jueves, 26 de diciembre de 2019

Los Dos Papas, un duelo entre dos mundos





Acabo de ver Los Dos Papas. Es una muy buena película. Pero partamos de que es una película. Es decir, no es un documental, un ensayo o un libro de historia, sino una obra de ficción.
Antes que nada y desde una perspectiva exclusivamente artística es una especie de desafío actoral entre dos enormes intérpretes, como son Anthony Hopkins y Jonathan Pryce.
La película podría ser tranquilamente una obra teatral, un duelo ideológico, humano y religioso entre dos personalidades muy distintas, entre dos figuras que representan dos visiones del mundo, una europea y la otra latinoamericana.
¿Hay inexactitudes históricas? Sí, varias. Pero, personalmente, creo que no inciden en el balance claramente positivo que el filme genera en un espectador argentino.
La trascendencia política y religiosa de nuestro compatriota Jorge Bergoglio, el papel que ha decidido jugar en el mundo contemporáneo y la crisis en que se encontraba -y quizás aún se encuentra- la Iglesia están claramente descriptas en la película que está dirigida al gran público.
Es una película obviamente apologética y está bien que así lo sea. El director Fernando Meirelles, un brasileño, es decir, un hombre del país que contribuyó decididamente a poner al padre Jorge en el sillón de San Pedro, ha logrado un excelente filme, bello, con diálogos notables por su agudeza, inteligencia y sentido del humor y donde, obviamente, las bellezas de Roma y del Vaticano dan grandiosidad al drama histórico que ahí se desarrolla.
Y, para terminar, es una película para que lo argentinos nos sintamos orgullosos, cosa que en general es bastante fácil, pero que con los huracanes que ha desatado el padre Jorge se ha dificultado.
"Que Dios les perdone lo que acaban de hacer" dice el cardenal en el momento en que el Colegio Cardenalicio lo unge obispo de Roma. Que Dios nos perdone a los argentinos por no dimensionar la trascendencia de este compatriota, dice este redomado no creyente.
Buenos Aires 26 de diciembre de 2019

martes, 24 de diciembre de 2019

Pregunta


¿Acaso soy todos estos libros que me rodean?
¿Soy tan solo estos recuerdos?
¿Soy este caballito de Dalecarlia
y este mate misionero que me acompañan
en la biblioteca junto a las obras completas de Borges
y los cinco tomos de Jorge Abelardo Ramos?
O quizás soy acaso los kilómetros de películas
que se enrollan en mi memoria,
desde el atardecer en que vi La Fuente de la Doncella,
hasta la noche en que una mujer que amé
expuso el huracán de su alma insomne,
cuyo rigor había conocido,
en veinticuatro fotogramas por segundo.
La pregunta que esta noche me asalta es
si soy esa imagen de Lenin,
comprada en Varsovia,
o esa fotografía de Perón que me sonríe
desde la biblioteca,
mientras Marechal chupa siempre de su pipa
y Discépolo me recuerda que alguna vez lo merecí.
Sé que soy otra cosa que este malón de objetos.
Sé que soy otra cosa que esta pregunta
obsesiva y permanente sobre nuestro destino.
Sé que he sido feliz, sé que he sido valiente.
Sé que enfrenté la vida con alegría y coraje.
Esos libros y esas pequeñas huellas de una vida,
esas imágenes y esos talismanes de la memoria
solo intentan convertir en objetos permanentes
la fútil, la vana, la evanescente huella
de un pie sobre la arena.

Buenos Aires, 24 de diciembre de 2019

sábado, 21 de diciembre de 2019

La Forma de las Horas o la angustia de la mujer

La imagen puede contener: una o varias personas y texto

La Forma de las Horas, la última película de Paula de Luque, no es fácil.
Una pareja se va a separar para siempre, para no volverse a ver. La casa donde ambos fueron, quizás, felices se va entregar a un nuevo dueño y Ana, la protagonista, escribe y borra y vuelve a escribir un texto que, quizás, relata la historia de una pareja que se va a separar para siempre, para no volverse a ver.
Y la memoria de la escritora Ana -y la memoria de la protagonista Ana- vive, revive, revuelve y vuelve obsesiva y reiterativamente a esos momentos en que, quizás, pudieron ser felices o se desencontraron o se dijeron un chiste que hizo reir a ambos o confesaron sus debilidades y sus traiciones. Los recuerdos o la sensación de un recuerdo, la posibilidad de que haya sido de otra forma, de que en algún momento se tomara un camino distinto que no llevara a este final es el material de la película, el material con el que trabaja la escritora y el material del desasosiego, la inquietud, la angustia y la melancolía de Ana que se expanden sobre un paisaje bello, ventoso, acongojante y solitario.
La Forma de las Horas es una película bella, angustiante y total y exclusivamente femenina. El sufrimiento, el tormento espiritual, el volver y revolver sobre un presente que ya es pasado y quizás nunca logró tornarse futuro que vive Ana solo puede ser vivido por una mujer. Paula de Luque hace en esta película una introspección en el alma de una mujer que termina con su pasado, con quien fuera su hombre y con la que fuera su casa, como si se internara en su propia alma. Una mujer, un fantasma, un recuerdo, alguien que quizás ya no sea baila bajo los álamos y acompaña a Ana en su infinita y casi ontológica desazón.
Julieta Díaz y Jean Pierre Noher interpretan la pareja que alguna vez fue y ha dejado, quizás, de serlo y Paula Robles pone el cuerpo a esa danza que, quizás, sea la última. Julieta Díaz lo hace con la precisión y maestría de siempre. Jean Pierre Noher supera con solvencia y experiencia el desafío.
El color desvaído, apastelado de la fotografía le da a la película algo como la inconsistencia de la memoria, la fragilidad del alma femenina.
La Forma de las Horas no es fácil. Pero verla es meterse en el laberinto de la sensibilidad de una mujer y salir airoso del intento.
Buenos Aires, 21 de diciembre de 2019

sábado, 14 de diciembre de 2019

Escribir en el Aire o dar vida a los sueños



Vengo de la Sala Lugones y de cenar en una mesa de amigos y amigas. 
Estuve en el estreno de Escribir en el Aire, la segunda película que Paula de Luque estrena en este fin de año.
He visto una película deslumbrante, apabullante por lo bella, estoy tentado de escribir genial.
Es un homenaje, rendición de cuentas, abrazo y puesta en valor de un gran creador argentino, el bailarín y coreógrafo de larga trayectoria en la Argentina y de fama mundial, Oscar Araiz, un notable artista que se merecía un homenaje de esta talla estética y creativa.
Paula de Luque se inició, de pequeña, en el mundo de la danza en la escuela del Teatro Colón. Fue bailarina. En realidad, fue una gran bailarina de ese género que descolló en la segunda mitad del siglo XX, que es la Danza Contemporánea. Integró diversos grupos, entre ellos Nucleodanza, en los 80 y el Grupo de Danza Contemporánea del Teatro San Martín que dirigía, en los 90, Oscar Araiz. Esa fue su forja estética que volcó, posteriormente, a la realización cinematográfica.
Escribir en el Aire es una película que, a la vez que intenta introducirse en el sentido que para Oscar Araiz tiene esa evanescente y efímera belleza del movimiento y el espacio, en el mundo interior que esas formas expresan y materializan, logra situar la mirada del espectador en el centro mismo de la danza, en el escenario junto con el conjunto coreográfico, desplazándose en un primer plano con la primera bailarina, acompañarla en su interrelación con el resto de los bailarines y, de pronto, tomar la distancia que el creador, Oscar Araiz, necesita para ver el resultado de sus propuestas. Escribir en el Aire es una película sobre un coreógrafo y su obra visto y expresado por una de sus bailarinas, por otra creadora que conoce los códigos secretos y logra transmitirlos con un uso extraordinariamente libre de su instrumento, la cámara.
Wim Winders filmó hace unos diez años una notable película sobre la gran creadora de Wuppertal, Pina Bausch, la heredera coreográfica del expresionismo alemán. Escribir en el Aire es un filme que encuentra puntos de contacto con esa obra de Winders, en la medida en que se interna en el mundo de movimientos, emociones, convicciones y sueños que la danza convoca. Y también logra su propio herramienta expresiva incorporando al espectador no solo a los sueños dentro de otros sueños que menciona Oscar Araiz, sino a la energía del o de los intérpretes que dan vida a esos sueños.
Quedé estupefacto.
Paula de Luque ha logrado, una vez más, una película de una belleza que acongoja, que arrebata. Con la música maravillosa de la Consagración de la Primavera, con El Cisne del Carnaval de los Animales de Saint Saëns y la fascinante interpretación de los bailarines y bailarinas de Oscar Araiz, Escribir en el Aire es un homenaje deslumbrante a un gran creador argentino y al movimiento del que forma parte, junto con sus maestras Renatte Schottelius y Ana Itelman y su contemporánea Ana María Stekelman.
Paula de Luque ha logrado llevar al cine esa pugna entre el tiempo y el espacio que es la danza y que ha sido el desafío que ha signado la vida de Oscar Araiz
Buenos Aires, 14 de diciembre de 2019

sábado, 7 de diciembre de 2019

A la inmortalidad de un viejo amigo que por inmortal se ha ido
























Vivir como si fuéramos inmortales,
convencidos, hasta el último momento,
de que la inmortalidad se asegura
en la fugacidad de ese convencimiento.

Este pequeño gigante,
nacido en la tierra de los lobos marinos
que impresionó al propio Juan de Garay,
y que acaba de dejarnos,
me contó una noche de hace años que su padre,
heredero de viejas tradiciones socialistas,
le mostró -el pequeño gigante era un niño-
un retrato de un hombre serio, de barba blanca
y un extraño monóculo colgando sobre su negra solapa.

“Se llama Carlos Marx, Luisito”,
me contó que le había dicho.
“Fue un gran hombre y dedicó su vida
a luchar por los pobres y los explotados”,
y sus palabras, me dijo,
no se borraron jamás de su memoria.

La seriedad de su padre joven al decirlo,
el peso sacramental de esas palabras,
hicieron que Luisito, ya convencido de ser inmortal,
dedicase todo el tiempo que su inmortalidad le permitió
a ser fiel a un destino paterno que le dio sentido
a cada uno de los infinitos momentos
que conformaron su inmortal vida.

Luis Gargiulo no entró en la inmortalidad,
vivió y murió inmortalmente,
aún cuando la muerte tocase muy de cerca
la hermosa familia que armó en el medio de la pelea,
aún cuando la desazón y el fracaso fuesen el resultado
de dedicarle su vida a luchar
por los pobres y los explotados.

Y ahora que has entrado en la inmortalidad
de la memoria,
el recuerdo, la evocación y la historia
tu pequeña estatura de gigante desterrado
tu risa, tus dichos pampeanos,
tu ironía de dios sin religión ni liturgia,
se han hecho eternos,
tan eternos como la inmortalidad
con que enfrentaste la vida, la lucha
y la esperanza inmortal y tozuda
de que la vida solo vale
si estamos convencidos
que somos inmortales.

Luis Gargiulo vivió.
Esa fue su victoria.

Buenos Aires, 6 de diciembre de 2019


miércoles, 24 de julio de 2019

Poesía imprescindible

La víspera del día del amigo tuve el privilegio de leer, antes de su publicación en las redes, el poema Venezuela te puso don Américo, de Julio Fernández Baraibar. Superada la conmoción, tras varios y cada vez más deslumbrados repasos de esta obra, concluyo que nadie debería omitir la experiencia luminosa de conocerla.
Dice su CV que mi amigo J.F.B. es, entre otras cosas, historiador. Lo es, doy fe, a punto tal que se atreve a indagar en la genealogía de Venezuela desde los tiempos anteriores al tiempo. A partir del Mesozoico (hace unos 200 millones de años, nomás), reconstruye el recorrido geocronológico de esa porción del territorio caribeño, hasta llegar a este presente en el que el país ha devenido centro de una campaña mundial de estigmatización política. Tanto que cualquier chichipío, ignorante de la tierra que pisa y hasta de su propia identidad, repite como si supiera que “hay que sacar de allí al dictador Maduro” o que “EEUU nos defiende del riesgo de convertirnos en Venezuela”.
Mi entusiasta recomendación de la obra de Julio que motiva esta reseña se funda menos en los consistentes saberes que mi amigo tiene como historiador que en sus dotes como poeta. Porque su Venezuela te puso don Américo no es solamente un relato con categoría de arte mayor. Es un compacto metafórico de potencia radiactiva, como solamente el lenguaje poético puede contener y liberar, ante la comprensión del lector, a la manera de la fisión y reacción en cadena de un núcleo atómico. Porque ésa es la cualidad que la alta poesía comparte con la física y a partir de la cual sirve a la historia tanto como a otras disciplinas que necesitan cuantiosos volúmenes teóricos para decir lo que unos versos inspirados pueden sintetizar.
En dieciocho cantos o episodios, esta oda con vocación de cantata empieza evocando la conformación del subsuelo jurásico cuyo lecho petrolífero terminaría convirtiendo el territorio en objeto de la actual codicia imperial. En su potente recorrido, el poema va relevando (y revelando) los hitos mitológicos, políticos, sociales y culturales que fueron construyendo la identidad de la tierra definida como Pequeña Venecia por Américo Vespucio, el comerciante explorador que repartió nomenclatura por estas tierras que Europa pretendió descubrir, a fines del siglo XV. La travesía se demora en momentos y personajes fundantes: la crueldad de la conquista, los padeceres y estallidos populares, las intrigas imperiales y su codicia depredadora, la estatura épica y humana del Libertador Bolívar y la sobrehumana del Comandante eterno Hugo Chávez.
El poema se extiende a lo largo de 371 versos de áspera, expresiva y deliberada asonancia, como áspera y disonante hasta la crueldad ha sido la historia de la conquista, el genocidio, la voluntad emancipatoria, los sucesivos mestizajes y la construcción de la identidad suramericana, de la que Venezuela es hoy emblemático y sacrificial paradigma. La estética elegida no es arbitraria ni solamente ornamental sino que suma significado, a veces hasta en sutil discrepancia con el concepto enunciado, generando una tensión de fuerte expresividad. Ocurre otro tanto con la métrica, que alternativamente acorrala la idea en un estrecho pentasílabo o la derrama en largos fraseos de prosa poética. Las referencias a personajes, locaciones, episodios o voces coloquiales de la idiosincrasia venezolana unen riqueza simbólica y austeridad descriptiva. Los regionalismos y arcaísmos utilizados conviven, a veces de modo inesperado, con desacatados porteñismos o con anglicismos de colonial procedencia.

Toda la arquitectura formal y conceptual de esta obra reúne los valores de un acabado rigor en las referencias históricas, un exquisito dominio de las potencialidades del idioma y un genuino compromiso con la larga, dura y obstinada marcha de los pueblos de Nuestra América hacia su inexorable liberación. Pero sobre todo, se proyecta en un vuelo que solamente puede ganar semejante altura si es impulsado por una exquisita inspiración.
Olga Cosentino
https://nuestraamericanuestra.blogspot.com/2019/07/poesia-imprescindible.html?fbclid=IwAR2ot4RthBbNN7ziaqw7NZhhseTRTX3HziVwn3kU00FtfK04A8-ztoIMf_M

Agradezco a mi querida amiga Olga Cosentino estas exageradas líneas. Ella me alentó a terminar este trabajo y pensó desde el principio que valía la pena hacerlo, que era mi duda. Sus elogios, quizás hiperbólicos, empujaron mi voluntad. Gracias, querida Olga.

viernes, 19 de julio de 2019

Venezuela te puso don Américo

I
Quizá fue un designio divino
o tan solo el desatinado devenir de la materia,
la muerte irreversible de los monstruos del jurásico,
el repliegue sin vuelta de los mares y sus restos putrefactos,
la lenta metamorfosis de esa cazuela de mariscos
o un capricho,
una maldición
o un privilegio.
El hecho es que tu tierra se convirtió,
en el momento cenital de un sistema que agoniza,
en la más desmesurada reserva de energía,
el rayo creador y mortal de los dioses
acumulado por milenios en tus entrañas prodigiosas.


II
El italiano Vespucio creyó ver en tus antiguos palafitos
un palacio ducal y hasta una plaza de San Marcos
Y sobre ese gigantesco y azulado lago,
montado sobre otro negro, invisible y hediondo
se alzaba el milagroso Coquivacoa
descargando sus rayos eternos y constantes.
Venezuela te puso don Américo,
quien también le dio el nombre al continente.
Te alquilaron unos catires germanos
como pago de una corona imperial.
Fugger, Welser, ávidos banqueros tradujeron
la ocurrencia de Vespucio al alemán.
Klein-Venedig te pusieron en el idioma de Lutero.
Ambrosio Alfinger se hizo maracucho
y Federman, von Speyer y von Hutten se perdieron
buscando la ciudad de oro
a orillas del torrencial Orinoco
que enloqueció a Lope de Aguirre
hasta que murió en Barquisimeto.
Y fue vana la dura resistencia de los teques
encabezados por el tenaz Guaicaipuro,
a quien Oviedo y Baños rescató del olvido,
y lo hizo morir peleando
con la espada que le arrebató al invasor.
Y eso solo fue el comienzo
de quinientos años de saqueos,
de guerra a muerte, de asedios y bloqueos.


III
Para sumar carne humana a la explotación y la mezcla,
encadenados vinieron en los barcos
los negros de la soleada África
a la soleada y sedienta isla de Cubagua.
Y los hundieron en el líquido topacio para buscar las perlas
hasta dejar sin perlas a la Perla de los Mares.
Y fue el chocolate y el café y el maíz y el metal
y el Negro Miguel, el Rey Miguel para los negros,
pegó fuerte el grito y creó su reino para negros,
la primera quilombola venezolana
donde Guiomar fue la reina.
Tres veces, no una, tres veces
tuvieron que abolir la esclavitud
para que esos negros y esas negras,
esos zambos y mulatos
que habían peleado con Bolívar
que habían sido generales, como el insumiso Piar,
pudieran ser hombres libres.
Olvidados y hambrientos, pero libres.


IV
Sobre esa vasta extensión de llanos, selvas y montañas,
sobre esa tierra volcada al Mar Caribe,
reinaban los mantuanos,
esa clase social que inventó Venezuela
con el privilegio de que sus mujeres
pudiesen entrar en los templos
con la cabeza cubierta por un manto.
El cacao amargo que el azucar convierte en xocolātl
-como escribieron los jesuítas-,
el café que crece a la sombra de los cerros,
el oro deslumbrante
que despertó la gula goda,
el maíz de las arepas lunares
y las cachapas doradas como el sol,
la yuca suculenta
que el sebucán hace amigable,
la del áspero casabe y la tapioca fina,
fueron las razones de ese privilegio de casta
sobre un mar de humanidad oscura y mezclada,
de blancos pobres y sin hidalguía,
de hombres y mujeres de lenguas americanas.

V
El aventurero peregrino de cortes y alcobas,
de reinas y revoluciones, de logias e intrigas,
recordó al genovés con nombre de paloma
y le puso Colombia desde su exilio en Londres
para convertirse en terror de las testas coronadas,
de borbones y obispos, de inquisidores y agentes secretos.
Hasta que aparecieron los dos Simón.
Rico, play boy, inteligente y osado era uno,
pobre, de lecturas confusas y preclaras el otro.
Y todos juntos armaron el más gigantesco zafarrancho
que conoció este zafarranchoso continente
de tucanes, de orquídeas y jaguares,
de razas olvidadas, de negros encadenados,
de ávidos funcionarios, de mujeres apasionadas.

VI
Tuvo que ser derrotada en guerra a muerte
la casta mantuana,
tuvieron que morir sus hijos dilectos
en una iglesia bombardeada,
tuvo que huir a refugiarse entre negros
el gran mantuano, el pequeño guerrero caraqueño,
para que la guerra por los cargos
que eran privilegio de los españoles puros
se convirtiese en guerra social,
de esclavos contra propietarios, de negros insurrectos
acaudillados por el más rico de todos,
el discípulo del huerfáno genial y sacrílego de la calle de la Merced.
Fueron esas legiones de tierrúos pata al suelo
las que esparcieron su carne y su sangre por los campos
de todo un continente que se hizo uno por la independencia
y se volvió mosaico y lucha fratricida por la dependencia.

VII
Agoniza en cama ajena, derrotado y jadeante,
el gigante americano, en su destruído cuerpo de jockey.
María Teresa, la desafortunada,
Fanny, puro fru fru y talle imperio,
Anita en Nueva Granada, Juana, que nunca más viste,
y la sufrida Josefina
que murió tosiendo como hoy toses, Libertador,
Julia, la dulce morena de Kingston
que compartió las noches en la hamaca,
la melindrosa Bernardina
que a los quince años puso laureles en tu frente,
Manuelita, la Libertadora, tu loca, la desmesurada, la tórrida,
los ojos de tu guardia, el único ser humano al que temías, Libertador,
todas ellas,
y la otra y fugaz Manuelita,
y las Teresas y las Joaquinas
y todas esas bellas criollas
que hicieron de tu vida un paraíso y un infierno,
son en este momento fantasmas de humo
que rodean la cama de Mier.

VIII
Simón, te estás muriendo
y tu delirio de construir un mundo gigantesco,
una nación tan grande
como grande fue el fuego en que se fundieron
las razas, las lenguas, las civilizaciones y los dioses,
se está muriendo contigo, Libertador.
No podrán tus generales, puro cojones y lanza,
resistir la negra levita de la logia y el inglés.
Los puertos, la fascinación de sus quincallas
y el embriago de los otros puertos lejanos,
los hombres de la tienda y la hacienda
desbarataron, Libertador, tu Gran Colombia.
Y ahí quedaron, en el olvido, tu gesta, tus constituciones,
tu presidencia vitalicia, tu espada, tu palabra creadora,
y la América toda no existió en Nación.

IX
El oscuro tesoro ignorado continuaba pudriéndose
en la pequeña Venecia de Vespucio,
-descomponerse es el misterio de su pasmosa energía-
esperando que la guerra civil
terminara su magnificente cosecha de vidas humanas,
la degollina,
los nuevos afluentes a tus torrentes de sangre criolla
brotada de conservadores y liberales,
de clericales y masones,
de dueños de hatos y señores del valle
contra hombres del sur llanero y del frío andino,
redactores de manifiestos y proclamas.
Hasta que, por fin,
más o menos con todo el continente,
una especie de república consagró sus instituciones,
sus generales de mostachos, sus diputados de provincia,
sus senadores de cuello palomita y sus jueces pelucones
y sus arzobispos, con sus mitras y sus báculos,
y sus grandes maestres, con sus mandiles y sus compases,
financiados, como siempre, por el cacao, el café, el tabaco
y los préstamos de los usureros de Europa.
Hasta que se acabó lo que se daba y los civilizados prestamistas
mandaron los barcos con los cañones para cobrar la deuda.

X
El dilatado depósito de oscuros excrementos divinos
esperaba que el cometa viejo amigo de los hombres
volviese a rozar con su cabellera iridiscente
el ecuador terrestre, para surgir,
como desde un grifo del infierno,
y terminar para siempre tu siesta en el chinchorro,
tus viejas fiestas de toros y caballos,
de salvajes ganaderías,
donde la vaca Mariposa tuvó un terné,
bajo los morichales donde el alcaraván pega siempre el alerta.
Ya nada será la desmesurada autoridad de Doña Bárbara.
Ya el catire Florentino ha roto el cuatro que templaba Cantaclaro.
El contrapunto lo ha ganado el mismo misterioso jinete
que venció a Santos Vega en la lejana soledad pampeana.
Te llegó la hora del petróleo.

XI
Mientras el Benemérito,
esa mezcla suramericana de dictator, paterfamiliae y sátrapa,
prolonga su voluntad despótica
en los jardines de una Maracay florida
y tus universidades se pueblan de rebeldes,
entre provincianos y universales,
ese regalo, que el cielo y el infierno te entregaron,
comienza a fluir, trayendo a los nuevos catires
que juegan al golf, toman whisky y rezan en inglés,
reemplazan tus dulces costumbres coloniales,
las calles estrechas del valle caraqueño,
con el Guaire y sus quebradas,
por el Ford, el country, las urbanizaciones y el Johnny Walker.
Fue la irrupción brutal de lo moderno.
Generales, abogados, escritores se suceden sin pausa,
las torres de perforación y las bombas penetran en tu entraña,
y el vómito del infierno nutre los Sherman y los Jeeps
en Italia y en Francia.
¿Dónde quedaron en esa nueva fortuna,
que lentamente reemplazaba al maíz y al chocolate,
los olvidados de los llanos
de San Fernando de Apure, de Guárico y Barinas?
Aquellos jinetes oscuros que cabalgaron con Páez, con Zamora,
en cada uno de los llamamientos a alzarse contra Caracas,
fueron lentamente abandonando su tierra,
el joropo y el pajarillo,
el arpa y la maraca.
Se fueron llenando de hombres y mujeres del sur
los cerros de Caracas.

XII
Si bajo esos campos que se volvieron incultos
se acumulaba, desde milenios, tu oleosa energía,
en esos cerros, que son un cuadro de Mondrian,
se acumulaba una tensión tan vieja como Vespucio:
hombres y mujeres, del caoba al ébano,
hombres de brazos fuertes y gruesos,
mujeres de caderas redondas y movedizas,
hombres echadores de vainas y jugadores de dominó,
mujeres de labios rojos y cantores,
hombres y mujeres que los sábados llenan de rumba el aire fino,
juntaban su arrechera de siglos, el olvido y la inexistencia.
Su hermoso color, su pelo oscuro, su presencia rotunda,
su risa y su dolor
no evitaban un curioso efecto óptico:
eran invisibles, eran transparentes,
la luz no rebotaba en sus cuerpos bailarines.
Nadie había vuelto a pensar en ellos desde Ayacucho.
Habían cultivado la tierra del sur;
habían arreado las infinitas ganaderías del llano;
habían respirado el aire frío de los Andes;
en las costas del Caribe habían recogido perlas y peces;
habían construído los laberintos de caños y tubos
que eran el tejido sanguíneo de esa nueva Venezuela.
Y al final de todos sus oficios, al final de todas sus penurias,
nadie los veía, no figuraban en las listas, no votaban
y cuando la fatalidad disfrazada de un ocho cilindros
los atropellaba en la autopista
eran un NN más en la crónica de los diarios.


XIII
Un día, de pronto, como ocurren las tormentas,
como se arman los aludes que sepultan poblaciones,
toda esa humanidad olvidada,
sin fin de semana en Miami,
sin cand phil ni piso en Las Mercedes,
esas miles de cachifas despreciadas,
que descubrieron la poceta limpiando pocetas ajenas,
esos miles de trabajadores ocasionales,
choferes de busetas,
taxistas en los ratos libres,
motoristas para todo servicio,
albañiles, aparkadores de carros -así aprendiste a decirlo-,
buhoneros y jardineros,
bajaron de los cerros,
brotaron de la nada en donde habían sido confinados,
se volvieron por un día opacos
y la luz que rebotó en sus cuerpos los mostró
iracundos, sublevados, dispuestos a que el fuego
arrasase con su miseria, su no existir, su condición de nadies.
Esa presencia fulgurante y los miles de muertos sin nombre
marcaron para siempre la ciudad de Bolívar
y se inició tu camino al siglo XXI.


XIV
Al calor de esas hogueras
apareció tu nombre, Comandante.
Brotaste a la historia, como el chorro negro que busca el cielo,
iluminaste la vida, como los relámpagos de Catatumbo,
empujaste la voluntad, como la torrentada del Orinoco.
Te pusiste nuevamente el uniforme de la Independencia,
y con tu simpatía hipnótica,
con tu palabra cautivante,
con tu firmeza combatiente,
volviste, como el Libertador, los ojos al continente.
Y el pueblo venezolano volvió a cabalgar
en la Campaña Admirable,
volvió a triunfar en Carabobo y Boyacá
y, todos juntos, como en Junín y Ayacucho,
sentimos el ardor de la victoria
en la incruenta batalla de Mar del Plata.
Y volvieron, bajo tu impulso, a flamear las banderas hispanoamericanas.
Si hasta llevaste al pequeño gigante caraqueño
-¡cómo lo hubiera festejado el genio gozador de su carácter!-
a celebrar en Río el carnaval de los negros,
para que conociesen, ellos también, el tamaño de su genio,
la inmensidad de su utopía,
volcando hacia el Atlántico el sueño de la Gran Colombia.


XV
¡Todo lo que hiciste, Comandante!
Les diste visibilidad para siempre a los transparentes,
a los invisibles, a los que nunca más serían un NN
muerto en la Cota Mil.
Sus llagas tuvieron médicos,
su ignorancia, escuela,
y el día del comicio lucían orgullosos su civismo adquirido
en una pequeña tarjeta de plástico.
La cachucha en la cabeza, esa moda que vino del norte,
ya no diría Magallanes o Caracas.
Ahora sería Chávez para siempre.


XVI
¡Verga, Comandante!
Tremendo peo que armaste hacia el sur y en el Caribe.
Le pusiste comida al hambriento,
le pusiste dientes al desdentado,
ojos al miope
y tu nombre recorrió el mundo entero.
Te hiciste universal, Comandante,
y Viva Chávez gritaba el bahiano de los orixás,
y el carioca de los morros
y la gorda peronista del comedor en La Matanza
y la morena limeña
y la mujer de pollera en Potosí o Cochabamba.
Tus discursos torrenciales llenaron de historia y de futuro
la imaginación de millones.
De pronto cabalgábamos con Maisanta, tu ancestro
-todos los héroes descienden de los dioses-,
o nos abrumabas con las oscuridades de István Mészáros,
o compartías un párrafo brillante de Abelardo Ramos
o nos sumabas a tu extraña oración a la Virgen del Valle
o a la de Coromoto.
Así de torrentoso eras, Comandante.
Te levantaste, como hacía lustros que nadie hacía,
contra yanquis y pitiyanquis,
porque, como los dioses,
nombrabas las cosas y las creabas.
E hiciste escuálidos a los bien alimentados que te enfrentaban
y hasta, de verdad, todos sentimos que había olor a azufre
aquella tarde, en las Naciones Unidas,
en el momento mismo en que lo dijiste.
Unos veinte años duró tu paso por este continente
y nada
nada
nada
volvió a ser igual.
XVII
Tu muerte,
la muerte más llorada de toda la Patria Grande,
como lloramos a Evita,
como lloramos a Perón,
como lloramos a Getulio, cuando se atravesó el corazón,
tu muerte, Comandante,
fue un tiro por la espalda.
Los hombres como tú deberían ser inmortales
deberían poder volver del dominio de Hades, como cuenta Homero.
Los hombres que se ponen a la cabeza de un pueblo
deberían ser inmortales, como ese mismo pueblo.
Porque los pueblos, Comandante,
actúan convencidos que esos hombres son inmortales.
Todos sus deseos, sus más viejas aspiraciones,
sus derechos soñados, la tierra prometida,
la memoria para recordar el olvido,
la antigua y silenciosa soledad
convertida en multitud bulliciosa,
todo lo que encarnaste, Comandante,
con tu palabra insurgente,
se convirtió en agujero, en cráter tremendo,
en oquedad sin fondo ni costados, con tu ausencia,
Comandante.


XVIII
La Venecia diminuta de Vespucio,
la Klein Venedig de los alemanes
ya no será jamás aquella Venezuela
del tiempo de la Cuarta.
Nuevos huracanes se descargan
sobre la dulce patria de Teresa Carreño.
En el momento en que escribo estas líneas
una muchacha venezolana trae el café a mi mesa porteña
y me habla con la melodía un poco andaluza del Caribe.
No han podido con el legado de Bolívar y Chávez.
La tierra que ha parido semejantes hombres
no se arrea revoleando el rebenque.
Venezuela te puso don Américo
y toda la América hoy se llama Venezuela.
En tus plazas, en tus campos, en tus cerros
en las sólidas guarniciones de los hijos del gigante sonriente,
se está gestando el fruto de una nueva primavera
que el verano cosechará en triunfos, bailes y alegría.
Buenos Aires, 19 de Julio de 2019