sábado, 11 de julio de 2020

Sifrinos venezolanos y atorrantes mercosurianos

Sifrinos venezolanos y atorrantes mercosurianos
El barrio donde vivo en Caracas no es un barrio, es una "urbanización". El barrio, acá en Venezuela, es una barriada pobre, de chabolas y casillas, de mucha arepa y poca leche. Un barrio es un barrio de negros, de desdentados, de chavistas en suma. La gente como la gente vive en "urbanizaciones". Mi urbanización, entonces, se llama Sebucán. El nombre recuerda un viejo instrumento de piedra con el que se escurría la pasta de maíz.
Sebucán es un barrio casi privado, con torres de trece o catorce pisos rodeadas de muros, muchos de ellos electrificados, con garitas de seguridad en la entrada, con piletas de natación y reposeras en los amplios y tropicales jardines y una miríada de 4 x 4s. Llenar el tanque de una de ellas cuesta la ridícula suma de 3 pesos con 50.
A poco de llegar pude observar en los postes de la luz y en otros lugares muy visibles, unos primorosos afiches anunciando la actuación exclusiva en un hotel de los célebres Bossa'n Roses. El pubis de una muchacha cubierto con una escuetísima tanga y su mano bajo el triángulo de tela rascándose vaya a saber qué era el icono de la publicidad. No presté mayor atención al anuncio ya que muchas otras cosas tenía para conocer en Caracas antes que un, para mí, ignoto conjunto llamado de esta paródica manera.
El viernes, a la semana de haber llegado recibo, desde Buenos Aires, la llamada telefónica de una amiga brasileña, seguramente con la finalidad de constatar que efectivamente me encontraba en Caracas. Mi amiga Luiza frecuenta dos lugares claves para la colectividad brasileña en Buenos Aires, Maluco Beleza y el Bar da Bahia, situados uno enfrente del otro en la cuadra de trasnoche de la calle Sarmiento. Me cuenta que se encontró con Joazinho en el bar da Bahia, quien le contó que viajaba a Caracas con su conjunto para dar un recital. Joazinho –que se llama de otra manera- es un "negão", de dos metros de altura, un guitarrista fantástico que solía tocar en Maluco Beleza y al que alguna vez invité a algún programa de radio, de esos que hacemos para tratar de instalar en los porteños la idea del Mercosur cultural. Joazinho es simpático, buen tomador de caipirinha y de cuantas cosas suele ofrecer la calle Sarmiento al 1700 a las tres de la mañana. Me cuenta Luiza que le dio mi teléfono a Joazinho quien me va a llamar para invitarme al recital. Le agradezco a mi amiga haberse acordado de este pobre autodesterrado y me quedo a la espera de que Joazinho me llame.
Unas horas después estoy conversando en portugués con mi amigo guitarrista. Me dice que tiene reservados dos lugares para mí y que vaya un rato antes de las 10 de la noche a la habitación número tal del Hotel Eurobuilding. Carola, mi amiga venezolana, me informa que se trata de un hotel cinco estrellas de alto nivel internacional y que se encuentra en un lugar donde el Metro no llega, de manera que me tendré que gastar unos bolívares en taxi.
A las 9 y 30 llego al hotel que es, por cierto, majestuoso en ese estilo carente de estilo que caracteriza a los hoteles internacionales, esos "no lugares" que tan bien ha descrito Paul Ricoeur. Joazinho baja a buscarme al inmenso y despersonalizado lobby y subimos a su habitación. Allí me encuentro con un primo de él, otro simpático bahiano que toca el bajo eléctrico y con quien también he tomado algunas cervejas en el bar da Bahia, y con dos argentinos, un guitarrista y un flautista. Charlamos un rato hasta que los vienen a buscar para ir a los camarines. En los pasillos nos encontramos con Conce, una bonita bahiana encargada de la percusión, y con Natalia, una preciosa flaquita porteña cuya función en el grupo se me escapa.
Los camarines están provistos con todo tipo de bebidas y viandas. Johnny Walker Etiqueta Negra, Ron 1792, vinos chilenos, además de cientos de latas de gaseosas y agua preparados para acompañar tres o cuatro inmensas bandejas de fiambres y de frutas, más una incalculable cantidad de sándwiches y saladitos de toda especie. Los amigos músicos me cuentan que ya han venido dos o tres veces a Caracas y que les va muy bien. Ahí me entero que la entrada al recital en este lujoso hotel ha costado 290 bolívares fuertes, es decir unos 85 dólares. No deja de sorprenderme el alto precio de la entrada, habida cuenta de lo desconocidos que son en Buenos Aires, ciudad donde residen y a duras penas pueden pagar el alquiler y han sido muchas las veces en que hemos tenido que dejar debiendo algunas cervezas hasta la próxima vez.
Me despido de ellos, deseándoles mucha mierda, cómo se hace en Buenos Aires, y me voy al salón para presenciar desde allí el recital. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con aquel afiche que vi en Sebucán, a poco de llegar, pero esta vez en tamaño gigante. La tanguita de la muchacha alcanza para cubrir a un elefante durante la lluvia y su mano gigantesca se pierde ahora en insondables anfractuosidades. Estaba, ni más ni menos, que en el recital de los famosos Bossa'n Roses, que con el auspicio de Globovisión, El Universal, Telefónica, Cerveza Solera y no sé cuantas otras firmas de similar calibre, se presentaban en exclusividad ante el selecto público caraqueño en condiciones de abonar 85 dólares de entrada y el doble por cada botella de Etiqueta Negra. El público estaba formado por hombres y mujeres de entre veinticinco y cincuenta años, con ropas en lo que lo principal era la marca: Tommy Hilfinger, Prada, Versace, Kenzo, Dulce y Gabana. La multitud parecía una publicidad de un free shop. Las mujeres, todas sin excepción, cualquiera fuese su edad, se habían hecho las tetas. Unos enormes y redondos montículos abultaban sus vestidos, sus remeras, sus blusas y se desbordaban duros y turgentes de sus abismales escotes. Con todo esa cantidad de siliconas se podría haber hecho un símil plástico del monte Avila, cuya concesión podría darse a algunas de las empresas auspiciantes, para que este mismo público lo visitase sin necesidad de mezclarse con el oscuro populacho que ha comenzado a conocerlo desde que este orate de Chávez quitó la concesión privada y rebajó la entrada al cable carril de 60 bolívares a 25.
Amigos, estaba en una verdadera fiesta escuálida, libre de toda contaminación de la chusma, escuálido puro de oliva, el más ramplón chetaje que alguna vez haya visto. Había movileras de Globovisión tratando de entrevistar a los músicos y al público, entre los que seguramente se contaban cientos de conocidos y conocidas, con maquillaje recién compuesto en el baño, después de meterse en las narices una línea de cocaína sobre la tapa del inodoro. Y desde el escenario mis amigos comenzaron a interpretar un repertorio tipo cover, en inglés, de temas de los Rolling Stones, de Guns'n Roses, de los Beatles y muchos otros que yo desconocía completamente, en una versión bossa nova de música funcional. Natalia, la linda flaquita cantaba y se movía sensualmente en el borde del escenario y el público, ese público, alucinaba, gritaba, aplaudía, cantaba los temas, sacaba fotos de los artistas y se sentía como si estuviese en un concierto de von Karajan y la Filarmónica de Viena. El Etiqueta Negra había comenzado a hacer un cierto efecto en mis sentidos y mientras recorría el amplio salón donde unas mil quinientas de las mejores personas de Venezuela se embriagaban y drogaban, comencé a descubrir cuál era el misterio de esta transfiguración de mis amigos en figuras del jet set caraqueño.
Unas noches antes, recién llegado y con ganas de conocer, había encontrado un magnífico lugar llamado El Sarao. Una cantidad similar de gente había pagado una entrada de unos 35 bolívares y bebía copas a razón de 25 bolívares cada una, con el objeto de escuchar y bailar al ritmo de unas maravillosas bandas salseras. Aquello era verdaderamente una fiesta. Un intenso color café con leche dominaba dentro del público. Un ánimo festivo que hacía que todos charlaran con todos, que invitaran a bailar a aquel que se encontraba solo sentado a la barra. En ese lugar, el locutor pedía aplausos por las mujeres, por las mujeres menores de veinticinco años, por las vírgenes y por las que ya no lo eran. Y la multitud rugía en aplausos y bullas (aquí le llaman bulla a lo que nosotros llamamos ovación) por todas las cosas que valen la pena ser aplaudidas y ovacionadas. Eran muchachos y muchachas que acababan de graduarse, había mucha gente del interior del país, estudiantes, oficinistas, cajeras de supermercado, vendedoras de tienda, eran los caraqueños del montón que se divertían. También había siliconas, es cierto, lo que revela un cierto grado de democratización de la sociedad venezolana, pero también había ubérrimos pechos heredados de la bisabuela africana que cederían paulatinamente con el paso de los años, pero que mantendrían siempre esa imponderable maleabilidad al tacto y a la vista.
Fue al recordar esta visita a El Sarao –para mí es como inevitable entrar a un lugar nocturno que se llame El Sarao- que entendí cuál era la razón para que estos patanes con plata pagaran una fortuna por ver a mis anónimos amigos. Allí no había chusma, allí se cantaba en inglés, allí no había desbordes populacheros. Poca importancia tenía para estos mil quinientos boludos que los Bossa'n Roses no fueran nada. Ellos los convertían en algo excelso y deseado.
Y eso era lo que el rapidísimo productor porteño de los Bossa'n Roses había descubierto. Había sifrinios, tilingos venezolanos dispuestos a dejarse sacar el dinero por estos atorrantes mercosurianos en la medida en que creyesen que eran exclusivos y sofisticados.
Al terminar el recital me reencontré con ellos en los camarines. Los felicité por la proeza. Una estafa es siempre una obra de arte. Y Natalia, la linda Natalia, me miró con ojos cómplices y me preguntó: "El público es una caterva de gorilas, ¿no?"
Y me dieron ganas de que en Caracas haya muchas como Natalia.
Después de terminar dos o tres botellas de Etiqueta Negra gratis, me tomé, como pude, un taxi a casa.
Bah, no fui directamente a casa. Pero esa será otra historia que quizás nunca contaré.
Caracas, 15 de abril de 2008.