era un chiquito de pelo renegrido que miraba tímidamente a la cámara y no sabía que hacer con las manos. Al día siguiente apareció otra foto debajo de la primera. Ahora era un joven de unos dieciocho años, que tenía la misma mirada incolora de Esteban y a su lado una adolescente con el uniforme de una escuela de monjas. Ninguno de los dos sonreía. No tardó en aparecer una tercera fotografía, esta vez de un conscripto en una plaza, serio también y con los mismos ojos blancos de las estatuas.
Sin que nadie lo pudiera evitar la oficina central de la redacción se convirtió en el curso de unos pocos días en una galería pornográfica, donde no se podía reposar la vista sin que el distraído periodista se convirtiera en testigo de un coito anal, una escena de bestialismo o, simplemente, una masturbación femenina. Mientras tanto, Esteban se había vuelto tan callado e inaccesible que ninguno de sus compañeros se animaba a interrumpir su afiebrado romance.
Un día, durante el curso de este empapelamiento desenfrenado, Marta Gutiérrez, que hasta entonces era perfectamente ignorante las pretensiones románticas de Esteban y simulaba ignorar lo que las paredes gritaban,entregó a todo el personal de la redacción un sobre blanco dentro del cual una tarjeta de cartulina expresaba con delicada letra inglesa:
María Gutiérrez
Participa a Ud. de su matrimonio
con el contador público nacional
Norberto Rasso. La ceremonia religiosa
tendrá lugar el de agosto de 197 ,
en la iglesia de San Pedro Armengol,
Gerli, Lanús.
Los novios saludarán en el atrio.
Todos miraron hacia la oficina del archivo. Esteban Olofsson, con los ojos más inexpresivos que nunca, miraba hacia un horizonte inexistente, con la tarjeta entre las manos. Nadie se animó a conversar con él sobre el anuncia y él se mantuvo silencioso durante el resto de la tarde.
A la mañana siguiente, cuando uno de los cadetes llegó a la redacción encontró que las paredes estaban ennegrecidas y que un picante olor a papel y tinta quemados hacía el lugar virtualmente irrespirable. Alguien, durante la noche había prendido fuego a todas las fotos que ilustraban las paredes de la oficina central y del archivo. Nada de la revista se había estropeado, al margen del feo color que mostraban las paredes. Lo que hasta el día anterior había sido una bacanal gráfica se había convertido en un grueso hollín que se disolvía al más leve roce.
Esteban Olofsson nunca más volvió a la redacción. Y nadie se preocupó demasiado en denunciar lo ocurrido. Sobre el tablero del conmutador había dejado una foto 4x4 de él mismo. Una leve sonrisa se le entreveía debajo de la áspera barba.
Jakobsberg, 1980.